miércoles, 24 de diciembre de 2014

LA MIRADA CREADORA.

 
Fruto de esta mentalidad es la pregunta que los discípulos hacen a Jesús al ver a un hombre ciego de nacimiento: "Maestro, ¿quién tuvo la culpa de que naciera ciego: él o sus padres?".

La ceguera no era considerada una enfermedad cualquiera, sino que, por impedir el estudio de la Ley, se creía una maldición divina, agravada por el anatema del rey David que odiaba a los ciegos hasta el punto de prohibirles la entrada en el templo de Jerusalén: "A esos cojos y ciegos los detesta David. Por eso se dice: "Ni cojo ni ciego entre en el templo". ("Sam 5,8).

Jesús responde excluendo taxativamente cualquier relación entre culpa y enfermedad ("ni él ha pecado ni sus padres") y advierte a los discípulos que incluso en aquel individuo, tenido por pecador por la religión y excluido de la sociedad (se trata de un mendigo), se manifestará visiblemente la obra de Dios.

El evangelista ha comenzado la narración subrayando que la mirada de Jesús se ha posado sobre el hombre inmerso en las tinieblas para completar en él la obra del Dios autor de la luz: "Al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento".

Jesús repite en el ciego los gestos del Creador, que "modeló al hombre de arcilla del suelo" (Gén 2,7): "hizo barro con la saliva y le untó barro en los ojos".

Enviado a ir a lavarse en la piscina de Siloé, el hombre "volvió con vista".

Las personas presentes en la escena, incapaces de evaluar el suceso, en lugar de alegrarse con el hombre curado, lo conducen a los fariseos para oír su parecer, desconcertados por el hecho de que Jesús "había hecho barro y le había abierto los ojos en sábado", quebrantando el más importante de los mandamientos.

La curación del ciego, pone alerta a los fariseos. Éstos, cultivadores de la muerte, no toleran ninguna manifestación de vida, y habituados a referirse a los hechos con la ley en la mano, no se felicitan por el hombre curado, sino que se alarman por las circunstancias de esta curación (hacer barro es uno de los treinta y nueve trabajos prohibidos en día de sábado, Shab 7,2) y le piden información únicamente sobre "cómo" ha sido curado.

De la respuesta del hombre, los fariseos deducen que Jesús "no viene de parte de Dios, porque no guarda el precepto".

Elos saben todo lo que Dios puede hacer o no.

Y dado que Dios no puede ir contra su propia Ley, es evidente que el autor de la grave infracción (la curación no interesa) ha actuado contra el Señor que ha mandado condenar a muerte a quien, incluso haciendo prodigios, desvía al pueblo (Dt 13,1-6).

Aquellos a los que Jesús ha llamado antes esclavos del pecado (Jn 8,34) sentencian ahora que Jesús es el pecador.

Pero en algunos fariseos la ostenta seguridad teológica se resquebraja frente a la evidencia del hecho ("¿cómo puede un hombre, siendo pecador, realizar semejantes señales?") y vuelven a interrogar otra vez al hombre, preguntándole su opinión sobre el individuo que lo había curado.

La respuesta de que se trata indudablemente de un enviado de Dios ("es un profeta") hace entrar en escena a las autoridades religiosas ("los judíos").

Éstas no pueden admitir que, transgrediendo el mandamiento del sábado, que incluso el mismo Dios observa, alguien pueda haber obrado el bien.

No pudiendo aceptar contradicción alguna en su doctrina, buscan negar la verdad del hecho, insinuando la duda del fraude y, convocados los padres del ciego que decía haber sido curado, los acusan de estar al frente del embrollo: "¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego? ¿cómo es que ahora ve?".

La curación del hijo es considerada por las autoridades un crimen del que deben responder sus padres.

Atemorizados y llenos de pavor, éstos descargan toda responsabilidad sobre su hijo: "Preguntánselo a él, ya es mayor de edad; él dará razón de sí mismo".

La cobardía de los padres es justificada por el evangelista aduciendo que "los padres respondieron así por miedo a los dirigentes judíos, porque los dirigentes tenían ya convenido que fuera excluido de la sinagoga quien lo reconociese por Mesías".

Esta expulsión comportaba sanciones no sólo a nivel religioso, sino graves consecuencias en el ámbito social: el expulsado era tratado como un contagiado por la peste, con quien no se podía ni comer ni beber y de quien había que mantenerse a dos metros de distancia (M.Q.B. 16a).

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