A
propósito de dolorismo, hay que detenerse un momento en la
llamada «mortificación». Los cristianos la conciben de
ordinario como un sufrimiento, dolor o abstención que uno se
impone libremente, una tortura lenta y continua.
Veamos
el fundamento bíblico de la palabra. El verbo «mortificar»
aparece una sola vez en el Nuevo Testamento, en la Carta a los
Colosenses. En el texto griego, el verbo significa
sencillamente «matar», y el pasaje es el siguiente:
«
Si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde
está Cristo sentado a la derecha de Dios; estad centrados
arriba, no en la tierra. Moristeis, repito, y vuestra vida está
escondida con Cristo en Dios; cuando se manifieste Cristo, que
es vuestra vida, con él os manifestaréis también vosotros
gloriosos.
En
consecuencia, extirpad (= matad) lo que hay de terreno en
vosotros: lujuria, inmoralidad, pasión, deseos rastreros y la
codicia, que es una idolatría; ... despojaos de todo eso: cólera,
arrebatos de ira, inquina, insultos y groserías... Dejad de
mentiros unos a otros...» (Col 3,1-9).
Este
es el pasaje de la mortificación. Se refiere a la vida de
resucitados que ya está en nosotros. La norma y la aspiración
del cristiano no proceden de este mundo, sino del reino donde
Cristo vive. Posee dentro una vida que no es fruto terreno y
debe vivir según ella, esperando el momento en que se
manifestará plenamente, en unión con Cristo.
Vivir
de esa vida es la salud del hombre. ¿ Quedan en nosotros
tumores que la impiden? Hay que extirparlos, no cortándolos
poquito a poco ni cauterizándolos a fuego lento, sino con un
cambio radical que los elimine de la conducta. Esta es la
famosa mortificación cristiana: vivir con salud, no tolerar
enfermedades, expelerlas lo antes posible.
Y
ese modo de vida no tiene nada que ver con el melindre o el
escrúpulo. El párrafo que precede inmediatamente al citado más
arriba describe un modo de proceder que san Pablo condena: «Si
moristeis con Cristo a lo elemental del mundo, ¿por qué os
sometéis a reglas como si aún vivierais sujetos al mundo?
`No tomes, no pruebes, no toques -de cosas que son todas para
el uso y consumo-,según las consabidas prescripciones y enseñanzas
humanas. Eso tiene fama de sabiduría por sus voluntarias
devociones, humildades y severidad con el cuerpo; no tiene
valor ninguno, sirve para cebar el amor propio» (Col 2,20-23).
Si
comparamos los dos pasajes, parece que san Pablo desdeña las
minuciosas prácticas ascéticas, recomendando, en cambio, un
enérgico viraje en la conducta, que destierre las actitudes
depravadas.
En
estos pasajes se habla de vida, no de sufrimiento. La muerte
de los bajos instintos permite un despliegue mayor de la vida
en el hombre. Mortificación, por tanto, en su verdadero
sentido, es un concepto negativo, como desinfección o
desintoxicación, y su finalidad es que la salud rebose. Para
san Pablo es claramente una metáfora y nunca pudo pensar que
sus lectores la entendieran de otro modo. En nuestro tiempo se
expresaría en términos de operación quirúrgica: si tenéis
tumores de esos, operaos, ¡fuera con ellos!
En
la vida ordinaria, una vez conseguida la salud básica, cada
uno ha de tener cuidado de no exponerse al frío o no comer lo
que le sienta mal. De ese estilo es la precaución habitual
del cristiano; como hombre sensato, no puede poner en peligro
la vida que lleva dentro; cada uno verá lo enfermizo que es o
las propensiones que tiene.
Toda
vida de este mundo lleva consigo una lucha contra los gérmenes
de muerte, lo mismo la vida física que la moral. En todo hace
falta terapéutica y profilaxis, siempre buscando el propio
bien. «Nadie ha odiado nunca a su propio cuerpo» (Ef 5,29) y
el cristiano menos que nadie, pero quiere que esté sano,
limpio y dócil al Espíritu; por eso lo mantiene en su papel
de servidor de Dios, para que no se convierta en cuerpo de
pecado (Rom 6,6) o en cuerpo de muerte (ibíd. 7, 24).
No
debería decirse «mortificar el cuerpo» o «los sentidos»,
que son obra de Dios, sino usarlos «con santidad y respeto»
(1 Tes 4,4), y para eso eliminar del ser físico y psicológico
las propensiones al mal, a la enfermedad y a la decadencia.
Estos son los llamados pecados capitales, que se resumen en
las tres ambiciones y tienen por raíz común el egoísmo
inconsciente e ininteligente, la anticaridad, que roe, como
una lepra esencial, la imagen de Dios en el hombre. La operación
podrá ser penosa, pero su resultado es la salud y la alegría.
El
atleta se somete a entrenamiento, con esfuerzo y sudor, para
mantenerse en forma. El cristiano tiene que vigilar sobre lo
que daña a la vida de Dios en él. Podrá ser que los
comienzos sean penosos, pero nunca llevan a la tristeza. El
cuidado de la salud es un límite creativo, no opresor. No se
trata de limitar por limitar, pues el cristiano está llamado
a la libertad; se trata de conservar ágil la libertad. Así
lo entendía san Pablo: «Todo me está permitido, pero yo no
me dejaré dominar por nada» (1 Cor 6,12). Además del
entrenamiento del atleta, son límites creativos la sobriedad
del conductor o el ejercicio del artista, aspectos todos de la
fidelidad a la propia misión o ideal. La disciplina positiva
se llama ejercicio; la negativa, abstención; ambas facetas
están en función de la finalidad perseguida.
El
amor de Dios antecedente a toda bondad humana, revelado por
Cristo, parece excluir las intenciones expiatorias que se
asocian a veces a los ejercicios ascéticos. La reconciliación
con Dios está efectuada; solamente queda al hombre abrirse a
esa gracia. Dios no está irritado, no exige satisfacción por
los pecados, sino que el hombre los reconozca y confíe; él
nunca rehúsa su perdón. La obsesión con el pecado no es
cristiana, Dios es propicio al hombre y lo perdona sin
regateos. Cuando un pecador se le acerca, nunca exige Cristo
una satisfacción, le basta la fe (Mt 7,2; Le 7,36); en
algunos casos amonesta que no se vuelva a las andadas (Jn
5,14; 8,11), explicitando el contenido de una conversión
sincera. El cristiano vive del Espíritu, y no está bajo la
ley del pecado (Rom 8,2); su ascesis mira a la libertad y a la
alegría de una vida exuberante, no es un penoso arrastrarse
para salir del fango, que fue lavado por el bautismo. Y si
alguno resbala, no hay que desanimarse: «Tenemos un defensor
ante el Padre, Jesús, el Mesías justo, que expía nuestros
pecados; y no sólo los nuestros, sino también los del mundo
entero» (1 Jn 2,1-2).
En
el primer capítulo hemos tratado del renegar de sí y de la
renuncia. Ambos términos combaten sutiles idolatrías: el
primero, la deificación del yo; el segundo, la de cualquier
otra criatura. La mortificación, en cambio, es el cuidado de
la salud así adquirida. El renegar de sí, afirmando el único
Dios, durará siempre; la renuncia, mientras haya alicientes
de esta tierra; la mortificación puede llegar a ser
superflua; incluso debería serlo lo antes posible. Sería señal
de salud robusta, de vida sin trabas.
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