domingo, 28 de diciembre de 2014

LA MORTIFICACIÓN.

A propósito de dolorismo, hay que detenerse un momento en la llamada «mortificación». Los cristianos la conciben de ordinario como un sufrimiento, dolor o abstención que uno se impone libremente, una tortura lenta y continua.
Veamos el fundamento bíblico de la palabra. El verbo «mortificar» aparece una sola vez en el Nuevo Testamento, en la Carta a los Colosenses. En el texto griego, el verbo significa sencillamente «matar», y el pasaje es el siguiente:
« Si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; estad centrados arriba, no en la tierra. Moristeis, repito, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, con él os manifestaréis también vosotros gloriosos.
En consecuencia, extirpad (= matad) lo que hay de terreno en vosotros: lujuria, inmoralidad, pasión, deseos rastreros y la codicia, que es una idolatría; ... despojaos de todo eso: cólera, arrebatos de ira, inquina, insultos y groserías... Dejad de mentiros unos a otros...» (Col 3,1-9).
Este es el pasaje de la mortificación. Se refiere a la vida de resucitados que ya está en nosotros. La norma y la aspiración del cristiano no proceden de este mundo, sino del reino donde Cristo vive. Posee dentro una vida que no es fruto terreno y debe vivir según ella, esperando el momento en que se manifestará plenamente, en unión con Cristo.
Vivir de esa vida es la salud del hombre. ¿ Quedan en nosotros tumores que la impiden? Hay que extirparlos, no cortándolos poquito a poco ni cauterizándolos a fuego lento, sino con un cambio radical que los elimine de la conducta. Esta es la famosa mortificación cristiana: vivir con salud, no tolerar enfermedades, expelerlas lo antes posible.
Y ese modo de vida no tiene nada que ver con el melindre o el escrúpulo. El párrafo que precede inmediatamente al citado más arriba describe un modo de proceder que san Pablo condena: «Si moristeis con Cristo a lo elemental del mundo, ¿por qué os sometéis a reglas como si aún vivierais sujetos al mundo? `No tomes, no pruebes, no toques -de cosas que son todas para el uso y consumo-,según las consabidas prescripciones y enseñanzas humanas. Eso tiene fama de sabiduría por sus voluntarias devociones, humildades y severidad con el cuerpo; no tiene valor ninguno, sirve para cebar el amor propio» (Col 2,20-23).
Si comparamos los dos pasajes, parece que san Pablo desdeña las minuciosas prácticas ascéticas, recomendando, en cambio, un enérgico viraje en la conducta, que destierre las actitudes depravadas.
En estos pasajes se habla de vida, no de sufrimiento. La muerte de los bajos instintos permite un despliegue mayor de la vida en el hombre. Mortificación, por tanto, en su verdadero sentido, es un concepto negativo, como desinfección o desintoxicación, y su finalidad es que la salud rebose. Para san Pablo es claramente una metáfora y nunca pudo pensar que sus lectores la entendieran de otro modo. En nuestro tiempo se expresaría en términos de operación quirúrgica: si tenéis tumores de esos, operaos, ¡fuera con ellos!
En la vida ordinaria, una vez conseguida la salud básica, cada uno ha de tener cuidado de no exponerse al frío o no comer lo que le sienta mal. De ese estilo es la precaución habitual del cristiano; como hombre sensato, no puede poner en peligro la vida que lleva dentro; cada uno verá lo enfermizo que es o las propensiones que tiene.
Toda vida de este mundo lleva consigo una lucha contra los gérmenes de muerte, lo mismo la vida física que la moral. En todo hace falta terapéutica y profilaxis, siempre buscando el propio bien. «Nadie ha odiado nunca a su propio cuerpo» (Ef 5,29) y el cristiano menos que nadie, pero quiere que esté sano, limpio y dócil al Espíritu; por eso lo mantiene en su papel de servidor de Dios, para que no se convierta en cuerpo de pecado (Rom 6,6) o en cuerpo de muerte (ibíd. 7, 24).

No debería decirse «mortificar el cuerpo» o «los sentidos», que son obra de Dios, sino usarlos «con santidad y respeto» (1 Tes 4,4), y para eso eliminar del ser físico y psicológico las propensiones al mal, a la enfermedad y a la decadencia. Estos son los llamados pecados capitales, que se resumen en las tres ambiciones y tienen por raíz común el egoísmo inconsciente e ininteligente, la anticaridad, que roe, como una lepra esencial, la imagen de Dios en el hombre. La operación podrá ser penosa, pero su resultado es la salud y la alegría.
El atleta se somete a entrenamiento, con esfuerzo y sudor, para mantenerse en forma. El cristiano tiene que vigilar sobre lo que daña a la vida de Dios en él. Podrá ser que los comienzos sean penosos, pero nunca llevan a la tristeza. El cuidado de la salud es un límite creativo, no opresor. No se trata de limitar por limitar, pues el cristiano está llamado a la libertad; se trata de conservar ágil la libertad. Así lo entendía san Pablo: «Todo me está permitido, pero yo no me dejaré dominar por nada» (1 Cor 6,12). Además del entrenamiento del atleta, son límites creativos la sobriedad del conductor o el ejercicio del artista, aspectos todos de la fidelidad a la propia misión o ideal. La disciplina positiva se llama ejercicio; la negativa, abstención; ambas facetas están en función de la finalidad perseguida.
El amor de Dios antecedente a toda bondad humana, revelado por Cristo, parece excluir las intenciones expiatorias que se asocian a veces a los ejercicios ascéticos. La reconciliación con Dios está efectuada; solamente queda al hombre abrirse a esa gracia. Dios no está irritado, no exige satisfacción por los pecados, sino que el hombre los reconozca y confíe; él nunca rehúsa su perdón. La obsesión con el pecado no es cristiana, Dios es propicio al hombre y lo perdona sin regateos. Cuando un pecador se le acerca, nunca exige Cristo una satisfacción, le basta la fe (Mt 7,2; Le 7,36); en algunos casos amonesta que no se vuelva a las andadas (Jn 5,14; 8,11), explicitando el contenido de una conversión sincera. El cristiano vive del Espíritu, y no está bajo la ley del pecado (Rom 8,2); su ascesis mira a la libertad y a la alegría de una vida exuberante, no es un penoso arrastrarse para salir del fango, que fue lavado por el bautismo. Y si alguno resbala, no hay que desanimarse: «Tenemos un defensor ante el Padre, Jesús, el Mesías justo, que expía nuestros pecados; y no sólo los nuestros, sino también los del mundo entero» (1 Jn 2,1-2).
En el primer capítulo hemos tratado del renegar de sí y de la renuncia. Ambos términos combaten sutiles idolatrías: el primero, la deificación del yo; el segundo, la de cualquier otra criatura. La mortificación, en cambio, es el cuidado de la salud así adquirida. El renegar de sí, afirmando el único Dios, durará siempre; la renuncia, mientras haya alicientes de esta tierra; la mortificación puede llegar a ser superflua; incluso debería serlo lo antes posible. Sería señal de salud robusta, de vida sin trabas.

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