Dice el evangelista que, para ir de Judea a Samaría, Jesús -tenía que pasar por Samaría» (Jn 4,4).
Este itinerario no se rige por motivos topográficos (los viajeros que eran precavidos evitaban la peligrosa Samaría y pasaban por Transjordania), sino por la necesidad de reconquistar a la adúltera samaritana.
El encuentro con la mujer no comienza bien.
Era bien sabido que los judíos despreciaban a las mujeres samaritanas, consideradas inmundas desde la cuna (Nidda 4,1); no obstante esto, Jesús no se dirige a la mujer desde lo alto de su superioridad de varón hebreo, sino desde lo bajo de su condición de hombre necesitado: -Dame de beber»; la mujer reacciona de modo polémico recordándole los contrastes raciales: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana/- (Jn 4, 9).
Y el evangelista explica que -los judíos no se tratan con los samaritanos- (In 4,9), expresión diplomática para decir que se creen religiosamente superiores, siempre en nombre de Dios, naturalmente.
El odio entre judíos y samaritanos se remontaba a siete siglos antes, cuando, después de la deportación de los habitantes de Samaría en Asiria, la región se repobló de colonos extranjeros, y pronto los samaritanos resultaron ser un fruto mestizo nacido del cruce entre colonos y habitantes del lugar (2Re 17,24-28).
La mescolanza racial había tenido también efectos religiosos y los samaritanos, aunque continuaron adorando a Yahvé, le daban culto también a las divinidades traídas por los colonos (2Re 17,29-34).
Esta contaminación con divinidades paganas hacía a los samaritanos despreciables a los ojos de los judíos, que les impidieron colaborar en la reconstrucción del templo de Jerusalén (Esd 4,1-3) y, equiparándolos a los paganos, les prohibieron el acceso al santuario.
En la Biblia los samaritanos son como los filisteos, los enemigos por excelencia, y son piadosamente definidos como «el pueblo necio que habita en Siquén-, En tiempos de Jesús, las personas piadosas evitaban pronunciar el término samaritano (Lc 10,37), considerado uno de los peores insultos (Jn 8,48).
La hostilidad entre judíos y samaritanos se reavivó violentamente del año 6 al 9 d.C. cuando los samaritanos consiguieron interrumpir las celebraciones de Pascua esparciendo de noche huesos humanos en el templo (Ant. 18,29).
Desde entonces, el odio entre judíos y samaritanos estará tan extendido que llega hasta el grupo de Jesús y es conocido el deseo de los beligerantes discípulos Santiago y Juan de ver a todos los samaritanos fulminados: -Señor, si quieres decimos que caiga un rayo y los aniquile» (Lc 9,54).
A la agresividad verbal de la samaritana, Jesús responde superando las divisiones raciales, con la oferta de un regalo extraordinario, el -don de Dios ... el agua viva».
La samaritana se declara dispuesta a acoger esta misteriosa «agua viva», capaz de quitar para siempre la sed.
Y es en este momento cuando Jesús cambia bruscamente de argumento y pasa del agua al lecho, recordando a la adúltera los cinco maridos, más el que tiene actualmente.
En la lengua hebrea Baal, título que se daba a la divinidad, significa marido o Señor: el adulterio de Samaría consistía en haber abandonado a Dios para volverse a los otro cinco dioses adorados en la región, para los que los samaritanos habían construido cinco templos en otras tantas colinas (2 Re 17,24-41; Ant. 9,288), dato que subraya el evangelista repitiendo en el relato cinco veces el término marido.
En este episodio no se procesa a una mujer ligera, sino que se denuncia la infidelidad de Samaría.
Para poder acoger el don del amor de Dios, Jesús invita a la mujer a romper con las otras divinidades, que prometen una felicidad que no pueden dar (.vaya volver con mi marido, porque entonces me iba mejor que ahora», Os 2,9).
La mujer, una vez comprendido que lo que Jesús le está diciendo no toca a su vida privada, sino a su relación con Dios, va rápidamente al núcleo del problema: -Señor, veo que tú eres profeta. Nuestros padres celebraron el culto en este monte; en cambio, vosotros decís que el lugar donde hay que celebrado está en Jerusalén- (Jn 4,19-20).
La samaritana cree que la relación con Dios se ve favorecida con el culto en un determinado santuario y, ahora que está dispuesta a volver al verdadero Dios, quiere saber dónde encontrado. Pero Jesús declara terminada la época de los santuarios: -Créeme, mujer: Se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén (Jn 4,21).
Si el dios de la religión necesita un templo y un culto, el Padre, para ser tal, tiene necesidad de hijos que se le parezcan.
La semejanza con su amor es el único culto que el Padre requiere.
A la mujer que deseaba saber dónde dirigirse para ofrecer culto a Dios, Jesús responde que es Dios quien se le ofrece, dándole su misma capacidad de amor.
El Señor no espera dones de los hombres, sino que él se hace don para ellos, porque -el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, ese que es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por mano de hombre, ni le sirven manos humanas, como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida y el aliento y todo» (Hch 17,24-25).
Este es el clamoroso anuncio del que se hace portavoz la mujer, invitando a los samaritanos a ir a «ver a un hombre... -.
Jesús, que ha derribado las barreras religiosas y nacionalistas, no es considerado ya como un judío, sino como un hombre.
La nueva época sin santuarios, inaugurada por él, hace su misión universal, consintiendo incluso a los herejes, los samaritanos excomulgados, acoger «al salvador del mundo-.
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