Primera encíclica de Pablo VI (6 de agosto de 1964), sobre
la Iglesia, sus relaciones con el mundo y el diálogo que no debe dejar de
mantener con él.
Pablo
VI había intentado prepararla y publicarla antes de
la segunda sesión del concilio (29-9-1963). Trabajó febrilmente en ello,
recogiendo decenas y decenas de folios con «notas", "apuntes»,
«borradores»,
preguntas que se hacía a sí mismo: todo un dossier. En la redacción
final la enciclica aparece sin notas ni citas, un aparato bibliográfico
que no falta
nunca en una encíclica, con la finalidad de darle más bien una forma
personal
y «dialogal»; pero en aquellos apuntes privados aparecen con claridad
todo el
aparato de investigación y las fuentes en las que más se inspiró. Por lo
demás,
uno de sus comentadores pudo concluir sus investigaciones diciendo que
«esta encíclica fue pensada, compuesta y escrita por él solo». No
logró tenerla a punto para presentarla antes de finales de septiembre y dejó
luego que pasara algún tiempo, aunque teniéndola siempre entre manos.
Los estudiosos consideran el discurso de apertura de la
segunda sesión del concilio como una especie de redacción previa. Debió de
estudiarla a fondo, consciente del momento tan especial que estaba viviendo la
Iglesia en concilio, sabiendo que cada una de sus afirmaciones podía abrir un
poco más la grieta que se percibía en el Colegio episcopal. Insistía en que
la encíclica quería ser «una simple conversación epistolar» (9), un «mensaje
fraternal y familiar» ( 10), expresamente destituido «de todo carácter
solemne y propiamente doctrinal» (9s). La encíclica se presenta lógicamente
con ciertos límites intencionales y por tanto plenamente conscientes; en
particular, prescinde de la exposición «de los temas graves y urgentes que
interesan no sólo a la Iglesia, sino a toda la humanidad» y hace una enumeración
somera de los mismos en el prólogo (cf. 14s).
El mismo Pablo VI, el 6 de agosto, después de haber puesto ya su firma en la encíclica,
comunicó su próxima aparición a los fieles en el habitual encuentro dominical
del Angelus, indicando entre otras cosas: «Decimos allí lo que pensamos que
tiene que hacer hoy la Iglesia para ser fiel a su vocación y poder cumplir con
su misión.
Esto es, hablamos de la metodología
que la Iglesia debe seguir a nuestro juicio, para caminar según la
voluntad del Señor Jesús. Quizás pudiéramos titular esta encíclica:
"Los caminos de la Iglesia"». Y prosigue: «Los caminos que hemos señalado
son tres: el primero es espiritual y se refiere a la "conciencia" que
la Iglesia debe tener y alimentar sobre sí misma; el segundo es moral y se
refiere a la "renovación" ascética, práctica y canónica que
necesita la Iglesia para ser conforme con la conciencia indicada... Y el tercer
camino es apostólico; lo hemos designado con el término tan de moda en
nuestros días de "diálogo". este camino se refiere al modo, al arte,
al estilo que la Iglesia tiene que infundir en su actividad ministerial en el
concierto disonante, voluble, complejo del mundo contemporáneo. Conciencia,
renovación, diálogo: son los caminos que hoy se abren ante la Iglesia viva, y
que forman los tres capítulos de la encíclica».
De esta forma el mismo papa hace destacar y pone de relieve
la estructura de su «larga» encíclica -hasta 15.000 palabras han contado,
según el uso, los teólogos americanos- y a la que la crítica, sorprendida
quizás por la novedad de su contenido y del tono empleado, pero también por la
imprecisión de la traducción, ha juzgado «de difícil acceso».
Como apertura a los tres capítulos hay
un prólogo que, además de poner de manifiesto la estructura de la encíclica y
de justificar sus límites, declara expresamente su intención temática. Su
intención es la de «aclarar cada vez más a todos, por un lado, cuán
importante es para la salvación de la sociedad humana y, por otro, cuánto
preocupa a la Iglesia que las dos - o sea, la Iglesia y la sociedad- se
encuentren, se conozcan, se amen» (8). Pablo VI deriva esta convicción de otra
anterior, que concierne a la naturaleza misma de la Iglesia. La expone en las
primeras palabras de su encíclica: «Jesucristo fundó su Iglesia para que
fuera al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de
salvación» (7). En Pablo VI se trata de una convicción pacíficamente
presupuesta, que no se necesita demostrar sino simplemente desarrollar, señalando
las líneas que la hagan operativa. De la abundancia de folios que constituyen
el dossier se puede deducir que en la concepción inicial el único tema debería
haber sido el del diálogo. En su desarrollo, el papa se habría dado cuenta de
que, en realidad, la exposición de este tema exigía el desarrollo de unos
presupuestos irrenunciables, es decir, la conciencia y la renovación de la
Iglesia. En todo caso, para subrayar la preeminencia del diálogo, los
comentadores llegan a decir que en la encíclica el «diálogo» asume la
consistencia de un tratado, ya que en esta parte el papa no procede solamente
por alusiones y sugerencias rápidas, como en el resto de su mensaje.
La encíclica identifica a los destinatarios del diálogo,
distinguiendo los tres famosos círculos, a los que añade sin embargo, sin
definirlo evidentemente como un círculo aparte, el ámbito intraeclesial. En
este ámbito no falta la apelación a la obediencia, que se intenta integrar en
el diálogo, ni la condenación del «espíritu de independencia y de crítica»
( 104s). En cuanto a los tres círculos, se trata claramente del círculo «inmenso»
de la humanidad en cuanto tal, el «mundo»; del círculo de los que creen en
Dios: judíos, musulmanes, seguidores de las grandes religiones afroasiáticas;
y finalmente del círculo de los cristianos no católicos.
Algunos han
criticado su concepción del diálogo intraeclesial, excesivamente centrado en
la «obediencia», su idea del diálogo con el «mundo» y su concepción del
ecumenismo, en cuanto que lo percibiría de una forma demasiado unidireccional.
El «tratado» sobre el diálogo, que es
el contenido substancial de la encíclica, según la enseñanza de Pablo
VI presupone una conciencia eclesiológica clara y segura, que «distinga»
claramente a la Iglesia del mundo, según la antítesis evangélica, aunque sin
separarla (65-68, y pássim). De
aquí la necesidad de que la Iglesia tome conciencia de sí misma, renovándose
en su cualidad de Cuerpo místico de Cristo.
Para Pablo VI, que intentaba cuidadosamente evitar toda
interferencia en los trabajos del concilio, ocupado entonces en redactar la
Constitución sobre la Iglesia, la profundización de la conciencia y la
consiguiente renovación de la Iglesia, tiene un único sentido: procede
propiamente en el sentido del «descubrimiento renovado de su relación vital
con Cristo» (33), por la que Cristo está presente en su Iglesia: se trata de
una verdad que Pablo VI recuerda explícitamente con los mismos términos de la
Mystici corporis de Pío XII. Por esta presencia de Cristo y, por tanto, por la
unión vital con él, la Iglesia es propiamente «misterio».
De la eclesiología de la Mystici corporis, a Pablo VI le
gustaba subrayar su aspecto renovador, o sea, no en cuanto que identificaba a la
Iglesia con el aspecto visible de la misma, sino en cuanto que subrayaba su
aspecto místico.
Gf Coffele
Bibl.: Texto
en MPC, 1, 239-265; AA, VV., Comentario
eclesial a la "Ecclesiam suam" Mensajero, Bilbao 1965: Pubblicazionr
dell'lstituto Paolo Vl, Ecclesiam suam. Premiere lettre encvclique de
Paul VI Colloque International,
Roma. 24-26 de octubre de 1980, Brescia 1982.
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