Javier Sesé
Presentación: el reto de la Cruz
Esta breve reflexión pretende ser sólo un esbozo
de algunas ideas que piden una mayor profundización y desarrollo, que confiamos
poder realizar con el tiempo. Ideas suscitadas por la lectura de la encíclica
Fides et Ratio en su conjunto, pero afianzadas sobre todo por lo que afirma
el Papa en tres números concretos de la misma: el 232, 32 y 74; por estos tres
puntos, y por un dato que puede parecer sólo circunstancial, pero que no suele
serIo en documentos de este tipo: la fecha oficial de su publicación.
En efecto, la última encíclica del Papa aparece
fechada el14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año
1998. Una conmemoración importante en el calendario litúrgico de la Iglesia,
íntimamente unida a los misterios centrales de nuestra fe, y que cobra
particular relieve si leemos con atención el primero de los números mencionados,
que me pennito reproducir a continuación: "La relación del cristiano con la
filosofia, pues, requiere un discernimiento radical. En el Nuevo Testamento,
especialmente en las Cartas de San Pablo, hay un dato que sobresale con mucha
claridad: la contraposición entre 'la sabiduría de este mundo' y la de Dios
revelada en Jesucristo. La profundidad de la sabiduría revelada rompe nuestros
esquemas habituales de reflexión, que no son capaces de expresarIa de manera
adecuada.
El comienzo de la Primera Carta a los Corintios
presenta este dilema con radicalidad. El Hijo de Dios crucificado es el
acontecimiento histórico contra el cual se estrella todo intento de la mente de
construir sobre argumentaciones solamente humanas una justificación suficiente
del sentido de la existencia. El verdadero punto central, que desafia toda
filosofia, es la muerte de Jesucristo en la cruz. En este punto, todo intento de
reducir el plan salvador del Padre a pura lógica humana está destinado al
fracaso. '¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este
mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo?' (1 Co 1, 20) se
pregunta con énfasis el Apóstol. Para lo que Dios quiere llevar a cabo ya no es
posible la mera sabiduría del hombre sabio, sino que se requiere dar un paso
decisivo para acoger una novedad radical: 'Ha escogido Dios más bien lo necio
del mundo para confundir a los sabios [...]; lo plebeyo y despreciable del mundo
ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es' (1 Co 1,
27-28). La sabiduría del hombre rehúsa ver en la propia debilidad el presupuesto
de su fuerza; pero San Pablo no duda en afirmar: 'pues, cuando estoy débil,
entonces es cuando soy fuerte' (2 Co 12, 10). El hombre no logra comprender cómo
la muerte pueda ser fuente de vida y de amor, pero Dios ha elegido para revelar
el misterio de su designio de salvación precisamente lo que la razón considera
'locura' y 'escándalo'. Hablando el lenguaje de los filósofos contemporáneos
suyos, Pablo alcanza el culmen de su enseñanza y de la paradoja que quiere
expresar: 'Dios ha elegido en el mundo lo que es nada para convertir en nada las
cosas que son' (1 Co 1, 28). Para poner de relieve la naturaleza de la gratuidad
del amor revelado en la Cruz de Cristo, el Apóstol no tiene miedo de usar el
lenguaje más radical que los filósofos empleaban en sus reflexiones sobre Dios.
La razón no puede vaciar el misterio de amor que la Cruz representa, mientras
que ésta puede dar a la razón la respuesta última que busca. No es la sabiduría
de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que San Pablo pone como
criterio de verdad, y a la vez, de salvación.
La sabiduría de la Cruz, pues, supera todo límite
cultural que se le quiera imponer y obliga a abrirse a la universalidad de la
verdad, de la que es portadora. ¡Qué desafío más grande se le presenta a nuestra
razón y qué provecho obtiene si no se rinde! La filosofía, que por sí misma es
capaz de reconocer el incesante transcenderse del hombre hacia la verdad,
ayudada por la fe puede abrirse a acoger en la 'locura' de la Cruz la auténtica
crítica de los qué creen poseer la verdad, aprisionándola entre los recovecos de
su sistema. La relación entre fe y filosofa encuentra en la predicación de
Cristo crucificado y resucitado el escollo contra el cual puede naufragar, pero
por encima del cual puede desembocar en el océano sin límites de la verdad. Aquí
se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el
espacio en el cual ambas pueden encontrarse".
Toda la encíclica plantea retos importantes al
pensamiento humano, al filosófico y al teológico, y a esas dos ciencias en
armonía, sobre todo. Pero en el pasaje reproducido, el reto se hace concreto y
preciso, además de ser expresado con fuerza particular; quizá precisamente
porque el mismo tema abordado lo pide: la locura de la Cruz. Encontramos así una
especie de piedra de toque para comprobar si los filósofos y los teólogos
revitalizamos de verdad nuestras ciencias respectivas, en la línea marcada por
el documento. Si aceptamos el desafio de profundizar desde la fe y la razón en
el misterio de Cristo crucificado y resucitado, si nos esforzamos por superar
ese "escollo", y sumergimos en "el océano sin límites de la verdad" que esconde,
estaremos capacitados para afrontar todos los demás retos que la fe propone a la
razón, y que la razón plantea a la fe.
La sabiduría de los santos
Por otra parte, desde el área particular de la
Teología espiritual, que es mi campo científico propio, cada vez se nos hace más
presente y necesaria la contribución de los grandes santos, sobre todo de
aquellos que nos han dejado una reflexión profunda sobre su propia experiencia
interior y la vida cristiana en sí misma, al conjunto de la Teología; en
particular, por las luces complementarias que proporcionan para la comprensión
teológica de muchas verdades de fe, ya iluminadas habitualmente por otras ramas
de la teología y de la filosofia, pero también con demasiada frecuencia con
ciertos "atascos" importantes ante no menos importantes "escollos". Todo ello,
sin olvidar nunca que todo verdadero misterio se mantiene siempre en la penumbra
propia de la fe, rindiendo humildemente la inteligencia, a la vez que
iluminándola y retándola continuamente.
Si la luz de la santidad vivida por tantos
cristianos, en identificación con Cristo, es clave en toda cuestión teológica
importante, en el caso del misterio de la Cruz, participado también por el
verdadero discípulo de Jesús, me parece imprescindible; justamente por esos
elementos de "locura", "escándalo", "escollo" a los que el Papa hace referencia.
Pienso —y de ahí la primera parte del título de mi comunicación— que el
componente "santidad" puede ser decisivo en todo el amplio campo de la
colaboración fe-razón que el Papa desarrolla en la encíclica; y un primer
terreno donde demostrarlo y llevarlo a la práctica es precisamente el reto
planteado en este número 23: cómo la "sabiduría de la Cruz", vivida y enseñada
por tantos santos de todos los tiempos, puede ayudar a la sabiduría filosófica y
teológica -porque en el fondo la Verdad es una- a saltar el escollo y sumergirse
en elocéano inagotable de la Verdad y el Amor divinos.
En este contexto, hay un caso particular de
santidad cristiana que el Papa menciona explícitamente en la encíclica, y que
tiene mucho que ver con esa sabiduría de la cruz vivida y enseñada: el martirio.
Es el momento de reproducir, pues, el segundo de los puntos de la Fides et
Ratio enumerados al principio como inspiradores de estas líneas, el 32:
"Cada uno, al creer, confía en los conocimientos
adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión
significativa: por una parte el conocimiento a través de una creencia parece una
forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente
mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con
frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple
evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las
posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en
otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.
Se ha de destacar que las verdades buscadas en
esta relación interpersonal no pertenecen primariamente al orden fáctico o
filosófico. Lo que se pretende, más que nada, es la verdad misma de la persona:
lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior. En efecto, la
perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto
de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y
fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra
plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se
funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el
hombre, creyendo, confia en la verdad que el otro le manifiesta.
¡Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar
este dato! Pienso ante todo en el testimonio de los mártires. El mártir, en
efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe
que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni
nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte
violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su
encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado,
escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos
fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene
necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que
habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado
desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran
confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que
también quisiéramos tener la fuerza de expresar".
De esta forma, una persona que una en su ser y en
su vida la condición de santidad, sellada por el martirio, y la de reflexión
filosófico-teológica profunda, a la luz de esa misma experiencia personal de fe,
merece una particularísima atención a la hora de afrontar los retos que plantea
el misterio de la Cruz de Cristo, y en general todas las relaciones fe-razón.
Con esto llegamos al tercer número de la encíclica
que quiero destacar, y que motiva la segunda parte del título de la presente
comunicación, el 74. Hablando, en efecto, de la fecunda relación entre fe y
razón, entre filosofía y teología, el Papa desciende a ejemplos de carne y
hueso:
"La fecundidad de semejante relación se confirma
con las vicisitudes personales de grandes teólogos cristianos que destacaron
también como grandes. filósofos, dejando escritos de tan alto valor especulativo
que justifica ponerlo s junto a los maestros de la filosofía antigua. Esto vale
tanto para los Padres de la Iglesia, entre los que es preciso citar al menos los
nombres de San Gregorio Nacianceno y San Agustín, como para los Doctores
medievales, entre los cuales destaca la gran tríada de san Anselmo, san
Buenaventura y santo Tomás de Aquino. La fecunda relación entre filosofía y
palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda realizada por
pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por lo que se
refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry Newrnan, Antonio
Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por lo que atañe al
oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir S. Soloviov, Pavel A.
Florenskij, Petr J. Caadaev, Vladimir N. Losskij. Obviamente, al referimos a
estos autores, junto a los cuales podrían citarse otros nombres, no trato de
avalar ningún aspecto de su pensamiento, sino sólo proponer ejemplos
significativos de un camino de búsqueda filosófica que ha obtenido considerables
beneficios de la confrontación con los datos de la fe. Una cosa es cierta:
prestar atención al itinerario espiritual de estos maestros ayudará, sin duda
alguna, al progreso en la búsqueda de la verdad y en la aplicación de los
resultados alcanzados al servicio del hombre. Es de esperar que esta gran
tradición filosófico-teológica encuentre, hoy y en el futuro, continuadores y
cultivadores para el bien de la Iglesia y de la humanidad".
Me permito anotar que el Papa no sólo destaca la
categoría tanto filosófica como teológica, armonizadas, de todos estos grandes
intelectuales de la Iglesia, sino que habla también de "prestar atención al
itinerario espiritual de estos maestros".
Sin minusvalorar -más bien al contrario- el resto
de nombres citados por el Papa, y tantos otros que él mismo admite que se
podrían añadir a la lista, me ha parecido particularmente sugerente entresacar
la figura de Santa Edith Stein, canonizada precisamente muy pocos días después
de la fecha en que se firmó la encíclica. No niego que influye en ello el
interés particular -científico y personal- que tengo por esta gran santa y
pensadora del siglo XX; sin embargo, me mueve sobre todo, en el contexto que nos
ocupa, el carácter particularmente emblemático de su itinerario intelectual y
espiritual, de su pensamiento y su vida, en torno a las relaciones
fe-razón-santidad, precisamente con la "ciencia de la Cruz" como punto
neurálgico, confirmada vivencialmente con la gracia del martirio. Basta
recordar, para empezar, que Ciencia de la Cruz es precisamente el título
de su libro póstumo y más conocido, magnífico ejemplo de una reflexión
teológico-filosófica apoyada en la experiencia de santidad: la santidad y la
enseñanza de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y también de la propia
Edith, que caminaba, en las semanas en que escribía esas páginas, hacia la
culminación de su propia identificación con la Cruz de Cristo en el martirio.
El testimonio de Edith Stein
La aportación personal y científica de esta santa
carmelita alemana, judía conversa, filósofa, teóloga y mística, parece pues
sumamente apropiada para afrontar ese reto a que invita el Papa; sin descartar
muchas otras aportaciones del mismo corte, abundantes gracias a Dios en la
historia de la Iglesia, y que se iluminan mutuamente orientándonos hacia el
objeto principal: la Cruz de Jesucristo. Además, el conocimiento que esta santa
tuvo de las problemáticas del pensamiento moderno, y su trayectoria intelectual
y humana en ese entorno intelectual, la hacen todavía más interesante, no sólo
para un estudio del misterio de la cruz en sí mismo, sino en el contexto del
mundo y la cultura contemporánea.
Deseamos dar algunas pinceladas de su figura y su
reflexión, en el límite de esta sencilla comunicación, como simple muestra de lo
que pueden aportar estudios más profundos en el futuro.
Partamos, ante todo, de la experiencia personal.
Santa Edith Stein es habitualmente parca al hablar de sí misma, pero no faltan
referencias que nos ayudan a calar en la hondura de su identificación personal
con Jesús en la Cruz: "Estoy contenta con todo. Una scientia crucis sólo
se puede adquirir si se llega a experimentar a fondo la cruz. De esto estuve
convencida desde el primer momento, y de corazón he dicho: ¡Ave Crux, spes unica!"
[1].
No es el momento de repasar con detalle su vida,
pero fueron abundantes los sufrimientos de todo tipo que la jalonaron, hasta
culminar en el martirio: graves obstáculos en su carrera profesional,
discriminada por ser mujer, judía de raza, y también por su conversión;
tensiones familiares a raíz de esta última y de su entrada en el Carmelo; las
duras consecuencias de dos guerras mundiales vividas muy de cerca; la terrible e
injusta persecución a su pueblo; etc. El talante de paz y serenidad que
humanamente mostró siempre, afianzado por una progresiva e intensa
identificación con Cristo, dejan un testimonio de primera línea en el que se
puede bucear, como en la vida de tantos santos, para ahondar en esos misterios
de la vida de Cristo y de cualquier cristiano identificado con Él.
Pero a la experiencia viva se une siempre una
mente acostumbrada a pensar, y a pensar con hondura, desde un profundo
conocimiento del ser humano y desde una humilde y decidida apertura a la fe, a
partir del momento en que la descubre de la mano de Santa Teresa de Jesús. Un
buen resumen de su comprensión teológica del misterio de la Cruz de Cristo y del
cristiano se encuentra, por ejemplo, en estas palabras suyas:
«La naturaleza humana que Él asumió le dio la
posibilidad de padecer y morir; la naturaleza divina que Él poseía desde toda la
eternidad le dio a su pasión y muerte un valor infinito y una fuerza redentora.
La pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo se continúan en su cuerpo místico
y en cada uno de sus miembros. Todo hombre tiene que padecer y morir, pero si él
es un miembro vivo del cuerpo místico de Cristo, entonces su sufrimiento y su
muerte reciben una fuerza redentora en virtud de la divinidad de la Cabeza. Esa
es la razón objetiva de por qué los santos anhelaban el sufrimiento. No se trata
de un gusto patológico por el sufrimiento. A los ojos de la razón natural puede
parecer esto una perversión, pero a la luz del misterio de la salvación es lo
más razonable» [2].
La sintonía entre este texto y la ideas expresadas
por el Papa en el número 23 de la encíclica son grandes. La santa teóloga se
esfuerza justamente por tender ese puente tan importante entre fe y razón, ante
el desconcierto que a esta última le provoca el escollo de la Cruz. Por otra
parte, la experiencia mencionada y la doctrina aquí simplemente esbozada, van
claramente de la mano, y ella no se olvida de expresarlo con claridad:
"Cuando hablamos aquí de ciencia de la Cruz
no tomamos el nombre de ciencia en su sentido corriente: no se trata de pura
teoría, es decir, de una suma de sentencias verdaderas o reputadas como tales,
ni de un edificio ideal construido con pensamientos coherentes. Se trata de una
verdad bien conocida —la teología de la Cruz— pero una verdad real y operante:
como semilla que depositada en el centro del alma crece imprimiendo en ella un
sello característico y determinando de tal manera sus actos y omisiones que por
ellos se manifiesta y hace cognoscible. En este sentido es como puede hablarse
de ciencia de los santos y a él nos referimos cuando hablamos de .ciencia de la
Cruz» [3].
Encontramos así tres aspectos importantes a
desarrollar: la riqueza de una experiencia, la de una reflexión racional desde
la fe, y la armonía entre ambas, con un acento particular en este último
aspecto. Pero el itinerario personal y la reflexión de esta gran mujer nos
llevan aún más allá. En efecto, su evolución intelectual estuvo marcada por
etapas muy significativas: una búsqueda inicial apasionada de la verdad con el
recurso a la fenomenología de Husserl; una posterior decepción ante las
tendencias idealistas del maestro; el decisivo encuentro con la Verdad personal
y viva del Hijo de Dios hecho hombre, a través de Santa Teresa de Jesús; la
comprensión de cómo armonizar esa Verdad viva con la verdad filosófica —ambas
tan queridas para ella, pero un tanto abandonada la segunda a raíz de su
conversión—, de la mano de Santo Tomás de Aquino; y finalmente, el
descubrimiento del papel nuclear de la experiencia y la ciencia mística de la
Cruz como culminación tanto de la vida como del pensamiento, gracias a San Juan
de la Cruz.
Por eso, también en su reflexión intelectual,
Santa Edith Stein muestra una particular fecundidad no sólo en el mismo tema de
la Cruz, ,sino a la hora de iluminar bastantes cuestiones filósoficas de primera
fila desde la luz que proporciona la profundización en el misterio de la Cruz; y
también a la inversa: cómo utilizar una sana filosofia para apoyar la reflexión
teológica de cuestiones tan decisivas y delicadas. Veamos un ejemplo
significativo, extraído de su reflexión sobre las conocidas "noches"
sanjuanistas:
"La fe es el camino a través de la Noche
hacia la meta de la unión con Dios y en ella se gesta el nuevo nacimiento
doloroso del espíritu, su transformación de ser natural en sobrenatural. Las
explicaciones acerca del espíritu y de la fe se iluminan recíprocamente. La fe
consigue la negación de la actividad natural del espíritu. En esta negación
consiste la Noche Activa de la fe, el seguimiento activo y personal de la Cruz.
Para explicar esta negación y por su medio entender también en qué consiste la
fe, hay que examinar la natural actividad del espíritu. Por otra parte, la fe,
por su misma naturaleza, nos prueba la posibilidad de la existencia de un ser y
una actividad espirituales por encima del ser y actividad naturales y, por ello,
el aclarar en qué consiste la fe, nos lleva a una nueva visión del espíritu.
Esto es lo que hace comprensible que en distintos lugares se hable del espíritu
de diversa manera. Ante una mirada superficial, esta diversidad de formas de
expresión puede parecer contradictoria, pero, en realidad, obedece a una
necesidad objetiva. Porque el ser espiritual, en cuanto es vida y movimiento, no
se deja encerrar en definiciones rígidas, sino que tiene un movimiento
progresivo y hay que buscar expresiones fluidas para su captación. Esto vale
asimismo para la fe, que al ser espiritual, supone movimiento: un subir a
alturas cada vez más incomprensibles y un bajar a abismos cada vez más
profundos. Por tanto, para tratar de hacerlas comprensibles, en cuanto esto es
posible, habrá que echar mano de expresiones varias» [4].
Ella misma afronta la tarea anunciada con rigor y
hondura, aunque ahora no tengamos oportunidad de mostrarlo con detalle; así como
afronta, con la misma perspectiva y estilo científico, otras cuestiones de gran
interés filosófico y teológico, como la naturaleza de la libertad humana, la
"esencia" del alma, las distintas esferas del conocimiento y el amor, etc.
En definitiva, a nuestro juicio, Santa Edith Stein,
alcanza como pocos pensadores, no sólo modernos sino de todas las épocas, el
núcleo de esa ciencia de la Cruz cristiana, aceptando personal e
intelectualmente el gran reto con decisión y saliendo bien librada de él.
Reproduzcamos, para concluir, unas palabras suyas más, en las que nos muestra
cómo la Cruz es el verdadero camino para alcanzar las alturas de la santidad a
las que Dios llama a cada cristiano:
"Desde la eternidad está el alma destinada a
participar, en calidad de esposa del Hijo de Dios, de la vida trinitaria divina.
A fin de desposarse con ella, el Verbo Eterno se reviste de la naturaleza
humana. Dios y el alma serán dos en una carne. Mas como la carne del
hombre pecador está en rebeldía contra el espíritu, de ahí que toda vida en la
carne sea lucha y dolor: lucha y dolor para el Hijo del hombre aún más que para
los demás hombres; y para éstos, tanto más cuanto más estrechamente estén unidos
con Aquél. Cristo Jesús inicia su obra de conquista de las almas, exponiendo su
propia vida por la vida de ellas, en lucha contra sus propios enemigos y los de
las almas (...)
La noche será tanto más oscura y la muerte tanto
más atroz cuanto el asedio del amor divino se haga más apretado e insistente
sobre el alma, y cuanto más sin reserva el alma se entregue a él. El
aniquilamiento progresivo de la naturaleza da cada vez más y mayor cabida a la
luz de arriba y a la vida divina. Ésta se apodera de las fuerzas naturales y las
transforma, espiritualizándolas y divinizándolas. De esta manera, viene a
verificarse una nueva encarnación de Cristo en los cristianos, equivalente a una
resurrección después de la muerte en Cruz. El nuevo hombre ostentará las
señales de las llagas de Cristo sobre su cuerpo, como un recuerdo del estado
miserable de pecado, del que ha sido resucitado a una nueva vida de santidad, y
del precio que por su rescate fue necesario pagar. Y aún después le quedará la
cruz, el martirio de sus ansias por gozar de la vida plena, hasta el día en que,
franqueada la puerta de la muerte corporal, pueda entrar en la luz sin sombras
de la gloria.
Así es como la unión matrimonial del alma con Dios
será el fin, para el que ella fue creada, mediante la Cruz redimida y en la Cruz
consumada y santificada, para quedar marcada con el sello de la Cruz para toda
la eternidad"s
Notas
1 SANTA EDlTH STEIN, Autom:trato epistolar
(1916-1942), Editorial de Espiritualidad, Madrid 1996, carta II. 320, diciembre
de 1941, a la Madre Ambrosia Antonia Engelmann.
2 SANTA EDlTH STEIN, El misterio de la
Nochebuena, conferencia pronunciada en 1930, recogida en Los caminos del
silencio interior, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1988, pp. 54-55.
3 SANTA EDITH STEIN, Ciencia de la Cruz,
Monte Cannelo, Burgos 1989, p. 4,
4 Ibidem, pp. 136-137,
5 Ibidem, pp. 336-337.
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