«Pues mientras los
judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros
predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un
escándalo, para los paganos, una locura» (1 Cor 1,22‑23).
La persecución que
se desencadena sobre cuantos permanecen fieles al programa del
reino de Dios (Mt 5,10‑12) es representada por Jesús
visualmente con la imagen de la « cruz» y formulada en dos
invitaciones explícitas a cuantos pretenden seguirlo para
cargar con la cruz
(1):
‑ « El que no coge
su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10,38);
‑ « El que quiera
venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su
cruz y entonces me siga» (Mt 10,24).
Para comprender la
enseñanza de Jesús con relación a la «cruz», hay que examinar
qué significaba este suplicio en la cultura de la época.
La crucifixión no
era contemplada por el derecho penal judío como juicio
capital. Los cuatro tipos de muerte previstos por las leyes
hebreas eran: lapidación, hoguera, decapitación y
estrangulamiento''.
Inventado por los
persas, más que un modo de ejecución capital, el suplicio de
la cruz se usaba como una tortura refinadamente cruel que,
tras desgarradores tormentos y una lenta y muy dolorosa
agonía, conducía a la muerte. Por ser considerada una
tortura, en los evangelios aparece la distinción entre «matar»
y «crucificar»: «Mirad, para eso os voy a enviar yo profetas,
sabios y letrados: a unos los mataréis y crucificaréis...» (Mt
23,24).
Este instrumento
de tortura, aprendido de los cartagineses, fue llamado por los
romanos «crux» y considerado el medio más eficaz para el
mantenimiento del orden y de la seguridad y, sobre todo, como
válido disuasor para someter a los esclavos y a todo individuo
peligroso a la firmeza de su poder.
Durante la guerra
de los romanos contra los judíos rebeldes (67-70 d.C.), la
crucifixión fue usada habitualmente para aterrorizar a los
revoltosos, como es referido por un testigo ocular, el hebreo
Flavio Josefo: «Hecho prisionero un judío, Tito ordenó
crucificarlo delante de las murallas [de Jerusalén] para
aterrorizar con el espectáculo a los otros e inducirlos a la
rendición».
Aunque el uso de
la crucifixión era abundante, son escasas, sin embargo, las
informaciones por parte de los escritores de la época, sobre
las modalidades concretas de esta ejecución, por lo que no
tenemos ninguna descripción detallada de este suplicio, que
estuvo en vigor hasta tiempos del emperador Constantino.
Cicerón, recordando que a este suplicio no podían ser
condenados ciudadanos romanos, rechaza cualquier ilustración
del mismo, justificándose con esta argumentación: «La cruz
debe quedar lejos no sólo del cuerpo de los ciudadanos
romanos, sino también de sus pensamientos, de sus ojos y de
sus oídos».

Por
lo poco que se
nos ha transmitido, sabemos que el condenado, después
de ser
flagelado, se ataba firmemente al leño horizontal (en
latín: patibulum»), y era conducido fuera de los muros de la ciudad,
con una tablilla suspendida del cuello, que llevaba
escrito el
motivo de la sentencia; esta tablilla se fijaba
después sobre
el palo vertical. La altura de ese palo era poco más
de la de
un hombre. Sólo en casos muy particulares, cuando se
quería
dejar expuesto a vista de todos al ajusticiado, como
admonición macabra, se usaban palos largos. Después,
el
condenado era desnudado, de nuevo flagelado e izado al
palo. A
mitad de este palo, un pequeño apoyo de madera servía
para
sostener al torturado con la finalidad de prolongarle
la
agonía e impedirle una muerte rápida. No hay muchos
testimonios del uso de clavos para la crucifixión. En
el caso
de Jesús sabemos por los relatos de la resurrección
que fue
clavado en el madero.
La muerte
sobrevenía por extenuación y asfixia, después de tres o hasta
siete días, y el cadáver se dejaba pudrir en la cruz al
alcance de las aves rapaces y carroñeras.
Durante la
ocupación romana en Palestina, fueron condenados a cruz
tantos hebreos, que se destruyeron bosques enteros para
obtener los palos apropiados. Por el historiador Flavio Josefo
sabemos que los crucificados «eran cada día quinientos y, a
veces, hasta más... tal era su número que faltaba espacio para
las cruces y cruces para las víctimas».
Los sufrimientos
físicos y morales de los crucificados, destinados a morir
después de esta atormentadora tortura, son indescriptibles.
En época de Jesús, esta muerte era consideraba por los judíos
como la más repugnante y se infligía exclusivamente a los
desechos de la humanidad, a los «malditos de Dios»; así define
la Biblia a los «suspendidos del leño» 55. Al horror que
suscitaba esta condena se refiere Jesús con su invitación a
«tomar consigo la cruz».
El requisito de
someterse voluntariamente al suplicio de la cruz,
completamente ausente del AT y de la literatura hebrea, está
en el evangelio estrechamente ligado al seguimiento de Jesús,
siempre propuesto, pero nunca impuesto.
Presente solamente
en los evangelios sinópticos, este requisito aparece en total
sólo cinco veces, y se expresa siempre para deshacer un
equívoco.
Al formular la
invitación a cargar con la cruz, Mateo evita usar verbos como
«llevar» o «aceptar» la cruz, términos que indicarían un
actitud pasiva del hombre, a quien no le quedaría más remedio
que aceptar resignado cuanto Dios ha establecido.
El evangelista,
sin embargo, usa los verbos «tomar» y «cargar» con la cruz.
Este último verbo, en particular, subraya el preciso momento
en que el condenado coge con las propias manos el instrumento
de su suplicio mortal.
La cruz no es
nunca «dada» por Dios a todos los hombres, sino «cogida» por
el hombre como consecuencia de una elección libre hecha por
el individuo que, habiendo acogido a Jesús y a su mensaje,
acepta incluso las extremas consecuencias de esta marca
infamatoria. Como la persecución se desencadena exclusivamente
sobre aquellos que siguen a Jesús, igualmente la cruz no es
para todos: « Si alguno...» es la fórmula de la propuesta de
Jesús, que se dirige siempre a sus discípulos y a su libre
voluntad.
Una invitación,
clarísima en sus consecuencias, y no una imposición que pesa
sobre todos. El Señor no obliga al seguimiento a los
resignados, sino que invita a personas libres que,
voluntariamente y con entusiasmo, lo sigan hasta en la
persecución: «estad alegres y contentos»... (Mt 5,12).
Por esto Jesús
nunca propone, y mucho menos impone, la «cruz» a alguien que
no pertenezca a su grupo. La única vez en los evangelios en la
que esta invitación se dirige a la «gente» es precisamente
para aclarar las condiciones del discipulado (Lc 14,25‑27).
Notas
(1)
El término «cruz» aparece en Mateo otras tres veces: «Al salir
encontraron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón y lo
forzaron a llevar su cruz» (Mt 27,32);¡Tú que echabas abajo el
santuario y lo reconstruías en tres días! Si eres Hijo de
Dios, sálvate y baja de la cruz» (Mt 27,40); «Ha salvado a
otros y él no se puede salvar. ¡Rey de Israel! Que baje ahora
de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42). El verbo crucificar
aparece en el evangelio de Mateo diez veces; en ocho, el
sujeto es Jesús (Mt 20 19; 26,2; 27,22.23.26.31.35; 28,5); en
las restantes los profetas (Mt 23,34) y los bandidos
ajusticiados con Jesús (Mt 27,38). Una vez aparece el verbo
«crucificar junto con» [systauró6], referido a los bandidos
(«ladrones») (Mt 27,44; Mc 15,32; Jn 19,32; Rom 6,6; Gál
2,19).
|
La cruz
era el suplicio reservado a los despreciados, a los rechazados
de la sociedad, y Jesús, que no ofrece títulos, privilegios o
puestos honoríficos (Mt 20,20‑23 ), advierte a los que
intentan seguirlo que, si no llegan a aceptar que la sociedad
los considere del lado de los delincuentes peligrosos, no lo
sigan, porque luego éstos « en cuanto
surge una dificultad o persecución por el mensaje, fallan» (Mt
13,21).
En el
NT la figura de la cruz nunca se asocia a la tribulación del
hombre. De las setenta y tres veces en que el NT se refiere a
la cruz, no se encuentra una sola expresión que la muestre
como sufrimiento que no es posible evitar y que todo hombre
debe aceptar y soportar.
(2)
Tomar
la cruz no significa sufrir resignados cuanto sucede de triste
en la vida
(3), sino
aceptar voluntaria y libremente, como consecuencia de la
propia adhesión a Jesús, la destrucción de la propia
reputación y de sí mismos: « Y si al cabeza de familia le han
puesto de mote Belcebú, ¡cuánto más a los de su casa!» (Mt
10,25; cf Lc 21,17).
Mateo,
a través de las dos invitaciones a coger la cruz (cf Mt 10,38;
16,24), reformula respectivamente, en modo narrativo, la
bienaventuranza de los constructores de paz y de los
perseguidos por su fidelidad a la decisión de vivir pobres (Mt
5,3.9.10).
«El
que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10,38)
Esta
primera invitación aclara el concepto de «paz» que Jesús desea
traer a todo hombre (Mt 10,34). El Señor advierte que el
trabajo de los «constructores de paz» no se hará sin dolor.
Cualquiera que hace de la propia existencia un don de amor,
para que otros reciban vida, encuentra en este camino suyo,
como inevitable consecuencia, el desprecio, la cruz. En la
sociedad, la acción de cuantos se dedican a que el hombre sea
feliz, será considerada un crimen tan grave como para llegar a
anular hasta los más estrechos vínculos de la sangre: « Un
hermano entregará a su hermano a la muerte, y un padre a su
hijo; se levantarán en el juicio hijos contra padres y los
harán morir, y seréis odiados de todos por razón de mi
persona» (Mt 10,2122). «El que quiera venirse conmigo, que
reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y entonces me
siga» (Mt 17,24).
La
ocasión y el contexto de la segunda invitación en Mateo son
comunes a Marcos y Lucas para los que representan
respectivamente la única y la primera propuesta
(4). También
ese requisito de coger la cruz es formulado por Jesús para
evitar un malentendido: «Desde entonces empezó Jesús
a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén,
padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y
letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día. Entonces
Pedro lo tomó aparte y empezó a increparlo: ‑¡Líbrete Dios,
Señor! ¡Note pasará a ti eso! Jesús se volvió y dijo a Pedro:
‑¡Vete! ¡Quítate de en medio, Satanás! Eres un tropiezo para
mí, porque tu idea no es la de Dios, sino la humana» (Mt
16,21‑23; cf Me 8,31‑33; Lc 9,1822).

La
renuncia a toda ambición, implícita en la aceptación de la
primera bienaventuranza (Mt 5,3), no impidió que los
discípulos de Jesús continuasen alentando sueños de privilegio
y prestigio personal: «Quién es el más grande en el reino de
los cielos?» (Mt 18,1; cf 23, 8‑11).
La
tradicional concepción de un Mesías glorioso, que habría
asociado a sus más íntimos seguidores a su victoria,
alimentada por la ambición de los discípulos de querer dominar
sobre los otros, hacía, sin duda, que éstos se mantuviesen
tenazmente apegados a la convicción del éxito seguro de Jesús.
Este tema, que aparecerá más veces a lo largo del evangelio de
Mateo (cf Mt 18,1ss; 20,24‑28) se expresa en el episodio de la
petición de la madre de los hijos de Zebedeo: «Dispón que,
cuando tu reines, estos dos hijos míos se sienten uno a tu
derecha y el otro a tu izquierda» (Mt 20,21; cf Me 10,35‑37).
Simón
Pedro, que ha comprendido al fin que Jesús es «el Mesías, el
Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16) contesta el programa de este
Mesías que va a ser matado en lugar de derrotar a sus
adversarios.
Para
describir la violenta reacción de Simón hacia el Señor, el
evangelista emplea el verbo «imprecar» el mismo que usa Jesús
para someter a los elementos hostiles al hombre como los
vientos, el mar (Mt 8,26) y un demonio (Mt 17,18). El uso del
mismo verbo indica que, para Pedro, el proyecto expuesto por
Jesús es contrarío al diseño divino .
Jesús,
a su vez, tira por tierra la acusación, denunciando al
discípulo como «satanás», esto es, adversario de Dios y del
hombre, y lo reprocha con la misma expresión en imperativo
usada para rechazar la última tentación del desierto: «Vete,
Satanás» 61 (Mt 4,10). Esta tentación ‑idéntica a aquella de
Pedro‑ era la de un mesianismo que tenía por bandera el éxito,
el poder: «Todavía lo llevó el diablo a un monte altísimo y le
mostró todos los reinos del mundo con su gloria, diciéndole:
‑Te daré todo eso si te postras y me rindes homenaje» (Mt
4,8‑9).
Notas
(2) Hasta el siglo v no
aparece en una oración cristiana la «cruz» con el significado
de «sufrimiento», cf Pap. Oxyrhyncus VII 1058,2.
(3) Como enseña el Concilio es importante una rigurosa
presentación del mensaje de Jesús, para evitar imágenes de
Dios que puedan generar rechazo: «Otros se representan a Dios
de tal modo que esa representación que ellos rechazan, en modo
alguno es la del Dios del evangelio... en este campo también
los creyentes han tenido con frecuencia cierta
responsabilidad... por cuanto, habiendo descuidado educar la
propia fe, por una representación falaz de la doctrina...,
esconden y no manifiestan el genuino rostro de Dios» (Gaudium
et Spes, 19).
(4)
«Si uno quiere
venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su
cruz y me siga» (Me 8,34); « El que quiera venirse conmigo,
que se niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y
entonces me siga» (Lc 9,23).
|
Razonando
según la mentalidad «de los hombres y no de Dios» (Mt 16,23),
Simón no se comporta como discípulo, sino como adversario. Por
esto Jesús lo equipara al tentador («Vete, Satanás»), pero, al
mismo tiempo, con las palabras «vuelve a ponerte detrás de
mí», lo invita a situarse en su papel de discípulo.
En este
momento Jesús aclara las condiciones del seguimiento con la
segunda invitación a tomar la cruz:
« El que quiera
venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su
cruz y entonces me siga» (Mt 17,24).
El
destino de los discípulos no tendrá por bandera el éxito,
sino, como el del Mesías, el rechazo violento por parte de la
sociedad civil y religiosa. Jesús invita al grupo de
discípulos a abandonar definitivamente toda idea de triunfo y
a aceptar la de un amor que llega hasta entregar la propia
vida Un 15,13).
El
evangelista con las expresiones «renegar de sí mismo» y
«cargar con su cruz» reformula y une las bienaventuranzas de
la opción por la pobreza (Mt 5,3) y la de la persecución (Mt
5,10-12). «Renegar de sí mismo» implica la renuncia a toda
ambición personal, y «tomar la cruz», aceptar la marginación y
la persecución que la fidelidad a la opción por la pobreza
comporta. La exclusión, por parte de la sociedad, de los
«pobres perseguidos» es representada por el autor de la carta
a los Hebreos con la imagen de la «salida del campamento» para
seguir a Jesús, «cargados con su oprobio» (Heb 13,13).
A la
invitación a tomar la cruz, común a Mateo y Marcos, Lucas
añade la expresión «cada día» (Lc 9,23), subrayando cómo esto
es un acto que se repite cada día, renunciando a aquellas
lisonjas con las que la sociedad tienta continuamente y que se
concretan en el alcance de la felicidad a través del dinero,
el prestigio y el poder. Cada día el creyente está llamado a
elegir entre la «astucia» del mundo y la «necedad» de la cruz
(1 Cor 1,18; 3,18‑19).
También
la segunda invitación se formula en Lucas para deshacer un
equivoco: «Lo acompañaban por el camino grandes multitudes; él
se volvió y les dijo:
Sí uno quiere
venirse conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su
mujer y a sus hijos, a sus hermanos y
hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no carga con su cruz y se viene detrás de mí, no puede
ser discípulo mío»
(Lc 14,25-27).
«Lo
acompañaban por el camino grandes multitudes»: la multitud
sigue a Jesús como el Mesías esperado por la tradición, el
triunfador que, con una acción militar habría echado a los
romanos, dominando las naciones paganas e inaugurando el reino
de Dios. Jesús advierte a esta «gente», la misma que después
desengañada por un Mesías perdedor pedirá su muerte (Le
23,13-25), que cuantos ambicionan el éxito y la gloria no
pueden ser discípulos de un Mesías derrotado y deshonrado.
SÍNTESIS 
La
infamia de la cruz es el precio que los «pobres‑perseguidos»
deben pagar para la creación de la sociedad alternativa,
llamada «reino de Dios», cuyos valores son diametralmente
opuestos a aquellos de la sociedad injusta.
La
opción por la pobreza, con la renuncia a la ambición del
tener, implica la pérdida de la propia reputación ": en un
sistema fundado sobre la posesión del dinero, el pobre merece
sólo desprecio ". Pues quien elige voluntariamente la pobreza
es considerado un loco. Pero precisamente en aquello que es
considerado «escándalo» y «necedad», a los ojos de la
sociedad, se manifiesta la «potencia de Dios» (1 Cor 1,18.23).
La cruz se convierte así en el paso inevitable e indispensable
para los «pobres‑perseguidos» que permanecen fieles a Jesús en
el camino de la verdad hacia la libertad (Jn 8,32).
Solamente
quien es completamente libre puede verdaderamente amar y
ponerse al servicio de todos (cf 1 Cor 9,19; Mt 18,1‑3).
Perder la propia reputación es el único modo de ser totalmente
libres y en consecuencia plenamente animados por el Espíritu
(2 Cor 3,17). Y el leño de la cruz, de estéril instrumento de
destrucción del hombre se transforma en el vivifícante «árbol
de la vida» (Ap 2,7; cf Gn 2,9) que alimenta en el creyente
aquella linfa vital que le permite realizar el proyecto de
Dios sobre el hombre: «Por consiguiente, sed buenos del todo,
como es bueno vuestro Padre del cielo» (Mt 5,48; Ef 4,13).
Las
Bienaventuranzas (Alberto Maggi -Ed. El Almendro)
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