jueves, 25 de diciembre de 2014

Lo conocían, por eso no lo reconocieron.

Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito:
El espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos y prodamar un año de gracia del Señor.
Enrollando el volumen, lo devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles:—Esta escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy. Y todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca.
Y decían: —¿No es éste el hijo de José? El les dijo: —Seguramente me vais a decir el refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Todo lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm, hazlo aquí en tu tierra.
—Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel cuando el profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio. Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad, para despenarlo. Pero él, pasando por medio de ellos, se marchó. (Lc 4,16-30)
Se marchó de allí y vino a su tierra, y sus discípulos le acompañaban. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía:—¿De dónde le viene esto? ¿Y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros? Y se escandalizaban a causa de él. Jesús les dijo:—Un profeta sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa, carece de prestigio. Y no pudo hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.
Y recorría los pueblos del contorno enseñando. (Mc 6, 1-6).
 
 
       

       

Vino a su casa y los suyos no lo recibieron.

Esta expresión vale en primer lugar para los de su propia sangre. Jesús tuvo que soportar una especie de persecución por parte de sus familiares.
Juan nos dice que ni siquiera sus hermanos creían en él. Y Marcos es todavía más crudo: Los suyos... fueron a apoderarse de él, porque decían: Está fuera de si.
En una palabra, lo tenían por loco.
Los enemigos lo juzgan digno de morir en la cruz.
Pero sus parientes mantienen ante él una postura todavía más odiosa. Lo juzgan digno de una camisa de fuerza.
También de sus paisanos recibió Jesús una desilusión tremenda. Debió encaminarse hacia Nazaret con muchas esperanzas. Volvía a ver el paisaje de su niñez. La fuente. Los caminos por donde jugaba con sus compañeros. El almacén de su padre. Probablemente seguía viviendo allí su madre. Conocía ciertamente al ministro que, en la sinagoga, le presentó el rollo de las Escrituras. La escena se desarrolla en un ambiente de intimidad y, al propio tiempo, de grandiosidad. Los ojos de todos estaban fijos en él. Y he aquí la revelación, discreta, pero que no deja duda alguna sobre la aplicación de la profecía: Esta escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy.
Se trata de uno de esos raros momentos sugestivos en los que Jesús, con la mayor naturalidad, revela de improviso su propia identidad.

       

Yo soy, yo, el que te hablo

¿Crees en el hijo del hombre? Y él respondió: Señor, ¿quién es para que crea en él. Y Jesús le dijo: Lo has visto; es el mismo que habla contigo. Y él contestó. ¡Creo, Señor!, y se postró ante él.
Pero los habitantes de Nazaret no están tan dispuestos a arrodillarse frente a aquel paisano suyo, a quien creían conocer muy bien.

¡Lo conocen!

Los exegetas sostienen que hay al menos tres visitas diferentes de Cristo a su propia aldea. Casi una obstinada esperanza de que, al fin, los suyos acabarían reconociéndolo.
La primera vez se encuentra con la admiración general, con cierta mezcla de sorpresa.
La segunda vez se ve frente a un muro compacto de desconfianza: ¿No es acaso éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? Y sus hermanas ¿no están aquí, entre nosotros? Y se escandalizaban por su causa.
La tercera vez hay una verdadera explosión de furor popular. Todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad, para despenarlo. Pero ninguno se atrevió a darle el empujón definitivo.

       

Lucas, evidentemente, sintetiza las cosas. Coloca en un solo cuadro diversos episodios.
De todos modos, queda en pie el hecho de que los paisanos de Jesús “no lo han reconocido”. ¿Por qué?
Mientras se trataba de reconocer su sabiduría, podían todavía pagar el obligado tributo de admiración, mezclada con cierto orgullo de campanario.
Pero frente a sus pretensiones de ser el Mesías, oponen el desdén y la negativa.
No. No es posible. Lo conocen todos los del pueblo. Saben de dónde viene. Una conducta intachable, pero modesta, sin nada de extraordinario. Uno de tantos. Uno como ellos.
Lo han visto jugar en la plaza. Un carpintero, y nada más. Lo recuerdan inclinado sobre el banco, con serrín entre los cabellos. Trabajaba como todos. Sudaba como todos. ¿Qué es lo que pretende ahora?
¿EL Mesías? ¡Imposible! No es más que el carpintero, el hijo de María.
Se hablan construido una imagen de Dios y si Dios se manifestaba tal como lo querían, bien. Si no, lo niegan... Su Dios era un ídolo y prefirieron conservar el ídolo. (F. Chalet)
Los habitantes de Nazaret sólo veían al Mesías enmarcado en un halo de grandiosidad. Tenía que ser el excepcional, el colosal. No se lo podían imaginar bajo apariencias sencillas, comunes, cotidianas. Por eso lo quieren despeñar. Y Jesús pasa por medio de ellos, curvado esta vez bajo el peso de una indecible amargura y de una profunda desilusión. Y se va al destierro.

       

El inconveniente de tener una cara demasiado conocida

Surge espontánea la indignación contra los paisanos de Jesús. Pero no tenemos derecho a ello. Porque nosotros somos tan culpables como los habitantes de Nazaret. También nosotros somos víctimas de la misma equivocación. También nosotros conocemos a Cristo. Pero somos incapaces de reconocerlo.
Nos empeñamos en construirnos una imagen de Dios. Y si Dios se nos presenta "distinto" de nuestra imagen, no lo acogemos.
Buscamos a Dios "por fuera", pero él está presente en nuestra vida.
Afilamos la vista porque lo creemos lejano. Y resulta que está muy cerca, que pasa a nuestro lado.
Nos lo imaginamos por las nubes. Y nos cruzamos con él por las calles.
Estamos siempre aguardando un milagro, algo extraordinario. Y él se pone la ropa de todos los días. Sencillo, a nuestro alcance, casi vulgar.
En definitiva, lo que hacemos es rehusar la encarnación.
Nos negamos a ver a Dios que se revela con un rostro de hombre.
Cristo no abandonó la tierra el día de la ascensión. No hemos de confundir —es una observación de L. Evely— la desaparición con la partida. La partida lleva consigo una ausencia. La desaparición provoca una "presencia escondida", casi podríamos decir disfrazada".
La ascensión representa un text decisivo para la existencia del cristiano.

       

Jesús no se ha marchado. Se ha quedado aquí abajo. Se ha escondido, sencillamente. Se ha disfrazado adoptando un aspecto ordinario.
El verdadero peligro para el cristiano es entonces el de la “distracción”.
En nuestras confesiones nos acusamos de las "distracciones en la oración". Y no pensamos en las distracciones por el camino. Sin embargo, ¡cuántas veces nos tropezamos con Cristo sin darnos cuenta! No lo reconocemos.
Tiene el inconveniente de tener una cara demasiado “conocida”:
La cara del pobre, del niño, del compañero, de la cocinera, del bribón que duerme debajo del puente, del obrero parado, del marido, de la esposa, del superior, de la mujer de la limpieza, del forastero, del enfermo, de la persona mal vestida, del preso.
Y nosotros, que conocemos esas caras, no sabemos reconocerlo.
Y él continúa en el destierro. ¡En su propia casa!
—Allá afuera hay un hombre esperando. Ya sabe usted a lo que viene -dice el amo de la fábrica...
—¡Hoy precisamente! ¡Qué inoportuno! Dile que no tengo tiempo. Que vuelva mañana. Tengo que escribir los evangelios molestos. Se trata de algo importante...
El hombre se va. Inclinado, bajo el peso de la amargura. ¡Una nueva desilusión! ¡Una vez más que no ha sido reconocido! ¡Una vez más que ha venido a llamar a la puerta de su casa! Y los suyos no lo han recibido.

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