Jubileo, tiempo de alegría, de
liberación de todos os oprimidos. Inmediatamente
pensamos en los millones de seres humanos
oprimidos por una pobreza inhumana, en los
sometidos a situaciones vejatorias y oprobiosas,
en los esclavos de dictaduras arbitrarias. Para
todos ellos proclama Dios el jubileo. Nuestra
tarea es trabajar para hacerlo realidad en
nuestro mundo, estableciendo una sociedad justa e
igualitaria.
Pero no son esos
los únicos oprimidos que hay sobre la tierra. En
el otro polo están, estamos, los oprimidos por
la riqueza. Opresión muy distinta, afecta a lo
más intimo del ser humano y puede llegar a ser
más asfixiante y deshumanizadora que la
opresión de la pobreza.
El sometimiento a
la riqueza es interior, y puede darse con una
imagen de bienestar y de gran li- bertad
exterior. Pero es una apariencia falsa. Jesús
nos hace ver cuál es nuestra relación profunda
con la riqueza: "No podéis servir a Dios y al
dinero" (Mt 6,24). Servir al dinero, elegirlo
como nuestro amo y señor. La riqueza se presenta
como nuestra servidora, pero en realidad nos hace
servidores suyos. Con esto el Evangelio no nos
descubre una verdad de fe, algo que transcienda
nuestra capacidad intelectual y nos haga
depositarios de un saber privilegiado. Es algo
que la sabiduría humana ha podido constatar a lo
largo de los siglos y que incluso hoy en día es
algo que desde el terreno científico se puede
afirmar sin rodeos. A propósito de las
perspectivas para el nuevo siglo, Manuel
Nieto-Sampedro, neurobiólogo, profesor de
investigación en el CSIC, escribía
recientemente en EL MUNDO: "Nuestro problema
fundamental va a ser controlar esa deformación
patológica del instinto de conservación que es
el ansia de beneficio económico a cualquier
precio". Es decir, el ansía de dinero supone
una sicología enferma. Y la enfermedad,
cualquier enfermedad, no la tenemos a nuestro
servicio, sino que ella nos domina a nosotros.
Jesús lo que añade es el carácter idolátrico,
de alternativa a Dios, que tiene el servicio a la
riqueza.
El jubileo no nos
llama sólo a liberar a los pobres de la Tierra.
También nosotros, los habitantes del Norte rico,
tenemos que liberarnos de nuestra ambición de
riquezas, luchar contra la deformación
patológica de nuestro espíritu. Seguramente que
entre nosotros no habrá, como dice Pablo a los
miembros de la Iglesia de Corinto, muchos
millonarios, ni grandes financieros. Pero el
afán de riquezas en nuestra sociedad es un gas
letal tan penetrante que tenemos un grave riesgo
de intoxicación. También nosotros tenemos que
luchar por nuestra libertad.
Jesús no viene a
establecer un determinado orden social o
económico. Viene a eliminar la raíz de todos
los sistemas injustos que ha habido y que hay en
la humanidad. "¿Quién me ha nombrado juez o
árbitro entre vosotros?... Guardaos de toda
codicia". (Lc 12,14). Ella es la que ha ido
estableciendo los distintos sistemas políticos y
sociales que han oprimido al hombre a lo largo de
la historia. Ya estaba muy presente en la
estructura de las sociedades esclavistas y
feudales, pero es en el capitalismo donde la
adoración del dinero adquiere el carácter de
religión oficial y única del sistema. En la
raíz del capitalismo (de todo capitalismo, no
sólo el brutal capitalismo del XIX y el
neoliberalismo actual, sino del moderado
capitalismo socialdemócrata, el del estado de
bienestar) está la afirmación de que el hombre
es radicalmente ambicioso y egoísta, pero que la
ambición no es mala, es natural, y debemos
dejarnos arrastrar por ella, porque, gracias al
mercado, esa ambición producirá el mayor bien
para toda la sociedad.
La experiencia de
nuestro mundo, donde conviven la miseria y la
opulencia, muestra claramente la falsedad de esa
tesis, pero la deformación patológica ciega de
tal manera que incapacita para ver la realidad. Y
se sigue proclamando a todos los vientos la fe en
el mercado salvador.
Trágico error.
Ningún mercado puede transformar un ídolo
muerto en el salvador del hombre, cuyas
aspiraciones fundamentales son la vida y la
felicidad. (La cita anterior precisa que la
deformación patológica es de el instinto de
conservación, del agarrarse a la vida.) El afán
de riqueza nos lleva a buscar vida y felicidad
por un camino equivocado.
Hace muchos años
leí un libro titulado "Incertidumbre y
riesgo", que me causó una profunda impresión.
El autor exponía que la incertidumbre y el
riesgo son elementos constitutivos de la vida
humana. Esto crea un desasosiego del que el
hombre trata inútilmente de evadirse. Los
humanos nos sentimos como unos seres vulnerables,
amenazados, mortales, "mis días se desvanecen
como humo", dama el salmista, y buscamos en vano
una tabla firme de salvación frente a la
inquietud y la angustia que esto nos causa. El
Evangelio, que anuncia la buena noticia para la
debilidad del ser humano, no lo hace ofreciendo
una certeza matemática, ni una férrea
seguridad. Jesús invita a superar el temor y la
inseguridad mediante la aceptación humilde de la
condición humana y la confianza amorosa en el
Dios de la vida y el amor.
Otro camino para
hacer frente a la incertidumbre y el riesgo es
refugiarse en la seguridad que ofrece la riqueza.
Parece que la riqueza es un asidero más palpable
y tangible que la esperanza. Olvidan que ni la
riqueza, ni nada que se quede en el exterior del
hombre, puede liberarle de su radical inseguridad
interior. Es precisamente a un hombre que ha
acumulado una gran fortuna y se promete un futuro
feliz al que se dirige la advertencia de Jesús:
"Necio, esta noche te van a reclamar la vida"
(Lc 12, 20).
Toda riqueza es
poca para defenderse del riesgo y la
incertidumbre de la vida. "La vida del hombre no
está asegurada por sus bienes" (Lc 12,15). Por
eso, los que siguen empeñados en el camino de la
riqueza, inevitablemente entran en un proceso
frenético de acumulación. ¡Cuántas personas
con unas fortunas incalculables siguen agitadas
por un ansia insaciable de más y más! Tienen
mucho más de lo que serían capaces de disfrutar
en toda su vida, pero la deformación patológica
de su espíritu las empuja a querer todavía
más. Y, además de riqueza, poder, el otro
asidero para una falsa impresión de seguridad.
Para el hombre vulnerable, inquieto por su
debilidad, el poder tiene un atractivo
deslumbrante, ya que poder y debilidad son dos
conceptos opuestos. No tienen en cuenta que el
poder del dinero o las armas y la debilidad de
todo mortal están en planos distintos, y~ por
tanto, ni el dominio de todo el mundo puede
aliviar el desvalimiento profundo del hombre.
Así, el ansia de ri- queza y poder no pasa de
ser un grotesco intento de procurarse la
seguridad añorada. Para acallar el temor se
sigue esclavizado al trabajo de tener más y
más.
Jesús dirige
nuestra mirada a los lirios del campo que ni
tejen ni hilan, pero el mundo capitalista de hoy
prefiere mirar atentamente a su cuenta corriente.
En ese pasaje evangélico hay un formidable
clamor de confianza liberadora. En el otro campo,
una interminable y agotadora servidumbre al
ídolo de la riqueza.
Hasta aquí hemos
visto cómo el ídolo reclama nuestra servidumbre
ofreciendo seguridad para nuestra vida tan a la
intemperie. Pero también la reclama con la
promesa de la felicidad, ese objetivo al que
ningún ser humano puede renunciar. Para el
utilitarismo, que es la base filosófica del
capitalismo, cada individuo, por su propia
naturaleza, trata de llevar al máximo su propio
placer, sin ningún límite. Jeremy Bentham, uno
de sus principales defensores, afirma
taxativamente: "A cada por- ción de riqueza
corresponde una porción de felicidad... El
dinero es el instrumento con que se mide la
cantidad de dolor o de placer".
Esta tesis: la
riqueza es el camino de la felicidad, está en el
fondo de la imponente propa- ganda del sistema.
No sólo de la publicidad comercial que liga
hábilmente la felicidad con la adquisición de
un objeto que ni de lejos es capaz de
proporcionar la felicidad prometida. Está en el
modelo de vida que se presenta como el único que
de verdad merece la pena vivir, en los valores
que se promueven.
Es verdad que
para ser felices normalmente necesitamos un
mínimo de recursos materiales. Ya decía
Aristóteles que el hombre con hambre y frío no
puede ser feliz. Pero una vez saciado el hambre y
protegidos del frío entran en juego muchos
factores que nada tienen que ver con lo
económico. Dejamos de guiamos por las
necesidades y empezamos a ser arrastrados por los
deseos, lo que nos mete en un mundo inabarcable
en que unos deseos se encadenan con otros de una
forma indefinida. Y nos encadenan a una
insatisfacción permanente. Los fugaces momentos
de satisfacción que acompañan a la consecución
de un deseo constituyen una poderosa droga que
nos agarra cada vez más, llevando a mucha gente
a una verdadera adición al consumo.
Los objetos que
adquirimos pueden hacernos la vida más cómoda,
pero no está nada claro que la hagan más feliz.
Es verdad que en siglos pasados la humanidad
tenía que luchar a veces muy duramente para
satisfacer sus necesidades básicas. Pero la
literatura, la pintura, la historia nos presentan
a gentes que reían y sufrían como lo podemos
hacer hoy, que celebraban fiestas y tenían
cantos de alegría, de amor y de esperanza. Y
dudo que necesitaran tantas drogas de todos los
tipos como mucha gente necesita hoy para ponerse
a tono. Por supuesto no necesitaban todos los
cachivaches que para nosotros se han hecho
indispensables, y que nos sentiríamos muy
desgraciados, si un día no dispusiéramos de
ellos. La sociedad de consumo, que es el amable
rostro con que se presenta el reino de la
riqueza, resulta muy atractiva, por supuesto,
pero no está nada claro que nos haga más
felices, y desde luego nos hace más dependientes
de una multitud de objetos, que teóricamente
están a nuestro servicio, pero que nos tienen
cogidos y no seríamos capaces de vivir sin ellos
San Agustín
decía: Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
Pero el ídolo pugna para tomar el papel de Dios:
"Dejad que vuestro corazón descanse en mí".
Inútil empeño. Una vez conseguidos los bienes
que aseguran la supervivencia biológica, son
aspiraciones inmateriales, secreto reflejo de
nuestra aspiración de infinito, las que con más
fuerza sacuden nuestro corazón. Tratar de
colmarías con una serie de objetos materiales es
un camino seguro a la frustración.
¡Qué lejos de
aquel: "Bienaventurados los que eligen ser
pobres" con que Jesús señala el camino de la
felicidad! Aranguren ha formulado de una manera
muy afortunada este camino evangélico hacia la
felicidad. "La felicidad absoluta, afirma, es un
don que se recibe desde el desprendimiento, la
despreocupación y la esperanza".
Desprendimiento, despreocupación, liberación de
prendimientos, de prisiones, de zozobras e
inquietudes. Campo abierto al júbilo de la
esperanza.
Antonio Zugasti (Teólogo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.