jueves, 25 de diciembre de 2014

La oración cristiana.


El fundamento de la espiritualidad cristiana es la presencia del Espíritu de Jesús, que realiza la unión con Jesús y el Padre, que conforma el ser del cristiano e impulsa su actividad. Siendo la oración parte esencial de la espiritualidad, también ella esta ligada al Espíritu y a su acción.
Según las dos facetas de la acción del Espíritu, hay una oración que afecta al ser y otra que afecta al hacer. La primera se basa en la unión que crea el Espíritu, unión real, aunque no se perciba a nivel consciente (unión objetiva); de ahí que la oración primaria y fundamental del cristiano consista simplemente en tomar conciencia de esa unión (unión subjetiva), de la presencia en él mismo del Padre y de Jesús, la fuente de vida y amor (Jn 14,23). Esta oración está en relación con la primera clase de amor mencionada en el apartado anterior, el amor de identificación: es la oración de cercanía y de presencia, presencia amorosa que va transformando al cristiano, que lo va asimilando a Jesús, identificándolo con él y con el Padre, que lo hace vivir compenetrado con ellos.
Esta oración no es ascética, es decir, no se basa en el esfuerzo; de hecho, no hay que “buscar a Dios”, es él quien nos busca (Jn 4,23) y basta salir a su encuentro. Es la llamada “oración de unión”, de silencio o de simplicidad, una especie de contemplación sencilla y descansada; no necesita palabras, aunque tampoco las excluye; puede existir lo mismo en el recogimiento que en la acción. Cuanto más continua sea la conciencia de vivir en compañía del Padre y Jesús, más podrá hablarse de progreso espiritual. Esta oración está en la línea de la experiencia honda, no está separada de la acción y queda abierta a toda profundización ulterior. Es la oración del crecimiento y la progresiva apertura.
Los evangelistas no mencionan explícitamente esta clase de oración, pues para ellos es una realidad evidente una vez que han descrito la bajada del Espíritu sobre Jesús; en su tanto, lo mismo se aplica al cristiano, quien de Jesús recibe el mismo Espíritu. Hablan de la unión objetiva, la presencia del Padre y de Jesús creada por el Espíritu; dan por descontada la unión subjetiva, la conciencia de esa realidad. Hay fórmulas, sin embargo, que la insinúan: así es en Mc 3,14, cuando Jesús convoca a los doce "para que estuvieran con él.; no se trata de mera presencia física a su lado, sino de la adhesión interior a su persona y la asimilación de su mensaje, es decir, de una identificación consciente. Lo mismo la fórmula de Jn 6,56: -El que come mi carne y bebe mi sangre (es decir, el que se identifica con mi persona, actividad y entrega) permanece en mí y yo en él-.
La otra faceta de la acción del Espíritu-amor es impulsar a la actividad en favor de los hombres; a este impulso corresponde otra clase de oración, la llamada “de petición”: cuando la solución a los problemas está fuera de nuestro alcance, en gran parte porque dependen de la libertad del hombre, podemos pedir por los seres humanos o, lo que es lo mismo, unir nuestro amor al del Señor para que llegue a ellos y les ayude. Lo mismo puede decirse de cualquier otra necesidad relacionada con el reino de Dios, es decir, con el desarrollo personal y la maduración de la sociedad, de la comunidad o del cristiano. Esta oración es ocasional y lleva al compromiso con la acción posible.
El Señor no señala modos ni tiempos para la oración; como en todo, deja absoluta libertad a sus seguidores para que ellos construyan su vida cristiana. Tanto la manera como la duración de la oración dependen mucho de la psicología personal. Pero hay que saber que Dios, el Padre, no es absorbente, sino acompañante del hombre; no lo centra en él para retenerlo, sino para que, desde ese centro actúe; no para que esté pendiente de él, sino para que, unido a él, esté pendiente de los demás.
Para realizar el designio del Padre, la plenitud humana, la oración personal es indispensable: la unión con el Padre y Jesús no sólo va purificando interiormente al cristiano y trazando en su fisonomía los rasgos de hijo, sino que templa su espíritu, le da constancia en la actividad y lo anima en la dificultad. Solamente la conciencia de sentirse amado incondicionalmente puede sostener al cristiano y a la comunidad en la ardua tarea cotidiana de dar testimonio del amor del Padre en un mundo crispado, indiferente u hostil; solamente ella hace soportables los propios fallos y defectos, y solamente ella da a la voz, al gesto y a la acción del cristiano el toque de Espíritu que llega al corazón de los hombres.
También es necesaria la petición por el mundo, por la comunidad y por uno mismo. Jesús nos da la pauta en el Padre nuestro (Mt 6,9- 13; Lc 11,2-4): el primer interés del cristiano es la humanidad, luego la comunidad que debe actuar como fermento en ella (Cf. Mateos-Camacho, “El horizonte humano” 148s).
Hay obstáculos que, para ser vencidos, exigen una entrega superior a las propias fuerzas; hay labores prolongadas y fatigosas que cada día ponen a prueba la propia capacidad de resistencia; hay decepciones personales y realidades sociales capaces de desanimar para siempre. De ahí la necesidad de la oración, unión continua con la fuente divina de la fuerza, la luz, la alegría, la paz, el amor y la vida.

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