El fundamento de
la espiritualidad cristiana es la presencia del Espíritu
de Jesús, que realiza la unión con Jesús y el Padre,
que conforma el ser del cristiano e impulsa su actividad.
Siendo la oración parte esencial de la espiritualidad,
también ella esta ligada al Espíritu y a su acción.
Según las dos
facetas de la acción del Espíritu, hay una oración que
afecta al ser y otra que afecta al hacer. La primera se
basa en la unión que crea el Espíritu, unión real,
aunque no se perciba a nivel consciente (unión
objetiva); de ahí que la oración primaria y fundamental
del cristiano consista simplemente en tomar conciencia de
esa unión (unión subjetiva), de la presencia en él
mismo del Padre y de Jesús, la fuente de vida y amor (Jn
14,23). Esta oración está en relación con la primera
clase de amor mencionada en el apartado anterior, el amor
de identificación: es la oración de cercanía y de
presencia, presencia amorosa que va transformando al
cristiano, que lo va asimilando a Jesús,
identificándolo con él y con el Padre, que lo hace
vivir compenetrado con ellos.
Esta oración no
es ascética, es decir, no se basa en el esfuerzo; de
hecho, no hay que “buscar a Dios”, es él quien
nos busca (Jn 4,23) y basta salir a su encuentro. Es la
llamada “oración de unión”, de silencio o de
simplicidad, una especie de contemplación sencilla y
descansada; no necesita palabras, aunque tampoco las
excluye; puede existir lo mismo en el recogimiento que en
la acción. Cuanto más continua sea la conciencia de
vivir en compañía del Padre y Jesús, más podrá
hablarse de progreso espiritual. Esta oración está en
la línea de la experiencia honda, no está separada de
la acción y queda abierta a toda profundización
ulterior. Es la oración del crecimiento y la progresiva
apertura.
Los evangelistas
no mencionan explícitamente esta clase de oración, pues
para ellos es una realidad evidente una vez que han
descrito la bajada del Espíritu sobre Jesús; en su
tanto, lo mismo se aplica al cristiano, quien de Jesús
recibe el mismo Espíritu. Hablan de la unión objetiva,
la presencia del Padre y de Jesús creada por el
Espíritu; dan por descontada la unión subjetiva, la
conciencia de esa realidad. Hay fórmulas, sin embargo,
que la insinúan: así es en Mc 3,14, cuando Jesús
convoca a los doce "para que estuvieran con él.; no
se trata de mera presencia física a su lado, sino de la
adhesión interior a su persona y la asimilación de su
mensaje, es decir, de una identificación consciente. Lo
mismo la fórmula de Jn 6,56: -El que come mi carne y
bebe mi sangre (es decir, el que se identifica con mi
persona, actividad y entrega) permanece en mí y yo en
él-.
La otra faceta de
la acción del Espíritu-amor es impulsar a la actividad
en favor de los hombres; a este impulso corresponde otra
clase de oración, la llamada “de petición”:
cuando la solución a los problemas está fuera de
nuestro alcance, en gran parte porque dependen de la
libertad del hombre, podemos pedir por los seres humanos
o, lo que es lo mismo, unir nuestro amor al del Señor
para que llegue a ellos y les ayude. Lo mismo puede
decirse de cualquier otra necesidad relacionada con el
reino de Dios, es decir, con el desarrollo personal y la
maduración de la sociedad, de la comunidad o del
cristiano. Esta oración es ocasional y lleva al
compromiso con la acción posible.
El Señor no
señala modos ni tiempos para la oración; como en todo,
deja absoluta libertad a sus seguidores para que ellos
construyan su vida cristiana. Tanto la manera como la
duración de la oración dependen mucho de la psicología
personal. Pero hay que saber que Dios, el Padre, no es
absorbente, sino acompañante del hombre; no lo centra en
él para retenerlo, sino para que, desde ese centro
actúe; no para que esté pendiente de él, sino para
que, unido a él, esté pendiente de los demás.
Para realizar el
designio del Padre, la plenitud humana, la oración
personal es indispensable: la unión con el Padre y
Jesús no sólo va purificando interiormente al cristiano
y trazando en su fisonomía los rasgos de hijo, sino que
templa su espíritu, le da constancia en la actividad y
lo anima en la dificultad. Solamente la conciencia de
sentirse amado incondicionalmente puede sostener al
cristiano y a la comunidad en la ardua tarea cotidiana de
dar testimonio del amor del Padre en un mundo crispado,
indiferente u hostil; solamente ella hace soportables los
propios fallos y defectos, y solamente ella da a la voz,
al gesto y a la acción del cristiano el toque de
Espíritu que llega al corazón de los hombres.
También es
necesaria la petición por el mundo, por la comunidad y
por uno mismo. Jesús nos da la pauta en el Padre nuestro
(Mt 6,9- 13; Lc 11,2-4): el primer interés del cristiano
es la humanidad, luego la comunidad que debe actuar como
fermento en ella (Cf. Mateos-Camacho, “El horizonte
humano” 148s).
Hay
obstáculos que, para ser vencidos, exigen una entrega
superior a las propias fuerzas; hay labores prolongadas y
fatigosas que cada día ponen a prueba la propia
capacidad de resistencia; hay decepciones personales y
realidades sociales capaces de desanimar para siempre. De
ahí la necesidad de la oración, unión continua con la
fuente divina de la fuerza, la luz, la alegría, la paz,
el amor y la vida.
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