Juan José
Pérez-Soba
Sobre la
Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española Teología y
secularización en España a los cuarenta años de la clausura del Concilio
Vaticano II
La Instrucción
centra la dificultad actual de Evangelización en el proceso denominado
“secularización” (n. 4) que llega hasta la situación actual que se puede
calificar como una auténtica “apostasía silenciosa”[1].
Es esta la perspectiva precisa con la que el documento va a analizar un periodo
histórico determinado: el que va desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros
días. Lo hace en continuidad con diagnósticos anteriores en los que se señalaba,
en lo que respecta a la situación actual de la Iglesia, la debilidad que supone
la “secularización interna” de la Iglesia[2].
En este documento se quiere destacar el hecho de que tal secularización haya
llegado a afectar la misma teología, porque esto es una manifestación clara de
qué manera nos encontramos ante un proceso profundo que llega a la raíz misma
del modo de interpretar la fe. Con ello se explica parcialmente una de las
causas de la secularización interna, la que procede de una exposición inadecuada
de la fe por parte de algunos teólogos o de algunos modos desviados de enseñar
la teología que han afectado al pueblo cristiano.
No
está de más señalar esta perspectiva, porque es importante comprender que si la
Conferencia Episcopal Española ha considerado necesario este documento no es
para dar algunas directrices teológicas nuevas, sino sobre todo para clarificar
la fe de los sencillos (n. 3) que, en algunos casos se ha visto dañada por
exposiciones impropias de la fe cristiana. La última intención es entonces la
renovación profunda de la Evangelización (n. 3): “El anuncio del Evangelio será
mediocre mientras pervivan y se propaguen enseñanzas que dañan la unidad e
integridad de la fe, la comunión de la Iglesia y proyecten dudas y ambigüedades
respecto a la vida cristiana.”
En
realidad, no podemos extrañarnos de este hecho, la historia de la Iglesia está
llena de ejemplos de cómo una cultura ambiental influye profundamente en la
teología a veces de un modo que llega a distorsionar la naturaleza misma de la
fe, con graves consecuencias para la vida cristiana de muchos fieles.
El
tema que se intenta desarrollar este artículo, es el de la moral. Se puede decir
con toda seguridad que es la cuestión en la que se centra actualmente el mayor
rechazo de la doctrina de la Iglesia por parte de los hombres de nuestra
sociedad. Pero, por encima de este dato tan evidente, lo que quisiera destacar
es el hecho que la secularización misma, en las claves que conocemos
actualmente, procede precisamente del campo moral. Es en éste donde se ha
originado el fenómeno de la secularización en cuanto tal y es por su medio como
se ha extendido hasta infeccionar el mismo pensamiento cristiano.
Además, se ha de tener en cuenta la perspectiva específica con la que enfoca el
documento la moral: se trata de la “vida en Cristo”. Esto es, el modo como el
cristianismo es verdadero en la construcción de la vida de los cristianos. Se
señala así el punto clave de nuestra cuestión: “La raíz más profunda de la
crisis moral que afecta a muchos cristianos es la fractura que existe entre la
fe y la vida” (n. 53)[3].
Por consiguiente, en este punto se trata de ver como la fe es vida y que
cualquier separación de ambas conlleva inevitablemente un proceso paralelo de
idealización de la fe y de secularización de la vida. Pero plantear la moral
directamente desde la consideración de la vida que nace de la fe es, sobre todo,
una apuesta decidida a favor de una renovación moral en todas sus dimensiones.
Aquí podemos reconocer la parte positiva del documento en lo que concierne a la
cuestión moral con lo que se quiere responder con una renovación de la moral de
sentido cristológico a las carencias que se desprenden de la vivencia
secularizada de la moral y que la Instrucción resume en: el
“subjetivismo-relativismo” (n. 5)[4].
1. Una
definición moral de la secularización
“Es una dificultad que procede de un ámbito cultural que se declara
postcristiano y se propone vivir
«como si Dios no existiera»”
(n. 53) Son estas las palabras con las que la Instrucción quiere definir la
crisis moral, su diagnóstico no sólo es exacto, sino que apunta con claridad a
las raíces de un complejo proceso que hay que comprender en sus orígenes y su
desarrollo. Los dos puntos que en este texto se destacan tienen una importancia
decisiva para nuestra cuestión.
En primer lugar, el término secularización adquiere
aquí un valor moral precisa pues se describe como: “vivir
«como si Dios no existiera».”[5]
Este hecho permite comprender que, en este punto, la cuestión moral, entendida
como el modo como el hombre se plantea la construcción de una vida, ha sido
decisiva para la aceptación y extensión de la secularización. Se trata, por
tanto, de saber de qué modo el hombre hace suyo un horizonte de vida meramente
secular, esto es, cerrado a la trascendencia y centrado en este mundo. Se trata
de una cuestión práctica que se comprueba que puede convivir con un sistema de
ideas pretendidamente cristiano. De esta forma, un modo secularizado de vida
puede actuar de un modo no consciente pero muy eficaz incluso en personas que
profesan exteriormente la fe. Al no saber percibir directamente su inadecuación
con la esencia de lo cristiano, se puede aceptar tal modo de vida casi sin darse
cuenta y así se puede explicar el enorme influjo que ha tenido en el periodo
histórico que analiza el documento.
En segundo lugar, el
texto destaca también que esto produce una cultura que se puede denominar “postcristiana”.
En un mundo que se ha llegado a denominar “postmoderno” no parece extraño que,
al menos, se considere también “postcristiano”[6];
pero lo que nos importa aquí es comprender que tal denominación tiene en verdad
un contenido específicamente moral que nos abre a una interpretación muy
interesante del fenómeno secularizador. Estudiaremos estos dos puntos en un
cierto detenimiento para luego ver sus consecuencias en la formación del sujeto
moral.
Algunos autores remontan
el fenómeno de la secularización al nominalismo[7],
en la medida en que tal sistema filosófico el mundo deja de ser un ámbito de
comunicación con Dios. Se considera la divinidad como un ser arbitrario que
buscaría sólo el sometimiento de los hombres. Por esto, tampoco le interesaría
la unión de los hombres entre sí, sino que la única unidad entre ellos
consistiría en estar bajo la soberanía de la autoridad divina[8].
Deja de existir el concepto de bien común que era esencial en toda la sociedad
medieval, por la aparición teórica de un sujeto individualista, aislado,
separado de cualquier comunidad de referencia. Culturalmente hablando, este
proceso coincide con la aparición de los Estados nacionales que tienden a la
afirmación del poder absoluto de los soberanos comprendido ad instar del
poder divino. Como es obvio, el punto clave de esta fragmentación es el olvido
del bien como algo que comunica a los hombres. El voluntarismo que es la clave
de todo este sistema conducía a un legalismo teológico, las cosas serían buenas
porque están mandadas y no mandadas porque son buenas. Esto genera un
indiferentismo por parte del hombre: el hombre no es atraído por el bien, la
voluntad es indiferente ante el bien y, por eso mismo, podría elegir libremente.
Cualquier fin no es entonces sino expresión de la decisión de una voluntad, sólo
puede constituir una obligación a otra voluntad si existe una autoridad superior
que se la imponga. La separación que se produce aquí entre verdad y libertad,
todavía expresada en términos fundamentalmente teóricos, conducirá a desarrollar
una mera verdad de hecho en las cosas carentes de cualquier
relevancia moral y una libertad separada de cualquier finalidad natural.
Este es el sustrato que
permitió el nacimiento del sujeto secular con Lutero, el cual, separará en la
vida de los hombres dos ámbitos morales radicalmente distintos. Uno, el único
con una relevancia religiosa y salvífica, se refiere al mundo interior de la fe,
el propio de la conciencia individual, al cual correspondería el que denomina
Heilstethos, orden moral sagrado. El otro, es el mundo que queda abandonado
a los acuerdos de intereses entre los hombres que conforma lo que llama el
Weltethos, una ética mundana, propia de un mundo sin fines específicos que
debe ser regulado simplemente por las leyes humanas. A este segundo ámbito
quedan relegados por el luteranismo aspectos humanos tan relevantes como son el
matrimonio y la familia.
El tercer paso de este
proceso se da por la trágica experiencia de las guerras de religión, de una
crueldad extraordinaria, por lo que en la conciencia común aparece la convicción
de que la verdad sobre Dios es fuente de división entre los hombres[9].
Supone un cambio radical de las claves morales a nivel social, que sucede en un
momento de cambios políticos tendentes a conformar monarquías absolutas que, en
un primer momento (cuius regio eius religio), se consideraban garantes de
la fe de sus súbditos. La consecuencia última de este largo proceso fue una
nueva convicción a nivel social: plantear la moral como fundamento de una
convivencia humana “como si Dios no existiese”[10].
Este hecho era posible
porque, ya en la teología moral inmediatamente anterior de corte apologético, se
había buscado la fundamentación de la ley en una deducción directa de la
naturaleza, a modo de leyes físicas que se convertirían en morales por la
referencia a una autoridad divina[11].
De este modo, dentro del proceso secularizador, se podía fácilmente remitir la
autoridad a la fuerza deductiva de la razón y separarla de Dios. La razón
adquiere así un valor quasi-divino y universal. Se comprende entonces, que se dé
en este momento un resurgir del pensamiento estoico en este momento ya que la
concepción de logos de la Stoa es semejante al de esta razón universal
separada de la construcción de las acciones humanas[12].
Este sistema
iusnaturalista que pone la esencia de la moral en la fuerza de obligación de una
verdad deducida de las condiciones de la naturaleza física, entrará
posteriormente en crisis con la “ley de Hume” la cual, al descartar la
posibilidad de deducir el “deber ser” del “ser” de las cosas, concluía por
primera vez en un relativismo moral sostenido en un emotivismo del todo
variable[13].
El intento de Kant de
llegar al universalismo formal propio de una “razón pura práctica”[14],
sigue encerrando la posibilidad de una moral en una conciencia sin contenido
real mundano y en la cual tampoco se admite presencia real alguna de Dios, que
está relegado a ser un mero postulado subjetivo de esa razón autónoma[15].
Se configuraba así una
forma ya secularizada de la misma conciencia, en un horizonte especial en el
cual cualquier contenido moral queda relativizado pues el único término absoluto
era un hecho moral de un “puro” deber no fenoménico. Sólo faltaba una
posterior materialización de la conciencia en el sentido de considerarla un mero
epifenómeno de la materia como ocurre con Freud que analizaremos más
detenidamente después[16].
Este es el cuarto paso que, con la caída definitiva de la moral puritana con la
Primera Guerra Mundial, dejaba un influjo decisivo que la última revolución
sexual de los años sesenta del siglo pasado despertó de forma clamorosa.
La conclusión de este
proceso queda perfectamente descrita en el documento episcopal en dos puntos
centrales que hay que nos ofrece a nuestra consideración: el primero: “En esta
situación el hombre pasa a medir su vida y sus acciones en relación a sí mismo,
a la vida social y a la adecuación con el mundo para la satisfacción de sus
necesidades y deseos” (n. 53). El horizonte de sus acciones es simplemente
secular, un sistema de relaciones en el que no se encuentra ningún elemento
trascendente. Con ello, sus acciones también no alcanzan más sentido que el que
la libertad quiera darles, ya que el impulso infinito que sí se reconoce a la
libertad humana no parece tener ninguna correspondencia en los objetos de sus
actos que se realizan en un mundo material de realidades contingentes y siempre
relativos.
Por otra parte, el único
elemento que permanece significativo es la conciencia, pero ésta queda
terriblemente debilitada: reducida en un individualismo radical que acaba por
eso mismo en una subjetivización de la que no parece poder salir. Así lo afirma
nuestra instrucción cuando dice: “La esfera de lo trascendente deja de ser
significativa en la vida social y personal diaria, para ser relegada a la
conciencia individual como un factor meramente subjetivo” (n. 53).
En todo este proceso se
constata un progresivo alejamiento de la experiencia cristiana. A pesar de ello,
se ha de decir que todavía no ha encontrado una verdadera respuesta por parte de
la teología católica. Podemos con toda exactitud calificarlo de un intento de
conformar una ética postcristiana que, por consiguiente, presenta un
formidable desafío a la evangelización.
2. El intento postcristiano
Una visión de la ética
que considere su punto central la construcción de sujeto moral por medio de sus
acciones[17]
se ha de preguntar inmediatamente de qué forma se puede hablar de un sujeto
cristiano[18].
De esta forma, se afirma en definitiva que existe en verdad una identidad
cristiana y que ésta incluye un contenido moral indudable.
La afirmación de una
ética postcristiana que hemos venido rastreando, y cuyo influjo a todas
luces es fundamental en toda nuestra cultura, consiste en considerar que el
cristianismo ha sido importante para la historia de Occidente pues a él se le
deben algunas soluciones significativa que pertenecen al acervo de esta cultura;
pero que el cristianismo en cuanto generador de cultura habría terminado su
época hegemónica y se puede reconocer que han surgido nuevos valores mucho más
vitales al margen de él y que son estos los principios de un nuevo orden en el
cual el cristianismo como tal sólo cuenta como un recuerdo del pasado. Este modo
de pensar no es sino una aplicación de la ley de la evolución aplicada al
pensamiento. Después de dos mil años de historia es lógico que por el cambio
habido en los tiempos y, el empeño de la Iglesia por su condición dogmática de
mantener una unidad “eodem sensu et eadem sententia”[19],
el cristianismo ha sido incapaz de adaptarse a nuevas cuestiones que son la que
en la actualidad dominan nuestra cultura. En consecuencia, aunque se reconozcan
las indudables aportaciones del cristianismo a la cultura occidental, se
considera que, con la mayoría de edad que alcanzó ésta en la modernidad se puede
dar por seguro que se han asimilado estas aportaciones, y que incluso se han
superado las soluciones cristianas que se han de considerar siempre parciales.
La plausibilidad de esta interpretación cuenta con el valor inmenso que se
atribuye en la actualidad a la novedad y al progreso en nuestra cultura. Si todo
evoluciona, es evidente que una religión dogmática y conservadora como sin duda
lo es el cristianismo, queda superada por el paso del tiempo. Es una
argumentación que no necesita probarse y que se transmite de una forma
contagiosa con cualquier novedad moral que se presente.
Sin duda en el campo
moral ha sido MacIntyre quien ha estudiado más profundamente lo que ha
significado el influjo del pensamiento evolucionista. Lo ha hecho mediante el
estudio de la oposición que existe entre este sistema evolucionista de
comprender la moral y el que él denomina sistema tradicional[20].
Apunta así al centro mismo de la propuesta postcristiana que considera que la
superación del cristianismo se produce cuando el hombre maduro en su capacidad
de razonar afronta el sapere aude fuera de los límites estrechos de la
tradición e intuye así nuevos horizontes para los conceptos morales que, al
salir de los cauces establecidos, abren nuevas posibilidades de actuación.
El estudio de MacIntyre
se funda en su profundo conocimiento de la evolución del pensamiento ético a lo
largo de la historia[21].
Su análisis manifiesta con gran precisión lo formal del sistema evolucionista
que confunde la moral con un sistema de ideas y de principios. El pensador
evolucionista piensa que son estas ideas las que evolucionan por sí mismas y no
entiende que en gran medida han sido los acontecimientos históricos y los
profundos cambios de relaciones sociales, los que han provocado y sostenido las
principales variaciones en los conceptos morales. En verdad cualquier concepto
moral no es una idea aislada, es significativa para el hombre en la medida en
que se presenta unida a toda una serie de comportamientos que alcanzan su
sentido verdadero en vista de una cierta cosmovisión en la que cada realidad
encuentra una cierta explicación en relación con las demás y que es
absolutamente necesario al hombre para hacerse una idea aproximada de lo que es
una vida como un todo. En este sentido considera que sólo una
tradición viva es la que permite comunicar el conjunto de significados de
las acciones que es necesario para la asunción personal de una moral. Cualquier
pensamiento que no tome en cuenta este punto de vista, acaba inevitablemente
fragmentando los conceptos morales como si fueran pequeñas islas sin conexión
entre ellas y las convierte en incapaces de guiar a las personas en su acción.
Este punto de vista está
corroborado por la encíclica Veritatis splendor que presenta con gran
precisión cómo el pensamiento actual ha configurado todo un conjunto de ideas
dialécticamente enfrentadas que han causado una confusión enorme en el campo
moral. Muestra la forma de oposición con la que en la actualidad se consideran
los siguientes pares: la verdad y la libertad, la libertad y la ley, la ley y la
conciencia, el acto moral concreto y la opción fundamental y el objeto moral y
el teleologismo[22].
Frente a esta concepción
que tiende a reducir los términos morales a una serie de contenidos noéticos
ajenos a las acciones de los hombres, MacIntyre comprende la moral como la
capacidad de construir la propia historia por lo que le son especialmente
relevantes las narraciones en las cuales, dentro de una tradición, se transmiten
más el sentido real de nuestras acciones que en determinadas normas fuera de ese
conjunto de vida[23].
Esto tiene mucho que ver con una concepción de vida lograda que es
absolutamente necesaria para la comprensión de la felicidad humana como fuente y
fin de los deseos humanos. Es un aspecto tan relevante para la comprensión de la
moral que ha sido objeto de muchos estudios en los cuales se presenta la moral
denominada “moderna” como una especie de neo-estoicismo que, por no saber
orientar los deseos ha conducido a un emotivismo sin dirección alguna[24].
Esta forma de comprensión de la
transmisión de la vida moral está en perfecta conexión con la propuesta de la
encíclica Deus caritas est cuando dice: “No
se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el
encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la
vida y, con ello, una orientación decisiva.”[25]
Se necesita comprender la vida de fe, el horizonte de la vida que nace de la
experiencia cristiana, como una orientación decisiva para la existencia. Esto
nace de un encuentro personal, es decir, de una verdad que no procede de un
proceso racional, sino de la aceptación de un evento, de un acontecimiento
original. Es una verdad original, no racionalista, cuyo valor ha sido destacado
por el personalismo en el cual se ve en el amor el lugar de revelación de la
persona en cuanto en tal[26].
Incluye por eso el reconocimiento de una verdad auténticamente personal que en
Jesucristo encuentra una nueva dimensión divina[27].
Esta verdad que se manifiesta en el encuentro personal y que es el lugar donde
se puede dar la revelación del amor del Padre en el Hijo sólo puede ser objeto
de un conocimiento experiencial, que implica la libertad personal en el mismo,
no se trata, por tanto, de un conocimiento meramente objetivante y asimilativo[28].
Se apuesta así por un
modo determinado de entender la moral que permite clarificar la grave falsedad
incluida en la propuesta postcristiana. Es un aspecto que es decisivo en el
planteamiento moral que llevo a von Balthasar a la redacción de sus famosas
nueve tesis[29].
En ellas, al centrar la moral en su contenido cristocéntrico en unos términos
que son recogidos expresamente en el contenido del documento que estamos
comentando[30],
señala con gran agudeza la diferencia esencial que existe con un planteamiento
postcristiano. Esto lo analiza dentro del doble reduccionismo que le
parece inevitable cuando se pierde de vista lo absoluto de la referencia
cristológica y que consiste en la reducción del hombre a unas dimensiones
alienantes como son la cósmica y la sociológica. Es decir, perdida la
experiencia de absoluto, el hombre se comprende a sí mismo y sus actos sólo
desde la medida del mundo material o desde los contenidos que se desprenden de
las relaciones humanas en las que está inserto[31].
En cambio, en Cristo es donde se une
el fin de una creación que es una obra de amor dirigida hacia el Hijo Amado, y
el fin de cada uno de los hombres donde por medio de una amistad encuentran una
plenitud de vida absolutamente original que se le da en una experiencia:
“Nunca la experiencia
de absoluto puede llegar a un vértice más alto que cuando el hombre se encuentra
ante Cristo y ante su ofrecimiento redentor en la cruz.”[32]
3. La
realidad de una reducción secularista
La
situación de la que nos hemos hecho eco, la hemos intentado narrar en un proceso
de comprensión secular de la moral, pero no se puede considerar algo
meramente teórico. El gran problema moral es que se manifiesta de una forma
dramática en la vida de los hombres. El secularismo de vivir “como si Dios no
existiera” que comenzó en un ámbito de acuerdos de contenidos y que reducía el
valor de Dios a la conciencia individual en donde se entendía que sostenía los
mandatos válidos para la vida social[33],
al secularizarla, ha terminado por relativizar la misma conciencia.
La
realidad entonces es la de un sujeto moral que es incapaz de hacerse consciente
de toda la realidad de sus propias acciones y acaba reducido a las meras claves
“de sus necesidades y deseos” (n. 53). Esta frase se puede traducir como
“intereses y emociones” y así podemos comprender que con esta mención el
documento señala las dos grandes corrientes morales que han dominado el siglo XX
ya pasado y que se pueden considerar entonces como las fuentes principales que
han influido en determinadas concepciones de la moral católica y que son: por
una parte, el teleologismo utilitarista; y, por otra, el autonomismo kantiano.
Si bien al considerar su formulación y contenidos podríamos pensar que son dos
corrientes opuestas, por el carácter deontológico del kantianismo, en el campo
católico se ha producido una especial síntesis de ambas en lo que se ha
denominado “autonomía teónoma” que, en la formulación de las normas morales
concretas, se ha de calificar con toda justicia como un “teleologismo católico”[34].
Es una solución peculiar que contenía en sí misma la misma raíz secularizadora
del proceso que hemos mostrado y, por eso mismo, ha sido un principio negativo
para la evangelización: “Cuando se piensa que en la Revelación sólo encontramos
principios genéricos sobre el actuar humano, sin tener en cuenta que la Sagrada
Escritura y la Tradición muestran lo contrario –como ha sido el caso de la así
denominada
«autonomía teónoma»-, se resiente
gravemente la enseñanza moral” (n. 55)[35].
Esa autonomía que quería
expresarse en Kant como una “pura razón práctica” en el fondo, se ha convertido
en una razón construida por los acuerdos sociales y, en definitiva, utilitaria.
Es un cambio profundo de racionalidad que conlleva internamente la pérdida de la
convicción moral como motor de las acciones y su reducción al nivel
epistemológico de mera opinión. Una tal concepción de autonomía se
convierte entonces en un principio relativista radical de la misma moral que
queda a merced de la libre elección de los propios criterios de actuación. Al
fin y al cabo, este tipo de racionalidad depende de la plausibilidad social a
modo de “corrección política”. Su aceptación dentro de la teología moral
católica ha sido por motivos fundamentalmente de diálogo social y han conducido
directamente a la negación radical de los absolutos morales (actos
intrínsecamente malos)[36]
con la relativización consecuente de la misma interpretación del contenido de la
experiencia moral.
Por otra parte, los
deseos considerados en sí mismos como irracionales, abandonados por tanto a la
simple espontaneidad, se configuran como fines parciales sin capacidad de
mostrar la unidad necesaria para construir una vida. Es el emotivismo moral que
conduce a dos consecuencias: la primera es la fragmentación de la experiencia
dominada por la impresión emotiva más inmediata que no se debe integrar en un
principio superior de sentido. La segunda es la debilidad del sujeto emotivista:
“se ha de criticar lo endeble de la interpretación del juicio moral de un modo
meramente emotivista, esto es, que valora algo como bueno o malo sólo por
la impresión emocional que le causa. Esta concepción debilita profundamente la
capacidad del hombre para construir su vida al estado de ánimo del momento y se
vuelve incapaz de dar razón del mismo.”[37]
Se termina por tanto en
un sujeto utilitario emocional que se siente a sí mismo muy débil ante la
tarea de edificar su propia vida y que, en cambio, vive fragmentadamente la
experiencia moral: “Ese hombre, emocional en su mundo interior, en cambio, es
utilitario en lo que respecta al resultado efectivo de sus acciones, pues
está obligado a ello por vivir en un mundo técnico y competitivo. Es fácil
comprender entonces lo complicado que le es percibir adecuadamente la moralidad
de las relaciones interpersonales porque éstas las interpreta exclusivamente de
modo sentimental o utilitarista.”[38]
Podemos comprender que este sujeto utilitario y emocional se ha formado como
consecuencia de los dos principios básicos de los que procede la crisis moral[39].
Por una parte, la separación dialéctica entre verdad y libertad, que se puede
caracterizar por un racionalismo que concibe la verdad como algo ajeno al
movimiento de la libertad; por otra, el principio, más escondido, de la
fragmentación de la experiencia cristiana con la separación subsiguiente entre
dogmática, moral y espiritualidad, que conduce irremediablemente a la separación
progresiva entre fe y vida moral que hemos destacado anteriormente y que ha
llevado a una consideración extrinsecista de la gracia como algo ajeno a la
acción humana.
Este itinerario histórico, que evidentemente no es un fenómeno español sino que
narra la crisis moral que se ha vivido en Occidente, se puede considerar en
definitiva como el intento de fundar una moral sin Cristo. Esto es, dentro del
proceso en el que se ha alejado a Dios de la experiencia humana, se ha querido
dar razón de sus actos por otras razones simplemente mundanas por los caminos
que hemos visto. La consecuencia de todo este recorrido es clara y contundente:
“fuera del cristianismo y de la fe es humanamente imposible vivir los valores
cristianos.”[40]
El intento postcristiano no sólo no ha sabido construir un sistema ético
coherente, sino que se presenta como muy poco plausible en su construcción de la
vida moral. Es lo que un conocido autor ha denominado “los malestares de la
modernidad”, es decir, la inquietud que viven tantas personas abandonadas a un
relativismo moral deshumanizador. Estas son sus palabras: “Hay, pues, tres
malestares de la modernidad… El primero es lo que podemos llamar pérdida de
significado, la ocultación de los horizontes morales. El segundo se refiere al
eclipse de los fines, en vista de una rampante razón instrumental. Y el tercero
se trata de la pérdida de libertad.”[41]
No es difícil adherirse a este diagnóstico de la modernidad moral.
4. Las
consecuencias de una falta de perspectiva
No
se puede caminar sin mirar al horizonte, de otro modo, la posibilidad de perder
el camino se amplía de tal manera que la desesperación se presenta siempre como
una amenaza. Al concentrar la mirada en los pies, el caminante se mira sólo a sí
mismo, la consecuencia es encerrarse en una subjetividad aislada. Una soledad
sin caminos en la que el hombre no sabe conducirse.
El
fin del secularismo moral es muy directo, con él el mundo asume en sí todo el
contenido de la conciencia, los significados de las acciones. Pero esto mismo
plantea una nueva dificultad es incapaz de presentar ninguna razón de fin que
responda a la vida humana en cuanto tal. Esta conciencia, única autoridad
reconocida por la ilustración y que conserva su predicamento a nivel social,
queda afectada radicalmente. Está abandonada a sí misma pues ha perdido su valor
de eco de la voz de Dios. En frase de Newman: “en estos tiempos para gran parte
de la gente, el más genuino derecho y libertad de la conciencia consiste en
hacer caso omiso de la conciencia, dejar al margen al Legislador y Juez, ser
independiente de obligaciones no escritas, invisibles.”[42]
La
debilidad de la conciencia abandonada al puro arbitrio subjetivo es la que
permitirá el paso siguiente de quitar de ella su mismo valor absoluto.
Relativizar el valor de cualquier juicio de conciencia es el modo de diluir la
misma dignidad personal que queda así expuesta a cualquier manipulación y se
deja abierto el camino para el dominio del más fuerte. Este paso se ha dado
mediante la crítica profunda de la misma conciencia realizada por los maestros
de la sospecha, y de modo muy definitivo con Freud que sabe congeniar la
reducción sociológica marxista, con la de mera espontaneidad de Nieztsche[43].
La conciencia se convierte en un mero epifenómeno de un movimiento de energía
simplemente material.
La
razón, separada de la experiencia básica moral, no sabe descubrir el valor de
absoluto que contiene y erróneamente lo priva de fundamento. No es algo extraño,
desde el principio del nacimiento de la ciencia moral ha tenido que salir al
paso de los distintos relativismos, los cuales al separarse del fundamento real
de la experiencia moral, se sirve de esta para proponer un modo de interpretar
las acciones que esté totalmente bajo el dominio humano. Así los sofistas
relativizaban el valor de los problemas morales a partir del criterio de la
aceptación social que se parece mucho a lo que actualmente se denomina
“políticamente correcto”.
Es
la dificultad de responder al valor de unas acciones humanas que están envueltas
en nuestra debilidad y unas circunstancias contingentes que parecen
imposibilitar cualquier ciencia que quiera tener como objeto los actos humanos.
Es aquí donde es la dignidad de la persona en su acción la que permite descubrir
la emergencia de un sentido absoluto en esas acciones[44]
y donde la medida del hombre es transcenderse a sí mismo y está escondida en un
sentido para vivir.
Este valor absoluto, propio del bien de la persona, que pertenece a lo más
central de la experiencia moral[45],
permite abrirse al encuentro único con Cristo como fuente de un sentido que
asumiendo todo el dinamismo humano, le concede un valor nuevo y definitivo. Se
trata del seguimiento de Cristo que es central en la Instrucción.
5. El
seguimiento de Cristo
El contenido del documento, como es natural, es decididamente
cristocéntrico. Era lógico en un texto que comienza por la confesión de Pedro y
es precisamente ésta la que le permite introducir la parte moral unida a la
afirmación de la divinidad de Cristo en relación al seguimiento: “La escena de
Cesarea de Filipo nos lleva a la desconcertante y exigente propuesta del
seguimiento de Cristo” (n. 52). Se señala así la unidad profunda del
documento que no es otra que la de la misma teología la cual no se puede
considerar como un conjunto de saberes fragmentados, sino del auténtico
conocimiento de la revelación de Dios que contiene una verdad sobre el hombre de
máxima relevancia: “Cristo
es «el punto de referencia indispensable y definitivo para adquirir un
conocimiento íntegro de la persona humana»” (n. 54)[46].
Por eso, dentro del documento no se separa el fundamento cristológico de la
moral del largo apartado sobre la dignidad humana (n. 56-60), donde se
delinea una interesante conjunción de los principales temas morales: la gracia,
la ley natural, la conciencia y el pecado. Es el modo de entender al hombre
dentro del plan de salvación de Dios la persona creada a “imagen” de la Imagen
de Dios que es Cristo. Esta convicción es esencial para entender la
universalidad de la vocación del hombre en Cristo como el fundamento real del
valor universal de la moral cristiana[47],
una dimensión que nunca se puede olvidar en la Evangelización para no esconder
sino anunciar sin miedo la verdad del hombre contenida en la revelación de
Cristo.
La moral no ha
sido ajena a este intento de renovación cristológica[48]
aunque todavía los resultados son escasos. En este sentido la Instrucción al
centrar cristológicamente la cuestión de los fundamentos de la moralidad,
retomando expresiones del denominado “cristocentrismo objetivo”[49],
invita a una profundización del valor genuinamente teológico de la moral en un
camino que, en gran medida, está por recorrer.
La
formulación moral con la que se presenta en nuestro texto, inserta el mismo
dentro del intento principal de renovación moral en el que la Iglesia está
empeñada, pues es sin duda una de las afirmaciones principales de la
Veritatis splendor: “seguir a
Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana.”[50]
Este principio no se puede considerar una referencia genérica o ambigua. Es lo
que permite definir de un modo específico la moral cristiana en una serie de
características morales ineludibles, en especial las virtudes teológicas que nos
conforman con Cristo por la gracia del Espíritu Santo y la realidad sacramental
de la Iglesia en sí misma y en el don de la vida sacramental articulada por el
bautismo y la eucaristía[51].
En el texto de Cesarea de Filipo el seguimiento queda referido directamente al
Misterio Pascual: (Mt 16,25): “quien
quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí la
encontrará”. Por consiguiente,
se fundamenta en una primacía de la acción de Cristo y la necesidad del envío
del Espíritu para hacernos partícipes de una “nueva vida” (cfr. Rom 6,4).
El modo de formulación tiene que ver con la denominada “paradoja cristiana” que
es el modo como se integra la entrega de Cristo con el deseo del hombre.
El deseo humano es de una plenitud que no se puede dar a sí mismo, que sólo
puede recibir como un don, pero que le exige a su vez entregarse. Es la profunda
realidad teológica y antropológica que recuerda Gaudium et spes, n. 24:
“el hombre la única criatura en la tierra que Dios ha amado por sí misma no
puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en el sincero don de sí.”[52]
Se trata ante
todo de una nueva definición de “vida” que procede de una identificación
progresiva con Cristo por medio de la dinámica de la caridad que nos transforma
en el amado y permite al cristiano tener “la misma mente de Cristo” (cfr. 1Co
2,16)[53].
Esta referencia cristológica que abre un nuevo horizonte para el hombre queda
así insertada en el dinamismo por el cual cada hombre realiza su vida. De esta
forma cobran un relieve insospechado las acciones humanas que alcanzan un valor
de salvación. Esto se realiza respetando la verdad del bien humano que
contienen, su objeto moral, y su valor específico de construcción de una
comunión humana.
En
este modo de concebir el seguimiento de Cristo, muy alejado de una mera
ejemplaridad formal que fue la interpretación más común en los primeros momentos
de la renovación moral[54],
es la forma de superar plenamente la separación entre fe y vida que ha sido el
contenido principal de nuestros análisis anteriores.
6. Los
contenidos concretos
Por
esta exigencia interna de la amistad con Cristo de que el hombre sea capaz de
llevar una vida en plenitud, el documento no se queda en estos principios
genéricos sino que tiene la intención expresa de mostrar que la vida cristiana
es un referente en los ámbitos concretos de la vida relevantes para todos los
hombres.
Sólo así se podía dar contestación a la secularización que ha alcanzado su poder
de extensión cuando ha pasado de formular unos principios teóricos a informar el
modo como el hombre se plantea la construcción de su vida.
Los
temas que afronta la Instrucción: “La moralidad de la sexualidad y de la vida” (nn.
61-64) y la “moral social” (nn. 65-66), afrontan las cuestiones candentes que se
dan en la actualidad y que conforman los debates principales en lo que se
desarrolla la evangelización de la Iglesia. Lo hace de una forma todavía
genérica, pero de un modo que anticipa en parte el contenido del documento
inmediatamente posterior que, en este sentido es una confirmación de este que
tratamos[55].
Se constata así que la intención de esta Instrucción es fundamentalmente
pastoral, ayudar a los fieles cristianos a discernir los contenidos de una moral
verdaderamente evangélica. Como es obvio, no nos corresponde en este breve
artículo entrar en ellos, sí señalar el modo de enfocarlos en la medida en que
responde al secularismo que hemos destacado anteriormente.
La
perspectiva en la que se sitúa el documento no es la de hacer un elenco
exhaustivo de temas conflictivos para darles la solución cristiana, es evidente
que no es esta la intención que mueve a los obispos. Es cierto que en su
redacción y contenido se evidencia el intento de clarificar muchas conciencias
dudosas y vacilantes y pide con claridad una comunión eclesial en esos temas;
pero, sobre todo, el modo que se ha elegido para hacerlo no es sino devolver el
profundo sentido cristiano de estos ámbitos. Son morales porque tienen que ver
con la verdad del hombre en su acción. El sentido de la vida física, la vocación
al amor y el sentido personal del don de sí en la sexualidad, la sociabilidad
del hombre y su relación con la res-publica en su ámbito legislativo y de
acción social.
Es
aquí donde la Evangelización se hace urgente y la secularización se presenta
como un desafío enorme. Se trata de devolver al hombre un horizonte por el que
vivir, un sentido por el que entregar la vida, una razón por la cual vale la
pena hasta morir. El cristianismo desde un inicio tiene un carácter martirial,
de anunciar un sentido de vivir, dando testimonio con la propia existencia de
una vida mayor, de un don recibido que nos hace plenamente hombres.
“A través de
toda la historia humana los mártires representan la verdadera apología del
hombre y demuestran que la criatura humana no es un fallo del Creador, sino que,
aún con todos los aspectos negativos que se han verificado en la historia, el
Creador ilumina realmente al hombre. En el testimonio hasta la muerte, se
demuestra la fuerza de la vida y del amor divino. Así precisamente los mártires
nos indican al mismo tiempos el camino para comprender a Cristo y para entender
qué significa ser hombre.”[56]
Podemos por fin entender
toda la preocupación pastoral que se esconde en esta Instrucción que estamos
glosando, no es otra que la misma inquietud del Buen Pastor que dice: “he venido
para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10). Enseñar a los
hombres la fuente y el camino de esta vida abundante, ésta es la verdad de la
moral cristiana que este documento nos ha querido mostrar.
[1]
Citada en el mismo n. 4 que hace referencia a:
Juan Pablo II, Ex.Ap. Ecclesia
in Europa, n. 9.
[2]
Conferencia
Episcopal Española, Una Iglesia esperanzada.
¡Mar adentro! (Lc 5,4). Plan Pastoral de la
Conferencia Episcopal Española (2002-2005) (31-1-2002), 10.
[3]
Que cita como fuentes: Concilio Vaticano
II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 43: “uno de los más
graves errores de nuestro tiempo”; y Juan
Pablo II, C. Enc. Veritatis splendor,
n. 88.
[4]
Insiste en ello:
Conferencia Episcopal Española,
Instrucción Pastoral Orientaciones morales ante la situación actual de España,
n. 12: “Sin referencia al verdadero Absoluto, la ética queda reducida a algo
relativo y mudable, sin fundamento suficiente, ni consecuencias personales y
sociales determinantes.”
[5]
Con las consecuencias morales que se desprenden:
Juan Pablo II, Ex.Ap.
Reconciliatio et paenitentia,
n. 18 §10: “Si el pecado es
la interrupción de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia
fuera de la obediencia a Él, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar
es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia
diaria.”
[6]
Cfr. J.M. Mardones,
Postmodernidad y cristianismo. El desafío del fragmento, Sal Terrae,
Santander 1988.
[7]
Cfr. G.
Lagarde, Naissance de l’ésprit
laïque au déclin du Moyen Âge, Paris 1946.
[8]
Para la moral en este tiempo: L.
Vereecke, Da Guglielmo d’Ockham
a sant’Alfonso de Liguori.
Saggi di storia della teologia
morale moderna 1300-1787,
Ed. Paoline, Milano 1990.
[9]
Este aspecto lo ha destacado: W.
Pannenberg, Ética y
eclesiología, Sígueme, Salamanca 1985.
[10]
Cfr. H. Grotius, De jure belli
ac pacis, Prolegomena, § 11 (1946): “etiamsi
daremus non esse Deum, aut non curari ab eo negotia humana”.
[11]
Es el planteamiento de Francisco Suárez en su De legibus.
[12]
Cfr. M.C. Nussbaum,
The Therapy of Desire. Theory and Practice
in Hellenistic Ethics,
Princeton University Press, Princeton, New Jersey 1994.
[13]
Cfr. D.
Hume, A Treatise of Human
Nature, Book III, Parat. I. Sect. I, en
D.D. Raphael (ed.), British Moralist 1650-1800,
vol. 2, Oxford 1969, 504-519. Para el
análisis de este texto: cfr. N. Capaldi,
Hume’s place in Moral Philosophy, Peter Lang, New York-Bern-Frankfurt im
Main-Paris 1989
[14]
El objetivo de su pensamiento es: I. Kant,
Kritik der praktischen Vernunft, Vorrede, KGS, V A, 3: “Sie soll
bloβ Jartum, daβ es reine
praktische Vernunft gebe”.
[15]
Cfr. I. Kant, Kritik der
praktische Vernunft, en KGS, V, 226.
[16]
Lo estudia: P. Ricoeur,
Le conflit des interprétations. Essais d’herméneutique,
Éditions du Seuil, Paris 1969, 79-94. Para un análisis de este proceso en
lo que concierne a la reducción del análisis de la moral a la mera conciencia:
J.J. Pérez-Soba Diez
del Corral, “Experiencia moral y experiencia religiosa”, en
J.J. Pérez-Soba –J. Larrú –J. Ballesteros
(eds.), Una ley de libertad para la vida del mundo, Facultad de
Teología “San Dámaso”, Madrid 2007, 339-366.
[17]
Es la que se denomina técnicamente “moral de la primera persona” porque toma “la
perspectiva del sujeto que actúa”: cfr.
M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética
Filosófica, Rialp, Madrid 2000.
[18]
Cfr. para el concepto de “sujeto”: J.D.
Causse, El don del ágape. Constitución del sujeto ético, Sal
Terrae, Santander 2006, 9: “«sujeto»
significa el ser que no tiene su fuente en sí mismo, sino que actúa gracias a un
acontecimiento que le proporciona una consistencia histórica.”
[19]
San Vicente de Lerins,
Commonitorium primum 23 (PL 50,668 A).
[20]
En: A. MacIntyre,
Three rival Versions of moral Enquiry,
Duckworth, London 1990.
[21]
Cfr. Idem,
A Short History of Ethics,
Routledge, London 21998.
[22]
Para la estructura interna de la encíclica: cfr.
J.A. Martínez Camino,
“Sinopsis”, en
Id. (ed.), Libertad de verdad.
Sobre la “Veritatis splendor”, Ed. San Pablo, Madrid 1995,
79-92.
[23]
Algo que ya presenta en: A. MacIntyre,
After Virtue: A Study in Moral Theory,
Notre Dame, Indiana 1981.
[24]
Sirvan como ejemplo: R. Spaemann,
Felicidad y benvolencia,
Rialp, Madrid 1991; G. Abbà,
Felicidad, vida
buena y virtud,
EIUNSA, Barcelona 1992;
M.C. Nussbaum, Upheavals
of Thought: The Intelligence of Emotions, Cambridge University Press,
Cambridge 2001.
[25]
Benedicto XVI, C.Enc.
Deus caritas est, n. 1. Cfr.
L. Melina,
“El amor: encuentro con un acontecimiento”, en
L. Melina –C. Anderson (eds.),
La vía del amor. Reflexiones
sobre la encíclica Deus caritas
est de Benedicto XVI, Monte Carmelo –Instituto Juan Pablo II, Burgos
2006, 1-12.
[26]
Cfr. A. López Quintás,
El poder del diálogo y del
encuentro, BAC,
Madrid 1997.
[27]
Cfr.
I. de la Potterie, La verdad de
Jesús, BAC, Madrid 1978.
[28]
Cfr. J. Mouroux,
L’expérience chrétienne. Introduction a
une théologie, Aubier
Montaigne, Paris 1952.
[29]
Cfr. H.U.
von Balthasar, Las Nueve Tesis,
en Comisión Teológica International,
Documentos (1969-1996), BAC, Madrid 1998, 87-102.
[30]
Cuando habla de: “Cristo, norma de la moral”: nn. 54-55.
[31]
Es lo que analiza con toda claridad en:
H.U. von
Balthasar, Sólo el amor es digno
de fe, Sígueme, Salamanca 41995.
[32]
L. Melina –J. Noriega –J.J. Pérez-Soba,
“Tesis y cuestiones acerca del estatuto de la teología moral fundamental”,
en L. Melina –J. Noriega –J.
Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001,
20.
[33]
Como es la opinión de: I. Kant,
Die Religion innerhalb der Grenzen der bloβen
Vernunft, en
Inmanuel Kant. Werke,
IV, Insel Verlag, Frankfurt a.M. 51983.
[34]
Así lo presenta: G. Abbà, Quale
impostazione per la filosofia morale?, LAS, Roma 1996, 176-203.
[35]
Esta pretensión secularizadora empezó de forma inmediata al fin del Concilio:
C. Van Ouwerkerk,
“Secularidad y ética
cristiana”, en Concilium n. 25 (1967) 274-312. Para una historia y
valoración de esa corriente: cfr.
T. Trigo, El debate sobre la especificidad de la moral cristiana,
EUNSA, Pamplona 2003.
[36]
Cfr. al respecto: D. Mieth,
“¿Autonomía de la ética y neutralidad del Evangelio?”, en Concilium 175
(1982) 197-210.
[37]
Conferencia Episcopal Española,
Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España, n. 19.
[38]
Ibidem.
[39]
Para este tema: cfr.
L. Melina –J. Noriega –J.J. Pérez-Soba,
“Tesis y cuestiones acerca del estatuto de la teología moral fundamental”, cit.,
17-18.
[40]
L. Melina, Moral: entre
la crisis y la renovación, EIUNSA, Madrid 21998, 27.
[41]
Ch.
Taylor, The Ethics of
Authenticity, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts 1992, 10.
[42]
J.H. Newman, Carta al Duque de
Norfolk, Rialp, Madrid 1996, 75. Por lo que dice: ibid., 74: “En los
últimos tiempos ha habido una campaña deliberada, casi diría conspiración,
contra los derechos de la conciencia”.
[43]
Cfr. J. Choza,
Conciencia y afectividad. Aristóteles, Nietzsche, Freud, EUNSA, Pamplona
1978.
[44]
Cfr. J. Finnis,
Absolutos morales.
Tradición, revisión y verdad,
EIUNSA, Barcelona 1994.
[45]
Cfr.
J.J. Pérez-Soba Diez del Corral,
“La experiencia moral”,
en L. Melina –J. Noriega –J.J. Pérez-Soba,
Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana,
Ediciones Palabra, Madrid 2006, 29-48.
[46]
La cita es de: Congregación para
la Doctrina de la Fe, A propósito de la «Notificación» de la
Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunos escritos del Rvdo. P.
Marciano Vidal (15.5.2001), 6.
[47]
Como queda reflejado en el conocido texto del Concilio: Gaudium et spes,
n. 22: “Realmente, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues,
Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo,
el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y
de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
grandeza de su vocación.”
[48]
Cfr. L. Melina, Cristo e il
dinamismo dell’agire. Linee di rinnovamento della teologia morale fondamentale,
PUL-Mursia 2001.
[49]
Cfr. G. Biffi,
Approccio al cristocentrismo, Note storiche per un tema eterno, Jaca Book,
Milano 1994.
[50]
Juan Pablo II,
C.Enc. Veritatis splendor, n. 19. Cfr.
R. Tremblay,
“Le Christ et la morale selon l’Encyclique de Jean Paul II Veritatis splendor”,
en Lateranum 60 (1994) 29-66.
[51]
Cfr. A.M.Z. Igirukwayo,
L’Eucarestia. Fondamento cristologico della vita
morale, Libreria Editrice Vaticana, Città del
Vaticano 2006.
[52]
Cfr.
P. Ide,
“Les occurences de Gaudium et spes, n. 24,
§3 chez Jean Paul II”, en Anthropotes
17 (2001) 149-178; 313-344.
[53]
Cfr.
J.J. Pérez-Soba Diez del Corral,
“El encuentro con Cristo.
Inicio de una vida”, en
L. Melina –J. Noriega –J.J. Pérez-Soba,
Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana,
Ediciones Palabra, Madrid 2006,
303-322
[54]
Pues así
lo interpreta el libro clásico
de: F.
Tillmann,
Die
Idee
der
Nachfolge
Christi,
L.
Schwam,
Düsseldorf
1934, que
lo
tomaba
fundamentalmente
de:
M.
Scheler,
Der
Formalismus
in
der
Ethik
und
die
materiale
Wertethik.
Neuer Versuch der
Grundlegung eines ethischen Personalismus,
en Max Scheler Gesammelte Werke, II, Franke Verlag, Bern 1954 (el
original es de 1916).
[55]
Conferencia Episcopal Española,
Instrucción Pastoral Orientaciones morales ante la situación actual de España
(23-XI-2006).
[56]
J. Ratzinger,
“Il rinnovamento della teologia morale: prospettive del Vaticano II e di
Veritatis splendor”, en L. Melina –J.
Noriega (eds.), “Camminare nella Luce”, cit., 45.
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