SUMARIO:
1.
A modo de premisa;
2. Líneas que se deducen de una historia del problema;
3. Ambrosio Gardeil;
4. Pierre Rousselot;
5. Propuesta sistemática;
Conclusión
2. Líneas que se deducen de una historia del problema;
3. Ambrosio Gardeil;
4. Pierre Rousselot;
5. Propuesta sistemática;
Conclusión
R.
Fisichella
1.
A MODO DE PREMISA. "Estos (milagros) han sido escritos para que creáis que
Jesús es el mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su
nombre" (Jn 20,31).
Este
texto, que marca la conclusión del evangelio de Juan, constituye también el
comienzo de nuestra historia de creyentes. El evangelista, pensando en los que
habrían de creer en el maestro "aun sin haberlo visto", presenta a
Jesús de Nazaret en la indisoluble unidad de su manifestación a través de
signos y de palabras, como el significado supremo e insuperable de la existencia
humana.
A
los que ya creen les manifiesta de este modo su profesión de fe en el Señor;
él es el cumplimiento de las antiguas
promesas y la revelación misma de Dios por ser su Hijo. Sobre este fundamento
puede ahora la fe de cada uno crecer más conscientemente, justificarse, y de
este modo alcanzar la vida.
Pero
también los que no creen todavía están presentes al evangelista; a éstos les
presenta a Jesús de Nazaret y su mensaje de salvación como el momento
favorable para dar el paso de las "tinieblas" a la luz de la vida (Jn
1,9; 3,17-19).
Este
texto puede igualmente escogerse como el escenario más significativo en el que
situar las reflexiones sobre el tema de la credibilidad de la revelación
cristiana que vamos a desarrollar.
De
esta perícopa nos parece que destacan dos principios capaces de orientarnos
hacia una comprensión teológica renovada del tema de la credibilidad.
a)
En primer lugar, la concentración
cristológica. Jesús de Nazaret, revelador del Padre, es el verdadero
centro formal de la fe cristiana. "Lo que se ha escrito" no es sino la
relectura desde la fe pascual de un acontecimiento histórico que transformó la
vida de Juan y de los discípulos. Creer que Jesús es el cumplimiento de la
antigua promesa equivale a profesar la fe en su filiación divina, pero sin
poder prescindir de sus palabras y de sus obras históricas.
La
historicidad de Jesús es el fundamento de la reflexión teológica de Juan:
como un leitmotiv, esto puede verse en todo su evangelio. El Jesús que
nos sale al paso es esencialmente un hombre con la conciencia plena de haber
recibido una misión que desea firmemente llevar a cabo hasta el fin. Es el
revelador de un mensaje que, sorprendentemente, afirma ser el único capaz de
introducir en el conocimiento del misterio de la vida trinitaria de Dios. Es el
"enviado" y el
"esposo", tras el cual no puede esperarse ya otro; el
"camino" que conduce al Padre se identifica con su persona, y por eso
nadie podrá llegar a Dios sin él (Jn 14,4-11).
La
primera consecuencia que de aquí se deriva para el tratado del tema de la
credibilidad será la referencia necesaria al cristocentrismo de la fe.
b)
El segundo principio que se deduce del texto es el fin al que está orientada la
profesión de fe: la "vida en su nombre". Así pues, la cristología
de Juan resulta incomprensible sin su referencia soteriológica.
El
acto de creer y de profesar la fe "en su nombre", esto es, en toda su
persona, no es un fin en sí mismo; no se cree por creer, sino para, creyendo,
poder alcanzar la salvación.
Reconoces
el amor del Padre en la vida del Hijo, y particularmente en su muerte de cruz (Jn
3,16; 12,31), equivale para los creyentes a romper las cadenas de la esclavitud
y a liberar al mundo del pecado. Jesús es el "salvador del mundo" (Jn
4,42), y su muerte se convierte en "vida para el mundo".(Jn 3,17).
Sin
embargo, lo que impresiona más en Juan es el valor universal que
atribuye a la salvación. A diferencia de Pablo, Juan no se detiene en
consideraciones sobre la salvación de los judíos antes y después de los
paganos (Rom 1,16); para él toda la humanidad, indiferentemente, está situada
ante el Hijo del hombre. En él se ha cumplido definitivamente el juicio de
salvación (Jn 3,17; 19,30) y nada ni nadie podrá jamás destruirlo.
Para
el tema de la credibilidad se sigue de aquí que habrá que recuperar el
horizonte soteriológico como elemento constitutivo en cuanto que finaliza el
acto de creer.
2.
LINEAS QUE SE, DEDUCEN DE UNA HISTORIA DEL PROBLEMA. Recorrer históricamente
las etapas del tema de la credibilidad equivaldría a adentrarse en un estudio
que abarcara cerca de dos mil años de historia del cristianismo y de teología.
En
efecto, en una categoría como ésta resulta fácil hacer entrar todos los
textos que se han escrito en materia de fe desde los padres apologetas, pasando
por toda la Edad Media, hasta nuestros días. La orden de IPe 3,15, a la que se
hace continuamente referencia, es el cordón rojo que mantiene unidas las más
diversas ideas y teorías sobre el tema. La responsabilidad de dar razón de la
fe es lo que ha llevado a dirigirse a los hombres contemporáneos en las
diversas épocas históricas, buscando y creando categorías de pensamiento
aptas para la comunicación.
Las
soluciones, a lo largo de los siglos, han de atribuirse a los nombres más
significativos y a otros menos conocidos. Todos ellos han ofrecido una
aportación decisiva para la comprensión del acto de fe.
En
primer lugar hay que recordar la tradición agustiniana, que con un texto
fuertemente expresivo, casi recogiendo al pie de la letra la terminología de
Juan; reduce el acto de fe a una triple condición: credere Deo, credere
Deum, credere in Deum. Con la primera se subraya la aceptación del hecho
mismo de que es Dios el que se revela; con la segunda se acoge el contenido de
su revelación; con la tercera (atendiendo a la construcción latina de in con
acusativo) se traza un movimiento interpersonal que es dinámica constante hasta
la plena realización escatológica. El autor anónimo del Sermo de symbolo se
expresa de este modo: "Aliud enim est credere illi, aliud credere illum,
aliud credere in illum. Credere illi est credere vera esse quae
loquitur; credere illum, credere quia ipse est Deus; credere in illum, diligere
illum" (PL 40,1190-1191; cf también
35,1631.1778; 38,788; 40,235; 36,988; 37,1704).
Un
nuevo ejemplo es el que nos ofrece Tomás de Aquino. La Summa
Theologiae dedica al tema de la fe las 16 primeras cuestiones de la II-II;
allí se expone el contenido de la fe (q. 1), el acto (q. 2) y la fe como virtud
(c. 4). Para Tomás, la dimensión primordial del acto hay que buscarla en la
realidad personal: "actus specificatur ab objecto"; puesto que es Dios
el que se revela y el que ha de ser creído, el acto de fe tendrá que ser
esencialmente un acto personal. Como tal, se dirige a una relación de
comunión: "actus autem credendi non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem"
(S.Th. II-II, 1,2, ad 2). Por tanto, la fe no es sino una reflexión
sobre el hombre; creado por Dios, el creyente está en un camino de retorno
incesante y siempre nuevo hacia su creador a través del ejercicio de las
virtudes teologales.
Después
de éstos, el concilio de Trento, en su balance de la posición de Lutero,
que destacaba el carácter fiducial de la fe relegando a un segundo plano sus
datos objetivos, afirma expresamente la necesidad de los contenidos objetivos de
la revelación como primer momento para la justificación: "Disponuntur
autem ad ipsam justitiam, dum excitati divina gratia et adjuti, fidem `ex auditu'
concipientes, libere moventur in Deum, credentes vera esse quae divinitus
revelata et promissa sunt" (DS 1526).
Los
nombres de Suárez y De Lugo son de los más significativos para la
comprensión de la teología de la fe a partir de este momento.
Será,
sin embargo, el Vaticano 1 el que, sintetizando todo el tesoro
patrístico-medieval y citando textualmente a Trento, llegará a canonizar
definitivamente la fe como respuesta libre del hombre a la revelación de Dios
tras la intervención de la gracia, que ilumina la inteligencia y
la dispone a la aceptación del contenido revelado. El capítulo tercero del De
fidei se expresa de este modo: "Ecclesia catholica profitetur virtutem
esse supernaturalem qua, Dei aspirante et adjuvante gratia, ab eo revelata vera
esse credimus, non propter intrinsecam rerum veritatem naturali rationis lumine
perspectam, sed propter auctoritatem ipsius Dei revelantis qui nec falli nec
fallere potest" (DS 3008).
Condenando
los dos extremos, el del racionalismo y el del fideísmopietismo (DS 3009-3010;
3031-3036), el concilio inserta la temática de los signos de la revelación
como aquella forma que permite al acto de fe tener correspondencia con las
exigencias de la razón. Los milagros y las profecías se consideran como
"signa certissima et omnium intelligentiae accomodata"(DS 3009).
Gracias sobre todo al cardenal Deschamps, se describirá a la Iglesia como signum
levatum in nationes, capaz, por tanto, de representar para cada uno la forma
más adecuada de credibilidad de sí misma y del mensaje que transmite (DS
3013-3014) (l Iglesia: motivo de credibilidad).
Lejos
de querer imponer el acto de creer o demostrar el hecho de la
revelación, estos signos son presentados por el concilio como elementos que
pueden garantizar la credibilidad de lo que se expone; se dan, por tanto,
como contenidos que, al ser conocidos por la razón según sus propias leyes,
son igualmente idóneos para ser creídos y acogidos mediante un acto de
voluntad.
La
teología que se hizo eco de este planteamiento, particularmente después de la
publicación de la Aeterni Patris, de León XIII, en el 1879, intentó
desarrollar con el método neoescolástico una apologética del acto de fe que
comprendía esencialmente el motivum fidei y el motivum credibilitatis.
Tras una teología que había subrayado
el contenido objetivo de la revelación, venía ahora una teología que atendía
más a las condiciones necesarias al sujeto para adherirse a la fe. Así pues,
la reflexión empieza a tomar en consideración dos elementos característicos
del acto: el momento suprarracional y la aportación de la razón humana.
Los
manuales intentaban, pues, presentar un esquema de teología del acto de fe que
se puede esquematizar con algunas palabras-clave:
a)
Praeambula fdei. Se trata de aquellas verdades religiosas y morales que
pueden conocerse a la luz de la razón humana. Con los praeambula, la
decisión de creer sale de la esfera de la arbitrariedad, ya que se justifica
como un acto libre ante las exigencias de la razón.
b)
Motivum fdei. Es el motivo por el que se cree; esencialmente lo da la
autoridad de Dios en el hecho de revelarse de forma verdadera e infalible (DS
3008).
c)
Motivum credibilitatis. Constituye el
momento del análisis de los motivos por los que es posible creer. Lo
peculiar de este momento son los "signos" de la revelación, en
particular la Iglesia, los milagros y las profecías; son argumentos que
atestiguan a la razón el origen divino de la revelación. Puesto que el
análisis de los signos permite alcanzar la certeza del hecho revelado, se
deduce que es creíble el contenido de la revelación.
d)
Motivum credenditatis. Es el motivo por el que se debe creer y,
por tanto, prestar asentimiento a la revelación. Puesto que Dios muestra como
evidente el camino de la salvación, le corresponde al sujeto ver el nexo entre
el acto de fe y la salvación que se le da.
Por
encima de las diversas terminologías, nos encontramos ante la problemática de
siempre: ¿Cómo conjugar la presencia de la gracia y la libertad del hombre?
Bajo
el nombre de analysis fidei se pueden recoger todos aquellos intentos que
se han esforzado en presentar la doctrina teológica sobre la inteligencia del
acto del creer como un acto típicamente humano y sobre la gracia que se le da
al sujeto para realizar un acto que requiere de suyo una intervención divina
que lo eleve al conocimiento del misterio trascendente de Dios.
En
otros términos, es el problema de cómo puede la autoridad de Dios, que
garantiza la verdad del contenido de fe (DS 3008), ser el último motivo al que
llega la razón humana para estar cierta de la verdad de su propio acto como
acto típicamente humano. En una palabra, ¿cómo se relacionan entonces la
revelación divina y el conocimiento humano?
Como
se comprende, el problema no era, ni es, de fácil solución y exige que se le
mantenga en un fuerte equilibrio. Si acentuase el papel de la presencia divina,
el acto de fe recibiría el asentimiento del creyente, ya que la evidencia
sería tan grande que no permitiría otra cosa; pero ese acto no sería ya
plenamente humano al no ser libre y verse forzado por la evidencia de la
revelación. La consecuencia sería una caída en el fideísmo.
Al
contrario, si se acentuara el elemento intelectivo del creyente que en su
especulación alcanza la claridad para la decisión, el acto sería ciertamente
libre, pero sin certeza, ya que no tendría relación con la evidencia. Este
segundo camino tendría por consecuencia la caída en el racionalismo.
Así
pues, el acto de fe parece destinado a permanecer en una dialéctica que se
mueve entre la comprensión del hecho y la ocultación del mismo en un misterio
mayor, en donde la gracia tiene un papel decisivo.
Por
consiguiente, por un lado tenemos la nota de la sobrenaturalidad: esto
significa que para un acto de fe se requiere absolutamente la presencia de la
gracia, que permite al sujeto fiarse de Dios que se da a conocer; por otro lado
tenemos la voluntad del creyente que tiene que ser plenamente libre en su
movimiento hacia Dios; hasta el punto de garantizar que la salvación ofrecida
es elegida realmente y no obligatoriamente dada. Finalmente, el entendimiento
humano, que ha de garantizar que se está en presencia de un acto cierto,
seguro, en cuanto alcanzado como conclusión de un procedimiento lógico.
La
historia del problema ha conocido soluciones que giraban en torno a los tres
polos que constituyen el acto de fe (la gracia, el entendimiento y la voluntad),
privilegiando a veces uno y sacrificando a los otros; sin embargo, en el
conjunto de esta historia es donde se podrá encontrar en el futuro una
solución más conforme con la sensibilidad contemporánea.
En
este sentido, la historia es testigo de un gran campo de batalla; no es casual
que este tema se haya convertido en la crux theologorum. En ese estrecho
de Escila y de Caribdis que representan el fideismo y el racionalismo, el
teólogo tiene que poder y saber moverse con circunspección, sin caer en un
pelagianismo injustificado o en un exasperado sobrenaturalismo.
En
qué situación se encontraba la teología de la fe en el período entre los dos
concilios podemos fácilmente verlo en un texto expresivo de Mouroux: "Es
posible construir una teología de la fe sobre dos diversas perspectivas. La
primera es analítica y abstracta: se trata de la génesis o de la estructura de
la fe, en la que se estudian de ordinario, sobre todo, ciertos elementos como
éstos: los factores subjetivos (la inteligencia, la voluntad, la gracia) o los
datos objetivos (la credibilidad, el objeto natural, el motivo formal). Es éste
el punto de vista habitual de los teólogos. El segundo es sintético y
concreto: se estudia la fe, sobre todo, como una totalidad concreta y se intenta
explicar su naturaleza existencial. Es el punto de vista habitual de la
Escritura y de los padres. En este plano creemos que la fe se explica como un conjunto
orgánico de relaciones personales. Nos parece que es útil para la
teología poner de relieve este segundo punto de vista" (Yo creo en ti, Flors,
Barcelona 1956).
El
Vaticano II, dentro de su peculiar perspectiva pastoral, significa ante
todo, en este tema, la recuperación de las precomprensiones bíblicas, que
determinan un concepto renovado de pistis como de un acto que es al mismo
tiempo confianza, conocimiento y acción. La problemática se orienta además a
la asunción de soluciones que encuentran sus referencias filosóficas en el
personalismo inspirado en E. Mounier, G.Marcel y J. Mouroux, pero que ya habían
sido anticipadas en los estudios de J.H. Newman y M. Blondel, y particularmente,
aunque con las debidas matizaciones y excepciones, en la perspectiva teológica
de P. Rousselot.
Como
un dato que surge de la teología del Vaticano II hay que señalar el retorno al
contenido de la fe. Deseando olvidar el extrinsecismo de los manuales, el
concilio ha vuelto a poner en el centro de la reflexión teológica el
acontecimiento de la revelación. Así pues, se ha modificado de nuevo el eje de
la perspectiva; la revelación, con su contenido objetivo, vuelve a situarse en
el horizonte histórico-salvífico como dato primario; por consiguiente, se ve
la fe como "obediencia" del "hombre que se abandona a Dios"
por completo, con todo lo que es (DV 5), esto es, como referencia
dependiente del acontecimiento de la revelación.
En
la caracterización del presente teológico respecto a la comprensión de la
credibilidad del acto de fe ha habido especialmente dos autores que han
constituido los polos de atracción de las investigaciones contemporáneas en el
campo católico: Rahner y Von Balthasar. Se le debe al primero la
acentuación de la estructura trascendental del sujeto y la inserción del
filón existencialista en la problemática del acto de fe; al segundo, por su
parte, se le debe la insistencia en la evidencia objetiva de la revelación y su
alteridad respecto al sujeto creyente.
La
obra magistral de R. Aubert, Le probléme de l'acte de foi, ha
respondido de forma completa a las exigencias de una reconstrucción histórica
de esta problemática. La obra, que se detiene en el 1945, o sea, antes de la
renovación realizada por el Vaticano II, puede considerarse, sin embargo, de
plena actualidad. En efecto, la teología de la fe, que al principio del
posconcilio supo poner al día su propio contenido, registró luego un momento
de estancamiento. Mientras que las perspectivas bíblicas han pasado a ser
patrimonio común, la dimensión de carácter más subjetivo -o sea, la del que
responde a la llamada hecha por la revelación- no ha producido todavía
resultados significativos que permitan ver superado el esquematismo de los
manuales.
Dentro
de los límites de este artículo, relacionado directamente con el tema
apologético, nos queda por presentar más directamente, aunque sea de forma
esquemática, los dos intentos que marcaron y determinaron la escena teológica
hasta el Vaticano II: l A. Gardeil y P. Rousselot.
3.
AMBROISE GARDEIL (18591931). El autor de La credibilité et l'ápologétique (la
primera edición de 1908 es como una
colección de artículos publicados anteriormente en "Revue Thomiste";
luego fue reelaborada acogiendo las críticas de algunos autores, como M.
Bainvel y Sertillanges, y publicada como segunda edición en 1912; a ella es a
laque nos referimos) tuvo una notable influencia en la exposición académica
del tema de la credibilidad. Lo muestran con evidencia los manuales clásicos de
Garrigou-Lagrange, Tromp, Calcagno,Parente y Nicolau. Su interpretación marca,
quizá, el intento más logrado de producir un estudio sobre la credibilidad que
tuviera en consideración tanto las fuertes presiones para una renovación que
se iba imponiendo con la publicación de L áction, de Blondel, como el
mantenimiento de los contenidos clásicos de la enseñanza tradicional. Como
quiera que se la juzgue, esta obra representó en aquel momento el mejor intento
de renovación y adaptación de la doctrina escolástica sobre nuestro tema.
Para
poder comprender la lógica del procedimiento de nuestro autor hay que valorar,
ante todo, su precomprensión apologética. La apologética es para Gardeil la
ciencia de la credibilidad del dogma. La primera forma de apologética es la
"científica", que tiene como objeto peculiar la demostración racional
de la credibilidad (p. 230). Una demostración que es posible si se
mantienen y respetan las reglas del saber científico, que producen una
sumisión intelectual absoluta. Es ésta la concepción que se persigue en toda
la obra de Gardeil y Toque caracteriza a las premisas y demostraciones sobre la
credibilidad del acto de fe.
Así
pues, dada la definición de credibilidad como "la aptitud de una
afirmación para ser creída" (p. 1), Gardeil comienza su demostración a
través del análisis psicológico del acto de fe con la finalidad de indicar cuál
es el papel concreto gue representa dentro de la credibilidad.
Tomando
como punto de partida el análisis del acto humano, tal como lo describe santo
Tomás (ef S. Th. III, 8-21), crea un paralelismo entre este acto y el proceso
psicológico del acto de fe, mostrando cómo, al ser el acto de fe un acto
humano, tiene que seguir en su desarrollo las fases psicológicas de los actos
humanos ordinarios. El paralelismo que se crea entonces, y que a primera vista
podría decepcionar, contiene ciertamente algunos rasgos de auténtica
originalidad. Existe ante todo en el obrar concreto una intentio finis, mediante
la cual cada uno piensa que se proyecta a sí mismo, que se da una finalidad a
la que tender. Pues bien, en el acto de fe esto corresponde a la intentio
fidei mediante la cual el hombre se muestra disponible para creer a Dios que
se revela.
Sin
embargo, esta correspondencia no basta para nuestro autor; en efecto, es
necesario que intervenga la inteligencia para establecer, en virtud de los
hechos o de los signos, que se está realmente en presencia de una revelación
divina con sus enunciados. El problema de un juicio de credibilidad depende,
por tanto, de la demostración de la veracidad y divinidad del mensaje que se
dice acreditado por Dios. Así pues, la credibilidad debe probarse racionalmente,
ya que "ni la intención de la fe ni el tenor de la afirmación ofrecen
la evidencia de este elemento de hecho" (p. 35). Por consiguiente, no es
posible detenerse en las "razones del corazón", que todo lo más
pueden hacer "desear"el objeto como verdadero. La apologética
tiene que llegar a un juicio de credibilidad que "demuestre que es
verdadero" (p. 36).
Por
tanto, el análisis de los motivos de credibilidad, que, como en el método
tradicional, se reducen a los milagros y a las profecías, es el que da
paso de un sentimiento de fe a un testimonio efectivo de fe divina.
Esta
credibilidad "racional" es clasificada por Gardeil como
"credibilidad simple", precisamente porque se conoce a través del
análisis racional de los motivos de credibilidad. De ella, que sólo puede
alcanzar un juicio de credibilidad posible, se distingue la "credibilidad
necesitante", que constituye la modalidad para la emisión de un juicio de
"credendidad", es decir, en donde el objeto de fe no es ya solamente
posible, sino "exigible"; la conclusión a la que se llega es que
"hay que creer". Finalmente, la "credibilidad imperativa",
que supone la obligación moral de creer después de haber alcanzado el juicio
de credendidad; en este nivel existe sólo el "¡cree!" (cf
Credibilité, en DThC 2206-2210).
Como
en todas las obras de inspiración escolástica, también la demostración de
Gardeil es clara, precisa, lógica; sin embargo, aunque partía de un honrado
intento de renovación (basta pensar en la "certitude probable" o en
las "suppléances subjectives"), seguía estando vinculada a un
esquema metafísico que impedía ver al "real man" implicado en el
acto de fe.
La
estructura que presenta Gardeil se sitúa todavía en el nivel de
contraposición entre entendimiento y voluntad, lo cual explica por qué la
voluntad, en la psicología de la fe, se presenta como el acto que acude en
ayuda de la impotencia del entendimiento cuando éste no puede llegar más
allá. Por consiguiente, la voluntad reequilibra el sacrificium intellectus
impuesto a la razón falible ante el misterio de Dios.
Semejante
proyecto, a pesar de todos los méritos que manifestaba, estaba abocado al
fracaso. Por aquellos mismos años empezaba a hacerse una presentación más
fresca y genuina, en consonancia con las exigencias de
la época, que veía una unidad intrínseca en el sujeto; esta teoría
encontraba en P. Rousselot su representante más autorizado.
4.
PIERRE ROUSSELOT (18781915). Atento lector de Newman, admirador de Blondel,
dotado de una gran formación teológica y filosófica Rousselot era, quizá, la
personalidad más capacitada para dar un nuevo impulso al estudio del acto de
fe. Su planteamiento parecía partir de una atención directa a la fe de los
simples que supiera al mismo tiempo tomar en consideración lo
"específico" de la fe cristiana. Por esto ya desde las primeras
páginas de su proyecto se aparta del mismo Gardezl y traza su punto esencial de
solución, es decir, el modo con que el acto de fe opera en cada creyente:
"El acto de fe no es de ningún modo apologético, sino puramente
teológico" (p. 32). Es sintomático su modo de plantear el problema:
"¿Cómo encontrar en el humilde campesino que estudia el catecismo la fe
científica, la demostración racional o, por lo menos, la certeza perfecta de
la credibilidad basada en razones absolutamente válidas? ¿Cómo encontrarla en
el hombre de color que cree por la palabra del misionero? No basta realmente una
explicación psicológica que aclare el mecanismo del acto de fe o de la
disponibilidad a creer. Esta explicación se podría aplicar tanto a la fe del
musulmán como a la del cristiano. Si el niño católico tiene razón al creer a
su madre y a su párroco, ¿estará equivocado el niño protestante al creer a
su pastor y a su madre?" (Gli occhi della fede, Milán 1974, 41).
El
punto crucial, para Rousselot, es el de no olvidar que existe en el individuo
una "actividad sintética del entendimiento" que llega a la realidad
superando todas las expresiones meramente conceptuales. Sacando su terminología
de "los ojos de la fe" de
Agustín ("Habet namque fides oculos suos", puesto como lema en la
introducción a la primera parte de su obra), pero teniendo a sus espaldas sobre
todo a santo Tomás para la forma de conocimiento y a Blondel para la
concepción de la apertura dinámica del sujeto hacia la plenitud del ser,
Rousselot recupera el concepto bíblico de fe y piensa que hay algo que
"ver" mediante la fe; más aún: la fe no es constitutivamente más
que la capacidad de ver lo que Dios quiere mostrar y que no puede ser visto sin
la fe.
Más
directamente, Dios no se ha revelado mediante una experiencia interna de cada
uno, sino a través de un testimonio histórico que se ha transmitido hasta
nuestros días. Para dar razón de este testimonio y garantizar su legitimidad,
Dios ha dado signos externos que son objetivamente válidos dirigidos
indistintamente a todos. Hay, por tanto, para nuestro autor, hechos
"externos"; pero éstos necesitan "ojos de fe" para ser,
comprendidos como signos divinos. En efecto, el espíritu humano no tiene, en
cuanto tal, capacidad para ver estos signos; por eso necesita recibir la
"capacidad para ver", bien para percibir los signos, bien para
comprenderlos como hechos de revelación.
Entonces
la gracia no es más que la posibilidad de permitir a los ojos ver
acertadamente, proporcionalmente, su objeto. No se dan, por tanto, nuevas
objetos de conocimiento para la credibilidad del acto, sino que se da la
capacidad para entenderlos de tal manera que los indicios, los motivos externos
y el lumen gratiae concurran para dar la certeza del acto que se realiza
(cf p. 47).
Desde
el punto de vista apologético, se sigue que el juicio de credibilidad y el acto
de fe constituyen un mismo y único acto, mediante el cual se atestigua tanto la
afirmación de la verdad que hay que creer como la percepción
de los motivos de credibilidad: "La percepción de la credibilidad y la
confesión de la verdad son el mismo acto" (p. 50). Por tanto, la gracia
permite la percepción de la credibilidad, pero ésta, a su vez, le da una
razón y un sentido. A continuación, la tesis de Rousselot se desarrolla con la
exposición del amor como acto que suscita la facultad de conocer y convierte el
acto de creer en un acto libre. Así pues, con una expresión sintética se
puede afirmar que "el acto de fe es razonable porque el indicio que se
percibe aporta a la nueva verdad el testimonio del orden natural. El acto es
libre porque el hombre puede negar, si quiere, el amor del bien
sobrenatural" (pp. 83-84).
Como
puede advertirse, estamos ante una propuesta sumamente sugestiva ya que recupera
la unidad esencial del sujeto más allá de todo dualismo, recupera igualmente
una forma de unidad entre el saber y el creer y reclama finalmente la
racionalidad en el acto mismo del creer.
La
influencia de esta perspectiva en la teología del Vaticano II es un dato de
hecho ampliamente demostrado.
5.
PROPUESTA SISTEMÁTICA. Estos dos ejemplos están sacados de dos diferentes
sensibilidades filosóficas y teológicas. Han marcado una época cada uno a su
modo: en efecto, el primero sirvió de base a una teología manualista que
formó generaciones de estudiantes candidatos al sacerdocio, mientras que el
segundo determinó la renovación que se iba imponiendo en la Iglesia después
de aquel movimiento que llevó al Vaticano II.
Creemos
que, más en consonancia con nuestro tiempo -marcado ciertamente por movimientos
contradictorios (GS 4-10), pero también por una profunda y sincera búsqueda de
sentido, que aparece tanto más evidente
cuanto más se asiste al fracaso de las ideologías y de los humanismos que
marcaron el período posbélico-, el tema de la credibilidad puede afrontarse a
la luz de una nueva categoría: la
significatividad.
a)
Explicatio terminorum. Se necesitan dos premisas para una comprensión de
lo que vamos a decir:
1)
Hablando de credibilidad, hay que observar que estamos frente a una
terminología que necesita algunas matizaciones. La historia del tema, como
hemos visto, pone de relieve que es posible dar diversos contenidos a la
credibilidad. Se habló en tiempos pasados de una credibilidad del cristianismo,
mostrando que como religión era superior a todas las demás religiones por
su carácter de revelación y por su sentido de plenitud; de credibilidad del acto
de fe, que manifestaba especialmente la posibilidad para cada uno de
expresar correctamente su humanidad, aun fiándose de lo trascendente; de
credibilidad de la Iglesia, que se basaba más directamente en sus
"notas" y en el misterio de su desarrollo histórico. En el presente
artículo el objetivo central es la descripción de la credibilidad de la
revelación vista a la luz de la "significatividad".
Hablar
de credibilidad de la revelación significa ante todo querer focalizar mejor el
acontecimiento central y cualificativo de la teología fundamental: la
revelación en su expresión definitiva en Jesús de Nazaret.
En
efecto, esto permite hacer una lectura más global del tema de la credibilidad y
ofrece además el escenario más adecuado para que se hable de la fe no por sí
misma, como si fuera un absoluto, sino como respuesta al acontecimiento de la
revelación (DV 5). Al tener como objeto de credibilidad la revelación, creemos
que ganará más la lectura de una prioridad
de la intervención de Dios en la historia humana. Efectivamente, la revelación
se presenta a la teología como acto libre y gratuito de Dios, que sólo por
amor sale de su misterio para comunicarse a sí mismo a la humanidad,
salvándola de este modo.
Por
consiguiente, la credibilidad se sitúa ya como un acto que no proviene de la
simple subjetividad humana, sino más bien de la objetividad del acontecimiento
de la revelación. En este caso, la credibilidad no equivale a la conclusión de
un procedimiento gnoseológico, realizado según la metodología de la lógica y
de la psicología, sino que es fuente, comienzo de una provocación que llega al
sujeto para poder realizar un acto antropológicamente cualificante: el de la
entrega libre al otro.
En
este horizonte, credibilidad significa ante todo que se presenta una coherencia
perfecta, única, entre lo que es y lo que se deja ver y comprender; esto se
presenta como algo digno de consideración, como algo que no puede soslayarse si
se desea que el propio conocer sea completo. Este hecho se impone al hombre en
cuanto que existe históricamente como una evidencia que todos conocen.
2)
Hablamos de significatividad como de un proceso que tiende a relacionar el
acontecimiento de la revelación con cada sujeto. La revelación se da
ciertamente, pero la lógica de su ser y su propia naturaleza es la entrada en
comunicación con los hombres de todo tiempo y lugar para que comprendan que han
sido llamados a una comunión de vida con Dios mediante la adhesión a Cristo,
que, históricamente, se profesa en la Iglesia. Así pues, la revelación se
sitúa como lugar en donde encuentran una posibilidad de respuesta las preguntas
fundamentales del sujeto, lo mismo que las demás preguntas limitadas histórica
y culturalmente.
Se
da, sin embargo, una tendencia también en el contemporáneo a provocar a la
revelación para que tome en consideración su condición histórica y explique,
por tanto, su presente. En efecto, sólo de esta forma se crea una relación
permanente que podría llevar a cada uno a considerar el acto de creer como una
respuesta de sentido a la pregunta que se plantea.
En
este horizonte, credibilidad significa estar en disposición de ver realizada
también para hoy aquella plenitud de sentido que representó la revelación
para los primeros creyentes, que fueron capaces, en virtud de esta fe, de
dejarlo todo para seguir al maestro (Mc 10,28). Esto significa que credibilidad
equivale a dar aquellas razones por las que la vida cristiana no se comprende
sólo intelectualmente como respuesta a la pregunta de sentido, sino que es al
mismo tiempo introducción en una praxis y en un testimonio devida que permite
ver ya realizado el sentido que se promete.
Así
pues, significatividad es relación entre revelación y sujeto en su acto de
comprenderse como persona con vistas a una realización plena de sí mismo.
El
término mismo de significatividad necesita de todas formas y ante todo una
ulterior explicación.
3).
Se entiende por significatividad una categoría teológica que comprende tres
elementos: sentido, significado, significante. Mediante el sentido entramos en
el horizonte de la fundamentación epistemológica; mediante lo significado, en
el horizonte del contenido; mediante lo significante, en el horizonte
típicamente antropológico.
La
categoría de significatividad se da sólo en la unidad de los tres elementos y
en su relación recíproca. Se propone entonces una lectura de la credibilidad
que pueda contenerse en un solo acto, en el
que la objetividad del sentido que da base y apoyo al contenido pueda
relacionarse también con el acto del sujeto que ve ese sentido y ese contenido
como una realidad capaz de dar una finalidad a su existencia por ser capaz de
ofrecer un sentido global a toda su vida.
Intentemos
a continuación señalar más claramente los contenidos de estas tres
formulaciones de la significatividad.
Sentido.
No es sencillo responder a la pregunta: ¿Qué es el sentido? Hay varias
disciplinas que se refieren a él como su objeto particular de estudio; de aquí
se derivan unas relaciones lingüísticas complejas que no permiten tener una
idea clara del mismo concepto.
Desde
el punto de vista del análisis lingüístico, el sentido, por ejemplo, va
ligado a la ley de la verificación; en una lectura filosófica más amplia, que
parte de los principios teoréticos del pensar, se planteará más especialmente
el problema de la sensatez de la pregunta sobre el sentido; en una lectura
ética, finalmente, el sentido se identificará con el significado y el fin de
la vida.
Desde
el punto de vista teológico, l sentido de la revelación indica más bien la
consonancia, la coherencia que se llega a crear dentro de la forma de la
revelación.
La
persona de Jesús de Nazaret es el sentido de la revelación, porque en ella,
una vez por todas, se encuentra revelado el misterio trinitario de Dios. Entre
esta figura histórica, en la globalidad de su existencia, y lo que quiere ser
revelado, se da plena coherencia y consonancia. Su ser queda expresado y
manifestado como una referencia a un misterio mayor que, sin embargo, se nos da
a conocer sólo a partir de él y de aquellas expresiones que él realiza.
Precisamente
este remitir a otro, pero sin poder prescindir ni apartarse nunca
de su persona, es lo que constituye el sentido. En efecto, tan sólo
aquí se da la respuesta última tanto a la pregunta sobre el sentido como sobre
lo que es sentido. Una respuesta última a la pregunta, porque se nos remite al
misterio de Dios más allá del cual es imposible ir; y ofrecimiento último de
sentido, porque en esta figura se nos da el conocimiento definitivo del misterio
más allá del cual es imposible avanzar. Así pues, el sentido, como coherencia
entre lo que se quiere comunicar y lo que se alcanza de hecho, se nos da aquí
plena y definitivamente. Jesús de Nazaret es el único camino para el
conocimiento de la revelación de Dios, pero al mismo tiempo es él lo
definitivo que Dios ofrece para llamar a la salvación.
Se
concentran, pues, aquí las dos expectativas fundamentales: la de Dios que
envía a su Hijo para salvar a la humanidad y la de los hombres que,
adhiriéndose_a Cristo, llegan al conocimiento último de Dios. Todo grado
intermedio de conocimiento y de acción salvífica podrá ser considerado como
propedéutico, pero nunca como plenitud definitiva que se nos da en la historia
mediante la revelación.
Significado.
En el lenguaje común, lo significado
es lo que es expresado, visibilizado, por un significante, pero que por
definición no puede nunca ser plenamente definido; por su naturaleza, lo
significado escapa a toda posible expresión categorial que quiera darse. Para
el hombre constituye lo que es intuido, percibido, pero nunca expresado
plenamente. Lo significado en cuanto tal tiene un valor universal; todos pueden
captarlo, aun cuando su expresión mediante un significante sea arbitraria y
varíe según las diversas expresiones lingüísticas.
Una
vez realizada la relación, el significante podrá modificarse, hará adquirir
a lo significado matices expresivos que antes no se manifestaban; pero en virtud
de una "inercia colectiva" (De Saussure), lo significado no podrá
perder nunca su sentido original.
En
el ámbito de nuestra exposición, lo significado es expresado por la globalidad
del misterio de la encarnación. Intentamos, por tanto, expresar la globalidad
de la historia de la salvación, que ve en este acontecimiento el culmen de las
posibilidades concedidas ala humanidad sobre la finalidad y el sentido de la
existencia humana y de la historia.
La
encarnación de Dios constituye realmente la forma definitiva a través de la
cual, en la historia de la humanidad, pero a partir de la misma naturaleza
humana, se asienta un significado que orienta y finaliza. La historia del pueblo
hebreo está orientada hacia "el que ha de venir" (Mt 11,3: o
erjómenos),- la historia de los creyentes es iluminada por el que ha
venido. En la historia se ha dado, una vez por todas (Heb 9,12), una unión
entre lo divino y lo humano que no se realiza a nivel dialéctico, sino a nivel
de unidad en la inconfundibilidad, de la unidad en el respeto a las dos
naturalezas, sin que ninguna de las dos sufra menoscabo en su libertad;- unidad
que se confiere a un solo sujeto, no en forma de representación, sino para que
permanezca para siempre en la historia como el unicum
irrepetibile (l Universale concretum).
En
la adhesión a este misterio que ante todo compromete y envuelve a María, dado
que Cristo es hijo de su carne y sangre de su sangre, se concede el don del
Espíritu, que permite a María y a todos los creyentes expresar su
"sí" de confianza en Dios. En la encarnación como misterio global la
Iglesia queda inserta, por consiguiente, como primer elemento de mediación de
la permanencia de lo significado en la historia de los hombres.
Sin
embargo, la revelación sigue siendo un significado que nunca se agota. Dado
definitivamente, pero no cumplido exhaustivamente. El don del Espíritu es lo
que capacita para hacer que el significado de la revelación, que es la llamada
permanente de Dios a la salvación, permanezca a través de las diversas épocas
y culturas. No es solamente un problema de interpretación de la revelación o
de inteligencia de la misma; en el curso de los siglos, lo significado tiene que
encontrar expresiones significantes, fruto de una constante aplicación del
/sentido de la fe, para que pueda aparecer totalmente aquella dinámica de la
verdad que se le ha conferido en el acontecimiento histórico fontal (DV 7-8).
La
acción testimonial de los creyentes no le quita nada al sentido y al
significado original, pero la fe y la acción del Espíritu imponen la debida
atención para que se cree un referente que esté siempre en disposición de
recibirlo en su genuinidad.
Significante.
Es directamente el momento en que el
sujeto ve relacionado el sentido y lo significado con su vida personal. Puesto
ante la evidencia de un sentido, el sujeto tiene, sin embargo, necesidad de
verlo en relación con su esfera personal, para que la opción de aceptación
pueda ser plenamente libre. La universalidad del sentido y de lo significado no
impide, sino que favorece, la relación personal mediante la cual cada uno
descubre que aquella realidad es para él. Es verdad que vale para todos y que
tiene que seguir valiendo para todos; pero él la ve dirigida personalmente a
él, y precisamente por eso la percibe como significativa, en cuanto que
en el proyecto de finalización de su propia existencia expresa la forma que
puede garantizarle la consecución de su propia finalidad.
El
significante, por tanto, cualifica a la libertad personal, ya que pone a cada
uno en la condición de tener que elegir. Efectivamente, aquí se percibe la
realidad universal como algo que cualifica a la existencia personal. Le
corresponde, por tanto, al sujeto realizar la opción que revela la coherencia
plena entre el sentido universal y la comprensión de su validez para él. En el
significante el sujeto expresa toda su fuerza crítica y su voluntad de
decisión, ya que realiza el acto que lo cualifica antropológicamente, el de la
libertad finita que opta por fiarse de una libertad más grande, percibida y
creída como forma garante de la consecución del propio ser. Tan sólo
finalizando libremente la existencia podrá garantizarse el sujeto a sí mismo
su opción libre en los diversos momentos y actos históricos que han de seguir,
pero la finalización requiere que el conocimiento del fin asumido remita más
allá de la contradictoriedad y de la limitación que experimenta cada uno cómo
persona.
Teológicamente,
el significante permanece como aquella expresión que cualifica al creyente en
su acto de confiarse a la forma de la revelación como instancia suprema de su
autofinalización. Por tanto, el creyente, en cuanto sostenido por la gracia que
deja comprender la "riqueza insondable" del misterio que se encuentra
frente a él, ve en la figura de Jesús de Nazaret, tal como hoy la transmite la
Iglesia en una tradición viva e ininterrumpida (DV 10), el arquetipo de una
humanidad plenamente libre y finalizada.
Prototipo
de toda forma de fe, ya que también él se fía totalmente del Padre y remite
continuamente a él para la plena identidad de su ser, Jesús de Nazaret se
convierte en significante para la vida personal, ya que por una parte encarna el
sentido universal y por otra muestra cómo es posible
una auténtica existencia personal que sea al mismo tiempo libre y se fíe del
otro para su plenitud.
Escoger
y vivir la sequela Christi es lo que le da al significante su valor
último. Efectivamente, el seguimiento no es posterior al acto con el que se ve
el sentido y lo significado de la revelación, sino que es simultáneo. El acto
que el creyente realiza en el momento en que ve la revelación como plenitud de
sentido y como significante para él es un acto único: es el acto que
engloba en un todo inseparable la inteligibilidad del acontecimiento, la
confianza en él como creíble y el seguimiento para que la vida quede
finalmente realizada.
Todo
lo dicho puede encontrar una primera confirmación en los puntos siguientes, que
intentan dar cuerpo a la propuesta y que, como antes sugerimos, se basan en lo
que se ha llamado concentración cristológica y dimensión soteriológica.
b)
Concentración cristológica y soteriológica. 1)
La persona de Jesús de Nazaret, es decir, el misterio de la encarnación de
Dios, aparece como la forma universal que se impone, en virtud de esta
característica, como la expresión más alta de sentido y de significado para
la historia.
Desde
siempre el pensamiento crítico del hombre ha ido en busca de lo universal para
expresar con él la norma última que, prescindiendo del individuo, fuera
válida para cada uno. Los grandes sistemas filosóficos, que permanecen hasta
el presente, están caracterizados por esta ansia de individuación y de
identificación. Sin embargo, el saber crítico permanece constantemente dentro
de la contradicción o de una intervención extrínseca o de una elevación
injustificada del individuo sobre los demás.
De
esta condenación a la contradictoriedad sólo puede salvarse el saber crítico
de la fe, que confiesa la unión
ontológica de Dios con el hombre en un sujeto histórico concreto, que por eso
mismo se hace singular, único e irrepetible.
Esta
unidad en la unicidad no se lleva a cabo por una simple trasposición o
asunción de un sujeto histórico concreto a un grado más elevado (incluso el
último grado) ontológico. Se plantea como la decisión primordial de Dios que
en su libertad renuncia a mantener la divinidad para participar de la humanidad
(Flp 2,6-8). Así pues, teológicamente puede darse este unicum irrepetibile solamente
por kénosis, de tal forma que sea considerado siempre como un acto de la
libertad y gratuidad de Dios y no como una pretensión de la humanidad.
El
Dios que se encarna en la naturaleza humana no deja de ser Dios; pero al mismo
tiempo tampoco se exalta orgullosamente sobre la naturaleza humana, ya
que "en todo se hace semejante a sus hermanos" (Heb 2,17),
incluso en la tentación, en el sufrimiento y en la muerte (Heb 2,184,15), que
constituyen el drama y la contradicción última para una humanidad que quiere
llegar más allá de toda forma que exprese límite y conclusión en contra de
toda voluntad personal.
Por
el contrario, en este acontecimiento se verifica la exaltación del hombre, ya
que en esta unión se salva toda la humanidad, en cuanto que participa de
aquella humanidad singular asumida por el Verbo (Heb 2,10).
Esta
unicidad irrepetible por la que "uno de entre nosotros", como les
gustaba decir a los padres, pero permaneciendo como nosotros, revela el misterio
de Dios, se convierte en norma universal para cada uno. Esto está determinado
por el hecho de que, con Jesús de Nazaret, no estamos ya en presencia de una
teoría, sino de un sujeto histórico concreto.
Su
hablar y su obrar (DV 2), a pesar de ser humano, no puede
"confundirse" con el comportamiento normal de los hombres, aunque
puede ser conocido por todos. Lo que él comunica es su ser, es decir, su
persona, que sale al encuentro como expresión de revelación, es decir, como
una autoconciencia que sabe que es Dios y que lo revela de forma humana.
Este
comportamiento cargado de sentido, al ser dado por Dios, le permite a la
historia recibir un impulso orientativo desde dentro en la señalización de su
fin y en la posibilidad de alcanzarlo. El hombre y su historia no están ya
entonces vagando hacia una "nada infinita", incapaces de encontrar una
meta en el horizonte. La unicidad irrepetible del hombre Jesús de Nazaret le
garantiza a cada uno y a la historia universal que encontrarán una respuesta
decisiva, ya que su ser histórico ha sido asumido por lo divino y se ha
conjugado ahora con él. La apelación a la voluntad del Padre, a su plan de
salvación, a su tiempo y a su "hora", así como a sus decisiones, son
"respuestas" dadas al hombre en el momento en que pregunta por el
sentido de su existencia personal.
Esta
entrega es salvación, ya que sólo. Dios puede garantizar que la
contradictoriedad humana queda superada y vencida por dentro mediante un acto de
libertad que capacite para la entrada en el reino y, por tanto, para la forma
más alta de comunión.
2)
Un conocimiento que sea histórico tiene que respetar las leyes impresas en él;
Dios no va contra su creación. El sujeto histórico quiere y necesita formas de
conocimiento que confirmen que en Jesús de Nazaret se expresa verdaderamente a
sí mismo; sólo así podrá superar el último escollo que impide ver la
unicidad y la evidencia de la presencia de
Dios en Jesús.
Aquí
hay que mantener con firmeza, una vez más, la lógica de este procedimiento
teológico que quiere respetar el obrar primordial de Dios. En efecto, la
teología anterior estuvo gastando demasiado tiempo sus fuerzas en la
demostración de los signos externos, que no lograban, sin embargo, focalizar el
verdadero centro de gravedad. La teología contemporánea, por el contrario, en
lo que atañe a los signos de la credibilidad, debería estar en disposición de
destacar sobre todo el carácter central del único signo puesto en la historia,
dentro del cual aparecen y convergen los demás signos (cf Jn 5,36-37). Son, por
tanto, los "signos del Padre" los que han de someterse ante todo a la
investigación teológica (Jn 14,10).
El
signo puesto por Dios no es otro sino el Hijo clavado en la cruz, muerto y
resucitado. El signo primero de la credibilidad de la revelación cristiana es,
por tanto, el l misterio pascual del
crucificado.
Ante
la muerte de Jesús se cumple en lenguaje humano todo lo que Dios tenía que
revelar al mundo sobre sí mismo, sobre su naturaleza y su vida. El Dios que
comunica la vida la expresa como forma de amor que "llega hasta el
fin". El dar todo lo que es (Jn 3,16: édoken) es lo que caracteriza
a la dinámica intratrinitaria del ser
Dios.
El
Padre es tal en el momento en que lo da todo al Hijo; y éste es Hijo en
el acto mismo que escoge ser acogida total del todo del Padre. El
no retener nada para sí mismo, sino entregárselo todo al otro y remitir al
otro es lo que caracteriza a la vida del Padre y del Hijo; el Espíritu es la
tercera persona, que atestigua la totalidad del dar y del recibir total.
En
la encarnación del Verbo se le da todo a
la humanidad, pero la expresión visible de este "darlo todo" sólo
puede encontrarse en la muerte de cruz, en donde Dios mismo acoge la muerte como
signo supremo para que el hombre crea en la totalidad de su amor.
La
muerte del Hijo que el Padre acoge en sí no es el punto extremo de alejamiento
de su ser. Al contrario, es simultáneamente comienzo y fin de su entrega. Si el
amor es "darlo todo", esto se hace visible para el hombre en el
momento en que Dios se da por completo, es decir, amando "hasta el
extremo" (Jn 13,1) y haciéndose así por amor lo que nunca podría ser:
muerte.
Ante
esta muerte del inocente ya nadie puede tener excusas para no creer, oponiendo a
Dios su imposibilidad de comprender el dolor y el sufrimiento humano hasta la
contradicción y el drama de la muerte, incluso del inocente. Jesús de Nazaret
clavado en la cruz, que grita al Padre su dolor por haber sido abandonado por
él en manos de la muerte (Mc 15,34), es el mismo Dios que comparte en todo el
dolor de los hombres y, más aún, el dolor por el sufrimiento del inocente.
Justamente,
Marcos pone la profesión de fe del centurión -o sea, del no creyente- antes
del grito de abandono y de la muerte de Jesús: "El oficial, situado frente
a él, al verlo expirar así, exclamó: `Verdaderamente este hombre era hijo de
Dios' " (Mc 15,39). La verdad sobre Dios y de Dios
queda impresa en el signo del crucificado para que aparezca que la necedad de la
cruz es el punto de partida de la lógica divina y, por tanto, la expresión
suprema de la sabiduría (1Cor 1,23-28).
Pero
la centralidad del crucificado no le quita nada a la plenitud del misterio. Si
el creyente pone como signo de credibilidad el amor que se manifiesta en la
muerte, esto es sólo porque su profesión de fe ha nacido de la novedad del
anuncio pascual.
La
resurrección está ya presente en la muerte de cruz, porque es el acto del
abandono confiado en las manos de un Padre, que no permite que los que confían
en él lleguen a ver la corrupción del sepulcro (Sal 16,10).
La
plenitud del signo, que permite radicalizar el Gólgota, se debe a la
dialéctica del "signo de Jonás" (Mt 12,39-41), que sólo tuvo que
estar tres días en el vientre de la ballena. No podría haber ningún interés
auténtico en la fe pascual si no se diera esa plena identificación entre el
que sufrió y murió y el que resucitó. En la muerte se percibe el amor que en
lenguaje humano expresa todo el darse; en la resurrección esto resulta
evidente. La resurrección no se convierte en una coartada para huir del drama
del Gólgota; éste es asumido en toda su verdad, pero es superado, sin ser
destruido, en una esperanza que solamente la fe es capaz de expresar.
3)
El misterio del crucificado-resucitado permanece en el mundo, a través del
anuncio de la Iglesia, como el signo auténtico y definitivo del amor trinitario
de Dios, capaz de ser percibido como amor auténtico por el sujeto que pide la
finalización de su vida de un modo sensato.
La
pregunta sobre el amor que se le plantea siempre al sujeto corre el peligro, hoy
por lo menos, de quedar banalizada. El tema de la credibilidad de la revelación
como significatividad debería estar en condiciones de presentar una
inteligencia teológica del amor, capaz de provocar al sujeto en su búsqueda de
sentido.
¿Qué
es el amor? En el mismo momento en que la inteligencia crítica encontrase
una definición capaz de responder a esta pregunta, el amor quedaría destruido
para siempre y expulsado de nuestro mundo. Tiene sentido y significado mientras
que sigue siendo misterio. Sin embargo, es necesario que teológicamente se dé
una caritas quaerens intellectum para que
el acto de fe pueda ser auténticamente humano.
Ante
la novedad radical de la revelación de Jesús de Nazaret, la primera expresión
que surge para una inteligencia del amor es que esto sólo puede ser dado por
revelación. El amor que nos sale aquí al encuentro no está mediado primero
por una experiencia humana que, como tal, participaría de la finitid y de la
contradictoriedad, sino que es amor único y absoluto que deduce de la misma
naturaleza divina la forma con que se realiza humanamente.
Teológicamente
esto significa que la credibilidad del amor no puede derivarse de elementos
externos, sino ante todo de su interior y de las formas que asume
progresivamente en lenguaje humano.
Sin
embargo, el sujeto debe estar en disposición de comprender esta forma como la
expresión definitiva de amor que lo lleva más allá de las contradicciones que
experimenta naturalmente: Esto es posible porque en el encuentro con esta forma
comprende que es amado por lo que él es, sin más condición que la de un amor
desinteresado y gratuito. Efectivamente, el amor es percibido por el sujeto no
como una realidad genérica, sino como una dimensión personal que se realiza
sólo en la medida en que dos sujetos se relacionan hasta tal punto que se dan
el uno al otro por completo. Cada vez que uno ama, se hace para el otro un
sujeto personal que no puede ya autocomprender fuera de la relación personal
con el sujeto amado. Se quiere ser amado por él; pero para llegar a ese momento
cada uno tiene que estar en disposición de ser él mismo para hacerse el otro,
para dejarle espacio y entregarse por completo a él.
Sin
despreciarlos otros textos neotestamentarios, la teología de Juan parece ser la
más expresiva y capaz de iluminar estos
datos de una fenomenología humana del amor.
Se
ha visto anteriormente que la forma última del amor que Dios revela es la que
llega hasta la asunción de la muerte del Hijo. Jn 3,16, en este contexto,
parece representar casi un texto-síntesis: "Porque tanto (outós) amó
Dios al mundo que dio (édoken) a su Hijo único, para que quien crea en
él no perezca; sino que tenga vida eterna". Por tanto, el amor es darlo
todo, aun cuando el otro, como recuerda la teología paulina, sea culpable e
indigno de amor (Rom 5,6-8).
A
partir de aquí se desarrolla la concepción joanea del amor, que encontrará su
culmen en 11,50-13. La primera carta de Juan prosigue esta reflexión,
añadiendo datos de una riqueza extraordinaria: "Dios es amor" (Jn
4,8) se convierte en la expresión culminante de esta teología. El
reconocimiento de este amor, que consiste en el hecho de que Jesús "dio su
vida por nosotros" (Jn 3,16), no sólo es vida y salvación (Jn 1,14), sino
que constituye además la novedad cristiana; en efecto, el amor
recíproco entre hermanos podrá mantener vivo este signo por toda la historia
venidera (Jn 2,3-11).
Pero
la afirmación "Dios es amor" indica el reconocimiento de que Dios ama.
Él es realidad personal que expresa su naturaleza en la relacionalidad de
la tripersonalidad. Dios ama, y sólo Dios puede amar como él ama; sin embargo,
este amor, dado una vez por todas en la historia de la humanidad, permanece como
el signo culminante de todo amor que quiera ser verdaderamente tal.
Todas
las personas pueden comprenderlo y fiarse de él, porque todos comprenden la
propia realidad personal de amor como abnegación total y desinteresada y sólo
en este horizonte pueden estar "seguros" de que es verdadero amor.
El
signo del amor que pone la revelación no le quita nada a la fuerza de la
libertad personal. El Jesús que ama hasta dar todo lo que él es, es el que en
ese acto expresa también su conciencia de ser una persona plenamente libre:
"Yo doy mi vida para así recobrarla de nuevo. Nadie me la quita,
sino que la doy yo por mí mismo" (Jn 10,17-18). Bajo esta luz, también el
creyente ve la plena libertad de su propio acto, ya que es la opción que
experimenta como plenamente conforme con su ser y con su finalización, es
decir, concebirse en el horizonte de un amor que es auténticamente eterno.
4)
Ante este signo, del que brota el significado para todos los demás, la Iglesia,
los milagros, las profecías, el enuncio del reino..., cada uno queda situado en
la condición de elegir. Parafraseando una escena del evangelio de Juan,
podríamos decir que no queremos creer porque alguien nos haya hablado de
Jesús, sino porque nos hemos encontrado personalmente con él (Jn 4,42).
Así
pues, si por una parte se da universalmente el ofrecimiento de la salvación,
por lo que la figura de Cristo, en este nivel, se sitúa como arquetipo y dentro
de la historia, por otra parte se da al mismo tiempo la última expresión de
juicio sobre toda forma religiosa y sobre el sentido definitivo que hay que dar
a la existencia personal (cf Jn 3,17-18; 5,27-30; 8,15-16; 12,47-48).
La
credibilidad, como significatividad alcanza su etapa de plenitud cuando el
sujeto, ante la evidencia de la revelación, la ve como significativa para él.
Este procedimiento puede verificarse si se tienen presentes los siguientes
elementos:
-
Hay una condición trascendental del sujeto que lo capacita para la
finalización de su propia existencia mediante la comprensión de unos objetos
que lo orientan hacia un espacio infinito de conocimiento. En una palabra,
existe para cada uno la capacidad de una percepción del sentido que se lleva a
cabo en una dinámica constante del vivir humano.
El
hombre se concibe como un sujeto tenso entre la finitud de su condición
histórica y el infinito de su reflexión especulativa. Precisamente en el
momento en que, como persona, esto es, como sujeto que se autorrealizamediante
opciones libres, proyecta toda su existencia, percibe un ideal de vida que cree
firmemente que es el último elemento capaz de dar sentido a toda su
existencia. Este ideal sigue siendo tal, pero para el sujeto adquiere de todas
formas un valor histórico y concreto en el momento en que verifica que lo está
alcanzando dinámicamente.
No
lo alcanza, ya que de hecho es un ideal; pero cree, es decir, confía que
sólo podrá realizarlo en sus expectativas. Ya esta condición permite decir
que cada uno, en sí mismo, como ser humano, tiene su propia capacidad, bien de
percibir el sentido, bien de poder alcanzarlo.
-Sin
embargo, cuando el sujeto se sitúa ante un otro sujeto, entonces la condición
descrita anteriormente asume dimensiones peculiares. No es él el que puede
"usar" el fin a su capricho; éste no es ya un valor o un objeto en
sus manos, sino que es más bien, como él, una persona, un sujeto libre.
Entran
aquí casi en conflicto dos libertades, que pueden ponerse de acuerdo sólo en
la medida en que uno se siente amado hasta tal punto que no percibe ninguna
forma de violencia en el momento mismo en que renuncia a algo de sí para poder
aceptar al otro.
Este
acto, que se despierta en el sujeto por obra de una experiencia original que
permite la percepción de un amor gratuito y desinteresado, es el primero que
permite una "focalización" real del otro. En otras palabras, la
capacidad de creer, en cuanto posibilidad de entregarse a sí mismo a un ideal,
está puesta ya en la estructura ontológica del sujeto, en cuanto que percibe
el sentido y lo asume como finalidad; pero para que pueda ver la revelación
como significativa para él es necesario que parta de la revelación el primer
acto (l Potentia oboedientialis) que despierte en el sujeto la capacidad
de saber captar toda la evidencia de aquel acontecimiento.
Este
acto, antes de ser un acto meramente intelectivo que capte la verdad del
hecho, es un acto personal, esto es, propio de la unidad del sujeto, que
en una totalidad, atemáticamente, intuye, y por tanto sabe, que es
amado, viendo en esa forma la expresión suprema que le garantiza la plenitud de
sí mismo.
Así
pues, para conocer al "verdadero Dios" es necesario tener aquella
inteligencia (diánoia, que es traducida por la Vulgata con sensum), que
sólo el Hijo puede comunicar y que comunicó históricamente con el misterio
pascual de su muerte. Pero en este caso "inteligencia" tiene que
tomarse necesariamente en sentido bíblico; no es ante todo una actividad
intelectual, sino más bien adhesión total de sí mismo al misterio, lo cual
afecta simultáneamente al entendimiento y a la voluntad, al corazón y al alma.
-
En la persona histórica de Jesús de Nazaret se da, por consiguiente, a los
hombres el testimonio supremo que al mismo tiempo muestra el misterio de Dios y
suscita en el hombre la fuerza para verlo como significativo. Lo que desea cada
uno, al final, es la vida; aunque pueda parecer paradójico, también el suicida
sueña con una vida distinta y, quizá, mejor. Creer en "su palabra" (Jn
17,6) equivale a querer seguir viviendo. La teología de Juan, más que
cualquier otra, favorece esta perspectiva
soteriológica.
El
que cree no puede permitirse repetir como en Macbeth: "The life is
just a shadow". La vida no es una sombra ni una teoría, porque delante de
ella cada uno percibe que mea res agitur: entra en juego algo que es muy
mío. Pues bien, precisamente ante el acontecimiento de la revelación, "la
vida se ha manifestado" (Jn 1,2), se descubre que no hemos sido proyectados
hacia una teórica vida eterna más allá de la muerte; más bien nos vemos
comprometidos a dar significado a esta existencia histórica personal.
Jesús
de Nazaret con su existencia histórica (DV 2) se convierte en "luz de la
vida" (Jn 8,12) y en "luz de los hombres" (Jn 1,14), porque los
introduce en ese proceso que es la misma vida trinitaria de Dios (Jn 5,11-12; Jn
1,3; 2,23; 3,16; 5,26; 6,57). Ante la condición humana, que le gustaría
contentarse con soluciones parciales, como el "agua" (Jn 4,5-20) o el
"pan" (Jn 6,27), se le presenta, por el contrario, algo duradero y
permanente ya desde ahora: "La vida eterna es que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).
Éste es el ofrecimiento que se le revela a cada uno para que se comprenda a sí
mismo y su existencia. La vida es salvación, y la salvación es el conocimiento
de Dios; pero el conocimiento es llamada a la comunión con él y a la vida
compartida con los hermanos (Jn 3,11; 4,12; Sant 2,14-19).
La
individuación de esta promesa de salvación no puede dejarnos neutrales. Cada
uno está llamado en primera persona a elegir: o permanecer en el absurdo o
vivir en la sequela Christi como hijo de la luz.
CONCLUSIÓN.
"Creíbles son tus enseñanzas" (Sal 93,5). Con mucha probabilidad es
a este salmo al que debemos la entrada de
la terminología sobre la credibilidad. La enseñanza de Dios es digna de fe,
esto es, capaz de hacer cumplir el acto antropológicamente más importante, el
de saberse fiar y querer confiar en el otro.
La
credibilidad, como significatividad, puede mantener unidas algunas exigencias
del planteamiento teológico actual. En primer lugar, la dimensión personalista
con el Vaticano II ha vuelto a proponer el tema de la revelación. No nos
encontramos con un objeto ni con una teoría, sino con una persona. Jesús de
Nazaret está en disposición de encontrarse con el hombre contemporáneo,
porque en él, como Hijo del hombre e Hijo de Dios, nos puede comunicar el
misterio de su ser.
La
Iglesia puede ser igualmente creíble, dentro de la fidelidad a Jesús, a pesar
de las contradicciones humanas y evidentes de la misma, en su anuncio permanente
a los hombres de todo el mundo.
En
Jesús de Nazaret cada uno de los seres humanos puede descubrir aquel último
sentido y significado que la vida puede tener más allá de su propia
contradicción. Esto es posible porque la revelación sale aquí al encuentro
del hombre a la luz del amor. El amor que se revela no es un amor cualquiera,
sino el que alcanza primero a cada uno en el misterio más profundo y personal,
el único que merece este nombre de amor (Un 4,10-19).
En
esta perspectiva, incluso las dificultades más serias sobre una teoría y
praxis de la fe pueden superarse cuando se las recupera en aquella unidad
fundamental que es el acto personal con el que nos encontramos con Dios y nos
decidimos a seguirlo para siempre. En el amor no existe ya ni miedo ni temor (Un
4,18); cada uno sabe entonces que es profundamente libre, ya que queda inserto
en una relación más grande que, más
allá de las simples categorías personales, introduce en la llamada a la vida
trinitaria.
Por
consiguiente, sólo el amor sigue en pie como la última palabra que sabe hacer
creíble la revelación, ya que sólo en él encuentra el sujeto, de forma
totalmente evidente, el equilibrio de su misterio. Efectivamente, sólo en el
amor el hombre reconoce que es amado, y sólo amando está en disposición de saber
y comprender a quién está amando. Sólo en el amor puede tener certeza de
su libertad en quererse dar y ofrecerse a sí mismo, ya que sólo en él se hace
cristalina toda acción, comprendiéndose y viviéndose al mismo tiempo como una
realidad que le pertenece y que, sin embargo, lo supera.
BIBL.:
AA.VV., La caritá, Bolonia 1988; ALFARO J., Fides in
terminología biblica, en "Gregorianum" 42 (1961) 463-505; ID,
Cristología y antropología, Madrid 1973; ID, Fides, Spes,
Caritas, Roma 1968; ID, Revelación cristiana, fe y teología, Salamanca
1985; AuBERT R., El acto de la fe, Barcelona 1965; BALTHASAR
H. U. von, Sólo el amores digno defe, Salamanca 1988; ID, Gloria.
Una estética teológica I, La percepción de la forma, Madrid 1985; ID,
Gloria. Una estética teológica VII. Nuevo Testamento, Madrid 1989; ID,
Fides Christi, en Ensayos teológicos II, Sponsa Verbi, Madrid 1965,
57-96; ID, El misterio pascual, en Mysterium Salutis III, Madrid
19802, 666-814; ID, Teodrammatica 111, Le persone del drama, Milán
1983; ID, Teodrammatica IV, L ázione, Milán 1986; BISER E.,
Glaubensverstdndnis, Friburgo 1975; ID, Glaubenswende, Friburgo 1987;
BGUILLARD H. Lógica de la fe, Madrid 1966; BROGLIE G. de, Los
signos de credibilidad de la revelación, Andorra 1965; CÁSALE U.,
L ávventura dellafede, Turín 1988; DUNAS N., Conocimiento de la
fe, Barcelona 1965; EBELING G., Was heisst Glauben? Tubinga 1959;
FISICHELLA R., Hans Urs von Balthasar. Amore e credibilitd cristiana, Roma
1981; ID, La revelación: evento y credibilidad, Salamanca 1989;
ID, Gesú Rivelatore, Casale Monferrato 1988; FRIES H., Teologíafundamental,
Barcelona 1987 GARDERA., La crédibilité et 1 ápologétique, París
1912; ID. Crédibilité, en DThC, París 1938,
2001-2310; GuARDINI R., Wunder und Zeiehen, Würzburgo 1959; HARENT
S., Foi, en DThC VI/ 1, París 1924, 55w514; HOCEDEz E.,
Histoire de la théolo-gie au XIX siéele I-III, París 1947; KASPER W.,
Introducción
a la fe, Salamanca 1976; KERN W.
y KNAUER P. Zur Frage der Glaubwürdigkeit der christlichen Offenbarung, en
"ZKTh" 93 (1971) 418-442; KUNz E.,
Glaubwürdigkeitserkenntnis und Glaube, en HFTh IV, 414-449; LATOURELLE
R., Teología de la revelación, Salamanca 19891; ID, Cristo y
la Iglesia, signos de salvación, Salamanca 1971; ID, A Jesús el
Cristo por los evangelios, Salamanca 1982; ID El hombre y sus
problemas a la luz de Cristo, Salamanca 1984; METz J.B., La fe en
la historia y la sociedad, Madrid 1982; MOUROUK J., Creo en ti, Barcelona
1964; NEUER P. Der Glaube als subjektives Prinzip der theologischen
Erkenntnis, en HFTh IV Friburgo 1988 51-67; Plé-NINOT S., Tratado
de teología fundamental, Salamanca 1989; PIEPERJ., Lafe, Madrid
1971; RAHNERK., Oyente de ¡apalabra, Barcelona 1967; ID, Curso fundamental
sobre la fe, Barcelona 19843; ID, fl problema umano del senso di fronte
al mistero assoluto di Dio, en Dio e Rivelazione. Nuovi Saggi VII Roma
1981,133-154; ID, Che significa oggi credere in Gesú Cristo?, en ib,
211-230; RÁTZINGER J., Introducción al cristianismo, Salamanca 1976 ID,
Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985; ROUSSELOT P., Los
ojos de la fe I-II, Barcelona 1987-1988 RuGGERI G., La compagnia della
fede, Milán 1980; SÁNCHEZ CHAMOSO R. Los fundamentos de nuestra fe, Salamanca
1981; SCHILLEBEECKX E., Interpretación de lafe, Salamanca 1973; TRDTsCHJ.,
Lafe, en Mysterium Salutis 1, Madrid.1974z, 887-985.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.