miércoles, 25 de febrero de 2015

CREDENTIDAD


Se llaman así a las razones y valores que determinan el juicio práctico sobre la obligatoriedad de creer, es decir, sobre la obligación de prestar libremente el pleno asentimiento a la revelación divina. No deben confundirse con los motivos de credibilidad (v. REVELACIÓN III, 2), ni con el motivo de la fe (v.) misma; son posteriores a aquéllos y anteriores a éste.
      1. Necesidad de motivos de credentidad. «A Dios revelador hay que prestar la obediencia de la fe (cfr. Rom 16,26 comparado con Rom 1,5; 2 Cor 10,56), por la que el hombre se entrega total y libremente a Dios» (conc. Vaticano II, Const. Dei verbum, 5; cfr. Denz.Sch. 2778,3008). El acto de fe implica no solamente rendimiento intelectual, sino también sumisión plena del hombre todo a Dios que revela o se revela; la persona humana queda, pues, totalmente comprometida, de suerte que la fe exige la edificación de la existencia sobre unas bases distintas de las meramente naturales (V. FE IV). Se trata evidentemente de la aventura más arriesgada que pueda emprender el hombre, puesto que condiciona radicalmente y, de suyo, en forma definitiva su vida temporal y eterna. Mediante la revelación (v.) Dios inicia un diálogo entre El y el hombre (V. REVELACIÓN IIIII), a quien pide una respuesta no meramente teórica, sino con repercusiones de orden moral (1 Thes 1,3; lac 1,2125), que siempre suponen llevar la cruz (Lc 9,23) y pueden llegar hasta la pérdida de la vida, a ejemplo de Jesús (Heb 12,13), suprema revelación del Padre.
      De ahí que para decidirse a creer hagan falta motivos, objetiva y subjetivamente suficientes. Tanto más cuanto que el acto de fe es esencialmente oscuro, puesto que su motivación última, su objeto formal, no es la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino la autoridad de Dios mismo que revela (Denz.Sch. 3008), es decir, se basa en la autoridad, no en la evidencia. Por otra parte, el objeto material de la fe consiste preferentemente en los misterios propiamente dichos, los cuales «por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la fe, siguen, no obstante, recubiertos por el velo de la misma fe y envueltos en cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal peregrinamos lejos del Señor» (Denz.Sch. 3016; cfr. 2 Cor 5,67; v. MISTERIO [TEOLOGÍA]). Por tanto, la persona ha de tener motivos serios y eficaces más o menos conscientemente percibidos para resolverse a creer. Si no existieran, el acto de fe sería imposible' o no se trataría de la fe de que habla el Magisterio católico, en cuyo caso, bajo apariencias de fe, el hombre adoptaría una actitud absurda y degradante, que supondría una gratuita dimisión de su racionalidad y libertad.
      2. Credibilidad y credentidad. «Si yo creo o debo creer en alguien, tengo que conocer a aquel a quien creo y en quien creo, tengo que saber a quién creo. La fe presupone credibilidad, si es que ha de ser radicalmente posible y ha de podérsele exigir y responsabilizar» (H. Fries, o. c. en bibl., 165). Antes de que el hombre llegue a la conclusión: «Estoy obligado a creer», es necesario que esté persuadido de que puede creer, de que el objeto material de la fe es creíble. Antes de que el hombre se decida a dar la respuesta de la fe, se requiere la convicción de que Dios le llama y se la pide. De lo contrario, el acto de fe carecería de sentido, sería irracional; y no se olvide que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del alma» (Denz.Sch. 3010, 3542), sino plenamente racional (ib. 2754, 2768, 2778, etc.). Por tanto, presupuestos los preámbulos de la fe existencia de Dios, racionalmente demostrada; conocimiento histórico de la existencia de Cristo, del contenido esencial de su mensaje y de sus obras (v. FE III, 2), y presupuesto radicalmente el hecho de cierta connaturalidad del hombre con el cristianismo potencia obediencial en orden a acoger el mensaje de salvación, el «alma naturalmente cristiana» de que hablaba Tertuliano (v.), se requiere concretamente que conste con certeza que Dios ha querido revelarse al hombre.
      Ahora bien, Dios «habita una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), por lo que sólo podemos conocer su voluntad a través de signos, con los que la condescendencia divina se sitúa en el plano de nuestra cognoscibilidad. El signopor excelencia es Jesucristo; quien le ve a él, ve al Padre (lo 12,45; 14,9), los signos que realiza y la doctrina que predica tienen como finalidad inmediata revelar la voluntad de Dios con respecto a los hombres. «La revelación se realiza por obras y palabras» (Dei verbum, 2), cuyo origen divino nos consta por los llamados motivos de credibilidad, o criterios de Revelación (V. REVELACIÓN III, 2); los principales son los milagros (v.) y las profecías (v.), «signos certísimos del origen divino de la religión cristiana» (Denz.Sch. 3539). Conocidos mediata o inmediatamente los motivos de credibilidad, el hombre puede estar seguro de que Dios ha revelado y puede formar el juicio de credibilidad: «El mensaje cristiano puede ser creído». Este juicio se basa, como se ve, en datos objetivos y tiene un alcance primordialmente especulativo, pero no se emite de manera necesaria, como pudiera formularse una conclusión matemática, puesto que se basa directamente no en la evidencia sino en signos, los cuales indican la realidad de la revelación, pero sólo permiten una percepción oscura de la misma. Llaman, por así decirlo, la atención y plantean, p. ej., el interrogante que suscitaban las palabras y las obras de Jesús (cfr. Mt 6,16); sin embargo, la semilla del mensaje puede caer en tierra muy diversa (Lc 8,1115) y, mientras unos ven en los signos la mano de Dios, cabe la posibilidad de que otros se escandalicen (Mt 11,6), tergiversen su sentido (Mt 12,2228) y se nieguen rotundamente a creer (lo 6,6070 y la explicación de Rom 10,1421).
      Hay que dar un paso más para llegar al juicio práctico de credentidad: «El mensaje cristiano debe ser creído». Este juicio, aunque supone un avance con respecto al juicio de credibilidad, se mantiene aún en la línea de las formulaciones generales: enuncia un principio, por lo que es simultáneamente práctico y especulativo, no se traduce en consecuencias existenciales para el sujeto que lo formula. Este ha de aplicar el principio a su caso concreto: «Tengo que creer yo,.aquí, ahora». Para emitir este nuevo juicio existencial, que coloca al hombre en el umbral de la fe, se necesitan nuevos motivos, que actúen no primordialmente sobre el entendimiento, sino más bien sobre la voluntad libre y muevan a la persona a considerarse obligada a emitir el acto de fe. Se trata de una obligación moral, no física: el hombre sigue siendo libre.en todo momento, por muy intensa que pueda ser la presión de los motivos de credentidad.
      3. Motivación sobrenatural y motivación natural. Aunque psicológicamente los motivos confluyan unitariamente en su acción sobre la voluntad libre, para sacarla hablando en teoría de su neutralidad o convertirla de su actitud negativa, sin embargo, pueden ser múltiples. Siempre hace falta, ante todo, un motivo sobrenatural. Dado que el juicio práctico de credentidad es evidentemente un paso positivo, el último, hacia el acto de fe, necesita radical e imprescindiblemente una motivación sobrenatural. Conocida es a este respecto la doctrina católica sobre la necesidad de la gracia (v.) para la realización de cualquier acto humano que diga orden a la salvación. En este plano, sin la ayuda sobrenatural de Dios, nada podemos hacer (cfr. lo 15,5); todo esfuerzo meramente natural, en la hipótesis de que se diera, sería en vano. Desde la controversia semipelagiana (v.) quedó bien asentada la necesidad de la ayuda sobrenatural de Dios no sólo para emitir el acto de fe, sino también para los actos que se preparan, incluso para el deseo de creer (Denz.Sch. 375, 378, 396, 1553, etc.), que juega papel tan importante en la emisión del juicio de credentidad. Como decía en frase gráfica S. Basilio, la fe «no surge en virtud de ilaciones geométricas necesarias, sino por obra del Espíritu Santo» (Homilías sobre los Salmos, 115,1: PG 30,104). El Vaticano II resume así la enseñanza constante del Magisterio: «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelante y nos ayude, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueva el corazón, lo vuelva hacia Dios, abra los ojos del espíritu y conceda a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei verbum, 5). Estas afirmaciones, referidas directamente al acto de fe, engloban también sus inmediatos precedentes y necesariamente se aplican al juicio de credentidad.
      La acción del Espíritu es la gracia actual, luz para el entendimiento en orden a que pueda captar la realidad misteriosa, divina, que late bajo los signos de credibilidad, y fuerza para que la voluntad se rinda ante el mensaje divino y decida dar la respuesta afirmativa que dicho mensaje pide al hombre concreto. En términos bíblicos se habla con frecuencia de «mover el corazón», es decir, la interioridad toda del hombre (X. LéonDufour, Vocabulario de teología bíblica, Barcelona 1966, 159161); esto no da pie en modo alguno para hablar de las pascalianas «razones del corazón», que, al margen de lo racional, impulsarían a creer. Evidentemente el término bíblico «corazón» engloba también el dinamismo racional y, por otra parte, acentúa la unidad espiritual de la persona, unidad que nunca debemos perder de vista: cuando hablamos de entendimiento y de voluntad, pretendemos simplemente, no crear compartimentos estancos, sino acentuar uno u otro aspecto del dinamismo interno de la persona. Ya es bien sabido que esa gracia; aun en el caso de que sea eficaz, mueve de tal suerte que el hombre permanece plenamente libre bajo su influjo: cabe rendirse a ella o rechazarla (v. GRACIA SOBRENATURAL).
      Hay que hacer notar que el testimonio de la conciencia psicológica, que nos permite advertir el proceso del deseo de creer y la consolidación del juicio práctico de credentidad, aunque sea radicalmente fruto de la gracia, no es la gracia misma sino un complejo de actos humanos de conocimiento, deseo, sentimiento, etc.; ya que la gracia en sí, por ser sobrenatural, no cae de suyo dentro del campo de la conciencia. El análisis de esos actos podría permitirnos, al menos teóricamente, encontrar las motivaciones de orden natural ¡tan complejas! del juicio de credentidad. De lo dicho se deduce, en primer lugar, que esos motivos naturales que inclinan psicológicamente al hombre a prestar la obediencia de la fe, están supeditados al motivogracia, que pone en marcha, eleva y sostiene todo este dinamismo: Dios no sólo llama, sino que, por así decirlo, nos da su mano para que nos apoyemos en ella y podamos así llegar a El (cfr. lo 6,65), llevados al mismo tiempo, por nuestros propios pasos.
      La simbiosis entre la gracia y los motivos naturales es perfecta; hasta el punto de que, en realidad, los mismos motivos naturales de que la persona puede ser consciente, aunque tengan su consistencia objetiva en cuanto actos humanos, no aparecen como verdaderos motivos sino bajo el influjo de la gracia. En general, estos motivos, supuesta la conveniente percepción del valor de los signos de credibilidad, se reducen, como ya hemos indicado, a todo un conjunto de factores que influyen en la voluntad para que el hombre resuelva: «Tengo que creer». El proceso arranca directamente del entendimiento, raíz del imperio, según S. Tomás (Sum. Th. 12 q l 7 al). Esto supuesto, y siempre bajo una luz intelectual más o menos intensa y clara, son múltiples losfactores naturales que, potenciados en sí mismos o en sus circunstancias por la gracia, presionan sobre la voluntad. No es posible enumerarlos: son tan varios como las personas a las que se adaptan; entran en juego factores de edad, cultura, sensibilidad, carácter, circunstancias ambientales, de moralidad, etc.
      Los relatos autobiográficos de personas que narran su conversión (v.) demuestran que, aparte la acción de la gracia, apenas es posible encontrar un denominador común en las motivaciones del juicio de credentidad. Un mismo motivo resulta banal e incluso ineficaz o inexistente para algunos, mientras que para otros viene a ser definitivo. Normalmente no parece posible explicar el hecho sino por la receptividad concreta de cada persona con respecto a la gracia, la cual empieza por hacer posible esa receptividad y, luego, se ajusta a ella. El problema quedaría así reducido al del misterio de la libre acción sobrenatural de Dios, dejando siempre a salvo el hecho de la universalidad de la gracia suficiente. También hay que tener en cuenta que, como demuestra la experiencia, una misma persona reacciona en un momento dado ante un motivo que quizá durante mucho tiempo le había dejado indiferente: siente de improviso un atractivo que antes no sentía, capta la credibilidad del mensaje cristiano y su voluntad consiente «al instinto divino que la aguijonea y atrae, instinto que corresponde, por otra parte, a su dinamismo más profundo y le hace pasar al acto. Es esta moción la que comunica seguidamente a la inteligencia, para someterla al imperio de la Verdad primera revelante, y adherirla a aquello a lo que ha consentido ya la voluntad» (N. Dunas, o. c. en bibl., p. III).
      A este propósito conviene recordar la importancia que S. Tomás atribuía a ese mencionado «instinto divino». Dado que el asentimiento de que estamos tratando es causado directamente por la voluntad (cfr. De veritate, q14 al; Contra Gentes, 3,40), es ésta la que provoca el asentimiento del entendimiento (Sum. Th. 22 q5 a2). De ahí que la voluntad necesite ser sobrenaturalmente movida. Esa moción no se explica solamente por el he' cho de que el objeto de la voluntad es el bien presentado por el entendimiento, ya que, en ese caso, todos los que conozcan el hecho de la revelación habrían necesariamente de creer; la explicación está en el «instinto interior de Dios que invita» (Sum. Th. 22 q2 a9 ad3), instinto que puede consistir en el «apetito del Bien prometido» (De veritate, q14 al ad10), en ver la fe como medio para llegar a la felicidad plena a que el hombre aspira, es decir, en cierta esperanza que, por otra parte, se menciona expresamente en la definición de fe que nos da Heb II,1: «la garantía de lo que se espera, la prueba de las cosas que no se ven» (cfr. R. Aubert, o. c. en bibl., 6568).
      En todo caso los motivos naturales inmediatos y propiamente tales del juicio de credentidad actúan en el ámbito de lo subjetivo, aunque surjan con ocasión de hechos objetivos, a los que la gracia permite dar su verdadero sentido. Eso explica su inmensa variedad y también su complejidad. Solamente los avezados a la introspección reflexiva logran aislar, no sin dificultad, la propia fenomenología de su juicio de credentidad. Según K. Rahner, «no podrá nunca un convertido decir con seguridad absoluta que los motivos explícitos de su conversión, sobre cuya rectitud no debe existir duda alguna, son de veras en su caso concreto el soporte propio y determinante de la cualidad moral de su acto, o si dicho soporte no está dado en esas motivaciones, de las que no puede hacer en absoluto algo adecuadamente reflejo» (Escritos de teología, V, Madrid 1964, 358). La razón de esa dificultad radica, sobre todo, en la ya mencionada simbiosis entre gracia y factores subjetivos. Sin embargo, aunque los más no sean capaces de dar la razón concreta por la que formaron su juicio de credentidad, no quiere eso decir que dicha razón no existió o que se decidieron a creer caprichosamente.
      Podríamos plantear aquí el problema, tan generalizado, de la fe de las personas que carecen de especial cultura religiosa. ¿Por qué se decidieron a creer? ¿Por qué se sintieron en la obligación de creer? Indudablemente no hace falta ser teólogo para ello; como diría el card. Newman, esas personas tienen sus «razones», aunque no estén en condiciones de explicarlas. Incluso puede ocurrir que se den como motivos unos hechos que en sí pueden ser anodinos y hasta absurdos: no se trata, ordinariamente, de verdaderos motivos sino de hechos ante los cuales, el sujeto, movido por la gracia, impulsado por el «instinto divino», ha sentido el deseo imperioso de creer y ha visto que tenía la obligación de emitir el acto de fe. Repetimos que el motivo propiamente dicho es de orden subjetivo, adaptado a la voluntad para impulsarla a poner en marcha todo el dinamismo espiritual de la persona, que concluye: «Tengo que creer». Pero tampoco hay que olvidar que esos motivos subjetivos tienen una sólida base objetiva, proporcionada, como ya hemos dicho, por los motivos de credibilidad, así como por hechos o circunstancias con ocasión de los cuales la persona, solicitada por la gracia, se siente llamada por Dios y en la obligación de darle una respuesta afirmativa. Esta se da siempre libremente; de ahí la importancia de los condicionamientos de la libertad, que pueden facilitar o entorpecer la decisión: humildad o suficiencia, rectitud o inmoralidad, ambiente favorable u hostil, conciencia despierta o embotada, preocupaciones espiritualistas o materialistas, etc., son factores que predisponen en pro o en contra de la respuesta que Dios pide.
      Este proceso es fundamentalmente idéntico en el adulto no creyente, que sigue el itinerario lento o brevísimo, según los casos que desemboca en el acto de fe, y en el bautizado que posee el hábito infuso de la fe pero, por circunstancias de edad, ambiente, moralidad, cultura, etc., no vive conscientemente la entrega a Dios que la fe exige. Esta entrega requiere igualmente la motivación de la gracia actual y, con ella, los despertadores inmediatos de la voluntad de que ya hemos hablado. Sin embargo, el bautizado cuenta con una base objetiva de que carece el no bautizado: los dones bautismales. Estos vienen a ser una semilla del Espíritu, que tiende a desarrollarse y a posesionarse de la persona; constituyen la promesa y garantía de gracias actuales que, en igualdad de circunstancias externas, harán más viable la puesta en marcha del proceso hacia la fe conscientemente aceptada, querida y vivida. De donde se sigue que los motivos de credentidad mantienen fecundamente su razón de ser durante toda la etapa de peregrinación del creyente y han de ser proporcionados a las que Liégé llama «edades de la fe» (cfr. o. c. en bibl., 392394).
      La fe es una realidad viva, llamada a crecer no sólo en cuanto a una mayor amplitud del conocimiento del objeto de la misma, sino también, y sobre todo, mediante un progresivo enraizamiento en la persona, que renueva su entrega constantemente. En la Escritura se nos exhorta a aumentar la fe y a vivir conforme a sus exigencias; el Vaticano II habla del «sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene», de «penetrar más profundamente en ella con juicio certero» y de darle «la más plena aplicación en la vida» (Lumen gentium, 12). El crecimiento en la fe exige la acción creciente de los motivos de credentidad, sin los cuales el creyente no podría decidirse a dar los nuevos pasos que se le piden. De suyo no necesitará que se renueven o intensifiquen los motivos de credibilidad: supuesta su validez, el cristiano no tendrá por qué revisar constantemente la racionabilidad de su fe; pero sí tendrá que utilizar nuevos resortes para intensificarla. Su misma vida cristiana se los irá proporcionando, en la medida en que determina una mayor intercomunicación con Dios. La fe es adhesión a la Palabra de Dios, pero la meta del creyente no es quedarse estancado en la afirmación teórica de esa palabra, sino adentrarse en la intimidad del Dios personal que la pronuncia (Sum. Th. 22 qll al), para lo cual es necesario el juego de motivaciones de que venimos hablando y, en primer lugar, la moción de la gracia, la cual «es causa de la fe no sólo cuando la fe empieza a darse por vez primera en el hombre, sino también mientras la fe permanece» (22 q4 a4 ad3). «Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones» (Dei verbum, 5). Los dones del Espíritu son, en resumen, los grandes motivos de credentidad del que ya tiene fe (v. ESPÍRITU SANTO III).
      4. Concepciones acatólicas de los motivos de credentidad. Cuanto acabamos de decir está en función del concepto católico de la fe. Es obvio que la doctrina sobre los motivos de credentidad sufra modificaciones importantes, cuando este concepto de fe se altera. Tal sucede en la teología protestante desde Lutero (v.) hasta nuestros días. Concebida la fe como confianza en la gratuita misericordia de Dios y no como asentimiento a la verdad revelada o, mejor, a Dios que revela, resulta ser un acto de la voluntad, determinada exclusivamente por la gracia. No cabe hablar de otros motivos; la simbiosis entre naturaleza y gracia es impensable, puesto que el hombre, esencialmente corrompido, sólo puede aportar corrupción y pecado; ante la fe es mera pasividad. Los motivos de credibilidad no son tales, no hay lugar para un itinerario racional hacia la fe. Dios mismo testifica a cada uno, sin intermediarios, el hecho de la revelación, de suerte que el instinto del Espíritu Santo arrastra al sujeto y éste confía ciegamente. En apariencia todo queda simplificado, pero en realidad sucede que en esta teoría el hombre cree sin motivos propios, personales. ¿Cómo se podría hablar de juicio de credentidad? Carece de sentido.
      Las inflexiones de esta posición fundamental han sido muchas e incluso antagónicas. En buena parte han tenido lugar bajo el influjo de los sistemas filosóficos en boga. Indicaremos brevísimamente algunas actitudes más características. Kant (v.), al relegar todo lo relativo a la religión al ámbito de la razón práctica, niega en raíz la racionabilidad del acto de fe. El imperativo categórico, basado exclusivamente en la persona autónoma, implica algunos postulados de orden éticoreligioso que se captan mediante la fe ciega, no motivada objetivamente sino fruto de la experiencia interna. Queda así la puerta abierta para el agnosticismo (v.) e inmanentismo, de los que difícilmente se libra la moderna teología protestante. Dentro de esta impostación kantiana y, al mismo tiempo, tratando de corregirla o suavizarla, el protestantismo conservador no es raro que atribuya la experiencia religiosa de la persona al hecho objetivo de la revelación divina, pero, en el mejor de los casos, se remite a la doctrina luterana que hace imposible la motivación del juicio de credentidad. La radicalización máxima de esta actitud se da en la teología dialéctica (v.) y principalmente en K. Barth: Dios es el totalmente Otro; entre ÉI y el hombre media un abismo insondable y el hombre nada puede hacer para salvarlo. «No podemos hacer otra cosa que creer, y creer que creemos» (Der Rómerbrief, Zürich 1967, p. 126). Esta fe, que es más bien esperanza, surge ante la Palabra de Dios sin los preámbulos ni motivos de que habla la teología católica. Todo intento de justificar la fe racionalmente es absurdo y contradice a la Palabra de Dios. La fe, es, pues, un salto en el vacío, un riesgo total.
      Por otro camino discurrió la reacción de F. D. E. Schleiermacher (v.), en su interpretación romántica de la religión y del cristianismo (cfr. j. M. G. Gómez Heras, «Burgense» 10, 1969, 445467). La religión consiste en intuir y experimentar el universo; la fe es un sentimiento de dependencia absoluta y se identifica con un momento de la subjetividad del hombre. Por tanto, hablar de motivos de credentidad sería tanto como hablar de las motivaciones del sentimiento religioso: no son, por supuesto, objetivas, sino meros productos del espíritu. Schleiermacher, a través de una larga cadena de discípulos, creó en el ámbito de la teología de la religión y forzosamente en la teología de la fe un clima subjetivista que, conjugado por otra parte con el racionalismo, prepararía el camino a la crisis modernista, en la que se ven envueltos también no pocos pensadores católicos de fines del s. XIX y principios del XX (v. MODERNISMO TEOLÓGICO). Para el modernismo, tan exactamente descrito en la enc. Pascendi (8 sept. 1907), la fe es sentimiento, no conocimiento; «el sentimiento religioso, que por medio de la inmanencia vital brota de los escondrijos del subconsciente, es el germen de toda la religión» (Denz.Sch. 3481). Los motivos de credentidad en este caso habrán de reducirse a la experiencia religiosa individual. Apenas merece la pena mencionar la concepción existencialista (v.); Kierkegaard (v.) insistía en que la fe es una relación entre personas, entre una existencia y otra existencia; es irracional y, por tanto, volvemos una vez más a la imposibilidad de motivos propiamente dichos.
      En resumen, diríamos con G. Rabeau: «En la práctica las teologías protestantes son sistemas racionales edificados en torno a hechos subjetivos (teologías teñidas más o menos de psicologismo y de historicismo) o en torno a la proposición «Dios habla» (la teología dialéctica)» (Apologétique, París 1948, p. 8). Indirectamente han servido para que, dentro de la teología católica, se hayan ido destacando más los aspectos no meramente racionales de la fe y podamos valorar mejor la riqueza del complejo de actos que entran en juego en el juicio de credentidad.
     
      V. t.: FE III, 2; REVELACIÓN III, 2; RAZÓN II.
     
     
BIBL.: Llamamos la atención sobre la pobreza bibliográfica en torno al tema : muchos tratadistas se limitan a enunciarlo, tras sus largas disquisiciones sobre los motivos de credibilidad. R. GARRIGOULAGRANGE, De revelatione, 2 ed. Roma 1932, 284 ss.; S. TROMP, De revelatione christiana, 6 ed. Roma 1950, 92 ss.; R. AUBERT, Le probléme de lacte de foi, 2 ed. Lovaina 1950; M. NICOLAU, Psicología y pedagogía de la fe, 2 ed. Madrid 1963; J. MOUROUX, Creo en ti (Estructura personal de la fe), Barcelona 1964; A. LIÉGÉ, La fe, en Iniciación teológica II, Barcelona 1958; H. FRIES, Creer y saber, Madrid 1963; A. LANG, Teología fundamental, I, Madrid 1966; N. DUNAS, Conocimiento de la fe, Barcelona 1965, con abundante bibl., bien valorada, sobre aspectos relacionados con el tema (citas de Sto. Tomás y bibl. sobre la doctrina tomista en p. 185199); H. BOUILLARD, Lógica de la fe, Madrid 1966; R. LATOURELLE, Teología de la Revelación, 2 ed.

N. LÓPEZ MARTÍNEZ.

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