Las
voces cisma y herejía designan una división grave y duradera del pueblo
cristiano, pero a diferentes niveles de profundidad: el cisma es una
ruptura en la comunión jerárquica; la herejía, una ruptura en la fe
misma.
En
el AT, el contenido intelectual de la fe era demasiado restringido y
estaba demasiado poco elaborado para dejar lugar a la herejía. La
tentación de Israel no era la de “escoger” (hairein) a su guisa en un
cuerpo de doctrinas precisas, sino la de “seguir a otros dioses” (Dt
13,3): apostasía, o 'idolatría. más bien que herejía. Los seductores y
sus adeptos, desviándose lejos de Yahveh, único Dios y salvador de
Israel, no rompían la unidad del pueblo santo, pero se condenaban a ser
segregados de él (Dt 13,6).
El
sentido fuerte de la palabra “herejía” no aparece sino en ciertos
escritos tardíos del NT (2Pe 2,1; Tit 3,10). Para Pablo, las haireseis
de 1Cor 11,19 son apenas diferentes de los skhismata del v. 18. Sin
embargo, es probable una cierta gradación: los desgarramientos
(skhismata) de la comunidad tienden a cristalizar en verdaderos partidos
o sectas (haireseis) rivales, con sus teorías particulares, como existen
en el judaísmo: saduceos (Hech 5,17), fariseos (15,5; 26,5), nazareos
(24,5.14; 28,22), o en el mundo griego con sus escuelas de rétores
(llamadas también haireseis).
La
Iglesia conoció, pues, con respecto a los errores doctrinales, dos
situaciones diferentes. Su unidad fue primero amenazada por la crisis
judaizante. Más tarde, algunos se apartaron de la fe en Cristo (1Jn
4,3), algunos “que no son verdaderamente de los nuestros” (2,19), a la
manera de los discípulos que en Cafarnaúm se habían negado a creer en
Jesús (Jn 6,36.64) y se habían alejado (v. 66).
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