Etimología. La palabra castellana c. proviene de la latina causa, pero no
traduce el significado de ésta, sino el de la también latina res. Esta
última deriva del verbo reor, que significa contar, calcular, y, asimismo,
pensar o juzgar. El participio pasivo de reor, o sea, ratus, significa
también ratificado, determinado y fijo.
Para esclarecer el nombre de c., S. Tomás se atiene a dicha etimología, y así distingue dos sentidos en la palabra res: uno que mira más al hecho de ser objeto del pensamiento (y así se llamará c. a todo lo pensado, exista o no en la realidad); otro que atiende principalmente al hecho de darse como algo determinado y fijo (y así c. será sinónimo de realidad extramental). Oigamos sus mismas palabras: «El nombre de cosa (res) se refiere, ya al hecho de darse en la mente, en cuanto que deriva del verbo pensar (reor), ya al hecho de darse fuera de la mente, en cuanto significa algo determinado (ratum) y firme en la naturaleza» (In I Sent., dist. 25 ql a4 c.). Esto por lo que hace a la etimología. En cuanto al uso filosófico, el término c. se contrapone unas veces al vocablo ente, otras al nombre de objeto, y otras a la palabra persona. Veamos por separado cada una de esas acepciones.
Cosa y ente. Dentro de la filosofía tradicional, el término c. es usado como un modo trascendental del ente; no como una propiedad del ente, sino como un simple modo de él, pues c. no añade nada al mero concepto de ente. La única distinción que puede hallarse entre esos dos términos es la siguiente: que c. designa principalmente la esencia y secundariamente la existencia, mientras que ente designa in recto la existencia e, in obliquo, la esencia. S. Tomás escribe a este respecto: «El nombre de cosa se distingue del de ente en que, como dice Avicena, el ente se toma del acto de ser, pero la cosa expresa la quididad o la esencia del ente» (Q. de Ver., ql al c). Siendo esto así, es evidente que c. tiene una amplitud universalísima o trascendental; se puede aplicar a todo, a lo corpóreo y a lo espiritual, a lo creado y a lo increado, a lo sustancial y a lo accidental, a lo real y a lo puramente lógico; pero sin duda con cierto orden o analogía, pues se dice antes de lo real que de lo meramente' pensado, y antes de la sustancia que de los accidentes. Por lo demás, la distinción que establece la filosofía clásica entre el ente como nombre y el ente como participio (v. SER) viene a coincidir exactamente con la distinción entre la c. y el ente; la c., en efecto, es justamente el ente como nombre; y por ello c. y ente se suelen considerar como sinónimos.
Cosa y objeto. La contraposición entre c. y objeto se establece en el plano del conocimiento y nunca fuera de él; además tiene un sentido muy distinto en la filosofía clásica y en la moderna, sobre todo en la de signo idealista. En la filosofía clásica, la c., en cuanto contrapuesta a objeto, es la realidad misma extramental, con todas sus determinaciones y con la existencia propia por la que subsiste fuera del sujeto cognoscente o con independencia del conocimiento. El objeto, en cambio, es aquel aspecto o faceta de la c. que se toma en cada caso como término de la consideración cognoscitiva.
Según esto, y en una primera aproximación, puede decirse que la c. se contrapone al objeto como el todo a una de sus partes; y el hecho de que esa parte tenga una proximidad mayor o menor al todo sólo se debe a la perfección o imperfección del conocimiento. En el límite, y para un conocimiento perfectísimo o totalmente exhaustivo, c. y objeto parece que deberían coincidir sin residuo. Pero esto tampoco es exacto, pues aunque el objeto mantuviera en un determinado caso todo lo que contiene la c. misma, no lo contendría de la misma manera, ya que, como escribe S. Tomás: «la perfección de un conocimiento consiste en que se conozca a la cosa del mismo modo como es, pero no en que el modo de la cosa conocida esté en el cognoscente» (Q. de Ver. q2 a5 ad6). Por eso siempre hay una distinción entre c. y objeto; es ésta: que la c. es una esencia que existe con existencia real fuera del cognoscente, mientras que el objeto es esa misma esencia, pero existiendo con una existencia mental o intencional en el cognoscente.
Por lo que hace a la filosofía moderna, la distinción entre c. y objeto toma otro giro. Todavía en Descartes, al menos a la letra, no se observa el cambio. En efecto, lo que Descartes llama idea (que es lo que la filosofía clásica llamaba objeto) es definida por él del siguiente modo: «La idea es la cosa pensada en cuanto tiene sólo cierto ser objetivo en el entendimiento» (Discurso del Método, nota de la trad. latina, VI, ed. AdamTannery, París 1965, 559); y en otro lugar escribe también: «La idea es la misma cosa concebida o pensada en cuanto existe objetivamente en el entendimiento...; de tal manera que la idea del sol es el sol mismo, existiendo en el entendimiento, no formalmente como en el cielo, sino objetivamente, es decir, al modo como los objetos suelen existir en el entendimiento» (Respuestas a las primeras objeciones, VII, ed. AdamTannery, París 1964, 102103). Esto es en Descartes y, en general, en todo el racionalismo. Recuérdese, p. ej., la célebre tesis de Spinoza: «El orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas» (Ethica, I, p. 11, prop. VII, Opera omnia, ed. Vloten y Land, s. 1. 1914, 77).
Aparentemente, pues, nada ha cambiado respecto de la filosofía tradicional; pero si se examina atentamente el asunto la diferencia es muy profunda, pues de lo que ahora se trata es de un paralelismo (asegurado por Dios), pero no de una identidad entre el contenido del objeto y el contenido de la realidad. Ya está apuntando la posición idealista que, p. ej., en Kant se desarrolla francamente.
Kant, en efecto, contrapone la c. en sí (noumeno) a la c. tal y como nos es dada en la experiencia (fenómeno);y así escribe: «Nosotros no podemos tener conocimiento de un objeto como cosa en sí misma, sino sólo en cuanto la cosa es objeto de la intuición sensible, es decir, como fenómeno»; no obstante lo cual, añade: «Pero queda siempre la reserva de que esos mismos objetos, como cosas en sí, aunque no podemos conocerlos, podemos al menos pensarlos; pues si no, seguiríase la proposición absurda de que habría fenómeno sin algo que aparece» (Crítica de la Razón Pura, pról. de la 2 ed. Kant's Schriften, III, Berlín 1911, 1617). De este modo la contraposición kantiana entre c. y objeto es completamente radical. Aunque es necesario, para no caer en contradicción, el suponer una c. en sí fuera del sujeto cognoscente, lo cierto es que el término del conocimiento, es decir, el objeto, no es nunca esa c. en sí, ni algún aspecto o faceta de ella, sino algo elaborado por el propio cognoscente en el acto de conocer, algo construido a base de una materia dada (intuición empírica) y de una forma puesta por el cognoscente (intuición pura y categoría).
Y si de esta concepción kantiana pasamos a la del idealismo absoluto, nos encontramos con que la c. en sí desaparece absorbida por el objeto. Propiamente ya no habrá contraposición entre c. y objeto, pero sencillamente porque la c. ha sido negada en beneficio del objeto. Para el idealismo absoluto no sólo es que no podemos conocer la c. en sí misma, ni siquiera podemos pensarla; más aún (oponiéndose en esto a Kant), la contradicción está en admitirla: pensar una c. y al mismo tiempo suponerla en sí o independiente del pensamiento es contradecirse. Pero de todo esto se trata más por extenso en otro artículo (v. OBJETO).
Cosa y persona. Esta contraposición entre c. y persona es más bien propia de la filosofía contemporánea. Tiene como origen, no la contraposición que acabamos de examinar entre c. y objeto, sino la que se da (también en el plano del conocimiento) entre objeto y sujeto. En efecto, el sujeto del conocimiento aparece a la consideración filosófica como lo que nunca puede ser objeto. Cabe que el sujeto se tome a sí mismo por objeto en una reflexión explícita; pero, en ese caso, tendrá que producirse un cierto desdoblamiento en el sujeto, desdoblamiento en sujeto objetivado y sujeto objetivamente, con lo que siempre habrá un reducto (el sujeto objetivamente) que escapará a toda objetivación. Ese reducto será el sujeto propiamente dicho, libre de todas las adherencias objetivas u objetivables. Así es como se contraponen de modo irreductible el objeto y el sujeto. Por lo demás, este contraste se presenta, según las distintas filosofías, con nombres diferentes.
El mismo Kant ya apunta la oposición irreductible de naturaleza y libertad, que otros autores contemporáneos desarrollarán ampliamente. Dilthey establece la contraposición entre naturaleza e historia. Otros preferirán hablar de naturaleza y espíritu. En nuestros días el contraste se ha hecho tan violento que, p. ej., en Sartre, el en sí (objeto) y el para sí (sujeto) se oponen ni más ni menos que como el ser y la nada. En el fondo, en todas estas filosofías hay, a veces inconscientemente, una reducción de la c. al cuerpo. Realizada esa reducción es natural que se quiera excluir a la persona o al espíritu del ámbito de la c.
Estas filosofías contemporáneas acusan a la filosofía clásica, principalmente a la de signo aristotélico y escolástico, de tener una concepción cosista de la persona o del hombre en lo que tiene de más propio. Pero si por c. se entiende cuerpo, no hay tal cosismo en la filosofía tradicional, al menos en sus principales representantes y concretamente en S. Tomás de Aquino.
Cuando S. Tomás trata de explicar cómo llegamos al conocimiento de la naturaleza de nuestra propia alma espiritual, sin dejar de referirse a una frase de Aristóteles según la cual «el entendimiento es inteligible como los otros inteligibles», frase que parece entrañar cierto cosismo, expone, sin embargo, su propia concepción con estas palabras: «Del hecho de que el alma humana conoce las naturalezas universales de las cosas percibe que la ,especie' por la que entendemos es inmaterial, pues de lo contrario estaría individuada, y así no llevaría al conocimiento de lo universal. Y del hecho de que la especie inteligible es inmaterial, se puede concluir que el entendimiento es cierta cosa independiente de la materia; y de aquí se puede llegar al conocimiento de las demás propiedades, de la potencia intelectiva» (Q. de Ver. q10 a8 c.). S. Tomás toma aquí la palabra c. en su sentido trascendental, como sinónima de ente, porque, en efecto, la persona no es una pura nada, pero está muy lejos de reducir la persona a cuerpo, pues añade que es una c. independiente de la materia, esto es, no material, no corpórea. Otro problema será el de si la persona es o no una sustancia. Para S. Tomás sí lo es; pero la filosofía contemporánea lo niega porque tiene un concepto de sustancia completamente mecanicista e incompatible con la espontaneidad y agilidad del ser libre. Pero de todo esto se trata ampliamente en otros lugares (v. t. PERSONA; SUJETO; SUSTANCIA).
Para esclarecer el nombre de c., S. Tomás se atiene a dicha etimología, y así distingue dos sentidos en la palabra res: uno que mira más al hecho de ser objeto del pensamiento (y así se llamará c. a todo lo pensado, exista o no en la realidad); otro que atiende principalmente al hecho de darse como algo determinado y fijo (y así c. será sinónimo de realidad extramental). Oigamos sus mismas palabras: «El nombre de cosa (res) se refiere, ya al hecho de darse en la mente, en cuanto que deriva del verbo pensar (reor), ya al hecho de darse fuera de la mente, en cuanto significa algo determinado (ratum) y firme en la naturaleza» (In I Sent., dist. 25 ql a4 c.). Esto por lo que hace a la etimología. En cuanto al uso filosófico, el término c. se contrapone unas veces al vocablo ente, otras al nombre de objeto, y otras a la palabra persona. Veamos por separado cada una de esas acepciones.
Cosa y ente. Dentro de la filosofía tradicional, el término c. es usado como un modo trascendental del ente; no como una propiedad del ente, sino como un simple modo de él, pues c. no añade nada al mero concepto de ente. La única distinción que puede hallarse entre esos dos términos es la siguiente: que c. designa principalmente la esencia y secundariamente la existencia, mientras que ente designa in recto la existencia e, in obliquo, la esencia. S. Tomás escribe a este respecto: «El nombre de cosa se distingue del de ente en que, como dice Avicena, el ente se toma del acto de ser, pero la cosa expresa la quididad o la esencia del ente» (Q. de Ver., ql al c). Siendo esto así, es evidente que c. tiene una amplitud universalísima o trascendental; se puede aplicar a todo, a lo corpóreo y a lo espiritual, a lo creado y a lo increado, a lo sustancial y a lo accidental, a lo real y a lo puramente lógico; pero sin duda con cierto orden o analogía, pues se dice antes de lo real que de lo meramente' pensado, y antes de la sustancia que de los accidentes. Por lo demás, la distinción que establece la filosofía clásica entre el ente como nombre y el ente como participio (v. SER) viene a coincidir exactamente con la distinción entre la c. y el ente; la c., en efecto, es justamente el ente como nombre; y por ello c. y ente se suelen considerar como sinónimos.
Cosa y objeto. La contraposición entre c. y objeto se establece en el plano del conocimiento y nunca fuera de él; además tiene un sentido muy distinto en la filosofía clásica y en la moderna, sobre todo en la de signo idealista. En la filosofía clásica, la c., en cuanto contrapuesta a objeto, es la realidad misma extramental, con todas sus determinaciones y con la existencia propia por la que subsiste fuera del sujeto cognoscente o con independencia del conocimiento. El objeto, en cambio, es aquel aspecto o faceta de la c. que se toma en cada caso como término de la consideración cognoscitiva.
Según esto, y en una primera aproximación, puede decirse que la c. se contrapone al objeto como el todo a una de sus partes; y el hecho de que esa parte tenga una proximidad mayor o menor al todo sólo se debe a la perfección o imperfección del conocimiento. En el límite, y para un conocimiento perfectísimo o totalmente exhaustivo, c. y objeto parece que deberían coincidir sin residuo. Pero esto tampoco es exacto, pues aunque el objeto mantuviera en un determinado caso todo lo que contiene la c. misma, no lo contendría de la misma manera, ya que, como escribe S. Tomás: «la perfección de un conocimiento consiste en que se conozca a la cosa del mismo modo como es, pero no en que el modo de la cosa conocida esté en el cognoscente» (Q. de Ver. q2 a5 ad6). Por eso siempre hay una distinción entre c. y objeto; es ésta: que la c. es una esencia que existe con existencia real fuera del cognoscente, mientras que el objeto es esa misma esencia, pero existiendo con una existencia mental o intencional en el cognoscente.
Por lo que hace a la filosofía moderna, la distinción entre c. y objeto toma otro giro. Todavía en Descartes, al menos a la letra, no se observa el cambio. En efecto, lo que Descartes llama idea (que es lo que la filosofía clásica llamaba objeto) es definida por él del siguiente modo: «La idea es la cosa pensada en cuanto tiene sólo cierto ser objetivo en el entendimiento» (Discurso del Método, nota de la trad. latina, VI, ed. AdamTannery, París 1965, 559); y en otro lugar escribe también: «La idea es la misma cosa concebida o pensada en cuanto existe objetivamente en el entendimiento...; de tal manera que la idea del sol es el sol mismo, existiendo en el entendimiento, no formalmente como en el cielo, sino objetivamente, es decir, al modo como los objetos suelen existir en el entendimiento» (Respuestas a las primeras objeciones, VII, ed. AdamTannery, París 1964, 102103). Esto es en Descartes y, en general, en todo el racionalismo. Recuérdese, p. ej., la célebre tesis de Spinoza: «El orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas» (Ethica, I, p. 11, prop. VII, Opera omnia, ed. Vloten y Land, s. 1. 1914, 77).
Aparentemente, pues, nada ha cambiado respecto de la filosofía tradicional; pero si se examina atentamente el asunto la diferencia es muy profunda, pues de lo que ahora se trata es de un paralelismo (asegurado por Dios), pero no de una identidad entre el contenido del objeto y el contenido de la realidad. Ya está apuntando la posición idealista que, p. ej., en Kant se desarrolla francamente.
Kant, en efecto, contrapone la c. en sí (noumeno) a la c. tal y como nos es dada en la experiencia (fenómeno);y así escribe: «Nosotros no podemos tener conocimiento de un objeto como cosa en sí misma, sino sólo en cuanto la cosa es objeto de la intuición sensible, es decir, como fenómeno»; no obstante lo cual, añade: «Pero queda siempre la reserva de que esos mismos objetos, como cosas en sí, aunque no podemos conocerlos, podemos al menos pensarlos; pues si no, seguiríase la proposición absurda de que habría fenómeno sin algo que aparece» (Crítica de la Razón Pura, pról. de la 2 ed. Kant's Schriften, III, Berlín 1911, 1617). De este modo la contraposición kantiana entre c. y objeto es completamente radical. Aunque es necesario, para no caer en contradicción, el suponer una c. en sí fuera del sujeto cognoscente, lo cierto es que el término del conocimiento, es decir, el objeto, no es nunca esa c. en sí, ni algún aspecto o faceta de ella, sino algo elaborado por el propio cognoscente en el acto de conocer, algo construido a base de una materia dada (intuición empírica) y de una forma puesta por el cognoscente (intuición pura y categoría).
Y si de esta concepción kantiana pasamos a la del idealismo absoluto, nos encontramos con que la c. en sí desaparece absorbida por el objeto. Propiamente ya no habrá contraposición entre c. y objeto, pero sencillamente porque la c. ha sido negada en beneficio del objeto. Para el idealismo absoluto no sólo es que no podemos conocer la c. en sí misma, ni siquiera podemos pensarla; más aún (oponiéndose en esto a Kant), la contradicción está en admitirla: pensar una c. y al mismo tiempo suponerla en sí o independiente del pensamiento es contradecirse. Pero de todo esto se trata más por extenso en otro artículo (v. OBJETO).
Cosa y persona. Esta contraposición entre c. y persona es más bien propia de la filosofía contemporánea. Tiene como origen, no la contraposición que acabamos de examinar entre c. y objeto, sino la que se da (también en el plano del conocimiento) entre objeto y sujeto. En efecto, el sujeto del conocimiento aparece a la consideración filosófica como lo que nunca puede ser objeto. Cabe que el sujeto se tome a sí mismo por objeto en una reflexión explícita; pero, en ese caso, tendrá que producirse un cierto desdoblamiento en el sujeto, desdoblamiento en sujeto objetivado y sujeto objetivamente, con lo que siempre habrá un reducto (el sujeto objetivamente) que escapará a toda objetivación. Ese reducto será el sujeto propiamente dicho, libre de todas las adherencias objetivas u objetivables. Así es como se contraponen de modo irreductible el objeto y el sujeto. Por lo demás, este contraste se presenta, según las distintas filosofías, con nombres diferentes.
El mismo Kant ya apunta la oposición irreductible de naturaleza y libertad, que otros autores contemporáneos desarrollarán ampliamente. Dilthey establece la contraposición entre naturaleza e historia. Otros preferirán hablar de naturaleza y espíritu. En nuestros días el contraste se ha hecho tan violento que, p. ej., en Sartre, el en sí (objeto) y el para sí (sujeto) se oponen ni más ni menos que como el ser y la nada. En el fondo, en todas estas filosofías hay, a veces inconscientemente, una reducción de la c. al cuerpo. Realizada esa reducción es natural que se quiera excluir a la persona o al espíritu del ámbito de la c.
Estas filosofías contemporáneas acusan a la filosofía clásica, principalmente a la de signo aristotélico y escolástico, de tener una concepción cosista de la persona o del hombre en lo que tiene de más propio. Pero si por c. se entiende cuerpo, no hay tal cosismo en la filosofía tradicional, al menos en sus principales representantes y concretamente en S. Tomás de Aquino.
Cuando S. Tomás trata de explicar cómo llegamos al conocimiento de la naturaleza de nuestra propia alma espiritual, sin dejar de referirse a una frase de Aristóteles según la cual «el entendimiento es inteligible como los otros inteligibles», frase que parece entrañar cierto cosismo, expone, sin embargo, su propia concepción con estas palabras: «Del hecho de que el alma humana conoce las naturalezas universales de las cosas percibe que la ,especie' por la que entendemos es inmaterial, pues de lo contrario estaría individuada, y así no llevaría al conocimiento de lo universal. Y del hecho de que la especie inteligible es inmaterial, se puede concluir que el entendimiento es cierta cosa independiente de la materia; y de aquí se puede llegar al conocimiento de las demás propiedades, de la potencia intelectiva» (Q. de Ver. q10 a8 c.). S. Tomás toma aquí la palabra c. en su sentido trascendental, como sinónima de ente, porque, en efecto, la persona no es una pura nada, pero está muy lejos de reducir la persona a cuerpo, pues añade que es una c. independiente de la materia, esto es, no material, no corpórea. Otro problema será el de si la persona es o no una sustancia. Para S. Tomás sí lo es; pero la filosofía contemporánea lo niega porque tiene un concepto de sustancia completamente mecanicista e incompatible con la espontaneidad y agilidad del ser libre. Pero de todo esto se trata ampliamente en otros lugares (v. t. PERSONA; SUJETO; SUSTANCIA).
BIBL.: Ver la de los artículos
SER, OBJETO y PERSONA 1; además, M. HEJOEGGER, La pregunta por la cosa,
Buenos Aires 1964.
J. GARCIA LÓPEZ.
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