SUMARIO:
1. Fe es creer. Creer es tener fe. — 2. Conversión.
— 3. Dos aspectos de una misma realidad. — 4. Caminos de acceso a la fe y a la
conversión. — 5. Vivir la fe y la conversión como tarea permanente. — 6. Acción
pastoral.
1. Fe es creer. Creer es tener fe
Es un acto
personal, mediante el cual una persona se entrega a otra, movida por la
confianza que esa otra persona ha despertado en ella. Es entregarse al tú de
otra persona para encontrarse con ella, conocerla, amarla.
Cuando alguien dice
con sinceridad "creo en ti", está abriendo su corazón y su vida, está
entregándose a la otra persona, está poniendo su confianza, descansando, en esa
otra persona, está aportando todo lo que uno tiene y todo lo que uno es por la
otra persona, que ha sido capaz de suscitar este profundo movimiento de
confianza y entrega.
"Creo en ti" le
dice la mujer enamorada a su amigo o amiga; "creo en ti" le dice el hijo a su
madre desde que empieza a sentir la experiencia de verse amado; "creo en ti" le
dice la alumna a su profesor o profesora, que ha captado su admiración. Tener
fe, creer, es un elemento imprescindible en toda vida humana de relación. "No
existe ningún ser humano en la tierra que no parta de una fe original o que no
tenga fe, es decir, que no posea convicciones, certezas, creencias,
persuasiones, confianza sobre cuestiones de las que no tiene una total evidencia
ni una demostración lógica" (SCILIRONI, Posibilitat e fondamento de la fede,
Ed. Messaggero, Padova (1988), 148 ss., citado por E Ardusso "Aprender a
creer", Sal Terrae (1999), 25).
Creer es fiarse de
la palabra de alguien que ha llegado a tocar el núcleo más personal de nuestro
ser: la inteligencia y el corazón.
Es lugar común
apelar al ejemplo de Abrahan, para ejemplificar lo que es la fe como acto
personal. Dios le llama a salir de su tierra, de su patria, de la casa de su
padre, para ponerse en camino hacia la tierra que le promete. Dios va a
constituirle en padre de una nación grande. Pese a lo cual, le pide que ofrezca
en holocausto a su hijo Isaac (Gen 12,1-4). La respuesta de Abrahan, el padre de
la fe (Rom 4,16) le lleva a ponerse en manos de Dios, obedecerle, mantenerse
fiel a esta obediencia; el acto de fe le conduce asimismo a entregarse
completamente a Dios, a decir SI, Amen, a Dios. Porque cree a Dios (o en Dios),
acepta su palabra, acoge la promesa, cree que lo que le ha dicho Dios se
cumplirá. La fe en Dios implica a) entrega a la persona de Dios, que se revela y
b) aceptación del contenido de dicha revelación. Cuando, al igual que Abrahan,
un creyente dice CREO QUE (aquí el contenido de su fe) se está basando en un
CREO EN Dios. "La aceptación de los contenidos concretos de la fe se basa en la
entrega entera, total y sin reservas al Dios que se le comunica y se le entrega
personalmente" (H. FRIES, Un reto a la fe, E. Sígueme (1971), 20).
La respuesta de la
fe pone en juego, en actividad, a la realidad más profunda del ser humano; no es
un puro asentimiento intelectual, ni un puro acto voluntarista, es una respuesta
que implica a la totalidad del ser humano. "Cuando un cristiano responde CREO,
afirma una convicción que afecta a lo más profundo de su vida. Por una parte,
quiere decir que él mismo, su existencia y el mundo que le rodea, es para él un
misterio. Pero, por otra parte, con esta palabra, el cristiano afirma también,
con certeza, que, gracias a la luz de la fe, que él tiene en Jesucristo como
Salvador y Señor, su vida tiene un significado y él mismo tiene razones para
vivir con esperanza" (Conferencia Episcopal Española "Esta es nuestra
fe..." Edice (1987) 92).
En resumen: la fe
religiosa habrá de ser entendida como un compromiso del ser humano con la única
verdad del Dios vivo que sale al encuentro del hombre-antes de ser entendida
como una aceptación de verdades reveladas. Se puede atirmar que el acto de fe
integra, en la persona del creyente, las dos dimensiones de aceptación de Dios y
de aceptación de su palabra.
La descripción
realizada hasta este momento nos permite comprender cómo el proceso del acto de
fe, desde el punto de vista antropológico, es semejante tanto si se trata de la
fe en una persona humana como si se trata de la fe en Dios.
Visto desde el ser
humano, el acto de creer es semejante en la fe humana y en la fe religiosa. Más
adelante descubriremos que, en el caso de la fe religiosa, el desencadenante del
proceso que lleva a la persona a creer tiene su origen en Dios mismo, porque es
El mismo quien toma la iniciativa de manifestarse al ser humano. Por esa razón,
es una virtud sobrenatural, no sólo porque el objeto de la fe es Dios mismo y no
una realidad humana, sino, además, porque el acto de fe religiosa es un don, una
gracia del Espíritu de Dios.
Escuchemos la
descripción que W Kasper hace del acto de creer: "Creer significa decir amén a
Dios, afianzarse y basarse en él; creer significa dejar a Dios ser totalmente
Dios, o sea, reconocerlo como la única razón y sentido de la vida. La fe es,
pues, el existir en la receptividad y en la obediencia. Poder creer y tener esa
posibilidad es gracia y salvación, porque es en la fe donde el hombre encuentra
apoyo y base, sentido y meta, contenido y plenitud; y es en ella donde, en
consecuencia, es salvado de su carencia de apoyo, de su falta de objetivos, del
vacío de su existir. En la fe puede y tiene la posibilidad de aceptarse a sí
mismo, porque ha sido aceptado por Dios. Por eso en la fe hemos sido aceptados
como hijos de Dios, siendo destinados a participar de la esencia y figura de su
unigénito (Rom 8,29)" (W KmPER, Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca
(1979) 265).
2. Conversión
Convertirse
significa volverse, pasar de una situación vital a otra situación opuesta. En el
lenguaje humano, que trata de expresar realidades humanas, se habla de que una
persona se ha convertido, cuando cambia algunas pautas de comportamiento
realmente importantes. Así, por ejemplo, un drogadicto se convierte cuando deja
las drogas y se pone en camino de rehabilitación; del mismo modo se convierte el
delincuente, que decide llevar una vida honrada; también una persona, más o
menos solitaria, se convierte cuando el amor irrumpe en su vida, al descubrir al
hombre o a la mujer de sus sueños.
Cuando empleamos la
palabra conversión en el lenguaje religioso, nos referimos a la vuelta a Dios.
Alguien pronuncia nuestro nombre y nos volvemos para ver quién nos llama y qué
quiere. Aquí, en esta situación concreta, oímos nuestro nombre; nos volvemos y
descubrimos que es Dios mismo quien nos llama. Mirando de frente, cara a cara, a
Dios, le preguntamos: ¿qué quieres de nosotros? Se ha iniciado el proceso de
conversión.
"Saulo, Saulo, ¿por
qué me persigues? Yo pregunté: ¿quién eres, Señor? Me respondió: Yo soy Jesús
Nazareno, a quien tú persigues... Yo pregunté: ¿qué debo hacer, Señor? (He
22,7-10; ver también He 9,1-19 y 26,12-16). Así describe San Pablo su propia
conversión.
Dios llama y el
hombre, la mujer, se vuelve, al oir su nombre. Identifica a quien le ha llamado.
¡Es Dios! Sí, es Dios, quien ordinariamente llama a través de mediaciones
humanas (personas, acontecimientos...). Todavía atónita por la sorpresa, la
persona mira a Dios y le pregunta: ¿qué debo hacer, Señor? La respuesta más
concreta nos la da Jesús, la Palabra de Dios, que los hombres podemos entender:
"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertios y creed en
la Buena Noticia" (Mc 1,15).
A esta primera
conversión llamamos conversión religiosa. Es un volverse a Dios, como respuesta
del ser humano a una llamada de Dios. Un pagano, o una persona bautizada en su
niñez, pero que nunca ha vivido con una referencia expresa a Dios, pueden, en un
momento dado, o al final de un proceso de búsqueda, experimentar una iluminación
de Dios, que les llama a la conversión. Al volverse a Dios y decir "Creo, creo
en Ti, Señor", la persona se sitúa frente al Dios vivo (He 14,15), se entrega a
El, le acepta como la medida de su vida, apuesta por El e inicia un nuevo estilo
de vida ante Dios y ante los hombres.
En todo lo que
sigue a continuación nos referimos a esta conversión religiosa y tratamos de
descubrir que no es sino la otra cara, la otra dimensión del acto de fe.
3. Dos aspectos de
una misma realidad
La referencia a una
experiencia vital nos ayudará a comprender el significado de este apartado.
Cuando una persona
siente, como un flechazo, la llamada del amor, tiene la sensación de quedar un
tanto transtornada. La hondura de esta experiencia llega a lo más profundo del
ser humano. Desde ese momento, tan difícil de describir, uno siente que todo es
distinto, si bien todo sigue igual. Los quehaceres, las actividades, el
discurrir de cada día sigue siendo el mismo; pero todo ello queda transformado
por una nueva luz, una nueva ilusión, una nueva alegría. Nos preguntamos ¿qué ha
pasado? Y la respuesta obvia es: ha aparecido el amor.
El YO es solicitado
por un TU, que le saca de sí mismo. Uno sale de sí mismo para ir al encuentro de
la otra persona. Pero, antes incluso de encontrarse con ella, esa persona amada
ocupa el centro de la vida del enamorado. El surgimiento del amor ha provocado
una especie de descentramiento; por eso el enamoramiento se experimenta como una
especie de trastorno, que no locura; un trastorno que cambia la vida, el
talante, la actitud, los sentimientos, hasta la voluntad del enamorado. Podemos
afirmar que, al responder a la llamada del amor, la persona se convierte, se
vuelve a la persona amada; ya no vive para sí sino para ese otro/otra, que ha
ocupado, de hecho, el centro de su vida.
A la luz de esta
experiencia que acabamos de describir, podemos entender algo de lo que ocurre en
la persona que se siente llamada por Dios. Cuando uno experimenta esta llamada y
responde a ella con la fe, se siente trastornado, desquiciado. En algún modo se
siente "cazado" por Dios: "Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me has
agarrado y me has podido" (Jer 20,7). La respuesta de fe a la llamada de Dios
supone dejarse sorprender por esta Buena Nueva, que llega cuando y donde menos
se espera; pasar de la sorpresa a la acogida cordial de ALGUIEN que se ofrece
gratuitamente; poner en El toda nuestra confianza y nuestra esperanza; y
responder con espíritu rendido y fiel. "Señor, ¿qué quieres que haga? (He
22,10).
Esta expresión de
San Pablo nos permite comprender que, a partir de su conversión, el centro de la
vida del creyente es Dios mismo; es la voluntad de Dios la que conduce su vida.
Como en el caso del propio Jesús, para quien la voluntad de su Padre es el
centro de decisión: "Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre" (Jn 4,34 ). "He
bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha
enviado" (Jn 6,38). La respuesta de fe sitúa a Dios en el centro, en el quicio
de la vida del creyente. Esta vuelta a Dios es lo que constituye, como decíamos
anteriormente, la conversión, en sentido religioso.
Conviene
distinguir, al menos conceptualmente, este significado primario de la palabra
conversión para distinguirlo del concepto habitual de la misma palabra: la
conversión moral. Cuando hablamos de conversión moral nos referimos a la persona
que, habiéndose puesto en disposición de servir a Dios, en un momento dado se ha
alejado de él; pero, alcanzado por la gracia, inicia el camino de regreso a
Dios. A este proceso llamamos conversión moral. Siguiendo la clásica definición
de pecado como "aversio a Deo et conversio ad creaturas", diremos que la
conversión moral es la vuelta a Dios de quien se había alejado de él por seguir
a los falsos ídolos de este mundo. Este tipo de conversión es una constante en
la vida del cristiano, como fue una constante en la historia del pueblo de
Israel. El pueblo elegido hizo una opción fundamental o conversión religiosa,
cuando aceptó la Alianza proclamada por Moisés al pie del monte Sinaí:
"Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvéh" (Ex 24,7 y 19,8).
Pero no fue
suficiente esta primera conversión, dado que, a lo largo de su historia, fue
infiel a Dios en múltiples ocasiones. Fue preciso que Dios hablase por medio de
los profetas para que el pueblo elegido se convirtiera de sus extravíos.
A semejanza del
pueblo e Israel, también cada creyente necesita vivir en un estado permanente de
conversión moral. Sus dudas, vacilaciones, tropiezos y fracasos le hacen
experimentar la necesidad de ser perdonado por Dios, como lo expresa
maravillosamente el Salmo 50: Miserere.
Resumiendo, podemos
afirmar que al primer acto de fe, que supone una entrega a Dios, acompaña
siempre una primera conversión religiosa, que sitúa a Dios en el centro de la
vida del creyente. A partir de este momento, en la historia religiosa de cada
persona se suceden los momentos de fidelidad e infidelidad. El enfriamiento en
la fe va acompañado de un debilitamiento moral y, cuando en situaciones de
infidelidad, uno experimenta de nuevo la llamada de Dios, el creyente se vuelve
a Dios y reinicia, al mismo tiempo, el camino de la vuelta a la fidelidad a Dios
y el camino de su conversión moral. Así canta, agradecido, Tobías: "Si os
volveis a él de todo corazón y con toda el alma, para obrar en verdad en su
presencia, se volverá a vosotros sin esconder su faz" (Tob 13,6).
4. Caminos de
acceso a la fe y a la conversión
Es posible creer,
es posible responder a Dios, porque es posible que Dios hable, que se revele al
ser humano. Si negamos esta posibilidad, negaríamos la posibilidad de la fe.
Es ésta una
cuestión importante. Se suele salir al paso de esta cuestión afirmando que Dios
ya habló a la humanidad a lo largo de la historia, como queda recogido en la
Sagrada Escritura. En esta respuesta subyace una imagen que no es exacta; Dios
habló, pero ¿cómo?, ¿diciendo palabras al oido del escritor sagrado? No parece
ser ésta la comprensión actual del concepto de inspiración. ¿Acaso Dios habló en
otros tiempos, pero ya no habla al hombre y mujer de nuestro tiempo? Esto
equivaldría a imaginarnos a un Dios reducido al silencio, que vive de espaldas
al devenir de la historia y que deja al ser humano abandonado a su suerte. Pero
no es esto lo que nos transmite San Pablo, cuando afirma que "Dios quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4).
Dios se revela, en efecto, no guarda silencio ni abandona al hombre a su suerte.
Pero Dios se revela, es decir, habla al hombre y mujer de todos los tiempos en
la historia; Dios está presente en la historia del hombre, "se hace sentir y le
va desvelando su misterio, haciendo así posible que el hombre pueda comprender
el sentido último de su vida y tener desveladas las claves fundamentales del
misterio que él mismo es" (A. TORRES QUEIRUGA, La revelación de Dios en la
historia, Fundación Santa María, Madrid 1985,17).
La presencia
"elocuente" de Dios al ser humano de cualquier época y condición es una
afirmación de fe: "en él vivimos, nos movemos y existimos", como afirma San
Pablo en el discurso del areópago de Atenas (He 17,28). Pero esa presencia sólo
es percibida por el ser humano, cuando el desarrollo religioso de una persona, o
de una comunidad humana, hace posible que el hombre o mujer "oiga" la
comunicación de Dios. Sólo cuando un aparato capta las ondas y lo que éstas
contienen se produce la audición del mensaje emitido. Del mismo modo, sólo
cuando el ser humano interpreta la llamada, como voz de Dios, se produce
propiamente la revelación. De lo que no podemos dudar es de que "Dios se revela
sin reservas, con toda la fuerza de su sabiduría y de su poder, y se revela a
todos en la máxima medida históricamente posible" (TORRES QUEIRUGA, O.C., 29).
Resumiendo: porque
Dios habla (en presente), y porque la actitud religiosa del ser humano le hace
capaz de escuchar y responder a Dios, por ello es posible la fe. Descubramos
ahora, en la historia, cuáles son los caminos de acceso a la fe.
"Nadie viene a mí
si mi Padre no lo atrae" (Jn 6,44). Desde el primer momento debe quedar claro
que la iniciativa de acceso a la fe parte de Dios. La experiencia del hombre
bíblico, que ha captado, con profundo sentido religioso, la revelación de Dios
pone de manifiesto en múltiples pasajes que es Dios mismo quien, con su acción
misteriosa, sale al encuentro del ser humano. Desde Abrahan hasta Jesús, pasando
por Moisés, los Jueces, David y los Profetas, Dios aparece tomando la iniciativa
de manifestarse a los hombres y mujeres, a los que quiere ofrecer su salvación.
La carta a los
Hebreos, en su capítulo once, nos ofrece los ejemplos paradigmáticos de los
personajes antiguos que fueron visitados por Dios: Abel, Henoc, Noé, Abraham,
Moisés. El creyente de la Biblia descubre a Dios actuando en la historia. Esta
acción de Dios, y la palabra que lo acompaña, es voz, es llamada, es
autodesvelamiento de Dios. Es Dios llamando al hombre e invitándole a una
respuesta creyente y fiel. Ellos respondieron con la fe a esta autorevelación de
Dios.
Esta respuesta de
fe se expresa en la Sagrada Escritura en términos como: "mantenerse fiel a
Dios", "esperar confiadamente en Dios". Expresiones que manifiestan actitudes
del verdadero creyente: confianza en la persona que revela y acogida fiel de su
palabra. Estas actitudes son también don de Dios. Jesús personifica en sí mismo
los dos movimientos: de Dios al hombre (revelación) y del hombre a Dios (fe). El
es la palabra que Dios pronuncia, cuando se revela al hombre, y la palabra que
el hombre dice, cuando responde a Dios. "Jesús exclamó: mi Padre me lo ha
enseñado todo; al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo
y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,25.27). Por eso ha sido
constituido en "puente" o pontífice entre Dios y los hombres, entre éstos y
Dios. "En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a
nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por
un Hijo" (Hebr. 1,1-2).
Jesús es el
salvador enviado por Dios; en él encontramos al "testigo fiel" (Hebr 3,2) que
nos acerca a Dios y nos ofrece su misericordia. Pero, al mismo tiempo, él es el
sumo sacerdote que se ofrece al Padre en representación de todos los humanos;
por él tenemos acceso a recibir con libertad y responsabilidad la misericordia
de Dios. "Teniendo, pues, un sumo sacerdote extraordinario, que ha atravesado
los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firmes la fe que profesamos" (Hebr
4,14). Dios, pues, toma la iniciativa de autorevelarse a la humanidad y
posibilita, de esta manera, nuestra respuesta de fe. En su Hijo Jesús Dios nos
dice su última palabra y, al mismo tiempo, recibe nuestra primera respuesta de
fe. Jesús es, de este modo, el principio y fin de todo lo creado: por quien todo
fue hecho y por quien todo ha sido salvado.
La única cuestión
importante consiste en encontrarse con Jesús, para tener acceso a Dios.
Encontrarse con Jesús: éste es el corazón de la fe. ¿Dónde encontrarse con
Jesús?, preguntan muchas personas. La respuesta de un creyente es, a la vez,
simple y compleja: en el hombre, en la mujer, especialmente en el pobre: "Cada
vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis
conmigo" (Mt 25,40). Todo ser humano es, además de imagen de Dios, parte del
Cristo místico que ha sido constituido en Jesús resucitado. Jesús, el Cristo, ha
sido constituido cabeza de la humanidad, principio universal de salvación. El es
el "sacramento de encuentro con Dios" (ScHLLEBEECKX).
Pero ninguna
realidad humana agota el modelo que es Cristo. O lo que es lo mismo, la imagen
de Cristo en el hombre es siempre una imagen desvaída, como un boceto de lo que
quiere representar. Por eso es difícil encontrar en la persona humana el rastro
o la huella de Jesús, el Cristo. Por la misma razón corremos el peligro de
intentar buscar a Jesús por otros caminos, más "espiritualistas", saltándonos la
realidad, a veces dura, de los hombres y mujeres que nos rodean. Cuando caemos
en esta tentación estamos, en cierto sentido, negando el principio de la
Encarnación.
Encontrar a Jesús
en sus hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos, es posible gracias
a la acción del Espíritu, que nos abre los ojos de la fe para descubrir esta
presencia misteriosa del Señor encarnado y hecho uno de los nuestros.
Podría parecer que
esta descripción constituye un círculo inexplicable. En efecto, afirmamos que la
fe surge cuando nos encontramos con Jesús, el Cristo; y continuamos el procesó,
afirmando que este encuentro con Jesús se da cuando descubrimos su presencia en
el ser humano. Y finalizamos el proceso, reconociendo que este descubrimiento es
obra de la acción del Espíritu. ¿Será necesario que Dios nos dé la fe para
llegar a la fe en el encuentro con Cristo? Entiendo que necesitamos la gracia o
ayuda de Dios para encontrarnos con Cristo y abrir nuestro corazón a la fe. Con
ello estamos reconociendo que la fe es un don de Dios, que obra en nosotros a
través del Espíritu (Mt 16,17). Esto es lo que afirmábamos al poner de
manifiesto que , en el proceso de la fe, la iniciativa es de Dios. Supuesto este
don del Espíritu, reconocemos en Jesús a Cristo, el Señor. Pero este
reconocimiento se hace experiencia vital cuando, por la fe, le descubrimos
presente en el hombre, especialmente en el pobre.
Podríamos decir,
con cierta audacia, que Jesucristo es el sacramento primordial de Dios entre los
hombres; la Iglesia, comunidad de hombres y mujeres, es el sacramento original
de Jesucristo y el pobre es el sacramento existencial del Dios de Jesucristo.
Cuando un hombre o
mujer se encuentra con Cristo en el hermano no puede por menos de salir de sí
mismo, de su individualismo egoísta e insolidario y abrirse a la nueva vida que
Dios le ofrece. En el hermano pobre, enfermo, necesitado, oye la voz de Dios,
que despierta la compasión, la empatía, en definitiva, el amor. La vuelta a
Dios, es decir, la conversión religiosa, va siempre acompañada de la
transformación de la vida a favor de los hombres. Si el centro del corazón lo
ocupa Dios, el centro de la vida lo constituye el querer de Dios: "amáos unos a
otros como yo os he amado" (Jn 13,34). Como nos dice San Juan: "Si uno posee
bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus
entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?" (1 Jn 3,17).
Cuando el creyente
abre su corazón al don de Dios, cuando el Amor se hace presente en su vida, por
la fe, el creyente se siente solicitado por quien necesita amor; ahí entran
todos los que, aplastados por las injusticias y sufrimientos de la vida, son
descubiertos como "sacramentos de Cristo"; es Dios mismo quien solicita este
amor, un amor con obras y de verdad (1 Jn 3,18). La respuesta de fe va, por
consiguiente, acompañada de la conversión.
5. Vivir la fe y la
conversión como tarea permanente
Poner la vida de
cara a Dios, acoger su palabra, dejarse alcanzar por su amor, ofrecer a Dios una
respuesta obediente y fiel en el quehacer de cada día son algunas actitudes de
una persona creyente y convertida. Pero la experiencia nos dice que estas
actitudes, que configuran una vida cristiana, sufren los vaivenes propios de las
actitudes humanas. Junto a una opción fundamental, realizada por la persona
creyente, subsisten las múltiples opciones parciales, que no siempre son
coherentes con la opción fundamental.
¡Cuántos buenos
propósitos hemos tenido que rehacer a lo largo de la vida! La coexistencia de
unas fuerzas misteriosas y contradictorias en el interior de nuestro ser nos
hace experimentar frecuentes contradicciones en nuestra vida. Experiencia que
compartimos con el mismo Pablo, cuando afirma: "Veo claro que en mi, es decir,
en mis bajos instintos, no anida nada bueno, porque el querer lo excelente lo
tengo a mano, pero el realizarlo no; no hago el bien que quiero, el mal que no
quiero, eso es lo que ejecuto... así, cuando quiero hacer lo bueno, me
encuentro fatalmente con lo malo en las manos" (Rom 7,18-21).
Descubrimos, con
cierto desasosiego interior, que las raíces del pecado siguen estando presentes
en nuestro interior, incluso después de habernos convertido. "La fuerza del mal
es como una fuerza centrífuga que solicita a la libertad humana para que el
creyente se aleje de Dios" (Nuevo Diccionario de Catequética, Paulinas 1999,
970). Precisamente por esto necesitamos la ayuda permanente del Espíritu, que
actúa como una fuerza centrípeta, para centrar de nuevo la vida del creyente en
Dios. Esta asistencia del Espíritu hace posible que el hombre y la mujer
cristianos vivan en una actitud de conversión permanente a lo largo de su vida.
Teniendo en cuenta,
además, que esta conversión es, al mismo tiempo, moral y religiosa, habremos de
concluir que esta actitud de conversión necesita ir acompañada de un esfuerzo de
maduración en la fe. Al principio constatábamos que fe y conversión son dos
aspectos de una misma realidad. Consecuentemente, la profundización en uno de
los aspectos incluye el avance en el otro.
Vivir en actitud de
conversión permanente llevará al cristiano a profundizar en su actitud de fe,
procurando: 1) una entrega cada día más generosa al Dios de Jesucristo; 2) vivir
esta entrega en comunión con otros creyentes; 3) estar abierto a las continuas
llamadas de Dios, que hace llegar su voz a través de las mediaciones humanas y
de los acontecimientos; 4) traducir en una vida comprometida con la causa del
Reino (justicia, fraternidad, paz y dedicación a los últimos de la tierra) su
opción fundamental por el Dios de Jesucristo; 5) ir recreando el hombre y la
mujer nuevos, a la medida de Cristo, capaces de humanizar las relaciones
sociales, políticas, culturales, de manera que contribuyan a que todo hombre y
mujer lleguen a ser lo que están llamados a ser; hijos en el Hijo amado del
Padre y hermanos en la nueva familia de Dios.
El crecimiento
armónico en la fe y la conversión llevará al hombre y mujer cristianos a ser
transparencia fiel de la presencia salvadora de Cristo entre los hombres. "No
vivo yo... es Cristo quien vive en mi" (Gal 2,20). Al igual que Jesús en su vida
terrena, los cristianos estamos llamados a realizar signos de la acción
salvadora de Dios entre los hombres.
6. Acción pastoral
Nos preguntamos
ahora ¿qué acción pastoral puede conducir a los hombres y mujeres de nuestro
tiempo a este paso fundamental de la fe y de la conversión?
Comenzando por una
respuesta genérica, habríamos de decir que toda la acción pastoral de la Iglesia
va encaminada a suscitar esta respuesta de la fe en los hombres y mujeres de hoy
y de siempre. Pero pormenorizando y concretando más la respuesta, afirmamos que
la acción pastoral encaminada a conseguir este objetivo deberá incluir estos
tres elementos: 1) un anuncio intensivo y explícito de Jesucristo; 2) un proceso
catequético de maduración y 3) una acción pastoral más evangelizadora y menos
moralizante.
Un anuncio intensivo y explícito de Jesucristo
Los apóstoles consagraron su vida a esta evangelización por la palabra. En los
Hechos de los Apóstoles se recogen las primeras actividades que éstos realizaron
inmediatamente después de recibir el Espíritu Santo. San Pablo llega a
afirmar que él ha sido enviado no a bautizar sino a anunciar la Buena Noticia (1
Cor 1,17). Y el mismo Pablo se alegra de que Cristo sea anunciado, incluso con
intenciones bastardas: "Al fin y al cabo se anuncia a Cristo y yo me alegro" (Fil
1,15-18). Todos los apóstoles se dispersaron por el mundo entonces conocido para
anunciar a Jesucristo. Sin esta evangelización intensiva no es posible el acceso
a la fe, ya que Dios ordinariamente dirige su llamada a través de mediaciones
humanas. San Pablo reconoce: ¿Cómo van a creer en él si no han oido hablar de
él? (Rom 10,14).
La Iglesia existe
para anunciar el evangelio (EN 14). Y esta acción pastoral constituye el corazón
del Año Jubilar del 2000: anunciar que, en Jesucristo, Dios ha cumplido sus
promesas de salvar a la humanidad (Rom 5,12). Así afirma Juan Pablo II en la
Bula Jubilar (VII): "Para nosotros los creyentes el año jubilar pondrá
claramente de relieve la redención realizada por Cristo mediante su muerte y
resurrección. Nadie, después de esta muerte, puede ser separado del amor de
Dios... La gracia de la misericordia sale al encuentro de todos, para que
quienes han sido reconciliados puedan también ser salvos por su vida".
Este anuncio
explícito de Jesucristo constituye el corazón de la acción evangelizadora de la
comunidad cristiana. La encomienda de Jesús "Id por todo el mundo y anunciad el
Evangelio" (Mc 16,15) va dirigida a todos los bautizados. Todos somos
misioneros, enviados a testimoniar con obras y palabras que Jesús es el Señor,
el Mesías, el Salvador. Somos enviados a realizar este primer anuncio a quienes
nunca han sido cristianos, porque no han vivido su vida en referencia al Dios de
Jesucristo, aunque tal vez fueron bautizados en su niñez. Es obvio reconocer que
es ésta la situación de muchos contemporáneos nuestros en países de tradición
cristiana. Urge, pues, incrementar esta primer anuncio, esta acción misionera,
en el occidente cristiano. Para ello habrá que provocar una actitud de búsqueda,
despertar un interés por la persona de Jesús, ayudar a ponerse en camino a
quienes viven de hecho en la indiferencia o el agnosticismo. El cristiano
realiza esta primera acción evangelizadora, cuando es capaz de comunicar su
propia experiencia de fe.
Comunicar la propia
experiencia de fe, éste es el camino. El más directo, el más eficaz por ser el
más significativo. ¿Qué significa Jesús para mi? Si la respuesta a esta pregunta
me llena de sentido, ilumina el horizonte de mi vida y proporciona una sensación
de alegría y esperanza, estaré en condición de transmitir esta vivencia a los
demás. Este anuncio resultará interpelador y probablemente también iluminador
para el evangelizado. Como decía Pablo VI, esta comunicación de la propia
experiencia es el modo mejor de anunciar el evangelio (EN 46). Recogiendo lo
anterior, escuchemos a San Pablo recomendar a su discípulo Timoteo: "Te pido
encarecidamente: proclama el mensaje, insiste a tiempo y a destiempo" (II Tim
4,2).
Un proceso
catequético de maduración
Para llegar a una
fe y a una conversión que transformen la vida de una persona creyente es preciso
realizar un proceso, en cierto modo similar al que tuvieron los discípulos del
Maestro. Según refiere el evangelio, Jesús les llamó; dejaron las redes, o la
oficina de recaudación de impuestos, y le siguieron. Utilizando la terminología
del apartado anterior, recibieron un primer anuncio, experimentaron un interés
primero por Jesús y le siguieron. Pero, a continuación, Jesús les tuvo tres años
consigo, realizando un proceso de maduración.
De igual modo, el
hombre o mujer que recibe una llamada de Dios, al oir la Buena Noticia de Jesús,
puede sentir despertar un interés por la persona de Jesús; en ocasiones puede
mostrar una admiración y deseo de seguir sus enseñanzas, e incluso manifestar un
cierto cambio de vida o conversión. Pero es de todo punto necesario que realice
un proceso de profundización, de discernimiento, de aprendizaje en todos los
elementos que constituyen la vida cristiana, la vida propia del seguidor de
Jesús. Algo equivalente a lo que es un noviciado, antes de profesar en un
instituto religioso, o similar a un noviazgo, que capacita para dar
responsablemente el paso al matrimonio.
Algo de esto debe
ser un proceso de catequesis, a lo largo del cual la persona va conociendo a
Jesús y su mensaje, descubre a la comunidad de sus seguidores, se ejercita en la
oración y en la vida cristiana de servicio y amor; va, de este modo,
clarificando su respuesta de fe y sus actitudes de conversión. Un proceso de
estas características, aun cuando tiene un carácter de iniciación, capacita a
quien lo sigue para dar una respuesta de fe al Dios de Jesucristo, con
conocimiento de causa y serena responsabilidad. Al mismo tiempo, quien se
ejercita de esta manera va incorporando a su vida las actitudes propias del
seguidor de Jesucristo, es decir, va avanzando en el camino de situar a Dios en
el centro de su vida -conversión-, haciendo del Reino de Dios el valor nuclear
de su existencia.
El Directorio
general de Catequesis (63) ha situado la catequesis como "momento esencial del
proceso de la evangelización". Estamos refiriéndonos, claro está, a la
catequesis de adultos, que es la principal referencia de toda catequesis.
La implantación
progresiva de este modelo de catequesis renovada en todas las instancias
eclesiales posibilitará una acción pastoral conducente a formar adultos
creyentes y convencidos.
Una acción pastoral
más evangelizadora y menos moralizante
En el apartado V se
ha explicado que vivir desde la fe y en actitud de conversión son tarea
permanente de toda persona cristiana. La actitud de conversión permanente es
propia de cada creyente y de toda la comunidad (Eclesia semper reformanda: la
Iglesia debe estar en permanente reforma). Cada cristiano, incluso después de
haber pasado por un proceso de maduración, se debate entre la fidelidad y la
infidelidad al Señor Jesús, entre el SI y el NO. Sólo Jesús dio un SI completo
al Padre (2 Cor 1,18-20). El cristiano, en cierto modo, está siempre volviendo a
empezar. G Marcel lo decía con estas hermosas palabras: "Creemos y no creemos,
somos y no somos; y es así, porque estamos en marcha hacia una meta que, al
mismo tiempo, vemos y no vemos".
No muy distinta es
la experiencia de quienes han hecho una opción radical en su vida, por ejemplo
un presbítero o una religiosa. Pero también es parecida la situación de
estabilidad precaria de quien ha optado por el matrimonio.
Por esta razón
necesitamos todos que la acción pastoral de la Iglesia nos ayude a permanecer
firmes en la fe y en el nuevo estilo de vida que hemos abrazado, al
comprometernos a seguir a Jesús. Cuando queremos referirnos a esta forma de
actuar pastoralmente, solemos decir que habrá de utilizarse más el indicativo
que el imperativo. Sería bueno que se usara más el estilo pastoral que nos
recuerde lo que somos -y lo que estamos llamados a ser- más que imponer
autoritativamente lo que hemos de hacer. Dicho de otro modo, es más positivo y
estimulante apelar al evangelio que a la moral.
La Buena Noticia,
presentada como una llamada e invitación de Dios, genera más adhesión en los
oyentes que la excesiva referencia a las obligaciones y deberes que debemos
cumplir. Presentar el amor a Dios y a los hermanos, como centro de una vida
auténtica de fe, concita más voluntades que el simple recordatorio de todas las
renuncias a que se ve abocado el seguidor de Jesucristo. Esto no quiere decir
que podamos olvidar las exigencias de nuestra condición de creyentes para la
vida de cada día; pero estas exigencias son consecuencias del amor, vivido con
autenticidad.
A ninguna persona,
que acaba de descubrir el amor, se le pasa por la imaginación pensar en las
renuncias a que se obliga; antes bien, ha descubierto la razón de su vivir; al
experimentar el entusiasmo de lo nuevo, se deja llevar por sus sentimientos con
ilusión y alegría. El mismo caso se da en las personas que se han propuesto
alcanzar una meta importante en los estudios o en la profesión. Dan por bien
empleados los sacrificios que se imponen para llegar al final. Desde una actitud
positiva y estimulante, la visión anticipada de la meta a conseguir desencadena
una serie de energías capaces de sortear las dificultades.
Una acción
pastoral, que ayude a descubrir el rostro de Cristo en su perfil más atrayente,
que propicie un encuentro con él y que ayude a captar la invitación del Maestro
"Ven y sígueme", contribuye a asegurar la respuesta del creyente, una respuesta
fiel y comprometida.
"La fe y la
conversión brotan del corazón, es decir, de lo más profundo de la persona
humana, afectándola por entero. Al encontrar a Jesucristo, y al adherirse a él,
el ser humano ve colmadas sus aspiraciones más hondas: encuentra lo que siempre
buscó y además de manera sobreabundante. La fe responde a esa "espera", a menudo
no consciente y siempre limitada, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el
hombre mismo y sobre el destino que le espera. Es como un agua pura que reaviva
el camino del ser humano, peregrino en busca de su hogar"
(Directorio general para la Catequesis,
55).
BIBL. — FRANCO
ARDUSSO, Aprender a creer, Sal Terrae, Santander, 2000; J. MARTÍN
VELASCO, El encuentro con Dios, Cristiandad, Madrid, 1976; J. MouROUX,
Creo en Ti. Estructura personal de la fe, Juan Fiors, Barcelona, 1964;
OBISPOS DE EUSKALHERRIA (País Vasco), Creer hoy en el Dios de Jesucristo,
Carta Pastoral de Cuaresma-Pascua, 1986.
José Manuel
Antón Sastre
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