Formar
el corazón significa, pues, purificar, ordenar y potenciar nuestro amor.
1.Concepto e importancia de la formación del
corazón
La vida consagrada puede entenderse como un auténtico matrimonio espiritual, como se ha descrito por tantos santos y autores de la vida espiritual.
Pero ¿qué significa ser esposa de Cristo? Ser esposa de Cristo significa estar consagrada plenamente a Él, amarle locamente, vivir para Él y entregarse totalmente a su amor.
En todo ello debe entrar toda la persona, con su mente, con su voluntad, con su amor, con sus sentimientos. Por tanto, una esposa de Cristo verdadera es aquella que se recrea en su pensamiento con Cristo, y por tanto que ora, que platica con Él, que le pregunta por sus intereses, que se identifica con sus criterios, que le recuerda frecuentemente durante el día, que, incluso en momentos de estudio, descanso trabajo, se acuerda de Él, y que le trata de conocer en el Evangelio y en sus Constituciones, sus Santas Reglas.
Una esposa de Cristo auténtica es aque lla que vive para Él, que lucha por Él, que trabaja activamente para darle a conocer en sus conversaciones, que se identifica con Él, amando y deseando lo que Él ama y desea, que siempre está dispuesta a sacrificarse por defender y conservar el amor, que no acepta conscientemente otros amores al margen de Él y de su Reino, y trata de obsequiarle cada día con su fidelidad en el cumplimiento de todos aquellos detalles y pequeñeces del reglamento y de la disciplina, expresión de su voluntad santísima.
El amor es esencial para nuestra realización personal, pero es también el principio del que pende toda la ley y los profetas: "amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y a tu prójimo como a ti mismo".
Si el corazón vive encantado por afectillos sensuales y egoístas; si la consagración es medio para idolatrar la propia persona; si a la par del amor a Dios se dan cabida a amores adúlteros, no se está ciertamente cump liendo ni viviendo en la verdad.
Buscar la autocomplacencia, rodearse de un grupo de "fans", cultivar las simpatías, inquietarse por lo que piensa o deja de pensar la Directora, es, además de inmadurez, signo de que falta amor, de que no se está formando el corazón.
Ustedes., religiosas, almas consagradas, por su feminidad tienen un más hondo sentido de delicadeza, de finura y de sensibilidad para el amor, deben cultivar esta caridad que llevan en su ser; a convivir intensa y amorosamente con Dios que habita en sus corazones; a buscar sólo su mayor gloria, olvidándose de Ustedes mismas, porque es así como lograrán su realización personal -"quien pierde su vida por mi la hallará”.
Todo amor humano implica emoción, un elemento emotivo. Podemos hablar de “la emoción de amor”.
Pero el amor no puede quedarse allí. Podemos reflexionar sobre lo que sucede en la vida matrimonial, y aplicarlo a la vida consagrada. Cuando una persona se casa, se supone que su vida emocional ya se ha desarrollado bastante, aunque habrá que seguir cultivando la integración armoniosa de las emociones entre sí y entre las emociones y las facultades superiores de razón y voluntad.
Bajo el influjo de la razón, las emociones gradualmente pierden su orientación de tendencia egoísta y llegan a despertarse en función del bien de la otra persona.
De esta manera el amor que fue originalmente egoísticamente emotivo se eleva hacia el nivel del amor generoso, maduro, humano en que se busca el bien de la otra persona.
Entonces los esposos experimentarán tanto en la voluntad como en las emociones y sentimientos, la alegría de la entrega mutua.
Cuando los dos esposos han alcanzado este nivel, su amor es entonces “amor de amistad”, es un amor que sabe dominarse, y en especial en el aspecto sexual.
Tal desarrollo es posible en el matrimonio, aunque no sin dificultades, cuando al inicio de su matrim onio ambos tenían una vida emocional armoniosa, razonable, con capacidad de amor de entrega y de preocupación por la otra persona, y la subordinación de la sexualidad a las facultades de la razón y la voluntad.
Esto está en claro contraste con el tipo de situaciones que todos Ustedes conocen de matrimonios fundados en la emoción y que no superan ese nivel – y que por lo tanto están siempre vulnerables. Continúan en el nivel de la inmadurez emocional adolescente.
La vida de la persona consagrada en virginidad, en las circunstancias correctas, hace posible que una mujer o un hombre alcancen la madurez de este amor humano incluso en un momento más temprano en la vida que en el matrimonio.
Para ello, la persona quien se consagra debe poseer las mismas cualidades que mencionamos para quien entra en matrimonio.
Cuando la persona consagrada sabe aceptar con constancia el sacrificio de la gratificación de sus inclinaciones naturales en razón de su ideal, de ntro de una visión sana y equilibrada de la sexualidad, entonces puede alcanzar la misma felicidad y realización que se encuentra en el matrimonio.
La persona consagrada quien vive constantemente consciente de la razón tan elevada y noble de su opción por la virginidad alcanzará este amor maduro y el gozo que conlleva, incluso más temprano que las personas casadas, quien normalmente necesitan más tiempo para alcanzarlo. Y es que desde los primeros años del noviciado la persona consagrada se ha dedicado a los valores del espíritu, el servicio de los demás, la contemplación de lo pasajero de las cosas materiales. Este dejarse lleva al auténtico amor maduro...
El amor primero, entonces, todavía cargado de emotividad, con las motivaciones altruistas, tiene que ir dando paso al amor de entrega.
Y esto se cultiva y se desarrolla en la abnegación sencilla pero real de uno mismo.
Lo que quizá se podría hacer en otro contexto “simplemente” para formar la voluntad, en la vida del alma consagrada se convierte en fuente de crecimiento, profundización y maduración en el amor.
Amor de entrega, sin esperar recompensa. Amor que busca sólo complacer al Amado. Y como en el matrimonio, necesariamente será un amor “de detalles”.
Como en el matrimonio, así también en la vida consagrada se dan periodos de paz, de tranquilidad y periodos de lucha y dificultad. El amor se prueba en la lucha y la dificultad. En edad joven, tentación más bien de tipo sensual, el placer, las añoranzas de cosas pasadas, la atracción de la vida fácil y los placeres del mundo. Más adelante en edad, la añoranza de compañía humana, comprensión ante dificultades...
Nada mueve más al amor que el saberse amado. Esta experiencia humana vale también para la caridad teologal.
Y alguien que ha sido escogida por Dios tiene muchos y muy profundos motivos para sentirse amada por su Creador y Redentor.
Qué fácil es, y al mismo tiempo qué importante, recordárselo y valorárselo a las jóvenes en la vida consagrada. ¡Dios te ama! En los momentos de fervor y entusiasmo o en los momentos de sequedad y desánimo: ¡Dios te ama! La caridad es un don de Dios. Hay que poner todos los medios humanos, pero sobre todo hay que pedirlo, esperarlo y acogerlo con humildad y apertura.
El amor a Dios llevará a las obras del amor. Formar a la persona en la caridad teologal es también orientarle para que viva siempre en una actitud de autenticidad en su entrega a la voluntad de Dios. Recordarle que quien ama a Dios cumple sus mandamientos (cf. Jn 14,15). Ayudarle a comprender que la voluntad de Dios se manifiesta sobre todo en el interior de su conciencia, pero se expresa también a través de quienes legítimamente le representan: desde el supremo Magisterio de la Iglesia hasta su más cercano formador.
Finalmente, mostrarle que el amor a Dios debe llevarle a esforzarse del modo más sincero por evitar el pecado, como negación del amor; no sólo: debe foguear en ella un ardiente anhelo de que en todas partes, entre sus hermanas y conocidas, en las familias y las sociedades, reine siempre el amor por encima del pecado.
El amor de Dios orientará así, de manera radical, el sentido y el objetivo esencial de su futuro apostolado. Su amor al Padre le lleva a sus hermanos. Los miembros de la primitiva comunidad cristiana “Tenían un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Las comunidades religiosas también aspiran a ser una grande y única familia por el amor fraterno y por las relaciones mutuas de cordialidad, de respeto y de servicialidad.
Los afectos desordenados, la falta de un corazón formado, coartan la libertad, afectan considerablemente la capacidad de atención y dedicación al trabajo, condicionan la objetividad de juicio en muchos asuntos, desmoronan la vida de comunidad; y en el plano moral y espiritual el apego afectivo desordenado a otra persona d a paso a una situación de infidelidad y de adulteración de la alianza de amor virginal que el alma consagrada ha sellado con Jesucristo.
Todas sin excepción debemos trabajar y luchar por desprendernos de las criaturas, por mantener intacto nuestro amor a Dios, por acrecentarlo y vivir tan enamorados de Él que el desprecio de nosotros mismos sea una inmolación gozosa y no algo temido u ofrecido a regañadientes.
A todas, sin excepción, nos asalta el egoísmo con su sed de dominio, con su implacable ambición de hacer girar el mundo en provecho propio, con su sutil astucia para sojuzgar a los demás y sentirse amado y correspondido sensiblemente con el afecto de otros.
Hablamos del “corazón” como sede del amor y centro de la persona humana. Formar el corazón significa, pues, purificar, ordenar y potenciar nuestro amor.
El amor es la fuerza que mueve al hombre: ninguna realidad humana se emprendería si no se amase.
Muy bien podríam os decir que el amor es creador. En esto, más que es cualquier otro aspecto, reflejamos la imagen de Dios, que es Amor, y que amando crea. Si Dios da el ser amando, el hombre integra en sí mismo lo amado, no para absorberlo ni disminuirlo –si es verdadero amor- sino para potenciarlo y ayudarlo a alcanzar su perfecta realización.
El hombre perfecto es la gloria de Dios. Sin amor o amando incorrectamente, nunca tendremos una persona realizada.
Nuestra naturaleza tiende al bien verdadero y es el bien conocido lo que atrae a la voluntad y a lo que ésta tiende empujada por la fuerza del amor. Si, impulsado por las pasiones o cegado por la vida de sentidos, el hombre pierde de vista el bien objetivo, el bien global, será arrastrado por los bienes sensibles que tocan la superficie, pero no el núcleo ni la totalidad de su persona.
Es entonces cuando el individuo se pierde, se vacía, se destruye: no sabe amar. Sacrifica su personalidad a los placeres, a las emociones y afectos egoístas y, además, arruina y empobrece lo amado, convirtiéndolo en objeto y no respetándolo en su individualidad personal.
El auténtico amor enriquece, tanto al amante como al amado; nunca empobrece al que ama en beneficio del amado, pero tampoco vacía a éste en provecho de aquél. El que ama bien enriquece y se enriquece, a pesar, y precisamente por ello, de que el amor implique desprendimiento de afectos parciales y contingentes, del que suponga, si quieren Ustedes con una palabra más cercana al lenguaje espiritual: purificación.
Tanto importa saber amar como el hecho de la propia realización personal que es en definitiva el mayor motivo de gloria para quien por amor nos creó y por amor nos redimió para que llegásemos a ser hijos suyos.
Naturalidad: no se creen obsesiones dañinas para su salud mental; que no vayan a andar día y noche pensando si tiene o no rectamente orientado su corazón. Vivan con sencillez y naturalidad su vida, sirviendo al Señor y aprovechen los exámenes de conciencia para analizar, corregir y proponerse nuevas metas. En María, tiene Ustedes un ejemplo claro de la naturalidad y sencillez con que han de vivir sin angustias ni tensiones psicológicas, puestas en las manos de Dios.
La castidad se coloca dentro de la virtud de la templanza. El término “templanza proviene del verbo latino “temperare” que se podría traducir hoy como coordinar o moderar. Es el trabajo que hace un moderador en una mesa redonda: hay diversas personas y diversas opiniones que el debe moderar para que el diálogo se desarrolle de la mejor manera posible. Es esto lo que tiene que hacer nuestra razón y voluntad: deben coordinar, moderar esas fuerzas, pasiones, pulsaciones, instintos que tenemos de modo natural, sin negarlos, reprimirlos, suprimirlos, sino encauzándolos.
2.Madurez afectiva
El término “madurez afectiva” es un concepto complejo y todavía no del todo aclarado y profundizado en sus significados. Podemos entenderlo como una especificidad de la madurez humana, entendida como coherencia y armonía interna de la persona. Un psicólogo italiano Rulla habla de dos Yo: el ideal y el real.
El ideal es lo que cada uno sabe que debe ser, según su vocación, estado, situación. El real es el yo con sus tendencias y condicionamientos que algunas veces van en la misma dirección que el ideal y otras en dirección opuesta. La madurez, en términos sicológicos, es la capacidad de armonizar estos dos yo.
Hay que buscar la madurez de la persona humana en todos los aspectos, y esto incluye la afectividad: nuestra capacidad de amar.
Madurez afectiva conlleva la integración sana y equilibrada de la propia sexualidad, dada la estructura del ser humano. La persona afectivamente madura es una persona sexualmente madura y equilibrada – una personalidad integrada.
Educar en la castidad es enseñar a encauzar, no a reprimir, las prop ias tendencias y pasiones, de acuerdo con la propia vocación. Dios no quiere que una religiosa sea menos mujer; les quiere personas íntegras, con todas sus potencialidades en armonía con la vocación para la cual les ha creado.
Por lo tanto, hay que lograr que lleguen a poner positivamente y con entusiasmo todo el rico arsenal de sus pasiones al servicio de su vocación y misión.
En eso consiste la verdadera madurez afectiva de la persona consagrada: en la integración armoniosa de la capacidad de amar, y de la necesidad de ser amado, con la propia condición de vida. No se reduce simplemente a la recta integración de la sexualidad en la personalidad, sino que abarca más bien toda la capacidad de relación interpersonal.
Implica la orientación de todos los afectos, y en la medida de lo posible también de los sentimientos, hacia el ideal que se ha escogido, de modo que la persona esté plenamente identificada consigo misma y no se encuentre dividida entre lo que pretende ser y lo que sus afectos exigen de ella.
Ordinariamente, la experiencia de un amor totalizante y exclusivo resulta el mejor catalizador de la madurez afectiva. Para muchos la preparación para el matrimonio, y la misma vida matrimonial, son ocasión natural para lograr esta madurez.
La afectividad madura bajo los rayos del verdadero amor personal. La afectividad de quien ha sido llamado a vivir sólo para Dios madurará bajo los rayos de un amor totalizante y exclusivo a Dios, del cual brota su amor de donación universal a todos los hombres. Si no perdemos esto de vista, la maduración afectiva del alma consagrada no es tan complicada como a veces la presentan algunos.
Todo lo que favorezca esa integración armoniosa de las naturales tendencias afectivas y sexuales con el ideal de consagración a Dios y la condición de virginidad, será un elemento positivo para esa maduración. Todo lo que de algún modo dificulte esa integración será negativo y h abría de ser evitado.
Para hacer una correcta valoración de los factores positivos o negativos es necesario tener presente el principio del "realismo antropológico y pedagógico".
Las tendencias y pasiones que una persona que se consagra a Dios, como cualquier ser humano, lleva consigo, son impulsos naturales, queridos por el Creador. Pero el pecado ha creado una situación de desorden en el hombre, en su capacidad de orientar esos impulsos de acuerdo con su razón y voluntad.
Hay que evitar el error de creer que una opción consciente y libre, por muy profunda que sea, es ya suficiente para encauzar correctamente las pasiones.
Estas son automáticas y ciegas, y buscan siempre sus objetos propios, por más elevado que se halle el sujeto en su camino de purificación interior. Cientos de historias de santos y místicos cristianos nos lo ilustran con creces. La presencia de un estímulo exterior correspondiente a una tendencia interna hará que ésta reac cione en esa dirección.
Si la dirección es contraria a la opción vital de consagración a Cristo, será ocasión de desorden y tensión interior, y dificultará más o menos seriamente la integración armoniosa de toda la persona en torno al ideal escogido.
Si una persona consagrada se permite todo tipo de lecturas, películas, espectáculos o diversiones, en la variada oferta de mercado de una sociedad hedonista como la nuestra, encontrará fácilmente estímulos fuertes que provocarán sus tendencias naturales en contra de su vocación virginal.
Si cultiva un tipo de relación con personas del otro sexo que es propicio para suscitar sentimientos de afecto y llegar al enamoramiento, lo más probable es que surjan de hecho esos sentimientos, y que supongan un serio obstáculo para su maduración afectiva, en una vocación que pide la entrega total del propio corazón y de la propia vida a Cristo y a su Reino. La naturaleza tiene sus propias leyes. No podemos jugar con ellas.
Debe ser un trabajo sumamente positivo, abierto, alegre. La alegría de quien ofrece todas sus renuncias por amor. La adquisición de esta madurez requiere ordinariamente un amplio período de tiempo, pues está íntimamente ligada al desarrollo físico y psicológico del individuo.
Tanto la formadora como la persona en formación han de tener en cuenta que, por circunstancias diversas -fisiológicas, psicológicas, circunstanciales, etc.- puede haber períodos de mayores o menores dificultades, de afectos más o menos fuertes que tocan a la puerta del corazón, de tentaciones más o menos marcadas.
Y han de proceder con prudencia, con serenidad y constancia en la aplicación de aquellos medios que la Iglesia por su milenaria experiencia, por su profundo conocimiento de la persona humana, aconseja para la adquisición y salvaguarda de la castidad consagrada.
La vida consagrada puede entenderse como un auténtico matrimonio espiritual, como se ha descrito por tantos santos y autores de la vida espiritual.
Pero ¿qué significa ser esposa de Cristo? Ser esposa de Cristo significa estar consagrada plenamente a Él, amarle locamente, vivir para Él y entregarse totalmente a su amor.
En todo ello debe entrar toda la persona, con su mente, con su voluntad, con su amor, con sus sentimientos. Por tanto, una esposa de Cristo verdadera es aquella que se recrea en su pensamiento con Cristo, y por tanto que ora, que platica con Él, que le pregunta por sus intereses, que se identifica con sus criterios, que le recuerda frecuentemente durante el día, que, incluso en momentos de estudio, descanso trabajo, se acuerda de Él, y que le trata de conocer en el Evangelio y en sus Constituciones, sus Santas Reglas.
Una esposa de Cristo auténtica es aque lla que vive para Él, que lucha por Él, que trabaja activamente para darle a conocer en sus conversaciones, que se identifica con Él, amando y deseando lo que Él ama y desea, que siempre está dispuesta a sacrificarse por defender y conservar el amor, que no acepta conscientemente otros amores al margen de Él y de su Reino, y trata de obsequiarle cada día con su fidelidad en el cumplimiento de todos aquellos detalles y pequeñeces del reglamento y de la disciplina, expresión de su voluntad santísima.
El amor es esencial para nuestra realización personal, pero es también el principio del que pende toda la ley y los profetas: "amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y a tu prójimo como a ti mismo".
Si el corazón vive encantado por afectillos sensuales y egoístas; si la consagración es medio para idolatrar la propia persona; si a la par del amor a Dios se dan cabida a amores adúlteros, no se está ciertamente cump liendo ni viviendo en la verdad.
Buscar la autocomplacencia, rodearse de un grupo de "fans", cultivar las simpatías, inquietarse por lo que piensa o deja de pensar la Directora, es, además de inmadurez, signo de que falta amor, de que no se está formando el corazón.
Ustedes., religiosas, almas consagradas, por su feminidad tienen un más hondo sentido de delicadeza, de finura y de sensibilidad para el amor, deben cultivar esta caridad que llevan en su ser; a convivir intensa y amorosamente con Dios que habita en sus corazones; a buscar sólo su mayor gloria, olvidándose de Ustedes mismas, porque es así como lograrán su realización personal -"quien pierde su vida por mi la hallará”.
Todo amor humano implica emoción, un elemento emotivo. Podemos hablar de “la emoción de amor”.
Pero el amor no puede quedarse allí. Podemos reflexionar sobre lo que sucede en la vida matrimonial, y aplicarlo a la vida consagrada. Cuando una persona se casa, se supone que su vida emocional ya se ha desarrollado bastante, aunque habrá que seguir cultivando la integración armoniosa de las emociones entre sí y entre las emociones y las facultades superiores de razón y voluntad.
Bajo el influjo de la razón, las emociones gradualmente pierden su orientación de tendencia egoísta y llegan a despertarse en función del bien de la otra persona.
De esta manera el amor que fue originalmente egoísticamente emotivo se eleva hacia el nivel del amor generoso, maduro, humano en que se busca el bien de la otra persona.
Entonces los esposos experimentarán tanto en la voluntad como en las emociones y sentimientos, la alegría de la entrega mutua.
Cuando los dos esposos han alcanzado este nivel, su amor es entonces “amor de amistad”, es un amor que sabe dominarse, y en especial en el aspecto sexual.
Tal desarrollo es posible en el matrimonio, aunque no sin dificultades, cuando al inicio de su matrim onio ambos tenían una vida emocional armoniosa, razonable, con capacidad de amor de entrega y de preocupación por la otra persona, y la subordinación de la sexualidad a las facultades de la razón y la voluntad.
Esto está en claro contraste con el tipo de situaciones que todos Ustedes conocen de matrimonios fundados en la emoción y que no superan ese nivel – y que por lo tanto están siempre vulnerables. Continúan en el nivel de la inmadurez emocional adolescente.
La vida de la persona consagrada en virginidad, en las circunstancias correctas, hace posible que una mujer o un hombre alcancen la madurez de este amor humano incluso en un momento más temprano en la vida que en el matrimonio.
Para ello, la persona quien se consagra debe poseer las mismas cualidades que mencionamos para quien entra en matrimonio.
Cuando la persona consagrada sabe aceptar con constancia el sacrificio de la gratificación de sus inclinaciones naturales en razón de su ideal, de ntro de una visión sana y equilibrada de la sexualidad, entonces puede alcanzar la misma felicidad y realización que se encuentra en el matrimonio.
La persona consagrada quien vive constantemente consciente de la razón tan elevada y noble de su opción por la virginidad alcanzará este amor maduro y el gozo que conlleva, incluso más temprano que las personas casadas, quien normalmente necesitan más tiempo para alcanzarlo. Y es que desde los primeros años del noviciado la persona consagrada se ha dedicado a los valores del espíritu, el servicio de los demás, la contemplación de lo pasajero de las cosas materiales. Este dejarse lleva al auténtico amor maduro...
El amor primero, entonces, todavía cargado de emotividad, con las motivaciones altruistas, tiene que ir dando paso al amor de entrega.
Y esto se cultiva y se desarrolla en la abnegación sencilla pero real de uno mismo.
Lo que quizá se podría hacer en otro contexto “simplemente” para formar la voluntad, en la vida del alma consagrada se convierte en fuente de crecimiento, profundización y maduración en el amor.
Amor de entrega, sin esperar recompensa. Amor que busca sólo complacer al Amado. Y como en el matrimonio, necesariamente será un amor “de detalles”.
Como en el matrimonio, así también en la vida consagrada se dan periodos de paz, de tranquilidad y periodos de lucha y dificultad. El amor se prueba en la lucha y la dificultad. En edad joven, tentación más bien de tipo sensual, el placer, las añoranzas de cosas pasadas, la atracción de la vida fácil y los placeres del mundo. Más adelante en edad, la añoranza de compañía humana, comprensión ante dificultades...
Nada mueve más al amor que el saberse amado. Esta experiencia humana vale también para la caridad teologal.
Y alguien que ha sido escogida por Dios tiene muchos y muy profundos motivos para sentirse amada por su Creador y Redentor.
Qué fácil es, y al mismo tiempo qué importante, recordárselo y valorárselo a las jóvenes en la vida consagrada. ¡Dios te ama! En los momentos de fervor y entusiasmo o en los momentos de sequedad y desánimo: ¡Dios te ama! La caridad es un don de Dios. Hay que poner todos los medios humanos, pero sobre todo hay que pedirlo, esperarlo y acogerlo con humildad y apertura.
El amor a Dios llevará a las obras del amor. Formar a la persona en la caridad teologal es también orientarle para que viva siempre en una actitud de autenticidad en su entrega a la voluntad de Dios. Recordarle que quien ama a Dios cumple sus mandamientos (cf. Jn 14,15). Ayudarle a comprender que la voluntad de Dios se manifiesta sobre todo en el interior de su conciencia, pero se expresa también a través de quienes legítimamente le representan: desde el supremo Magisterio de la Iglesia hasta su más cercano formador.
Finalmente, mostrarle que el amor a Dios debe llevarle a esforzarse del modo más sincero por evitar el pecado, como negación del amor; no sólo: debe foguear en ella un ardiente anhelo de que en todas partes, entre sus hermanas y conocidas, en las familias y las sociedades, reine siempre el amor por encima del pecado.
El amor de Dios orientará así, de manera radical, el sentido y el objetivo esencial de su futuro apostolado. Su amor al Padre le lleva a sus hermanos. Los miembros de la primitiva comunidad cristiana “Tenían un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Las comunidades religiosas también aspiran a ser una grande y única familia por el amor fraterno y por las relaciones mutuas de cordialidad, de respeto y de servicialidad.
Los afectos desordenados, la falta de un corazón formado, coartan la libertad, afectan considerablemente la capacidad de atención y dedicación al trabajo, condicionan la objetividad de juicio en muchos asuntos, desmoronan la vida de comunidad; y en el plano moral y espiritual el apego afectivo desordenado a otra persona d a paso a una situación de infidelidad y de adulteración de la alianza de amor virginal que el alma consagrada ha sellado con Jesucristo.
Todas sin excepción debemos trabajar y luchar por desprendernos de las criaturas, por mantener intacto nuestro amor a Dios, por acrecentarlo y vivir tan enamorados de Él que el desprecio de nosotros mismos sea una inmolación gozosa y no algo temido u ofrecido a regañadientes.
A todas, sin excepción, nos asalta el egoísmo con su sed de dominio, con su implacable ambición de hacer girar el mundo en provecho propio, con su sutil astucia para sojuzgar a los demás y sentirse amado y correspondido sensiblemente con el afecto de otros.
Hablamos del “corazón” como sede del amor y centro de la persona humana. Formar el corazón significa, pues, purificar, ordenar y potenciar nuestro amor.
El amor es la fuerza que mueve al hombre: ninguna realidad humana se emprendería si no se amase.
Muy bien podríam os decir que el amor es creador. En esto, más que es cualquier otro aspecto, reflejamos la imagen de Dios, que es Amor, y que amando crea. Si Dios da el ser amando, el hombre integra en sí mismo lo amado, no para absorberlo ni disminuirlo –si es verdadero amor- sino para potenciarlo y ayudarlo a alcanzar su perfecta realización.
El hombre perfecto es la gloria de Dios. Sin amor o amando incorrectamente, nunca tendremos una persona realizada.
Nuestra naturaleza tiende al bien verdadero y es el bien conocido lo que atrae a la voluntad y a lo que ésta tiende empujada por la fuerza del amor. Si, impulsado por las pasiones o cegado por la vida de sentidos, el hombre pierde de vista el bien objetivo, el bien global, será arrastrado por los bienes sensibles que tocan la superficie, pero no el núcleo ni la totalidad de su persona.
Es entonces cuando el individuo se pierde, se vacía, se destruye: no sabe amar. Sacrifica su personalidad a los placeres, a las emociones y afectos egoístas y, además, arruina y empobrece lo amado, convirtiéndolo en objeto y no respetándolo en su individualidad personal.
El auténtico amor enriquece, tanto al amante como al amado; nunca empobrece al que ama en beneficio del amado, pero tampoco vacía a éste en provecho de aquél. El que ama bien enriquece y se enriquece, a pesar, y precisamente por ello, de que el amor implique desprendimiento de afectos parciales y contingentes, del que suponga, si quieren Ustedes con una palabra más cercana al lenguaje espiritual: purificación.
Tanto importa saber amar como el hecho de la propia realización personal que es en definitiva el mayor motivo de gloria para quien por amor nos creó y por amor nos redimió para que llegásemos a ser hijos suyos.
Naturalidad: no se creen obsesiones dañinas para su salud mental; que no vayan a andar día y noche pensando si tiene o no rectamente orientado su corazón. Vivan con sencillez y naturalidad su vida, sirviendo al Señor y aprovechen los exámenes de conciencia para analizar, corregir y proponerse nuevas metas. En María, tiene Ustedes un ejemplo claro de la naturalidad y sencillez con que han de vivir sin angustias ni tensiones psicológicas, puestas en las manos de Dios.
La castidad se coloca dentro de la virtud de la templanza. El término “templanza proviene del verbo latino “temperare” que se podría traducir hoy como coordinar o moderar. Es el trabajo que hace un moderador en una mesa redonda: hay diversas personas y diversas opiniones que el debe moderar para que el diálogo se desarrolle de la mejor manera posible. Es esto lo que tiene que hacer nuestra razón y voluntad: deben coordinar, moderar esas fuerzas, pasiones, pulsaciones, instintos que tenemos de modo natural, sin negarlos, reprimirlos, suprimirlos, sino encauzándolos.
2.Madurez afectiva
El término “madurez afectiva” es un concepto complejo y todavía no del todo aclarado y profundizado en sus significados. Podemos entenderlo como una especificidad de la madurez humana, entendida como coherencia y armonía interna de la persona. Un psicólogo italiano Rulla habla de dos Yo: el ideal y el real.
El ideal es lo que cada uno sabe que debe ser, según su vocación, estado, situación. El real es el yo con sus tendencias y condicionamientos que algunas veces van en la misma dirección que el ideal y otras en dirección opuesta. La madurez, en términos sicológicos, es la capacidad de armonizar estos dos yo.
Hay que buscar la madurez de la persona humana en todos los aspectos, y esto incluye la afectividad: nuestra capacidad de amar.
Madurez afectiva conlleva la integración sana y equilibrada de la propia sexualidad, dada la estructura del ser humano. La persona afectivamente madura es una persona sexualmente madura y equilibrada – una personalidad integrada.
Educar en la castidad es enseñar a encauzar, no a reprimir, las prop ias tendencias y pasiones, de acuerdo con la propia vocación. Dios no quiere que una religiosa sea menos mujer; les quiere personas íntegras, con todas sus potencialidades en armonía con la vocación para la cual les ha creado.
Por lo tanto, hay que lograr que lleguen a poner positivamente y con entusiasmo todo el rico arsenal de sus pasiones al servicio de su vocación y misión.
En eso consiste la verdadera madurez afectiva de la persona consagrada: en la integración armoniosa de la capacidad de amar, y de la necesidad de ser amado, con la propia condición de vida. No se reduce simplemente a la recta integración de la sexualidad en la personalidad, sino que abarca más bien toda la capacidad de relación interpersonal.
Implica la orientación de todos los afectos, y en la medida de lo posible también de los sentimientos, hacia el ideal que se ha escogido, de modo que la persona esté plenamente identificada consigo misma y no se encuentre dividida entre lo que pretende ser y lo que sus afectos exigen de ella.
Ordinariamente, la experiencia de un amor totalizante y exclusivo resulta el mejor catalizador de la madurez afectiva. Para muchos la preparación para el matrimonio, y la misma vida matrimonial, son ocasión natural para lograr esta madurez.
La afectividad madura bajo los rayos del verdadero amor personal. La afectividad de quien ha sido llamado a vivir sólo para Dios madurará bajo los rayos de un amor totalizante y exclusivo a Dios, del cual brota su amor de donación universal a todos los hombres. Si no perdemos esto de vista, la maduración afectiva del alma consagrada no es tan complicada como a veces la presentan algunos.
Todo lo que favorezca esa integración armoniosa de las naturales tendencias afectivas y sexuales con el ideal de consagración a Dios y la condición de virginidad, será un elemento positivo para esa maduración. Todo lo que de algún modo dificulte esa integración será negativo y h abría de ser evitado.
Para hacer una correcta valoración de los factores positivos o negativos es necesario tener presente el principio del "realismo antropológico y pedagógico".
Las tendencias y pasiones que una persona que se consagra a Dios, como cualquier ser humano, lleva consigo, son impulsos naturales, queridos por el Creador. Pero el pecado ha creado una situación de desorden en el hombre, en su capacidad de orientar esos impulsos de acuerdo con su razón y voluntad.
Hay que evitar el error de creer que una opción consciente y libre, por muy profunda que sea, es ya suficiente para encauzar correctamente las pasiones.
Estas son automáticas y ciegas, y buscan siempre sus objetos propios, por más elevado que se halle el sujeto en su camino de purificación interior. Cientos de historias de santos y místicos cristianos nos lo ilustran con creces. La presencia de un estímulo exterior correspondiente a una tendencia interna hará que ésta reac cione en esa dirección.
Si la dirección es contraria a la opción vital de consagración a Cristo, será ocasión de desorden y tensión interior, y dificultará más o menos seriamente la integración armoniosa de toda la persona en torno al ideal escogido.
Si una persona consagrada se permite todo tipo de lecturas, películas, espectáculos o diversiones, en la variada oferta de mercado de una sociedad hedonista como la nuestra, encontrará fácilmente estímulos fuertes que provocarán sus tendencias naturales en contra de su vocación virginal.
Si cultiva un tipo de relación con personas del otro sexo que es propicio para suscitar sentimientos de afecto y llegar al enamoramiento, lo más probable es que surjan de hecho esos sentimientos, y que supongan un serio obstáculo para su maduración afectiva, en una vocación que pide la entrega total del propio corazón y de la propia vida a Cristo y a su Reino. La naturaleza tiene sus propias leyes. No podemos jugar con ellas.
Debe ser un trabajo sumamente positivo, abierto, alegre. La alegría de quien ofrece todas sus renuncias por amor. La adquisición de esta madurez requiere ordinariamente un amplio período de tiempo, pues está íntimamente ligada al desarrollo físico y psicológico del individuo.
Tanto la formadora como la persona en formación han de tener en cuenta que, por circunstancias diversas -fisiológicas, psicológicas, circunstanciales, etc.- puede haber períodos de mayores o menores dificultades, de afectos más o menos fuertes que tocan a la puerta del corazón, de tentaciones más o menos marcadas.
Y han de proceder con prudencia, con serenidad y constancia en la aplicación de aquellos medios que la Iglesia por su milenaria experiencia, por su profundo conocimiento de la persona humana, aconseja para la adquisición y salvaguarda de la castidad consagrada.
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