1. Originalidad del culto cristiano. «Dijo Jesús: Créeme, mujer: viene la
hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén adoraréis al Padre ...
Viene la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al
Padre en espíritu y en verdad; tales son los que quiere el Padre como
adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran, deben adorarlo en
espíritu y en verdad» (lo 4,21-24). Estas palabras de Jesús a la
samaritana muestran el c. cristiano como algo radicalmente nuevo, en
relación con el c. pagano y con el c. judío. ¿En qué consiste tal novedad?
a. Culto religioso natural. Se puede definir el c. religioso como el
conjunto de actos por los cuales el hombre, tanto individual como
colectivamente, intenta expresar las relaciones que debe tener para con
Dios. El c. procede de una disposición permanente, llamada virtud de la
religión (v.), pero propiamente consiste en los actos que manifiestan tal
disposición, es decir en la manifestación exterior de los sentimientos de
veneración, amor, temor, desagravio, agradecimiento, etc., que el hombre
alimenta en relación con la Divinidad. El fin del c. es dar gloria a Dios
por medio del reconocimiento de su grandeza y de la obediencia humana. Las
principales manifestaciones del c. son la oración (v.), los gestos (v.) y
actitudes de adoración, las ofrendas (v.) y sacrificios (v.). No conviene
insistir en la división entre c. interior y c. exterior, puesto que, por
un lado, el rito externo sólo tiene valor si procede de una actitud
verdadera del alma, y, por otro, pertenece a la misma naturaleza del c. la
expresión exterior (V. RITO). La historia de las religiones muestra que en
todos los pueblos se ha dado y se da el fenómeno del c. religioso, pero al
mismo tiempo, sin dejar de reconocer sus valores, nos hace patentes las
desviaciones que incesantemente le amenazan, entre ellas el peligro del
ritualismo, es decir, la disociación entre el gesto externo y la
disposición interior (v. i).
b. Culto judaico. El pueblo judío tenía conciencia de haber sido elegido por Dios para una finalidad cultual: ser testigo de Dios en medio de las naciones a través del servicio del c. Para ello, Dios mismo, de un modo progresivo, dispuso las leyes precisas que regulaban el ejercicio del c. El centro de este c. estaba constituido por cl arca de la alianza, símbolo de la presencia de Dios entre su pueblo. David la estableció en Jerusalén (2 Sam 6), donde más tarde Salomón edificó el Templo (1 Reg 6), el cual se convertiría en el único lugar de c. sacrificial (V. TEMPLO II). El c. judaico, junto a sus elementos revelados, posee todos los elementos típicos del c. religioso natural. Más tarde, el c. sinagogal, constituido por lecturas, cantos y oraciones, completó la liturgia del Templo (V. JUDAÍSMO II; SINAGOGA).
El c. judaico, a pesar de las semejanzas con el c. natural, posee una característica original: toma su significación de los hechos de la historia de la salvación, de modo que los principales actos de c. del pueblo escogido estaban destinados a conmemorar los acontecimientos del pasado, con el fin de actualizar la fe del pueblo en la presencia operante de Dios y de estimular su esperanza en orden al cumplimiento futuro de las promesas divinas. Dos peligros lo acechaban continuamente: el particularismo nacional y el formalismo ritual, que ponían en cuestión la finalidad esencial del c. de Israel. Contra ambas desviaciones reaccionaron duramente los profetas (v.), quienes recordaban constantemente al pueblo de Israel su vocación universal y la necesidad de vivificar los actos exteriores de c. con una fidelidad auténtica a la Alianza (cfr. Am 5; Is 1; Ier 7; v. ALIANZA [RELIGIÓN] II). Ezequiel (v.), p. ej., anunció la ruina del Templo de Jerusalén, profanado por la idolatría, y describió proféticamente el nuevo Templo de la Nueva Alianza, que sería el centro cultual del pueblo fiel (Ez 40-48).
c. Culto cristiano. Este nuevo Templo de la Alianzz Nueva no es otro que el Cuerpo de Cristo (cfr. lo 2,19 ss.) Jesús representa el fin del c. antiguo. El c. figurativo de la antigua Ley halla en la persona y la obra de Cristo su cumplimiento perfecto y su superación definitiva. Jesús cumple las prescripciones cultuales de la antigua Ley penetrándolas de un espíritu nuevo. Pero Jesús instituye un c. nuevo al realizar el sacrificio perfecto de la Nueva Alianza con su muerte expiatoria en la cruz. «Si la sangre de los machos cabríos y de los bueyes y la ceniza de la ternera aspergida santifica a los contaminados y los purifica en la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que en virtud de su espíritu eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios, purificará nuestra conciencia de obras muertas, para que podamos dar culto al Dios vivo! » (Heb 9,11-14).
El n° 5 de la Const. Sacrosanctum Concilium del Conc. Vaticano II se sitúa en la misma perspectiva: «La humanidad de Cristo, unida a la Persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto, en Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del c. divino. Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la antigua alianza, Cristo la realizó principalmente por el Misterio Pascual». El c. nuevo inaugurado por Cristo es espiritual, porque consiste esencialmente en la oblación interna de amor y obediencia realizada por El en la cruz, infinitamente agradable al Padre, pero no en el sentido de que no tenga una manifestación externa. El acto cruento de la muerte en cruz fue el signo eficaz de su entrega amorosa al Padre, y fue necesariamente un acto exterior y sensible (v. REDENCIóN; PASCUA I). El c. de los cristianos es también de índole espiritual, porque consiste en la fe y caridad, con que se adhieren a la persona y a la obra de Cristo, pero posee también una manifestación exterior, siendo la principal el conjunto de signos litúrgicos (v. SACRAMENTOS), que significan y producen el contenido salvífico de la obra de Cristo. «Con razón se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre; y así, el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Const. Sacr. Conc. 7).
El análisis más detallado de las principales características del c. litúrgico cristiano nos hará descubrir con mayor profundidad su originalidad específica. Tales características se determinan a base de la unión de aspectos aparentemente antitéticos.
2. Caracteres del culto litúrgico cristiano. Recordemos que nos referimos únicamente al c. litúrgico, es decir, al que el Código de Derecho Canónico denomina público, en el can. 1.256: «El culto se llama público, si se tributa en nombre de la Iglesia por personas legítimamente constituidas al efecto y mediante actos, que por institución de la Iglesia están reservados exclusivamente para honrar a Dios, a los Santos y a los Beatos; en caso contrario, se denomina culto privado». Las características fundamentales del c. litúrgico cristiano pueden reducirse a las cuatro siguientes:
a. Espiritual y sensible. Hemos visto que Jesús define el c. auténtico como un c. «en espíritu y en verdad». Ello no significa que esté desligado por completo de los ritos (v.) externos, sino que no se puede dar sin la infusión del Espíritu Santo (v.), animador del c. de Cristo y de los cristianos. Dice Y. Congar (El misterio del templo, Barcelona 1964, 163 ss.): «El orden servil del c. consistía en una prestación legal de cosas; el orden filial del c., incluso en cuanto implica el uso de realidades externas -las de nuestra liturgia-, consiste principalmente en el movimiento de amor y obediencia por el que los hijos se ordenan según la voluntad amorosa de su Padre... La cualidad espiritual del régimen cultual cristiano no le adviene de una espiritualización de un c. literal, exterior y material, que hubiera perdido tales caracteres; le adviene por proceder del don propio de los tiempos mesiánicos, el Espíritu Santo. Es este don, precisamente, el que brotó del nuevo Templo, del costado de Jesús y de su Pasión como glorificación. Sacrificios espirituales, Templo espiritual: son tales esencialmente, en el Nuevo Testamento, no porque los fieles o los Apóstoles hayan participado en un movimiento más o menos general de espiritualización de las nociones en cuestión, sino porque todas esas cosas están vinculadas al Espíritu Santo, don propio de los tiempos mesiánicos».
Por institución del mismo Cristo, el contenido espiritual de su acto perfecto de c., que se realizó en el sacrificio de la cruz, es susceptible de reactualización a través del rito exterior de la Cena (v.) del Señor (v. EUCARISTÍA; Lc 22,19 ss.). La Iglesia, consciente del mandato de Cristo, desde los primeros tiempos ha sido fiel al carácter espiritual y sensible de su c., es decir, a la cualidad sacramental del mismo (v. IGLESIA I, 2). Y así, las reuniones cultuales de los cristianos estuvieron acompañadas desde el principio de la fracción del pan (Act 2,42). Para participar en la Eucaristía es necesario haber sido agregado a la Iglesia por el rito del Bautismo (v.), prescrito por el mismo Jesucristo (Mt 28,19) como condición de la vida nueva (lo 3,5) y realizado por los Apóstoles desde el mismo día de Pentecostés (Act 3,38-41). También desde el principio, los Apóstoles utilizaron el gesto de la imposición de las manos para comunicar el Espíritu a los bautizados (Act 8,15 ss.; v. CONFIRMACIóN). A esos ritos fundamentales (v. SACRAMENTOS), poco a poco fueron añadiéndose otras ceremonias y prácticas cultuales, que con el tiempo constituyeron el rico complejo litúrgico de la Iglesia (v. LITURGIA. Uno de los autores que ha estudiado mejor el carácter esencialmente sacramental del c. cristiano ha sido Dom Odo Casel (v.), quien forjó la expresión «misterio del culto» para designar la acción ritual de la Iglesia. Según él, a través del «misterio del culto», es decir, a través de acciones que nosotros realizamos y Cristo realiza en nosotros, de un modo al mismo tiempo material-visible y espiritual-invisible participamos de las acciones redentoras de Cristo, de manera que, por medio del símbolo (v. SIMBOLISMO RELIGIOSO iii), imitamos la misma vida de Cristo, ya que en los misterios litúrgicos se nos hacen presentes aquellas mismas acciones que Cristo obró en la tierra para el c. de Dios y la salvación de los hombres.
b. Personal y comunitario. Lo que se acaba de decir señala otra característica esencial del c. litúrgico: es un c. personal y comunitario a la vez. Y ello, en un doble sentido. Es personal, porque es, ante todo y sobre todo, la obra del mismo Cristo, quien a través de las acciones litúrgicas continúa su actividad cultual y santificadora. Es comunitario (eclesial), porque la prolongación de la obra de Cristo se realiza a través de la comunidad de los creyentes, que es la Iglesia. Y esta Iglesia realiza la actividad cultual que Cristo le atribuye no de un modo impersonal, sino participando activamente, sea a través de los ministros o sacerdotes, sea a través de la reunión de los fieles, que deben participar cada uno en la acción cultual de modo interior y personal.
Como dice la Const. Sacrosanctum Concilium (nl> 7), «para realizar una obra tan grande Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica». La presencia de Cristo asegura el carácter personal del c. cristiano. La doctrina del Vaticano 11 invita a considerar diversos modos de la presencia de Cristo en la Iglesia a través de la liturgia. Pueden describirse brevemente así: 1) Presencia sacramental. Es la más intensa. Pero ella misma tiene diversos grados de intensidad. Así, en la celebración eucarística alcanza su máximo al sustraer totalmente los elementos o especies de pan y de vino de su modo natural de existencia, para convertirlos en signos del Cuerpo y la Sangre de Cristo, presente real y sustancialmente bajo esas especies. En otros sacramentos la eficiencia de Cristo se realiza diversamente por medio de signos diversos, que siempre son gestos cuya significación viene precisada por las palabras que los acompañan (v. SACRAMENTOS). 2) Presencia de Cristo en su Palabra. Es un modo de presencia plenamente revalorizado por la doctrina conciliar: «Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla» (Sacr. Conc. 7) (v. PALABRA DE DIOS II-III; HOMILÉTICA; PREDICACIÓN). 3) Presencia de Cristo en sus ministros. En las funciones litúrgicas los ministros jerárquicos actúan plenamente in persona Christi, son instrumentos de Cristo. En la liturgia, los diversos ministros, cada uno en su rango respectivo, aseguran una presencia activa de Cristo, y con Él la de todo su Cuerpo místico, la de la Iglesia. En las acciones propiamente sacramentales el ministro casi desaparece para convertirse en otro Cristo (V. OBISPO; PRESBÍTERO; DIÁCONO; SACERDOCIO v). 4) Presencia en los fieles. La Const. Sacrosanctum Concilium acude a las palabras de Cristo: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,10), para justificar este modo especial de presencia de Cristo en la asamblea (v.) litúrgica. Porque si hay cierta presencia de Cristo en cualquier reunión de cristianos, ella alcanza su plenitud en la reunión cultual litúrgica, en la que el Cuerpo de Cristo aparece con mayor significación. Para que esa presencia de Cristo alcance su mayor eficacia en cada uno de los fieles, éstos deben participar en los actos de c. de modo personal (cfr. Sacr. Conc. 14; VA. PARTICIPACIÓN IV).
Todo lo dicho muestra que el c. litúrgico cristiano supera la noción de culto social. El aspecto principal del c. litúrgico no es que sea social, sino personal de Cristo. En este sentido, puede decirse que la liturgia, antes de ser acción de la Iglesia hacia Dios, es acción de Cristo hacia la Iglesia, y asimismo puede afirmarse también que la Iglesia se constituye por la liturgia, y es ésta la explicación de su naturaleza esencialmente cultual y santificadora. La liturgia (v.) es, inseparablemente, «obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia», pero toda la eficacia la recibe de la actuación personal de Cristo, que provoca y sostiene la acción personal de los cristianos y la conjunta de toda la Iglesia.
c. Glorificador de Dios y santificador de los hombres. El c. litúrgico cristiano, como todo c. religioso, tiene el fin principal de dar gloria a Dios, pero no agota con ello sus propias finalidades. Al mismo tiempo, produce la santificación profunda del hombre. Hay una razón de tipo natural para comprenderlo: la virtud de la religión (v.), por la que se tributa honra a Dios, constituye un bien perfectivo del hombre. Y la misma gloria de Dios es, en definitiva, como decía S. Ireneo, «el hombre viviente». El c. cristiano lleva a la perfección esa cualidad del c. natural, y la supera, ya que es en virtud de la obra de Cristo, indisolublemente glorificadora del Padre y santificadora de los hombres, como el c. cristiano realiza la perfecta glorificación de Dios y la transformación radical de los hombres de pecadores en santos, de enemigos de Dios en hijos suyos.
Conviene subrayar que el movimiento de glorificación de Dios sigue, en todo momento, la dinámica trinitaria, propia de toda la obra de salvación. Esta dinámica puede expresarse así: «Todo bien nos viene del Padre, por medio de su Hijo encarnado Jesucristo, en la presencia en nosotros del Espíritu Santo, y así, es en la presencia del Espíritu Santo, por medio del Hijo encarnado Jesucristo, como todo debe retornar al Padre y alcanzar su fin, la Santísima Trinidad» (C. Vagaggini, o. c. en bibl. 124). El movimiento santificador de los hombres se realiza también en un sentido cristológico-trinitario, y posee diversos instrumentos: la Palabra de Dios, proclamada en la liturgia, tiene un poder de santificación inherente a ella misma; los ritos sacramentales confieren la gracia de Dios a los hombres; de un modo eminente la Eucaristía realiza el doble movimiento de la liturgia: es sacrificio ofrecido a Dios y acto supremo del c. de adoración, pero al mismo tiempo es por excelencia el don de Dios a los hombres, de modo que «el acto más desinteresado del c., el más teocéntrico, el sacrificio de alabanza, es al mismo tiempo el acto por el que recibimos de Dios la fuente de toda gracia» (A. G. Martimort, o. c. en bibl. 233).
Conviene advertir que la santificación ofrecida por el c. litúrgico es una realidad objetiva, pero no constituye una acción mágica. El fiel debe realizar un esfuerzo interior, personal y subjetivo, para el cual también la liturgia le presta su ayuda, al excitar, iluminar y desarrollar su fe, su esperanza y su caridad. Digamos, por último, que los dos movimientos del c. cristiano, el glorificador de Dios y el santificador de los hombres, están subordinados: la santificación es, en último término, con mirás al c., ya que la salvación en Cristo, fruto de su c. hacia el Padre, tiene su término en la glorificación celeste del Padre, supremo fin de toda la obra de Cristo y de la Iglesia.
d. Terreno y celestial. Lo que acaba de decirse lleva a considerar una última característica del c. litúrgico cris. tiano, que también se expresa por medio de una paradoja: la liturgia es terrena y celestial al mismo tiempo, es del mundo presente y posee una tensión escatológica. Los signos (v.) litúrgicos están tomados de las realidades más ordinarias y normales de la vida terrena de los hombres, pero están cargados de un peso de eternidad, en cuanto nos comunican las riquezas de la salvación, cuyo fin último es la gloria del cielo.
Bastarán dos citas del Conc. Vaticano 11 para ilustrar esta idea. «En la liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado en la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (cfr. Apc 21,2; Col 3,1; Heb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con Él (cfr. Pliilp 3,20; Col 3,4)» (Const. Sacr. Conc. 8). «La más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando (especialmente en la sagrada liturgia, en la cual `la virtud del Espíritu Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos sacramentales') celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la Divina Majestad, y todos, de cualquier tribu, lengua, pueblo y nación, redimidos por la sangre de Cristo (cfr. Apc 5,9) y congregados en una sola Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza a Dios Uno y Trino. Así, pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y venerando la memoria, primeramente, de la gloriosa siempre Virgen María, la de su esposo S. José y la de los santos apóstoles, mártires y todos los santos» (Const. Lumen gentium, 50).
3. Clases de culto. Desde el punto de vista del término objetivo del mismo, dice el can. 1.255 del Código de Derecho Canónico: «A la Santísima Trinidad, a cada una de sus Personas, a Nuestro Señor Jesucristo, aun bajo las especies sacramentales, se les debe el culto de latría; a la Bienaventurada Virgen María le es debido el de hiperdulía, y el de dulía a los demás que reinan con Cristo en el cielo». Según eso, el c. llamado absoluto, es decir, que se dirige inmediatamente a las personas merecedoras del mismo, se divide en tres grandes clases: a) el de latría o adoración (v.), exclusivo de Dios; b) el de hiperdulía o veneración especial, propio de la Virgen María (v.), y c) el de dulía o veneración simple, dirigido a los demás santos y beatos (v. in).
El párrafo segundo del mismo canon habla también de un c. relativo, es decir, dirigido a cosas que tienen relación con las personas a quienes en último término se dirige el c. Se divide en las mismas clases que el absoluto. Los objetos merecedores de c. relativo son, sobre todo, las reliquias (v.) y las imágenes (v.). Pero también se puede hablar de culto o veneración tributado a todas las personas, lugares y objetos que tienen relación directa con el c. divino. El mismo CIC da normas que regulan el c. tributado a las iglesias (can. 1.161-1.187; (v. TEMPLO III), altares (can. 1.197-1.202; v.), cementerios (can. 1.205-1.214: v.), etc. Mención especial merece el c. debido a la Eucaristía como sacramento permanente; sobre este aspecto del c. litúrgico existen en la tradición de la Iglesia y en su Magisterio diversas leyes sobre todo en lo que se refiere al sagrario (v.) y a su seguridad y colocación en lugar digno, a la Exposición (v.) de la santísima Eucaristía, a las procesiones eucarísticas y a los congresos eucarísticos (V. EUCARISTÍA II, C y III-V) (cfr. Instrucción Eucharisticum mysterium de la S. C. de Ritos, del 25 mayo 1967).
V. t.:LITURGIA I; SACRAMENTOS; RELIGIÓN III-1V; CONSAGRACIÓN 11; PIEDAD 11; ORACIÓN 1I-III; SACRIFICIO 11-IV; RITO; GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICOS; AÑO LITÚRGICO; CALENDARIO II; SIGNO IV; SIMBOLISMO RELIGIOSO III; SAGRADO Y PROFANO: etc.
b. Culto judaico. El pueblo judío tenía conciencia de haber sido elegido por Dios para una finalidad cultual: ser testigo de Dios en medio de las naciones a través del servicio del c. Para ello, Dios mismo, de un modo progresivo, dispuso las leyes precisas que regulaban el ejercicio del c. El centro de este c. estaba constituido por cl arca de la alianza, símbolo de la presencia de Dios entre su pueblo. David la estableció en Jerusalén (2 Sam 6), donde más tarde Salomón edificó el Templo (1 Reg 6), el cual se convertiría en el único lugar de c. sacrificial (V. TEMPLO II). El c. judaico, junto a sus elementos revelados, posee todos los elementos típicos del c. religioso natural. Más tarde, el c. sinagogal, constituido por lecturas, cantos y oraciones, completó la liturgia del Templo (V. JUDAÍSMO II; SINAGOGA).
El c. judaico, a pesar de las semejanzas con el c. natural, posee una característica original: toma su significación de los hechos de la historia de la salvación, de modo que los principales actos de c. del pueblo escogido estaban destinados a conmemorar los acontecimientos del pasado, con el fin de actualizar la fe del pueblo en la presencia operante de Dios y de estimular su esperanza en orden al cumplimiento futuro de las promesas divinas. Dos peligros lo acechaban continuamente: el particularismo nacional y el formalismo ritual, que ponían en cuestión la finalidad esencial del c. de Israel. Contra ambas desviaciones reaccionaron duramente los profetas (v.), quienes recordaban constantemente al pueblo de Israel su vocación universal y la necesidad de vivificar los actos exteriores de c. con una fidelidad auténtica a la Alianza (cfr. Am 5; Is 1; Ier 7; v. ALIANZA [RELIGIÓN] II). Ezequiel (v.), p. ej., anunció la ruina del Templo de Jerusalén, profanado por la idolatría, y describió proféticamente el nuevo Templo de la Nueva Alianza, que sería el centro cultual del pueblo fiel (Ez 40-48).
c. Culto cristiano. Este nuevo Templo de la Alianzz Nueva no es otro que el Cuerpo de Cristo (cfr. lo 2,19 ss.) Jesús representa el fin del c. antiguo. El c. figurativo de la antigua Ley halla en la persona y la obra de Cristo su cumplimiento perfecto y su superación definitiva. Jesús cumple las prescripciones cultuales de la antigua Ley penetrándolas de un espíritu nuevo. Pero Jesús instituye un c. nuevo al realizar el sacrificio perfecto de la Nueva Alianza con su muerte expiatoria en la cruz. «Si la sangre de los machos cabríos y de los bueyes y la ceniza de la ternera aspergida santifica a los contaminados y los purifica en la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que en virtud de su espíritu eterno se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios, purificará nuestra conciencia de obras muertas, para que podamos dar culto al Dios vivo! » (Heb 9,11-14).
El n° 5 de la Const. Sacrosanctum Concilium del Conc. Vaticano II se sitúa en la misma perspectiva: «La humanidad de Cristo, unida a la Persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto, en Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del c. divino. Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la antigua alianza, Cristo la realizó principalmente por el Misterio Pascual». El c. nuevo inaugurado por Cristo es espiritual, porque consiste esencialmente en la oblación interna de amor y obediencia realizada por El en la cruz, infinitamente agradable al Padre, pero no en el sentido de que no tenga una manifestación externa. El acto cruento de la muerte en cruz fue el signo eficaz de su entrega amorosa al Padre, y fue necesariamente un acto exterior y sensible (v. REDENCIóN; PASCUA I). El c. de los cristianos es también de índole espiritual, porque consiste en la fe y caridad, con que se adhieren a la persona y a la obra de Cristo, pero posee también una manifestación exterior, siendo la principal el conjunto de signos litúrgicos (v. SACRAMENTOS), que significan y producen el contenido salvífico de la obra de Cristo. «Con razón se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre; y así, el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Const. Sacr. Conc. 7).
El análisis más detallado de las principales características del c. litúrgico cristiano nos hará descubrir con mayor profundidad su originalidad específica. Tales características se determinan a base de la unión de aspectos aparentemente antitéticos.
2. Caracteres del culto litúrgico cristiano. Recordemos que nos referimos únicamente al c. litúrgico, es decir, al que el Código de Derecho Canónico denomina público, en el can. 1.256: «El culto se llama público, si se tributa en nombre de la Iglesia por personas legítimamente constituidas al efecto y mediante actos, que por institución de la Iglesia están reservados exclusivamente para honrar a Dios, a los Santos y a los Beatos; en caso contrario, se denomina culto privado». Las características fundamentales del c. litúrgico cristiano pueden reducirse a las cuatro siguientes:
a. Espiritual y sensible. Hemos visto que Jesús define el c. auténtico como un c. «en espíritu y en verdad». Ello no significa que esté desligado por completo de los ritos (v.) externos, sino que no se puede dar sin la infusión del Espíritu Santo (v.), animador del c. de Cristo y de los cristianos. Dice Y. Congar (El misterio del templo, Barcelona 1964, 163 ss.): «El orden servil del c. consistía en una prestación legal de cosas; el orden filial del c., incluso en cuanto implica el uso de realidades externas -las de nuestra liturgia-, consiste principalmente en el movimiento de amor y obediencia por el que los hijos se ordenan según la voluntad amorosa de su Padre... La cualidad espiritual del régimen cultual cristiano no le adviene de una espiritualización de un c. literal, exterior y material, que hubiera perdido tales caracteres; le adviene por proceder del don propio de los tiempos mesiánicos, el Espíritu Santo. Es este don, precisamente, el que brotó del nuevo Templo, del costado de Jesús y de su Pasión como glorificación. Sacrificios espirituales, Templo espiritual: son tales esencialmente, en el Nuevo Testamento, no porque los fieles o los Apóstoles hayan participado en un movimiento más o menos general de espiritualización de las nociones en cuestión, sino porque todas esas cosas están vinculadas al Espíritu Santo, don propio de los tiempos mesiánicos».
Por institución del mismo Cristo, el contenido espiritual de su acto perfecto de c., que se realizó en el sacrificio de la cruz, es susceptible de reactualización a través del rito exterior de la Cena (v.) del Señor (v. EUCARISTÍA; Lc 22,19 ss.). La Iglesia, consciente del mandato de Cristo, desde los primeros tiempos ha sido fiel al carácter espiritual y sensible de su c., es decir, a la cualidad sacramental del mismo (v. IGLESIA I, 2). Y así, las reuniones cultuales de los cristianos estuvieron acompañadas desde el principio de la fracción del pan (Act 2,42). Para participar en la Eucaristía es necesario haber sido agregado a la Iglesia por el rito del Bautismo (v.), prescrito por el mismo Jesucristo (Mt 28,19) como condición de la vida nueva (lo 3,5) y realizado por los Apóstoles desde el mismo día de Pentecostés (Act 3,38-41). También desde el principio, los Apóstoles utilizaron el gesto de la imposición de las manos para comunicar el Espíritu a los bautizados (Act 8,15 ss.; v. CONFIRMACIóN). A esos ritos fundamentales (v. SACRAMENTOS), poco a poco fueron añadiéndose otras ceremonias y prácticas cultuales, que con el tiempo constituyeron el rico complejo litúrgico de la Iglesia (v. LITURGIA. Uno de los autores que ha estudiado mejor el carácter esencialmente sacramental del c. cristiano ha sido Dom Odo Casel (v.), quien forjó la expresión «misterio del culto» para designar la acción ritual de la Iglesia. Según él, a través del «misterio del culto», es decir, a través de acciones que nosotros realizamos y Cristo realiza en nosotros, de un modo al mismo tiempo material-visible y espiritual-invisible participamos de las acciones redentoras de Cristo, de manera que, por medio del símbolo (v. SIMBOLISMO RELIGIOSO iii), imitamos la misma vida de Cristo, ya que en los misterios litúrgicos se nos hacen presentes aquellas mismas acciones que Cristo obró en la tierra para el c. de Dios y la salvación de los hombres.
b. Personal y comunitario. Lo que se acaba de decir señala otra característica esencial del c. litúrgico: es un c. personal y comunitario a la vez. Y ello, en un doble sentido. Es personal, porque es, ante todo y sobre todo, la obra del mismo Cristo, quien a través de las acciones litúrgicas continúa su actividad cultual y santificadora. Es comunitario (eclesial), porque la prolongación de la obra de Cristo se realiza a través de la comunidad de los creyentes, que es la Iglesia. Y esta Iglesia realiza la actividad cultual que Cristo le atribuye no de un modo impersonal, sino participando activamente, sea a través de los ministros o sacerdotes, sea a través de la reunión de los fieles, que deben participar cada uno en la acción cultual de modo interior y personal.
Como dice la Const. Sacrosanctum Concilium (nl> 7), «para realizar una obra tan grande Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica». La presencia de Cristo asegura el carácter personal del c. cristiano. La doctrina del Vaticano 11 invita a considerar diversos modos de la presencia de Cristo en la Iglesia a través de la liturgia. Pueden describirse brevemente así: 1) Presencia sacramental. Es la más intensa. Pero ella misma tiene diversos grados de intensidad. Así, en la celebración eucarística alcanza su máximo al sustraer totalmente los elementos o especies de pan y de vino de su modo natural de existencia, para convertirlos en signos del Cuerpo y la Sangre de Cristo, presente real y sustancialmente bajo esas especies. En otros sacramentos la eficiencia de Cristo se realiza diversamente por medio de signos diversos, que siempre son gestos cuya significación viene precisada por las palabras que los acompañan (v. SACRAMENTOS). 2) Presencia de Cristo en su Palabra. Es un modo de presencia plenamente revalorizado por la doctrina conciliar: «Está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla» (Sacr. Conc. 7) (v. PALABRA DE DIOS II-III; HOMILÉTICA; PREDICACIÓN). 3) Presencia de Cristo en sus ministros. En las funciones litúrgicas los ministros jerárquicos actúan plenamente in persona Christi, son instrumentos de Cristo. En la liturgia, los diversos ministros, cada uno en su rango respectivo, aseguran una presencia activa de Cristo, y con Él la de todo su Cuerpo místico, la de la Iglesia. En las acciones propiamente sacramentales el ministro casi desaparece para convertirse en otro Cristo (V. OBISPO; PRESBÍTERO; DIÁCONO; SACERDOCIO v). 4) Presencia en los fieles. La Const. Sacrosanctum Concilium acude a las palabras de Cristo: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,10), para justificar este modo especial de presencia de Cristo en la asamblea (v.) litúrgica. Porque si hay cierta presencia de Cristo en cualquier reunión de cristianos, ella alcanza su plenitud en la reunión cultual litúrgica, en la que el Cuerpo de Cristo aparece con mayor significación. Para que esa presencia de Cristo alcance su mayor eficacia en cada uno de los fieles, éstos deben participar en los actos de c. de modo personal (cfr. Sacr. Conc. 14; VA. PARTICIPACIÓN IV).
Todo lo dicho muestra que el c. litúrgico cristiano supera la noción de culto social. El aspecto principal del c. litúrgico no es que sea social, sino personal de Cristo. En este sentido, puede decirse que la liturgia, antes de ser acción de la Iglesia hacia Dios, es acción de Cristo hacia la Iglesia, y asimismo puede afirmarse también que la Iglesia se constituye por la liturgia, y es ésta la explicación de su naturaleza esencialmente cultual y santificadora. La liturgia (v.) es, inseparablemente, «obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia», pero toda la eficacia la recibe de la actuación personal de Cristo, que provoca y sostiene la acción personal de los cristianos y la conjunta de toda la Iglesia.
c. Glorificador de Dios y santificador de los hombres. El c. litúrgico cristiano, como todo c. religioso, tiene el fin principal de dar gloria a Dios, pero no agota con ello sus propias finalidades. Al mismo tiempo, produce la santificación profunda del hombre. Hay una razón de tipo natural para comprenderlo: la virtud de la religión (v.), por la que se tributa honra a Dios, constituye un bien perfectivo del hombre. Y la misma gloria de Dios es, en definitiva, como decía S. Ireneo, «el hombre viviente». El c. cristiano lleva a la perfección esa cualidad del c. natural, y la supera, ya que es en virtud de la obra de Cristo, indisolublemente glorificadora del Padre y santificadora de los hombres, como el c. cristiano realiza la perfecta glorificación de Dios y la transformación radical de los hombres de pecadores en santos, de enemigos de Dios en hijos suyos.
Conviene subrayar que el movimiento de glorificación de Dios sigue, en todo momento, la dinámica trinitaria, propia de toda la obra de salvación. Esta dinámica puede expresarse así: «Todo bien nos viene del Padre, por medio de su Hijo encarnado Jesucristo, en la presencia en nosotros del Espíritu Santo, y así, es en la presencia del Espíritu Santo, por medio del Hijo encarnado Jesucristo, como todo debe retornar al Padre y alcanzar su fin, la Santísima Trinidad» (C. Vagaggini, o. c. en bibl. 124). El movimiento santificador de los hombres se realiza también en un sentido cristológico-trinitario, y posee diversos instrumentos: la Palabra de Dios, proclamada en la liturgia, tiene un poder de santificación inherente a ella misma; los ritos sacramentales confieren la gracia de Dios a los hombres; de un modo eminente la Eucaristía realiza el doble movimiento de la liturgia: es sacrificio ofrecido a Dios y acto supremo del c. de adoración, pero al mismo tiempo es por excelencia el don de Dios a los hombres, de modo que «el acto más desinteresado del c., el más teocéntrico, el sacrificio de alabanza, es al mismo tiempo el acto por el que recibimos de Dios la fuente de toda gracia» (A. G. Martimort, o. c. en bibl. 233).
Conviene advertir que la santificación ofrecida por el c. litúrgico es una realidad objetiva, pero no constituye una acción mágica. El fiel debe realizar un esfuerzo interior, personal y subjetivo, para el cual también la liturgia le presta su ayuda, al excitar, iluminar y desarrollar su fe, su esperanza y su caridad. Digamos, por último, que los dos movimientos del c. cristiano, el glorificador de Dios y el santificador de los hombres, están subordinados: la santificación es, en último término, con mirás al c., ya que la salvación en Cristo, fruto de su c. hacia el Padre, tiene su término en la glorificación celeste del Padre, supremo fin de toda la obra de Cristo y de la Iglesia.
d. Terreno y celestial. Lo que acaba de decirse lleva a considerar una última característica del c. litúrgico cris. tiano, que también se expresa por medio de una paradoja: la liturgia es terrena y celestial al mismo tiempo, es del mundo presente y posee una tensión escatológica. Los signos (v.) litúrgicos están tomados de las realidades más ordinarias y normales de la vida terrena de los hombres, pero están cargados de un peso de eternidad, en cuanto nos comunican las riquezas de la salvación, cuyo fin último es la gloria del cielo.
Bastarán dos citas del Conc. Vaticano 11 para ilustrar esta idea. «En la liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado en la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (cfr. Apc 21,2; Col 3,1; Heb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con Él (cfr. Pliilp 3,20; Col 3,4)» (Const. Sacr. Conc. 8). «La más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando (especialmente en la sagrada liturgia, en la cual `la virtud del Espíritu Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos sacramentales') celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la Divina Majestad, y todos, de cualquier tribu, lengua, pueblo y nación, redimidos por la sangre de Cristo (cfr. Apc 5,9) y congregados en una sola Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza a Dios Uno y Trino. Así, pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y venerando la memoria, primeramente, de la gloriosa siempre Virgen María, la de su esposo S. José y la de los santos apóstoles, mártires y todos los santos» (Const. Lumen gentium, 50).
3. Clases de culto. Desde el punto de vista del término objetivo del mismo, dice el can. 1.255 del Código de Derecho Canónico: «A la Santísima Trinidad, a cada una de sus Personas, a Nuestro Señor Jesucristo, aun bajo las especies sacramentales, se les debe el culto de latría; a la Bienaventurada Virgen María le es debido el de hiperdulía, y el de dulía a los demás que reinan con Cristo en el cielo». Según eso, el c. llamado absoluto, es decir, que se dirige inmediatamente a las personas merecedoras del mismo, se divide en tres grandes clases: a) el de latría o adoración (v.), exclusivo de Dios; b) el de hiperdulía o veneración especial, propio de la Virgen María (v.), y c) el de dulía o veneración simple, dirigido a los demás santos y beatos (v. in).
El párrafo segundo del mismo canon habla también de un c. relativo, es decir, dirigido a cosas que tienen relación con las personas a quienes en último término se dirige el c. Se divide en las mismas clases que el absoluto. Los objetos merecedores de c. relativo son, sobre todo, las reliquias (v.) y las imágenes (v.). Pero también se puede hablar de culto o veneración tributado a todas las personas, lugares y objetos que tienen relación directa con el c. divino. El mismo CIC da normas que regulan el c. tributado a las iglesias (can. 1.161-1.187; (v. TEMPLO III), altares (can. 1.197-1.202; v.), cementerios (can. 1.205-1.214: v.), etc. Mención especial merece el c. debido a la Eucaristía como sacramento permanente; sobre este aspecto del c. litúrgico existen en la tradición de la Iglesia y en su Magisterio diversas leyes sobre todo en lo que se refiere al sagrario (v.) y a su seguridad y colocación en lugar digno, a la Exposición (v.) de la santísima Eucaristía, a las procesiones eucarísticas y a los congresos eucarísticos (V. EUCARISTÍA II, C y III-V) (cfr. Instrucción Eucharisticum mysterium de la S. C. de Ritos, del 25 mayo 1967).
V. t.:LITURGIA I; SACRAMENTOS; RELIGIÓN III-1V; CONSAGRACIÓN 11; PIEDAD 11; ORACIÓN 1I-III; SACRIFICIO 11-IV; RITO; GESTOS Y ACTITUDES LITÚRGICOS; AÑO LITÚRGICO; CALENDARIO II; SIGNO IV; SIMBOLISMO RELIGIOSO III; SAGRADO Y PROFANO: etc.
BIBL.: A. G. MARTIMORT, La
Iglesia en oración, 2 ed. Barcelona 1967; H. A. P. SCHMIDT. Introductio in
Liturgiam Occidentalem, Roma-Friburgo-Barcelona 1960; fD, La Constitución
sobre la sagrada Liturgia, Barcelona 1967; C. VAGAGGINI, El sentido
teológico de la Liturgia, Madrid 1959; A. HAMMAN, La oración, Barcelona
1967; M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia, 3 ed. Madrid 1969; O. CASEL,
El misterio del culto cristiano, San Sebastián 1953; Y. M. CONGAR, El
misterio del templo, Barcelona 1964; J. LÉCUYER, Réflexions sur la
théologie du culte selon St. Thomas, «Rev. Thomiste» (1955, II) 339-362;
J. FRISQUE, Composantes du «culte» chrétien selon Vatican II, «Paroisse et
Liturgie» 1966 (n° 6) 603-611.
JUAN LLOPIS.
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