Y las escrituras se cumplieron.
Jesús fue condenado a muerte y ejecutado en la Cruz.
Así se cumplió lo dispuesto por el Señor para que el hombre quedara limpio de
pecado.
Hoy estamos casi seguros que tuvo lugar el Viernes
Santo, 7 de abril , el día anterior a la Pascua del año 30, ya que ese año cayó
en sábado y cumple con todos los requisitos históricos que narran los
Evangelios.
Cristo fue ejecutado por el método al que Cicerón
describe como el más cruel y terrible de todos: la crucifixión.
La crucifixión ha sido una de las maneras más
terribles en las que los hombres han sido asesinados por sus semejantes. La
crucifixión no es sólo muerte, sino también tortura prolongada, dolor, agonía...
La crucifixión, tan utilizada por los romanos, era el método de asesinato legal
más terrorífico, y de esta forma actuaba no sólo como método de ejecución, sino
como advertencia a todo el que pensara vulnerar las leyes. Por eso la
crucifixión era pública y en lugares abiertos, para que los cuerpos quedaran
expuestos y todos pudieran ver el castigo.
Gracias al descubrimiento de los huesos de Giv´at
ha-Mitvar, desenterrados en 1968 al norte de Jerusalén y que pertenecen a un
hombre crucificado (que nada tiene que ver con la crucifixión de Jesús, ojo...)
de unos 26 años de edad y 1,67 metros de altura, podemos tener una idea muy
completa de cómo era este inhumano y despreciable castigo.
En esta ilustración de Peter Connolly se representa
exactamente cómo era la crucifixión.
En primer lugar, tal y como describen los
Evangelios, los reos de muerte eran flagelados. Los romanos utilizaban tres
grados de dureza en la flagelación con látigo, así, la más dura era para los
reos de muerte. Luego le cargaban el travesaño a la espalda y le hacían llevarlo
hasta el lugar de la ejecución, donde el madero vertical estaba clavado de
manera fija, esperando a su víctima. El hombre era tendido en el suelo boca
arriba y sus brazos clavados al travesaño (no podían clavarles las palmas de las
manos porque el peso desgarraría la carne fácilmente, por eso se clavaban los
brazos del reo por debajo de las muñecas, entre los dos huesos del antebrazo: el
cúbito y el radio). Entonces se subía el travesaño y se fijaba al madero
vertical. El reo estaba de pie y podía apoyarse en un listón de madera que
servía de asiento. Le subían las piernas y le clavaban los talones al madero. El
examen de los clavos ha demostrado que el clavo atravesaba antes un trozo de
madera de acacia o almendro para fijarse mejor. En este caso concreto, el clavo
se había fijado a los huesos de los talones de tal modo que para descolgar al
reo tuvieron que cortarle uno de los pies. Todo el peso del cuerpo quedaba
colgado de los brazos, por lo que el cuerpo tiraba hacia abajo y los clavos iban
desgarrando la carne de los antebrazos hasta que los huesos de las muñecas
frenaban el descenso y el hombre comenzaba una agonía que podía durar horas y
horas hasta que fallecía por asfixia entre horribles sufrimientos. Por encima de
su cabeza se clavaba un cartel donde se daba cuenta de los crímenes cometidos
por el reo. En el caso de Jesús el cartel decía en latín: Iesus Nazarenus Rex
Iodorum: Jesús de Nazaret Rey de los Judíos, cuya conocida abreviatura es
INRI.
Como medida de gracia, los soldados que llevaban a
cabo esta espantosa ceremonia, podían partirle las piernas a golpes para
acelerar su muerte, tal y como demuestra el examen médico de estos huesos donde
el ángulo de la fractura es clave para determinar la postura exacta del reo en
la cruz. Los huesos de Giv´at ha-Mitvar, que probablemente pertenezcan a un
zelote que combatió a los romanos nos muestran heridas atroces que testimonian
el completo desprecio por la vida que reinaba entonces y aún ahora en muchas
naciones.
El relato de los Evangelios nos hace pensar que
Jesús llegó en muy mal estado a la Cruz debido a los sufrimientos y torturas
padecidos a manos de los auxiliares romanos y guardias judíos y, sobre todo, de
la flagelación a que fue sometido. Puesto que Poncio Pilato no creía que fuera
culpable de muerte lo más posible es que ordenara que le azotaran muy
violentamente para evitarle el mayor sufrimiento posible en la Cruz. El
evangelista Juan fue testigo de la crucifixión de Cristo y su relato es el que
más pormenores señala sobre este episodio. Junto a Jesús fueron asesinados
legalmente dos ladrones, uno de los cuales se burló de Cristo, pero el otro se
apiadó de él y Jesús le prometió la salvación. Es la famosa historia de "el
ladrón bueno". Recordemos que todo, absolutamente todo lo que nos presenta el
Evangelio tiene un mensaje de Amor y de Esperanza y que la muerte de Jesús no
fue más que el trámite físico, terrible y necesario, para su posterior
Resurrección.
En HUMANITAS Nro.18
Estamos de tal manera habituados a ver la cruz y a
Cristo crucificado en ella que nos resulta difícil percatarnos de la trágica
realidad oculta tras la imagen del crucifijo. La usamos incluso como un adorno
de oro o plata para lucir en el cuello. La hemos convertido con justa razón en
símbolo del cristianismo y queremos ver al Crucificado en los tribunales, en las
aulas escolásticas, en las tumbas de los difuntos y hasta en las cimas de los
montes, como símbolo de la fe cristiana y del triunfo en la lucha contra la
muerte y las potencias del mal. ¿Pero qué hay detrás de ese símbolo? Queremos
pues preguntarnos qué era la cruz en el mundo antiguo y qué representó para
Jesús la crucifixión y la muerte en la cruz. También deseamos ver de qué manera
este símbolo de la mayor infamia pasó a representar la victoria y cuál fue el
precio de la superación del "escándalo", de la "locura" de la cruz.
En realidad, sin examinar a fondo el significado que tenía en el mundo antiguo la condena a morir crucificado, hoy en día no lograríamos comprender el carácter del "escándalo" de los hebreos cuando escuchaban hablar del "mesías crucificado" ni el "rechazo" de los paganos al oír a San Pablo anunciar que Jesús, el Hijo de Dios, había sido condenado para la salvación de todos los hombres "a morir en la forma más infamante: en la cruz" (ad mortem turpissimam crucis) (Orígenes, Comentario sobre Mt 27, 22 ss).
En realidad, sin examinar a fondo el significado que tenía en el mundo antiguo la condena a morir crucificado, hoy en día no lograríamos comprender el carácter del "escándalo" de los hebreos cuando escuchaban hablar del "mesías crucificado" ni el "rechazo" de los paganos al oír a San Pablo anunciar que Jesús, el Hijo de Dios, había sido condenado para la salvación de todos los hombres "a morir en la forma más infamante: en la cruz" (ad mortem turpissimam crucis) (Orígenes, Comentario sobre Mt 27, 22 ss).
* * *
En la antigüedad, la cruz (crux en latín,
stauros en griego) era un instrumento de tortura con el cual se llevaba a
cabo la condena a muerte por delitos graves. Originalmente era un árbol o un
poste (xylon) en el cual se colgaba al condenado, amarrándolo con cuerdas
o fijándolo con clavos. A veces el poste era puntiagudo (skolops) y el
condenado debía sentarse encima del mismo para ser traspasado: el
"empalamiento". Posteriormente se agregó al poste fijado en el suelo en posición
vertical (stipes) un palo transversal, llamado patibulum, porque
inicialmente se usaba para cerrar las puertas de la casa, de tal manera que al
retirarlo fores patebant, es decir, las puertas quedaban abiertas. El
patibulum solía encontrarse en el lugar del suplicio, pero en general el
condenado lo llevaba sobre la espalda y se fijaba sobre el palo vertical
formando una T. En ese caso la crux se denominaba crux capitata o
crux immissa. En otras oportunidades, el palo transversal se identificaba
como supplicium.
La crucifixión se practicaba de distintas formas.
"Veo cruces en ese lugar -escribe Séneca- no todas del mismo tipo (non unius
quidem generis), sino construidas de distintas maneras por unos y otros: hay
quienes cuelgan a sus víctimas cabeza abajo (capite quidam conversos in
terram suspendere), otros las empalan (alii per obscena stipitem egerunt),
otros extienden los brazos sobre el patíbulo (alii brachia patibulo
explicuerunt)" (Dial. 6, 20, 3). Así, los verdugos podían satisfacer
su sadismo en las formas más feroces.
Flavio Josefo nos entrega un testimonio ocular de la crucifixión colectiva de un grupo de individuos que procuraban salir de Jerusalén, sitiada por las tropas romanas bajo el mando de Tito. "En el momento de la captura (...) eran flagelados, sometidos a toda clase de suplicios antes de morir crucificados delante de los muros. Tito se compadecía del sufrimiento de las víctimas, pero por ser demasiado numerosas -alrededor de 500 diarias- no era posible correr el riesgo de liberarlas o someterlas a vigilancia, de manera que autorizó a sus soldados para proceder de acuerdo a su propio criterio, tanto más por cuanto esperaba que el horrible espectáculo de las innumerables cruces indujera a los sitiados a rendirse. Así, los soldados, bajo el impulso del odio y el furor, ridiculizaban a los prisioneros, crucificando a cada uno de ellos en una posición diferente, y dado el número de los mismos, tanto el espacio como las cruces para los cuerpos eran insuficientes" (De bello iudaico 5, 449-451). En realidad, en Judea eran frecuentes las crucifixiones masivas de parte de los ocupantes romanos: en el año 4 A.C., Varo ordenó crucificar a todos los prisioneros capturados; Félix hizo otro tanto con una gran cantidad de "bandidos" (se trataba de rebeldes ante la autoridad romana); Floro llevó a cabo lo mismo en Jerusalén.
En Roma, después del incendio del año 64 D.C., que destruyó la ciudad, se acusó a los cristianos de incendiarios y Nerón los condenó a una atroz muerte, descrita de la siguiente manera por Tácito en los Annales (15, 44, 4): "No contentándose con hacerlos perecer, se divertía revistiéndolos con pieles de animales para que los perros los despedazaran o los colgaban en cruces y los quemaban vivos (aut crucibus adfixi atque flammati) al final del día para alumbrar de noche como antorchas (ubi defecisset dies, in usum nocturni luminis urerentur)".
Flavio Josefo nos entrega un testimonio ocular de la crucifixión colectiva de un grupo de individuos que procuraban salir de Jerusalén, sitiada por las tropas romanas bajo el mando de Tito. "En el momento de la captura (...) eran flagelados, sometidos a toda clase de suplicios antes de morir crucificados delante de los muros. Tito se compadecía del sufrimiento de las víctimas, pero por ser demasiado numerosas -alrededor de 500 diarias- no era posible correr el riesgo de liberarlas o someterlas a vigilancia, de manera que autorizó a sus soldados para proceder de acuerdo a su propio criterio, tanto más por cuanto esperaba que el horrible espectáculo de las innumerables cruces indujera a los sitiados a rendirse. Así, los soldados, bajo el impulso del odio y el furor, ridiculizaban a los prisioneros, crucificando a cada uno de ellos en una posición diferente, y dado el número de los mismos, tanto el espacio como las cruces para los cuerpos eran insuficientes" (De bello iudaico 5, 449-451). En realidad, en Judea eran frecuentes las crucifixiones masivas de parte de los ocupantes romanos: en el año 4 A.C., Varo ordenó crucificar a todos los prisioneros capturados; Félix hizo otro tanto con una gran cantidad de "bandidos" (se trataba de rebeldes ante la autoridad romana); Floro llevó a cabo lo mismo en Jerusalén.
En Roma, después del incendio del año 64 D.C., que destruyó la ciudad, se acusó a los cristianos de incendiarios y Nerón los condenó a una atroz muerte, descrita de la siguiente manera por Tácito en los Annales (15, 44, 4): "No contentándose con hacerlos perecer, se divertía revistiéndolos con pieles de animales para que los perros los despedazaran o los colgaban en cruces y los quemaban vivos (aut crucibus adfixi atque flammati) al final del día para alumbrar de noche como antorchas (ubi defecisset dies, in usum nocturni luminis urerentur)".
* * *
De ese modo Nerón aplicaba simultáneamente los tres
peores suplicios conocidos en la antigüedad: la crucifixión, el ser quemado vivo
y el ser devorado por las bestias. En efecto, en la tradición jurídica romana
eran tres los suplicios más terribles, como se desprende de lo señalado por el
jurista Julio Pablo: "Summa supplicia sunt crux, crematio, decollatio" (Sententiae
5, 17, 2). La crucifixión (crux) aparece en el primer lugar, la hoguera (crematio)
en el segundo y la decapitación (decollatio) en el tercero. En algunas
fuentes, la decapitación es sustituida por la condena a las bestias (damnatio
ad bestias). Los delitos castigados con la crucifixión eran la deserción
ante el enemigo, la violación de un secreto de Estado, la incitación a la
revuelta, el asesinato, las predicciones sobre la prosperidad de los gobernantes
(de salute dominorum), la impiedad nocturna (sacra impia nocturna),
la magia (ars magica) y la falsificación grave de un testamento (cfr J.
Paulus, Sententiae 5, 19, 2; 21, 4; 26, 3, 16).
A causa de su crueldad, la pena de la crucifixión no
era una amenaza para los miembros de las clases altas de la sociedad (honestiores),
sino casi exclusivamente para los integrantes de las clases bajas (humiliores).
Por lo tanto, los ciudadanos romanos no podían ser condenados a la crucifixión.
Cicerón reprochó a Verre este delito, acusándolo de haber hecho crucificar al
ciudadano romano P. Gavio en Mesina. Al mismo tiempo lo acusó de salvar de la
muerte en la cruz a algunos esclavos condenados a ese suplicio "de acuerdo con
el uso de los antepasados (more maiorum)" (In Verrem 2, 5, 9-13,
12). Así, era un delito crucificar a un ciudadano romano; pero era obligación
crucificar a los esclavos sospechosos de rebelión. En todo caso, no siempre
ocurrían las cosas de ese modo. Aun cuando los desertores fueran ciudadanos
romanos, al cometer el delito de alta traición (perduellio), por el hecho
de pasar al enemigo (transfugae ad hostes), perdían los derechos civiles
y podían ser castigados con la crucifixión. Con todo, esta pena era "indigna de
un ciudadano romano y de un hombre libre" (indigna cive romano atque homine
libero) (Cicerón, Pro Rabirio, 5, 16). Por el contrario, "el nombre
mismo de la cruz debe estar alejado no sólo de la persona de los ciudadanos
romanos, sino también de sus pensamientos, sus ojos y sus oídos" (nomen ipsum
crucis absit non modo a corpore civium romanorum, sed etiam a cogitatione,
oculis, auribus) (ibid).
El horror y la infamia de la crucifixión explican el
hecho bastante curioso de que la mayor parte de los escritores latinos rara vez
se refieren a la cruz y a la crucifixión o ni siquiera mencionan el tema,
considerado desagradable y poco "elegante". "La crucifixión -señala M. Hengel-
se conocía de alguna manera en todas partes y era frecuente, sobre todo en la
época romana; pero en los ambientes cultos las personas preferían tomar
distancia frente a esa práctica y en general guardaban silencio al respecto" (Crocifissione
ed espiazione -Crucifixión y expiación-, Brescia, Paideia, 1988, 73).
* * *
Al parecer, los iniciadores de la práctica de la
crucifixión fueron los persas. Esta forma de dar muerte probablemente tenía un
sentido religioso, ya que de este modo la tierra, dedicada a Ormuzd, no se
contaminaba por no estar el cuerpo del ajusticiado en contacto con ella. La
práctica pasó de los persas a los griegos, a los cartagineses y a los romanos.
Los cartagineses castigaban con la crucifixión a sus generales y almirantes
cuando eran derrotados en la guerra o daban muestras de excesiva independencia;
pero esta pena se aplicaba con más frecuencia para someter a las ciudades
rebeldes u obligar a rendirse a las ciudades sitiadas y para aplacar a las
tropas amotinadas o provincias rebeldes. Así ocurrió en Tiro, sitiada por
Alejandro, donde hizo crucificar a 2.000 habitantes; en Jerusalén, sitiada por
Tito, y en Cantabria (provincia del norte de España), que se había rebelado
contra Roma.
En realidad, para la ley romana los súbditos
rebeldes no eran "enemigos" (hostes), sino "ladrones" (latrones) y
"bandidos" (lêstai), por lo cual no merecían ser tratados como enemigos,
sino como malhechores, y las penas de muerte aplicadas a ellos eran la
crucifixión o la exposición a las fieras (bestiis obici). A juicio de
diversos juristas, los ladrones notorios (famosi latrones) debían en lo
posible crucificarse en el mismo lugar donde cometían sus delitos (cfr Dig.
48, 19, 28, 15). Los "ladrones", con frecuencia esclavos que habían escapado de
sus amos y constituían un peligro grave para las poblaciones -el mismo San Pablo
habla de "peligros de ladrones (kindynoi lêstôn)" (2 Cor 11, 26)-,
se crucificaban en las calles más transitadas con el fin de atemorizar a un
mayor número de personas: "Para que el espectáculo aleje a los demás de cometer
semejantes crímenes y sirva de consuelo a los parientes y vecinos de las
personas asesinadas por ellos" (ibid).
Ahora bien, los rebeldes, ladrones y bandidos no
sólo recibían un castigo físico, sino también espiritual, por cuanto se pensaba
que las almas de los individuos muertos en forma violenta -ahorcados,
decapitados o crucificados, generalmente desprovistos de sepultura- eran
excluidas de los infiernos, es decir, del reino de los muertos, y permanecían
errantes, sin encontrar reposo, en forma de espectros y fantasmas nefastos.
* * *
En el mundo grecorromano, la crucifixión era la pena
impuesta a los rebeldes y los bandidos, pero al mismo tiempo típica de los
esclavos. En efecto, se llamaba precisamente servile supplicium (el
"suplicio de los esclavos"). Ciertamente, dada su crueldad, Cicerón la definió
como crudelissimum taeterrimumque supplicium (el "suplicio más cruel y
horrible que existe") (In Verrem 2, 64, 165), y con anterioridad a él
Plauto la calificó como maxuma mala crux (la "espantosa cruz") (Poenulus
347); pero la principal característica de la crucifixión era su vínculo con la
esclavitud, por lo cual Cicerón agrupó los dos aspectos -máxima crueldad y pena
propia de esclavos- al definirla como "el suplicio más cruel aplicado a los
esclavos" (servitutis extremum summum que supplicium) (In Verrem
5, 66, 169).
¿Por qué ese suplicio tremendamente cruel estaba
reservado en forma absolutamente particular a los esclavos? Así lo muestran,
efectivamente, las comedias de Plauto y las obras de Cicerón, Tito Livio,
Valerio Máximo y Tácito, según el cual Vitelio "impuso el suplicio reservado a
los esclavos (sumptum de eo supplicium in servilem modum) a un liberto
impostor" (Hist. 2, 72, 2). Por otra parte, refiriéndose a un asiático,
el mismo autor afirma que "con el suplicio de los esclavos expió su poder
maléfico" (malam potentiam servili supplicio expiavit)" (Hist. 4,
3, 2). ¿Por qué, también según Tácito, en Roma, como en todas las grandes
ciudades del imperio, había "un lugar reservado para el suplicio de los
esclavos" (locus servilibus poenis expositus)" (Ann. 15, 60, 1),
donde probablemente se encontraban numerosas cruces (en Roma, esta "fosa común"
estaba en el Campo Esquilino) (cfr Ann. 2, 32, 2)?
El motivo era el hecho de que las revueltas de los
esclavos representaban un peligro sumamente grave para la Roma republicana e
imperial. La civilización romana se basaba en la esclavitud, puesto que el
trabajo en los latifundios de los nobles romanos lo hacían los esclavos, que
además prestaban todos los servicios en sus palacios y llevaban a cabo toda la
obra de mano, encomendándose a los más capaces labores administrativas y de
educación. Por consiguiente, para Roma, la pérdida o disminución de esa enorme
masa de esclavos significaba la ruina. La amenaza de la crucifixión constituía
una terrible advertencia para quienes pretendieran liberarse de la esclavitud.
Las familias nobles y de clase media se encontraban en situación análoga al
Estado romano: la pérdida de los esclavos podía ocasionarles la ruina. Por ese
motivo, el Estado otorgaba al "jefe de la familia" (paterfamilias) la
facultad de castigarlos con la crucifixión si se rebelaban contra su amo o
cometían delitos graves (y también no muy graves).
De hecho, para la mentalidad romana un esclavo no
era un hombre, sino una "cosa" cuyo dueño podía tratarla como quisiera y
únicamente porque "así le parecía". Juvenal (50/65-140 D.C.) reproduce en una de
sus Satirae (6, 219 ss) el diálogo entre una matrona romana y su marido,
que había ordenado crucificar a un esclavo: "¡Este esclavo a la cruz!" - "¿Pero
qué delito ha cometido para merecer semejante suplicio? ¿Dónde están los
testigos y el acusador? Escucha: ¡nunca es excesiva una demora tratándose de la
muerte de un hombre!" - "¡No seas tonta! ¿Acaso un esclavo es un hombre? ¡No ha
cometido un delito, de acuerdo! ¡Pero así lo deseo y lo ordeno! ¡Mi voluntad es
motivo suficiente!" (O demens, ita servus homo est? Nil fecerit, esto. Hoc
volo, sic iubeo, sit pro ratione voluntas!).
A raíz del temor a las revueltas de esclavos, cuando
tuvieron lugar en Italia, en el siglo segundo antes de Cristo, se recurrió
excesivamente y con extrema crueldad al servile supplicium de la
crucifixión. Apiano señala que después de la derrota definitiva de Espartaco,
que en al año 73 A.C. encabezó una gran rebelión de esclavos contra Roma, Craso,
el vencedor, hizo crucificar a 6.000 prisioneros en la vía Apia, entre Capua y
Roma (Bellum civile 1, 120). Observa M. Hengel: "La aplicación rigurosa
del servile supplicium era consecuencia del pánico provocado por las
revueltas de esclavos, sobre todo en Italia, porque en la época del
"imperialismo" romano, con posterioridad a la segunda guerra púnica, el país era
alimentado permanentemente por gran cantidad de esclavos, enviados a los
latifundios. Es totalmente comprensible que este temor después se haya
transformado a menudo en odio" (Crocifissione ed espiazione, cit., 93).
* * *
En el mundo judaico, la crucifixión se practicó
durante el período asmoneo, que se extiende desde la rebelión de los Macabeos
(siglo II A.C.) hasta el año 63 A.C., cuando Pompeyo conquistó Palestina. Así,
Alejandro Janeo ordenó crucificar a 800 hebreos, probablemente fariseos (Flavio
Josefo, De bello iudaico, 1, 97 s; Antiquitates iudaicae 13,
380-383). Herodes suprimió esta pena, ciertamente para tomar distancia con los
asmoneos y no movido por un espíritu humanitario. Después de haber recurrido
excesivamente los romanos a la crucifixión con el fin de controlar la rebelión
judaica, la pena dejó de imponerse en Palestina, tanto más por cuanto en la
crucifixión estaba implícita la condena de Dios. De hecho, dice el Deuteronomio:
"Cuando uno que cometió un crimen digno de muerte sea muerto colgado de un
madero, su cadáver no quedará en el madero durante la noche, no dejarás de
enterrarle el día mismo, porque el ahorcado es maldición de Dios, y no has de
manchar la tierra que Yavé, tu Dios, te da en heredad" (21, 22-23). De acuerdo
con la ley judaica, la maldición de Dios recaía sobre el hombre crucificado.
Esto explica por qué la prédica cristiana sobre el Mesías "crucificado" de los
primeros tiempos provocó "escándalo" entre los hebreos: ¿cómo podía el Mesías
ser un hombre "crucificado" y por lo tanto "maldecido" por Dios?
En todo caso, es importante observar que la ley
judaica no enfocaba el hecho de ser colgado en un madero como una pena de
muerte, sino como un castigo adicional. Efectivamente, este castigo se aplicaba
a los idólatras y blasfemos apedreados y por consiguiente después de muertos. El
carácter penal consistía en el hecho de que el hombre apedreado, al ser colgado
en un palo, era señalado como un ser "maldecido por Dios".
* * *
¿Cómo tenía lugar la crucifixión? En general, era
precedida por la flagelación, suplicio que Horacio llama horribile,
agregando que sus víctimas morían (Satirae 1, 2, 41). El condenado era
golpeado con el flagellum, un látigo con varias correas, cuerdas con
nudos o cadenillas, en cuyos extremos había huesecillos y pequeñas bolas de
plomo. La ley romana no fijaba un límite para el número de golpes, de manera que
a menudo la persona flagelada moría con ellos. La ley judaica, en cambio, no
permitía más de 40, que los fariseos reducían a 39 para evitar sobrepasarlos por
error. La intensidad de la flagelación dependía de la crueldad de los
fustigadores, pero el suplicio era aún mayor por la vergüenza de ser sometido a
una pena tan denigrante y ser despojado de las vestiduras y amarrado a un poste
o una columna.
Después de la flagelación, el condenado a la
crucifixión era conducido al lugar del suplicio. Debía llevar sobre la espalda
el patibulum o supplicium y le ponían en el cuello una tablilla
donde se escribía su nombre y el motivo de la condena. Lo hacían recorrer las
calles más transitadas para provocar temor en los observadores y humillarlo aún
más. El lugar del suplicio era alto y concurrido. Al llegar al mismo, el
condenado era amarrado o clavado en el patibulum; enseguida lo levantaban
en el madero vertical (stipes), hundido firmemente en la tierra mediante
cuerdas, con escalas o con las manos si la cruz era baja, y quedaba fijo en el
mismo. Sus pies se unían al madero vertical con dos clavos o a veces
sobrepuestos con uno solo. Todo estaba indicado con la siguiente frase: el
condenado patibulo suffixus in crucem tollitur (adherido al madero
transversal es levantado sobre la cruz). En la mitad del madero vertical había
un aculeus, un cuerno de madera en el cual el condenado podía sentarse a
horcajadas, de donde derivan las expresiones "cabalgar en la cruz" o "estar
sentado en la cruz". Los cristianos suprimieron este aculeus por el
aspecto indecoroso y obsceno que podía tener.
En general, la cruz era más bien baja, de la altura
de un hombre, para comodidad de los soldados o para que los animales pudieran
despedazar más fácilmente a las víctimas cuando además de la crucifixión eran
"condenadas a ser devoradas por las bestias (damnati ad bestias)". En
cambio, era más alta cuando se deseaba humillar en mayor grado al condenado
haciéndolo más visible y exponiéndolo de ese modo aún más a las injurias y
muecas de la gente.
Antes de colgarlo en el patíbulo, se desvestía al
condenado para exponerlo desnudo ante las miradas de la gente. Luego le quitaban
del cuello la tablilla con el motivo de la condena, que se colocaba en el madero
vertical sobre su cabeza para que todos pudieran leerla. De ese modo era
supuestamente despojado de toda apariencia de personalidad jurídica y del
carácter de "hombre", herido tanto en su cuerpo horriblemente desfigurado como
en su honor, puesto que la crucifixión era una pena impuesta a los esclavos,
desertores y ladrones, como en su dignidad humana, cuya pérdida mostraba el
hecho de encontrarse expuesto desnudo a las miradas e insultos vulgares de la
gente.
La muerte de los crucificados era sumamente dolorosa
y muy lenta, de manera que a veces podían permanecer varios días en la cruz.
Aparte de los clavos, los sufrimientos mayores eran la dificultad respiratoria,
la sed provocada por la pérdida de sangre, la deshidratación y el sudor, las
picaduras de insectos y por último las mordeduras de las fieras y las aves de
rapiña. Después de morir, se dejaba al crucificado podrirse en la cruz en
calidad de alimento para las bestias. No tenía derecho a sepultura a menos que
sus parientes hubieran conseguido que les entregaran el cadáver con el fin de
enterrarlo. La privación de sepultura era una pena adicional.
Para nosotros es casi imposible comprender en la
actualidad lo grave que era la privación de sepultura para los antiguos:
significaba la profanación total de la persona del delincuente, obligado a no
encontrar el descanso ni siquiera en el sheol o reino de los muertos, del
cual lo excluía la muerte violenta impuesta por sus delitos: Scelestae
quaeque animae inferis exsulant "las almas de los criminales (muertos por
crucifixión, decapitación o exposición a las bestias) son expulsadas de los
infiernos" (Tertuliano, De anima 56, 8-57, 3; CC 11, 864 s). La
crucifixión como pena de muerte sólo fue abolida a partir de Constantino.
* * *
La crucifixión de Jesús no fue diferente a la forma
acostumbrada de imponer este tipo de suplicio. Una vez condenado por Pilato, fue
flagelado de acuerdo a la costumbre romana, es decir, con un número no
establecido de golpes; fue escarnecido por los soldados romanos como rey objeto
de burlas; se le hizo cargar el patibulum, que en su estado de
agotamiento no lograba llevar, de tal manera que obligaron a un tal Simón de
Cirene, que venía del campo, a cargarlo detrás de él. Al llegar a un lugar
elevado llamado Gólgota, le quitaron del cuello la tablilla donde estaba escrito
su nombre (Jesús el Nazareno) y el motivo de la condena (Rey de los
Judíos); le hicieron ingerir un brebaje narcótico, compuesto de vino y
mirra, que las mujeres de alto rango de Jerusalén solían ofrecer a los
condenados para reducir su sensibilidad al dolor; luego lo desnudaron, lo
clavaron en el patibulum y lo levantaron sobre el stipes hundido
en la tierra; por último fijaron sus pies en el stipes, probablemente con
un solo clavo, y pusieron la tablilla de la condena sobre su cabeza. Junto con
Jesús fueron crucificados dos ladrones, cuyas cruces se encontraban una a su
derecha y la otra a su izquierda. Tal vez la cruz de Jesús era más alta que de
costumbre porque el soldado puso en una caña la esponja en vinagre para calmar
su sed (Mc 15, 36).
La agonía de Jesús en la cruz fue más bien breve,
puesto que sólo duró tres horas. En realidad, de acuerdo al precepto del
Deuteronomio -"Maldito el hombre colgado del madero"- la presencia de los
crucificados habría profanado la fiesta de Pascua, por lo cual se apresuró su
muerte despedazándoles las piernas; pero a Jesús, que ante la sorpresa de Pilato
ya había muerto, solamente le atravesaron el pecho con una lanza. Luego, en vez
de ir a la fosa común, su cadáver fue entregado a José de Arimatea, que lo había
solicitado explícitamente a Pilato para sepultarlo.
* * *
Estos datos históricos sobre la crucifixión nos
ayudan a comprender las grandes dificultades de las primeras prédicas cristianas
de los discípulos de Jesús y de la acogida de parte de los judíos y los paganos.
Tanto así que el historiador se pregunta justamente cómo fue posible el éxito
del cristianismo primitivo y si debiera reconocer o al menos sospechar que
realmente se produjo esa intervención sobrenatural llamada por la fe cristiana
el "poder del Espíritu Santo".
Refiriéndose a su predicación, San Pablo escribe a
los cristianos de Corinto: "Porque los judíos piden señales, los griegos buscan
sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para
los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los
llamados, ya judíos, ya griegos" (1 Cor 1, 22-24). San Pablo sabe que no
está predicando lo que los judíos y paganos esperan de él. Como lo hicieran con
Jesús (Mt 12, 38: "Maestro, quisiéramos ver una señal tuya"), los judíos
piden prodigios y milagros estruendosos, similares a aquellos que abundan en la
historia hebrea, que acrediten a Jesús en carácter de enviado y profeta de Dios.
Por su parte, los griegos atribuyen a la sabiduría el valor más alto y buscan
nuevos maestros en este ámbito. Pablo, en cambio, sólo puede presentar a los
judíos y a los paganos "la doctrina de la cruz (ho logos ho tou staurou)
(1 Cor 1, 18), que es "necedad (môria)".
¿Por qué "necedad"? Porque Pablo anuncia a los
paganos que Jesús es el Hijo de Dios y el Salvador de los hombres del pecado y
la muerte. En esto reside la "necedad" de su predicación: ¿cómo puede ser el
Hijo de Dios un judío "crucificado", es decir, condenado por la autoridad romana
a morir en la cruz, forma de muerte reservada a los esclavos sediciosos, a los
criminales endurecidos y a los súbditos rebeldes, y por lo tanto no sólo
tremendamente cruel, sino también sumamente infamante? ¿Cómo puede ser el
Salvador de los hombres un individuo que ni siquiera ha sido capaz de salvarse a
sí mismo del suplicio de la cruz y por consiguiente no ha muerto como héroe,
sino como un despreciable y miserable delincuente?
En realidad, aparentemente nada es admirable ni
heroico en la muerte de Jesús. También Sócrates es condenado a muerte, pero
asume con gran nobleza y serena firmeza la cicuta y la espera de la muerte,
conversando con sus discípulos y recomendando a Fedón ofrecer un gallo en
sacrificio a Esculapio por haberlo liberado del mal de la vida. Jesús, en
cambio, muere solo, abandonado por sus discípulos y traicionado por uno de
ellos; muere espantosamente flagelado, escarnecido como rey objeto de burla por
los soldados romanos y como falso mesías por las autoridades judaicas ("¡El
Mesías, el rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos",
Mc 15, 32); muere expuesto desnudo ante las muecas de los transeúntes; muere
gritando "con voz fuerte: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc
15, 34). Esta muerte nada tiene en común con la del sabio, que de acuerdo con la
moral predicada por el estoicismo, debe enfrentarla con "indiferencia" (apatheia)
y "virtud" (arête), es decir, con serena firmeza.
Mientras "la palabra de la cruz" es "necedad" y
"locura" para el mundo grecorromano al cual se dirige Pablo, es "escándalo" para
los judíos, en cuyas comunidades dispersas en el mundo helenístico anuncia el
Evangelio de Jesús antes de comunicarlo a los paganos. ¿Por qué "escándalo", es
decir, literalmente "piedra de obstáculo" que les impide creer en Jesucristo?
¿Dónde reside el "escándalo"? En el hecho de anunciar Pablo al "Mesías
crucificado": "Nosotros predicamos a Cristo crucificado (Christon
estaurômenon)" (1 Cor 1, 23). Efectivamente, para los judíos era
inconcebible que el Mesías, elegido y predestinado por Dios para liberar a su
pueblo de los enemigos, muriese como esclavo y despreciable malhechor, en la
forma más cruel e infamante imaginable. Se agregaba a lo anterior el hecho de
que sobre un individuo colgado en el "madero infame de la cruz" recaía la
maldición de Dios, de acuerdo con la afirmación del Deuteronomio (Dt 21,
22-23), como indicábamos anteriormente. En el mundo hebreo, los hombres más
ilustres y cercanos a Dios morían cubiertos de honores y al final de una larga
vida. Eran poco comunes e incomprensibles los casos de hombres amados por Dios y
fieles a la Torâ muertos en forma prematura en una batalla, como el
piadoso rey Josías, herido mortalmente en la batalla de Meguido contra el faraón
Necao en el año 609 A.C., porque Dios "otorga la victoria a su Mesías". ¿Cómo
podía entonces ser el Mesías de Dios un "crucificado", muerto en forma tan
ignominiosa y condenado a perecer en forma tan infame, acusado de violar la
Torâ y hablar en contra del Templo, la institución más sagrada del
hebraísmo, o de rebelarse contra el poder romano?
* * *
La "locura" y el "escándalo" de la muerte de Jesús
en la cruz eran aún mayores por el hecho de anunciar Pablo que la muerte de
Jesús tenía un carácter "redentor" a pesar de haber sido tan espantosa.
Así, Pablo afirmaba que Jesús, el Mesías, murió para
expiar los pecados de todos los hombres: "Cristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras; fue sepultado y resucitó al tercer día, según las
Escrituras" (1 Cor 15, 3-4). Jesús había muerto por los demás hombres
pecadores. Por consiguiente, era una muerte "vicaria", "en lugar" y "a favor" de
los hombres, todos pecadores y por tanto alejados de Dios e incapaces de tener
acceso a Él. Con su muerte, causada injustamente por los hombres, pero dispuesta
por Dios y por Él deseada en su inescrutable designio de redimir a los hombres
del pecado y la muerte, tuvo lugar la reconciliación de los hombres con Dios y
se otorgó a éstos gratuitamente la salvación. Dios mismo había "entregado" a
Jesús en manos de los pecadores, para que le dieran muerte en forma libre y
voluntaria; pero tres días después lo hizo resucitar a una nueva vida, dándole
el nombre "Señor" (Kyrios) y haciéndolo sentarse a su diestra, en calidad
de rey del universo y juez de los vivos y los muertos.
Estas afirmaciones, tomadas por Pablo de la primera
comunidad cristiana de Jerusalén, eran escandalosas e insensatas tanto para los
paganos helenísticos como para los judíos. Al auditor culto del mundo pagano,
"la predicación cristiana sobre el mesías crucificado debía parecerle repulsiva
desde el punto de vista estético y moral y en conflicto con el concepto afinado
por la filosofía de la naturaleza de la divinidad. La nueva doctrina de la
salvación tenía rasgos no sólo bárbaros, sino también irracionales y excesivos.
Para los contemporáneos era una superstición oscura e insensata. No se trataba
de la muerte de un héroe de los tiempos antiguos, transfigurada a la luz de la
religión, sino de un artesano judío del pasado reciente, ajusticiado como un
criminal, con lo cual se había asociado la salvación del pasado y el presente de
todos los hombres " (M. Hengel, Crocifissione ed espiazione, cit., 176).
Así, la predicación sobre la muerte "redentora" de
Jesús, el mesías, era escandalosa para los judíos. Por una parte, de acuerdo con
la visión mesiánica del judaísmo, era inaceptable la forma ignominiosa en que
había muerto Jesús, porque habría sido un Mesías "maldecido por Dios", idea
inconcebible y absurda. Por otra parte, la Torâ no apoyaba el hecho de
"morir por los demás": "No morirán los padres por la culpa de los hijos, ni los
hijos por la culpa de los padres; cada uno será condenado a muerte por pecado
suyo" (Dt 24, 16). Para el judaísmo, la responsabilidad era personal:
"Cada uno morirá por su propia iniquidad", se dice en Jeremías (31, 30), y lo
repite Ezequiel: "El alma que pecare, ésa morirá; el hijo no llevará sobre sí la
iniquidad del padre, ni el padre la del hijo; la justicia del justo será sobre
él, y sobre él será la iniquidad del malvado" (18, 20). Es significativo el
hecho de que ni siquiera Moisés, con su intercesión, consigue evitar que el
Señor castigue al pueblo por hacer el becerro de oro. "Pero perdónales su
pecado, o bórrame de tu libro, del que tú tienes escrito", implora Moisés. El
Señor le responde: "Al que ha pecado contra mí es al que borraré de mi libro. Ve
ahora y conduce al pueblo a donde yo te he dicho. Mi ángel marchará delante de
ti, pero cuando llegue el día de mi visitación, yo los castigaré por su pecado".
"Y castigó Yavé al pueblo por el becerro de oro que les había hecho Arón" (Ex
32, 31-35).
* * *
Se comprende así de qué magnitud pudieron ser esos
obstáculos, sumamente difíciles de superar humanamente, enfrentados por la
predicación cristiana primitiva sobre el "mesías crucificado, muerto para la
salvación de todos los hombres". Unicamente el anuncio de la resurrección por
obra de Dios del mesías crucificado, al cual había elevado junto a Él en la
gloria con el nuevo nombre de "Señor", contribuyó a la superación de todo
obstáculo. Ciertamente, sólo la resurrección y glorificación del mesías
crucificado por parte de Dios justificaban el escándalo y la locura de la cruz,
otorgándoles un sentido "redentor". En efecto, en su misterioso designio de
salvación de los hombres, Dios había "entregado" a su Hijo Jesús, el mesías, a
la muerte en la cruz, para hacerlo expiar de una vez y para siempre los pecados
de la humanidad con su obediencia al designio del Padre y con su amor al Padre y
a los hombres y para que reconciliara con su sangre inocente a los hombres con
Dios. De acuerdo al designio inescrutable de Dios, era necesario que el mesías
salvara a los hombres haciéndose cargo de sus pecados y sometiéndose por tanto a
la muerte, castigo del pecado. Debía descender al abismo del mal a través de la
espantosa e infamante muerte en la cruz; pero precisamente este descenso "a los
infiernos" le permitiría derrotar a la muerte para sí mismo y todos los hombres,
resucitando desde el reino de la muerte y el pecado y recibiendo "un nombre
sobre todo nombre" (Fil 2, 9), es decir, el nombre divino "Señor".
Así, el "mesías crucificado" es el "Señor resucitado
y glorificado", y si con esto la infamia y el escándalo de la crucifixión no
desaparecen, ciertamente se atenúan; pero aquí reside el núcleo esencial -y más
difícil- del acto de fe al cual es llamado el cristiano: la fe cristiana está
esencialmente marcada por la cruz y la resurrección.
En todo caso, la respuesta más eficaz al "escándalo"
de la cruz es que todo el drama de la pasión y muerte de Jesús tuvo lugar "por
amor". De tal manera ha amado Dios a los hombres que para salvarlos no evitó el
dolor de aquello que para Él era más amado -su Hijo Jesús- entregándolo en
cambio en "rescate" a la muerte temporal con el fin de liberarlos de la muerte
eterna. De tal manera ha amado Jesús al Padre que "obedeció hasta el punto de
morir en la cruz" ante su designio de salvación; y de tal manera ha amado a los
hombres que descendió al abismo de la muerte -¡y qué muerte!- para asumir la
condena por ellos merecida por sus pecados (Él, el Inocente) y así poder
salvarlos. De este modo, y a la luz del amor del Padre por los hombres y de
Jesús por el Padre y los hombres, es posible dar una respuesta total al drama
escandaloso de la muerte de Jesús en la cruz. Sin embargo, en esto reside
precisamente la dificultad para los hombres: creer en el amor, cuya demostración
suprema está en la locura de la cruz. En realidad, la locura de la cruz es la
locura del amor y sólo puede comprenderla quien comprende lo que es el amor.Civiltà
Cattolica nº 3582
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