Jorge
Costadoat
La
inculturación del Evangelio en América latina topa con el hecho de que la
identidad cultural latinoamericana experimenta el influjo cultural de la
modernidad occidental. El presente trabajo tiene por objeto despejar el camino a
una inculturación del Evangelio mediante la validación de la categoría de
creatividad como categoría mediadora de la salvación. Entre otras definiciones
posibles, la creatividad caracteriza singularmente a la modernidad. La
creatividad es una aspecto distintivo de la libertad del sujeto moderno1.
El empalme de la creatividad moderna con el concepto cristiano de creatividad,
discernida su compatibilidad, puede ayudar a verificar el Evangelio en un
continente que hasta ahora ha podido ser muy poco protagonista de su historia y
donde los esfuerzos liberacionistas de los últimos tiempos han sido incapaces
de inventar la sociedad alternativa que prometen.
I . América latina ante la modernidad
Antes
de entrar de lleno en la fundamentación de la creatividad como categoría teológica,
es preciso describir el problema que lo requiere. Más que nunca en su historia,
América latina se ve obligada a definirse ante la modernidad.
1.- La creatividad en la modernidad
América
latina, mezcla o suma de elementos culturales europeos, indígenas, africanos y
cristianos en particular, está expuesta de hecho a la poderosa influencia de la
modernidad que la conmueve en lo más profundo de su identidad, ofreciéndole
oportunidades que no puede dejar pasar sin amenazar gravemente su futuro, pero
amenazándola gravemente en el presente con sus mismas ofertas de progreso. La
versión tradicional y a menudo arcaica de la fe cristiana no representa para América
latina un recurso fácil para salir del paso ante los desafíos históricos
actuales. La modernidad disputa a América latina el campo de la salvación que
desde sus orígenes estaba reservado a las creencias indígenas y a la fe en
Cristo.
¿Cuál
es el poder secreto de la modernidad? Si hay un punto clave en que la modernidad
difiere de la mentalidad antigua es que la modernidad consiste en la emergencia
radical de la subjetividad. Esto no significa que la antigüedad desconociera la
subjetividad; sabemos que la subjetividad moderna remonta su origen al mismo
cristianismo. Pero en la modernidad la exaltación de la subjetividad ha
alcanzado su máximo despliegue. La historia de la modernidad es en breve la
historia del desarrollo de la libertad. En la modernidad la libertad ha sido
concebida como una magnitud infinita, en virtud de la cual el sujeto se halla
ante el mundo como ante un tablero desplegado delante de su mirada2.
Si en Kant la antinomia entre libertad y naturaleza parece irresoluble, Hegel
supera esta antinomia al afirmar que el Espíritu subjetivo alcanza la
objetividad por sucesivas mediaciones entre el sujeto y la substancia, entre el
deseo y la racionalidad, entre la representación y la volición, entre la
voluntad subjetiva y la voluntad objetiva, hasta la mediación más concreta
entre la libertad subjetiva y el Estado. Pero, si en Hegel la concepción de la
realidad como sujeto alcanza el máximo desarrollo, también en él es posible
avizorar el fracaso de la libertad, pues su osadía en adivinar el futuro histórico
entronca de lleno con la ilusión ideológica de los progresismos de todo tipo.
En fin, si Sartre no cae en la trampa hegeliana, desarrolla la infinitud de la
libertad respecto de la naturaleza hasta su aniquilación. La idea de la
precedencia de la existencia a la esencia lleva a concebir al hombre como
creador absoluto de sí mismo, es decir, al desquiciamiento del sentido de la
libertad.
Otros
autores modernos relativizan la concepción de la libertad como una infinitud
independiente y rectora de la naturaleza. Pero aún en el caso de Zubiri que
arraiga al hombre en el mundo, sea por el origen psicofísico de su carácter de
agente, sea como autor que modifica el mundo con su acción libre, sea como
actor que representa el rol que el mundo que lo cobija le impone, la idea de que
el hombre es en gran medida producto de su creatividad se impone en la
modernidad3.
El
poder secreto de la modernidad, la subjetividad, la capacidad de crear autónomamente
las mejores condiciones de la vida humana, ¿hasta qué punto representa una auténtica
“salvación”? No es posible menospreciar tantos logros, pero tampoco se
puede hacer vista gorda del precio. En los casos en que se ha atribuido a la
libertad humana una capacidad creadora ex nihilo, los costos han sido muy
altos. Para implantar la revolución cultural Mao exigió renunciar a la
milenaria tradición china. Los intentos modernizadores latinoamericanos
marxistas o neoliberales que sucesivamente han aspirado al poder político también
han pretendido hacer tabula rasa del sistema socio-económico precedente.
En todos estos casos, los daños y los sufrimientos infligidos a inocentes han
sido enormes.
Aún
cuando la ciencia y la técnica modernas ofrezcan fabulosas soluciones a la vida
humana, no hay que engañarse. Los grandes problemas de la humanidad no han sido
resueltos. Es más, la promesa moderna de su solución ha sido siempre argumento
para posponer el desarrollo de las mayorías pobres o para conculcar la libertad
de los que no se pueden defender. El mundo moderno no es sinónimo de puro
progreso. Tampoco su idea de progreso es sinónimo de realización humana auténtica.
Al no atacar en su raíz los males “trascendentes” del pecado y de la
muerte, el progreso moderno representa una solución superficial. Si es
imperativo reconocer el éxito de la creatividad humana en el mundo
desarrollado, si esta creatividad desafía a los pueblos pobres del planeta a
asumir su propio protagonismo histórico con imaginación y no sólo con quejas
y críticas, este desafío es todavía mayor cuando el Occidente moderno ha sido
la causa precisa de la explotación, la marginación y la destrucción humana en
América latina.
La
postmodernidad no representa una verdadera alternativa a la modernidad, pues no
parece ser más que una inflexión en el curso de la misma modernidad. Paradójicamente,
la postmodernidad pareciera establecer vínculos poderosos con la premodernidad,
en favor de la versión menos solidaria de sociedad4.
La modernidad aparece en el siglo XXI como una locomotora capaz de arrastrar los
carros más diversos. Los intentos de clonación humana y la posibilidad de
modificación de la carga genética de la humanidad, amén de otra innovaciones
como el despliegue de la informática son un mentís muy serio en contra de los
que auguran el fin de la modernidad y el paso a una nueva era. Señales de
fracaso del mundo moderno se las encuentra por todas partes. Pero la modernidad
no se ve agotada, su creatividad parece desbocada. América latina se encuentra
de hecho, guste o no, para su bien o para su mal, en un proceso de modernización.
La evangelización del continente no puede pasar este dato por alto.
2.-
Identidad y modernización en América latina
A
diferencia del mundo desarrollado, en América latina ha sido muy difícil la
emergencia de un sujeto libre y creativo. En América latina incluso las
principales ideas han venido de fuera. Los quinientos años de dependencia
externa y de dominación de unos latinoamericanos sobre otros ha urgido a pensar
el futuro en términos de liberación más que de creatividad.
La
liberación que aquí se busca se nutre de tradiciones culturales diversas. El
iluminismo moderno requiere la liberación del continente, desde los movimientos
de emancipación del siglo XIX hasta los últimos intentos neoliberales por
uncir la política a la carreta del libre mercado, incluidos por cierto los
ensayos socializantes del siglo pasado. El cristianismo, que remotamente inspira
el surgimiento de la libertad ilustrada, constituye la motivación próxima de
la reciente teología de la liberación. Por último, nadie puede desconocer que
los movimientos de resistencia y emancipación indigenistas, desde los tiempos
de la conquista hasta nuestros días, representan la aspiración libertaria
presente en todo ser humano sometido y oprimido. Pero el tema de la liberación
en América Latina es complejo, además, porque no es posible decir a ciencia
cierta quién es el sujeto latinoamericano. Hay muchas maneras de ser
latinoamericano y en todas partes sucede que no siempre es externo el agente de
opresión del continente.
¿Cómo
se ha configurado la identidad latinoamericana? Es este un tema disputado entre
los autores. Jorge Larraín5
recuerda que una primera síntesis cultural, en tiempos de la conquista y
colonización española, consistió en el encuentro asimétrico entre la cultura
hispánica y las culturas indígenas autóctonas. Entre los siglos XVI y XVII
habría cuajado un primer polo de identidad cultural, representada por el
mestizo, caracterizado por la pérdida de libertad y del sentido de identidad de
los indígenas, facilitada por la concepción fatalista que éstos tenían de la
historia y provocada directamente por su dominación forzada y por la idea de
inferioridad que los mismos españoles habrían hecho prevalecer sobre ellos. La
fe católica entonces, aun cuando suscitó importantes debates sobre la dignidad
humana de los aborígenes y mitigó su esclavitud, aseguró también ideológicamente
el predominio ibérico sobre América Latina.
El
movimiento independentista de comienzos del siglo XIX, constituyó un segundo
momento importante. La Ilustración francesa, el liberalismo británico y el
positivismo comptiano influyeron en los criollos, los que terminaron por
arremeter contra el patrón cultural anterior. En contra de España, se luchó
por la libertad de comercio y de conciencia. Las nuevas repúblicas abolieron la
esclavitud y establecieron la libertad educacional y religiosa. Los nuevos
criterios científicos traerían “orden y progreso”. Pero las repúblicas
criollas, despreciando la raíz indígena de la cultura latinoamericana como bárbara,
pretendieron civilizar el continente de acuerdo al paradigma de la razón
ilustrada. Como botón de muestra, varios fueron los intentos de mejorar la raza
mediante inmigrantes europeos. Según Larraín, “una tensión recurrente ha
subsistido entre el polo indoibérico y el polo positivista, porque el modelo
racionalista más reciente nunca pudo reemplazar totalmente a la matriz cultural
original”6.
Entre
las dos guerras mundiales del siglo XX, en tiempos de la depresión económica,
diversos estudios sobre el carácter del latinoamericano subrayan que América
Latina es diferente. Despierta una nueva sensibilidad frente al tema. En contra
del expansionismo norteamericano, una serie de autores revaloró la identidad
mestiza. Otros, no exaltaron la mezcla, sino lo autóctono y, entre éstos, unos
han propugnado la pureza racial indígena mientras otros la asimilación a la
cultura nacional. No faltaron desde entonces las descripciones negativas del carácter
del latinoamericano (resentido, doble, flojo), probablemente influidas por las
ideas que los europeos tienen sobre él. Vinculado al movimiento anterior, surgió
también el hispanismo que postula que sin España y la fe católica Iberoamérica
no habría existido, pues ha sido el factor hispánico, a pesar de todo, el que
ha permitido conservar las culturas nativas. El hispanismo se ha afirmado en
contra de la tendencia a buscar fuera la propia identidad, tendencia que habría
irrumpido en el continente con las luchas de la Independencia.
Como
vemos, la cuestión de la liberación remite al de la identidad latinoamericana.
Pero esta, a su vez, no sólo invita a mirar el pasado sino también al futuro.
El tema de la identidad remite al de la modernidad. Frente a la modernidad, América
latina se cierra o se abre. Ambas opciones están preñadas de consecuencias.
Sobre
la relación del tema de la identidad y de la modernidad en América Latina,
Larraín distingue dos posiciones: las teorías optimistas y las teorías
pesimistas respecto a la modernidad. Teorías optimistas son aquellas que
intentaron la modernización los años 50 y las actuales teorías neoliberales,
las cuales tienen en común definir a América Latina en “transición a una
modernidad cuyo modelo o paradigma es sacado de las sociedades europeas y
norteamericana. El proceso de modernización se concibe como una necesidad histórica
y, aunque existen obstáculos, a la larga como prácticamente inevitable”7.
Si las teorías de modernización de los años ’50 veían obstáculos en
razones culturales como el conservadurismo, la resistencia al cambio de los
campesinos, los valores tradicionales anticapitalistas, etc., “las teorías
neoliberales, en cambio, ven principalmente los obstáculos en las políticas
económicas equivocadas que siguieron los gobiernos latinoamericanos desde los años
30 y propiciadas por Cepal desde los 50”8.
Para las teorías optimistas, empero, todo obstáculo es superable.
Por
otra parte, se han dado “las teorías más bien pesimistas o negativas con
respecto a la modernidad, que dudan que América Latina se haya modernizado o
que realmente pueda modernizarse o que sea bueno que se modernice en el sentido
de las teorías anteriores. Entre las corrientes pesimistas más importantes
sobresalen las que destacan problemas telúricos, de autenticidad y de identidad
cultural como base para la duda” 9.
Autores como Véliz, Burns y Morandé aducen criterios de identidad cultural
como óbices de modernización. Para Morandé la identidad cultural
latinoamericana se fraguó entre el siglo XVI y el XVII como mestizaje de lo
hispano y lo indígena, y posee un “sustrato católico” resistente a la
racionalidad instrumental de la modernidad que socava esta identidad. Burns
lamenta el triunfo de la modernidad, buscado derechamente por las elites
latinoamericanas, sobre la cultura popular. Este triunfo se ha traducido en un
grave empeoramiento en la calidad de la vida del pueblo. Véliz, a diferencia de
los anteriores, culpa a la cultura latinoamericana misma de no haber acogido la
modernidad y, en consecuencia, de los males que los latinoamericanos suelen
atribuir a los extranjeros, a los países desarrollados, a las estructuras o a
las políticas equivocadas, en vez de adjudicarlos al legado cultural del
barroco español.
Paz,
Fuentes y Morse, en cambio, señalan problemas de autenticidad: las
modernizaciones en América latina no han sido enteramente genuinas por una
dificultad fundamental para adoptar el patrón europeo. Paz piensa que nuestra
dificultad está en haber carecido, junto con toda la hispanidad, de la
Ilustración del siglo XVIII. Mientras otros pueblos se abrieron a la crítica y
la racionalización, España nos encerró en las jaulas conceptuales de la
neoescolástica. Según Fuentes, provenimos de la contrarreforma española que
cerró sus murallas a la modernidad. Y, sin embargo, así como solemos
reaccionar violentamente contra la tradición en vista de asumir acríticamente
la última versión de lo moderno, cultivamos también una enorme paciencia
cultural que nos mantiene unidos a nuestro pasado. Morse opina que en América
Latina nunca pudo internalizarse completamente el proceso weberiano del
desencantamiento. La modernidad no ha podido doblegar la reacción
latinoamericana a las revoluciones religiosa y científica, reacción que impide
la implantación del utilitarismo y el individualismo europeos.
En
suma, el problema de las teorías optimistas radica en promover la modernización,
aunque esta implique claudicar de la identidad latinoamericana. El problema de
las teorías pesimistas, en cambio, está en plantear una falsa disyuntiva:
modernización o identidad. A nuestro parecer, América latina, en sus diversas
expresiones culturales y partir de sus sujetos, debiera integrar la modernidad
al menos en algunos aspectos de importancia. De hecho, el desafío no es nuevo.
Entre nosotros se ha dado un tipo de “modernidad periférica”, una
modernidad a nuestro modo10.
La única alternativa, creemos, consiste en cultivar una actitud protagónica,
en una la palabra, creativa, la que supone admitir la mutabilidad de la cultura
latinoamericana y asumir críticamente las exigencias de la modernidad.
Es
precisamente en este terreno en que nos planteamos el desafío de desarrollar un
concepto cristiano de creatividad como mediación de la salvación escatológica.
La fe cristiana ofrece pistas valiosas tanto para criticar la concepción
moderna de la libertad y de la creatividad, como para pensar la identidad plural
latinoamericana. De este modo esperamos sugerir una inculturación del Evangelio
en América latina en situación de modernización.
II. La creatividad cristiana
La
creatividad no es una virtud exclusiva de la modernidad. Remotamente la libertad
y creatividad modernas deben su origen al judeo-cristianismo11.
Lo que no significa, empero, que el cristianismo ni tampoco la teología hayan
asumido suficientemente el aporte histórico de la libertad y de la creatividad
modernas. Pensemos, por ejemplo, en la dificultad que ha tenido la Iglesia para
admitir la democracia.
Por
otra parte, la explicitación del concepto cristiano de creatividad tiene todavía
mucho que enseñar al concepto secular de creatividad porque, en la medida que
se lo halla en Cristo, sitúa a la creatividad en su origen y la encamina a su
fin. A continuación intentaremos lo prometido al principio, esto es,
fundamentar el concepto de creatividad como una mediación de la salvación
cristiana, en cuanto categoría que puede facilitar un empalme con la
modernización a que está sometida América latina.
1.-
Dificultades de la categoría de creatividad
No
es posible desarrollar la idea de la creatividad cristiana sin decir una palabra
sobre los prejuicios que impiden acogerla como mediación de la salvación y
sobre los peligros reales en que se puede incurrir al asimilársela fácilmente
con el concepto moderno de creatividad. Las dificultades son de distinta índole.
a)
Dificultad religiosa
No
debiera constituir mediación de salvación alguna una categoría que no hunda
sus raíces en la revelación. ¿Tiene la creatividad arraigo en la revelación?
Esta pregunta plantea una dificultad principal. Ante de responderla, sin
embargo, conviene tener presente que la Escritura y la Tradición de la Iglesia
no excluyen que la salvación pueda expresarse en términos no religiosos, sino
seculares, pero la aceptación de esta posibilidad enfrenta prejuicios no fáciles
de remover.
Es
difícil probar que la creatividad pueda ser mediación de la revelación porque
el lenguaje soteriológico del Nuevo Testamento y que predomina en la teología
hasta hoy día, es un lenguaje religioso en sentido estricto. Las palabras
redención, reconciliación, expiación, justificación, etc., tuvieron en el
antiguo Israel un origen común y corriente, y tal vez para los contemporáneos
al Nuevo Testamento todavía conserven su sabor secular, pero al convertirse el
cristianismo en religión e Iglesia estos términos han adquirido una tonalidad
religiosa inconfundible. De paso, inadvertidamente, la salvación se ha reducido
a un bien religioso, es decir, ha llegado a ser sospechoso imaginar la obtención
de la salvación por otras vías que las institucionales, como ser, las que
subrayan la importancia de la voluntad y de la inteligencia.
Otra
dificultad proviene del antiguo gnosticismo que recicla hasta nuestros días
entre los cristianos la expectativa del desprendimiento de la creación como
condición de acceso al mundo espiritual superior. En esta perspectiva la
creatividad podría ser incluso un pecado. Pero aún no siendo pecado, el tránsito
permanente que el cristianismo propone de este mundo al otro, como del exilio a
la tierra prometida, mueve a pensar que este mundo no tiene sentido. La
Escritura no autoriza esta interpretación. Pero el pesimismo que infiltra al
cristianismo histórico mueve a separar la salvación de la creación, como movió
a Marción a separar el Nuevo del Antiguo Testamento.
Pero,
¿es posible hablar de una redención religiosa alternativa al esfuerzo secular
por crear las condiciones de su propia salvación? ¿Puede la Iglesia eximirse
de la fatigosa búsqueda de la verdad y de la libertad a la que son convocados
todos los hombres por parejo? Parece que no. La originalidad del cristianismo no
está en su carácter religioso, sino en afirmar la completa iniciativa divina
en la salvación del hombre. Sin embargo, la colaboración humana en la obra
salvífica es decisiva dado que el Creador es el salvador de un creador. La
resurrección de Cristo implica la salvación de la creación, la salvación del
trabajo de un ser inerme como el hombre por abrirse un espacio y ser señor de
un mundo que sin él no tendría razón de ser suficiente. Ninguna categoría
religiosa puede decir la salvación cristiana si su aplicación descarta de
plano la obra de la inteligencia del hombre y el sudor de su frente.
Por
el contrario, al reconocerse a la creatividad como una mediación soteriológica,
la salvación cristiana recupera la universalidad que le es característica y
obliga a la Iglesia a recomprender su sacramentalidad. Si en Cristo ha tenido
lugar la salvación de toda la humanidad, es imperativo investigar cuáles son
las mediaciones extraeclesiales de la salvación como condición fundamental de
la acción misionera de la Iglesia hacia los otros y consigo misma. Al ser la
creatividad una variación del amor -la más universal de todas las categorías
soteriológicas-, el llamado de Cristo a la humanidad entera a acoger el reinado
de Dios no releva a ninguno, tampoco a la Iglesia, de inventarlo.
Con
todo, no se puede descartar que el intento de declarar a la creatividad mediación
de la salvación parezca un empeño racionalista, sea porque no es obvio que el
hombre pueda ser factor de su propia redención, sea porque la creatividad
invoca precisamente la validez de la razón en el encuentro con Cristo y en la
construcción de un mundo mejor.
b)
Dificultad racional
La
elaboración conceptual de la creatividad como mediación de la salvación debe
sortear, además, la dificultad, por no decir la trampa, del racionalismo. No es
posible identificar sin más la creatividad cristiana con el esfuerzo humano por
crear un mundo mejor. La creatividad cristiana es una realidad escatológica.
Sucede
con este ensayo lo mismo que con todo intento de inculturación del Evangelio:
corre el peligro de reducir la salvación a una categoría cultural que permite
comprender mejor su contenido, permaneciendo sin embargo impermeable a ser
evangelizada por la novedad cristiana. Con la unión hipostática pudo
explicarse finalmente en Calcedonia que la salvación dependía de que
Jesucristo fuera uno y el mismo en dos naturalezas, pero la humanidad del Cristo
griego no logró nunca evitar la abstracción ni que los sufrimientos de Cristo
parecieran un trámite. Los intentos por empalmar la praxis marxista con la
praxis cristiana de los años sesenta, devolvieron a esta toda su fuerza profética,
pero a menudo al precio de la búsqueda de la reconciliación con los enemigos a
la que el cristianismo nunca puede renunciar. De un modo semejante, la
creatividad cristiana pudiera caer en la ingenuidad de identificar cualquier
progreso intrahistórico con el crecimiento del reino, olvidando que este es
gracia y que sólo llega mediante la cruz. Pero, aún cuando no se trate de
ingenuidad, será muy difícil acertar con una salvación que, por depender del
sacrificio de Cristo, supere absolutamente los cálculos de la razón, y, sin
embargo, no sea irracional, sino sensata.
La
inculturación del Evangelio es difícil, pero indispensable. Porque es
indispensable, la teología contemporánea ha sido indulgente con la helenización
del cristianismo. Sin cierta espiritualización del cristianismo habría sido
imposible hacer inteligible, y eficaz, a Cristo en el mundo griego. Sin apropiar
el carácter dialéctico de la historia, el discurso evangelizador de la Iglesia
latinoamericana no habría sido relevante para los pobres ni le habría dado mártires
tampoco. El intento de entender la salvación como creatividad comparte la
dificultad de todo intento de inculturación del Evangelio, pero también su
necesidad.
Hasta
hace poco se dijo en América latina que aquí no se trata de dar razón de la
fe ante el ateísmo, sino ante la idolatría12;
ante la modernidad sino ante la injusticia13.
Estos planteamientos se han demostrado insuficientes toda vez que la modernidad
es, por una parte, causa de la pobreza y opresión latinoamericanas y, por otra,
condición imprescindible de la superación de estos mismos males. El intento de
este trabajo de despejar el camino al encuentro del Evangelio con la modernidad
en América latina es consciente de la enormidad del desafío, a la vez que
rechaza las propuestas de evangelización anticulturales14.
2.-
La creatividad entre otras mediaciones de la salvación
La
salvación depende de Cristo, es la otra cara de la cristología. Jesucristo es
el Mediador de la salvación. Si históricamente la experiencia de salvación de
la Iglesia naciente guió a la misma Iglesia a la identidad más profunda de Jesús
Mesías de Israel e Hijo de Dios, de Cristo dependía en última instancia la
experiencia y el modo de la salvación cristiana. Si en el mundo de hoy es
posible en principio experimentar la salvación cristiana, es porque Cristo es
también hoy el Mediador de la salvación. Surge entonces la pregunta por el
“cómo”. ¿Cómo puede Jesucristo ser el salvador de este mundo cada vez más
plural, intercomunicado e injusto, pero de modo que este mundo se entere de ello
y participe en su propia salvación? La posibilidad de experiencia de salvación
exige en la actualidad una noción de Cristo suficientemente inteligible y
universal. La participación de la humanidad en la gesta liberadora de
Jesucristo no puede ser una mera aspiración razonable. Ella es la condición de
libertad precisa que especifica a la salvación como cristiana y como verdadera.
La lógica de la Encarnación exige la salvación del hombre con el hombre. Aquí,
sin embargo, no trataremos acerca de la identidad de Jesucristo más de lo que
sea necesario para asegurar que la creatividad puede ser una categoría válida
para hablar de la salvación en el mundo de hoy.
Según
Bernard Sesboüé, la salvación ha podido decirse de muchas maneras15.
Sus mediaciones reciben varios nombres. Al concentrarse la salvación en un
acontecimiento histórico -la vida, muerte y resurrección de Jesús-, los
relatos de este evento pueden ser tantos como sus testigos y las categorías que
conceptualizan los relatos pueden incluso pertenecer a otros horizontes
culturales. El Nuevo Testamento dispone de varias categorías para hablar de la
salvación. También la teología ha acuñado algunas de ellas en base a otros
esquemas culturales. En suma, unas, las mediaciones descendentes enfatizan el
dato fundamental que es Dios el que salva a un hombre que no puede salvarse a sí
mismo: la revelación o iluminación, la redención, la liberación, la
divinización y la justificación. Otras, la mediaciones ascendentes enfatizan
que Dios no impone al hombre la salvación, sino que requiere su aceptación y
colaboración: el sacrificio, la expiación dolorosa y la propiciación, la
satisfacción y la sustitución. La reconciliación como categoría de la
salvación es especialmente rica, pues tiene algo de ésta y de aquélla.
Todas
estas categorías son parciales. Ninguna agota el misterio de la salvación con
exclusividad. Dicen un aspecto de la salvación y en esa medida son
indispensables. Pero por lo mismo son también complementarias. Unas a otras se
influyen, se corrigen y se enriquecen recíprocamente. La tradición cristiana,
sin embargo, ha conocido desviaciones lamentables del concepto de salvación
subyacente a un mismo término. En el segundo milenio del cristianismo,
especialmente en el catolicismo de los últimos siglos, se ha destacado a tal
punto la colaboración del hombre en su propia salvación que la categoría de
sacrificio, por ejemplo, ha llevado a dudar de la misericordia de Dios y de la
gratuidad de su salvación. La teoría de la satisfacción de San Anselmo,
aunque no lo intente directamente, ha dado pie a imaginar a Dios como una
divinidad ofendida y justiciera cuya ira a causa del pecado de los hombres debía
ser aplacada con el sacrificio penal de Jesús. No extraña, en consecuencia,
que ordinariamente nadie establezca una distinción tajante entre el sacrificio
de Cristo y los sacrificios de los aztecas u otros de esta laya, siendo que el
sacrificio de Cristo constituye la abolición de los sacrificios religiosos
arcaicos y de los sacrificios humanos seculares a que son sometidas generaciones
completas en pos del progreso.
Las
categorías de la salvación son varias y podrían ser muchas más. Los teólogos
del siglo XX han adoptado la categoría de solidaridad para hablar de la
sustitución vicaria de Cristo, expresión esta rara a los oídos contemporáneos.
La idea de la salvación como comunicación o autocomunicación de Dios en
Cristo a la humanidad empalma de lleno con el sentir del hombre moderno, pero
tal vez sea demasiado existencial para dialogar con las familias religiosas más
tradicionales o las religiones tribales. También se ha recuperado el sentido
sacramental de la mediación de Cristo y de la Iglesia, pero este logro
permanece válido sólo para los ya cristianos y no para todos. Ante el desafío
misionero inclaudicable del cristianismo, nada puede ser más estéril que el
apego estrecho a algunos esquemas culturales, términos, actividades o cosas que
han mediado la salvación cristiana en el pasado y en algunas sociedades, pero
que hoy en vez de revelar el sentido de la salvación cristiana lo ocultan. Si
se quiere explicar al mundo de hoy qué significa que Jesucristo es el salvador
estamos obligados a rastrear en este mismo mundo la salvación cristiana en los
actos y las palabras que mejor la designan, aunque lo hagan sólo
aproximadamente. De lo contrario, el paso de los siglos no dejará a la Iglesia
otro espacio para proclamar la salvación que el mercado, cada vez más
disputado, del esoterismo. En occidente, la pura expresión “salvación”
despierta sospechas no sólo de esoterismo sino también de alienación social o
psicológica.
Ubicar
la creatividad entre las categorías ascendentes de la salvación, de acuerdo a
la clasificación de B. Sesboüé, nos ayudará a precavernos de exagerar la
importancia de la colaboración humana en la propia salvación. El caso de la
teoría anselmiana de la satisfacción ilustra bien el peligro típico de las
mediaciones ascendentes. El término creatividad como tal no existe en la
Biblia. Pero dice relación estrecha con la libertad de los hijos de Dios, don
precioso del cristianismo, y, en última instancia, con el carácter creador del
Dios trino.
3.-
La libertad de Cristo
La
creatividad cristiana hunde sus raíces en la libertad de Cristo. La libertad de
Cristo, a su vez, no se reduce a la libertad del Jesús pre-pascual sino que es
por excelencia la libertad del Cristo resucitado y, en última instancia, remite
a las relaciones intratrinitarias. En este apartado nos abocamos al aspecto
estrictamente cristológico, dejando para el siguiente el más propiamente
trinitario.
El
Misterio Pascual constituye el quicio de la libertad de Cristo, en cuanto cúspide
de la historia de la libertad de Jesús y en cuanto principio de la liberación
del mundo de todo tipo de esclavitud. La resurrección de Jesús representa el
éxito de la creación, hasta entonces amenazada por el fracaso total, y el
comienzo, en cuanto a nosotros, del conocimiento de la libertad cristiana que aún
está por verificar este triunfo como una nueva creación en todas las
criaturas. El éxito de Cristo resucitado revela el deseo de Dios de revertir el
curso de la historia humana en la dirección contraria a las esclavitudes del
pecado y de la muerte, pero no automáticamente sino mediante el concurso de la
propia libertad humana. Desde entonces la Providencia divina abre un espacio a
nuestra creatividad, entre el fatalismo histórico que obliga a la resignación
y la ilusión desmesurada de los que piensan que el hombre es pura creación de
sí mismo. Al margen de la libertad de Cristo la libertad humana carece de
sentido y colapsa.
-
La historia de la libertad de Jesús
La
historia de la libertad de Jesús es ardua. Su principio, según aconseja
considerar el constantinopolitano III, no ha podido eludir la génesis psicofísica
de la libertad de cualquier ser humano. Tomó tiempo en fraguarse en Jesús la
capacidad de elegir entre diversas alternativas (libre arbitrio) y su capacidad
de elegirse y de aceptar ser elegido para cumplir con sus deseos más profundos
(libertad de autodeterminación). Concomitante a esta génesis psicofísica de
su libertad, como resultado pero también como supuesto de ella, tomó tiempo el
ejercicio de la libertad humana que alcanzó su cúspide en su entrega en la
cruz, como su decisión más libre y más querida.
La
libertad es el rasgo más típico de la personalidad de Jesús de Nazaret16.
Jesús se muestra libre frente a su entorno social, frente a su familia y frente
a las castas religiosas. De un modo desafiante, se relaciona con los marginados
de su época: publicanos, prostitutas y pobres en general. No tiene miedo a las
autoridades políticas, socava su poder. Rechaza a Herodes y es independiente de
los celotas. Enseña la Ley como si él mismo fuera el legislador. Cura enfermos
y perdona pecados. Su muerte –hasta donde es posible explicarla- fue
inevitable: Jesús exasperó el orden religioso, a las autoridades políticas y
al mismo pueblo. Su proyecto histórico del reinado de Dios, la interpelación a
la creación de un mundo radicalmente distinto reflejado en la fantasía de sus
parábolas y en la obligación de definirse ante ellas, no cabía en las categorías
tradicionales, pero por otra parte representaba por comparación una crítica de
todo régimen opresivo. En su resurrección se revela que Dios aprueba su
historia en libertad y que para liberar al hombre Dios no necesita la fuerza,
sino que lo consigue por el Espíritu que mueve a la libertad. El perdón de Jesús
a sus adversarios es su acto más libre y el más creativo, por cuanto genera
una relación que se rige por una lógica absolutamente contraria a la lógica
de los malhechores.
La
palabra que resume mejor la impresión que Jesús produjo en sus contemporáneos
es autoridad, cuya más cercana traducción a nuestra época es libertad. Jesús
es un “hombre libre”. ¿Con qué autoridad anuncia el reinado de Dios? Los
datos del Nuevo Testamento permiten inferir que con aquella que proviene de su
identidad, la de su relación filial con Dios a quien Jesús llama Padre de un
modo singular. “En esta lucha por cambiar el sentido de nuestra historia, de
forma que no sea ya condescendencia cobarde con el destino, sino creación con
riesgo de la propia vida, se revela hijo de Dios”17.
En
virtud de la misión escatológica y universal única e irrepetible, Jesús llegó
a desplegar su identidad única e irrepetible de Hijo de Dios, aunque esta
constituyera el supuesto último de la primera18.
La identificación de la persona de Jesús con su misión es tan estrecha que su
“papel” en el drama de la humanidad no ha podido ser intercambiado por ningún
otro. Sin embargo, es preciso excluir en el Jesús pre-pascual la omnisciencia.
La integridad de la humanidad de Jesús exige que Jesús no lo supiera todo
desde un comienzo sino que llegara a saberlo con esfuerzo y libremente. Para que
su misión fuera meritoria era necesario que la perfección de su conocimiento
se adecuara a la kénosis. No es que Jesús haya elucidado sólo
progresivamente la conciencia de su mesianismo y de su identidad divina o que en
algún momento especial de su vida haya caído en su cuenta. Descartada la visión
beatífica o el mero progreso de su autoconciencia, Jesús ha conocido a priori
y desde siempre su identidad, aunque haya especificado a posteriori este
conocimiento por la comprensión de las Escrituras. Así como Jesús ha gozado
de una amplia gama de conocimientos (profético, obedencial, místico)
atingentes a su acción salvífica, ha podido también ignorar muchas cosas, el
día del juicio entre otras (Mc 13,32).
Según
H. U. von Balthasar, así como la conciencia de la identidad soteriológica de
Jesús es im-pre-pensable, lo mismo hay que decir de su libertad. Jesús no
cumple su misión en virtud de una decisión divina y ajena que él nada más
ratifica a lo largo de su existencia, sino que lo hace en virtud de una decisión
personal. A este propósito, conviene tener en cuenta lo que sucede de un modo
analógico con la inspiración artística: "Nunca un artista es más libre
que cuando no tiene (ya) que elegir vacilando entre distintas posibilidades
creadoras, sino que está (como) 'poseído' por la verdadera idea que por fin se
le ofrece y sigue sus órdenes imperiosas; si su inspiración es auténtica,
nunca llevará más claramente su obra un sello tan personal"19.
Para captar y dar forma a su misión, Jesús no obedece a ningún poder extraño:
“El Espíritu Santo que le inspira es no sólo el Espíritu del Padre (con el
que el Hijo es 'uno’) sino también su propio Espíritu. Y si su misión es im-pre-pensable,
lo es igualmente respecto a su propio y libre haber-captado-desde-siempre su
misión”20.
Su misión desde siempre era la suya. No en el sentido que estaba ya lista y
prefabricada y que él nada más le tocaba montarla, "sino que era suya en
el sentido de que él debía configurarla por sí mismo y con toda su libre
responsabilidad e incluso en el sentido de que en un aspecto verdadero debía
inventarla"21.
Jesús
recibe su misión del Padre por el Espíritu. El no capta su propia voluntad
como Dios, sino como la voluntad de su Padre y asimilando la voluntad de su
Padre capta su propia identidad de Hijo eterno. Por esto, al no contemplar al
Padre en visión beatífica, es que Jesús puede experimentar la tentación. No
como desconfianza en su misión o como indiferencia a quererla o no quererla. Es
extraña a su libertad la capacidad de pecar. Jesús se mantiene en su misión.
Pero debe buscar en libertad las particularidades que la realizan, dándose la
posibilidad de considerar la "evitación del 'camino de abajo', de la
humillación y del fracaso terreno como un atajo hacia la meta o como algo
humanamente digno de ser tenido en cuenta o incluso como algo atrayente"22.
El mérito de su obra tiene que ver con su obediencia a su Padre en esta
particular situación de tener que evaluar "los valores parciales que se le
ofrecen a la luz de la totalidad de su misión, de la voluntad del Padre"23,
pero que sólo brillan en el interior de su libre y plena disponibilidad, indicándole
seguir siempre el camino más difícil, camino que no le es posible cumplir por
anticipado. De este modo Jesús se constituye para nosotros en modelo de
paciencia, de esperanza y de fe.
-
Estructura escatológica de la libertad de Cristo
La
libertad de Cristo es por excelencia la libertad del resucitado. Esta supone el
camino hasta la Pascua, pero sólo a partir de la Pascua Cristo experimenta en sí
mismo la derrota del pecado y la muerte, y sólo desde entonces es posible para
nosotros conocer su libertad como triunfo sobre el cosmos hasta doblegar todas
las dominaciones y fuerzas del mal. En cierto sentido, la historia de Jesucristo
está incompleta mientras su libertad no sea también nuestra libertad, mientras
nosotros, alentados por la promesa de la resurrección futura y ungidos por el
Espíritu del hombre libre, no nos atrevamos a hacer nuestra propia historia en
esperanza y con creatividad. Por el contrario, la libertad de Cristo se frustra
con nuestra falta de originalidad, cuando nos domina el fatalismo o cuando
preferimos evadirnos de la historia.
El
misterio pascual es el quicio de la libertad de Cristo. La libertad del
resucitado no se reduce a nuestra experiencia de liberación, pero fuera de
nuestra experiencia de la Pascua la libertad de Cristo es inverificable e
ininteligible. La misma expresión “libertad de Cristo” implica un feliz
doble sentido. Ella alude a la libertad de Jesucristo, pero también a la
libertad de los cristianos, dos tipos de sujetos distintos, pero una misma
libertad que en el caso de Cristo es propia y alcanzada, y en el caso nuestro
recibida y por recibir hasta que Cristo sea todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28). La
historia está abierta. La creatividad de Dios no se agota en la historia de Jesús,
sino que continúa en los cristianos en la medida que éstos median la libertad
de Cristo como hijos en el Hijo (Rom cf. 8,21; Gal 4, 4-7). La libertad de
Cristo está aún por ser conocida en su capacidad creadora. Si el monofisismo
antiguo se prolonga hasta nuestros días haciéndonos creer que la trascendencia
de la libertad de Jesucristo se afirma por sobre su historicidad y de la
nuestra, si el nestorianismo, por el contrario, nos mueve a pensar que para
salvaguardar el carácter histórico de la libertad humana hay que postular su
independencia de Dios –dos formas de creer que Dios compite contra la
humanidad, supuesto teórico corriente de buena parte del ateísmo contemporáneo-,
el misterio de la Encarnación, en cambio, obliga a pensar en una competencia de
Dios con la humanidad hasta el final de la historia.
La
libertad de Cristo tiene una estructura escatológica. Cristo es la causa
eficiente, pero también la causa final de la libertad cristiana y de la
esperanza que abre la historia a muchas posibilidades. Recogemos aquí el aporte
de Paul Ricoeur24.
Ricouer hace suyas las críticas de Moltmann y Buber en contra de las religiones
epifánicas. Infiltrada del dinamismo de las religiones epifánicas, la
cristología helénica concibe la Encarnación como el principio de la
manifestación en lo temporal del ser eterno y eternamente presente, en
perjuicio de la idea judeo-cristiana del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob,
del Dios que viene para todos, del Dios que promete la resurrección para el
futuro. La versión griega del Dios de los cristianos, en cambio, naturaliza al
Dios de la historia y, al hacer de la resurrección la garantía de la presencia
de Dios en el mundo, legitima la historia tal cual y acaba en la idolatría.
Ricoeur
piensa la libertad en la clave de la esperanza. Ella “es el sentido de mi
existencia a la luz de la resurrección, es decir, reubicada en el movimiento
que hemos llamado el futuro de la resurrección de Cristo. En este sentido, una
hermenéutica de la libertad religiosa es una interpretación de la libertad
conforme a la interpretación de la resurrección en términos de promesa y
esperanza”25.
Ricoeur despliega “la libertad según la esperanza” en los planos psicológico,
ético y político. La libertad remite a una decisión que no se puede reducir
al instante actual (existencialismo), sino que, abierta al futuro, se
caracteriza como “pasión por lo posible” (Kierkegaard) que, en vez de
articularse en una ética del eterno presente, se expresa como imaginación
creadora de lo posible. En cuanto el ejercicio de la libertad se orienta por la
promesa, antes que por la Ley, la nueva ética puede llamarse ética del “envío”.
A diferencia de la ética existencial centrada en la interioridad personal, la
ética del “envío” se estructura a partir de las implicaciones
comunitarias, políticas y cósmicas de la decisión libre. “Una libertad
abierta a la nueva creación está menos centrada en la subjetividad, en la
autenticidad personal, que en la justicia social y política; llama a una
reconciliación, que exige ella misma inscribirse en la recapitulación de todas
las cosas”26.
Por
último, la libertad según la esperanza, en cuanto cristológicamente
determinada, se cualifica por el “a pesar de…” y el “cuanto más…” (Rom
5, 12-20). La libertad es esperanza contra la muerte, porque ella implica el
“cuanto más” de la resurrección. La libertad de Cristo incluye esta lógica
del excedente y del exceso que, por una parte es locura de la cruz y, por otra,
sabiduría de la resurrección. “Esta sabiduría se expresa en una economía
de la sobreabundancia, que es necesario descifrar en la vida cotidiana, en
el trabajo y el ocio, en la política y en la historia universal. Ser libre es
sentir y saber que se pertenece a esta economía, estar ‘como en casa’ en
esta economía”27.
Sin
embargo, si el valor de la concepción de la libertad cristiana de Ricouer
estriba en subrayar el “todavía no” de la resurrección, se echa de menos
la valoración del “ya” de la liberación del pecado y de la muerte. Para
los católicos la gracia de la libertad proveniente del Misterio Pascual no es
un don meramente futuro y extrínseco, sino uno que nos sana por dentro para
hacernos nuevamente cargo de la historia. La concepción escatológica de la
libertad de Ricoeur legitima a la creatividad por su capacidad de anticipación
imaginativa de lo posible. Pero esta creatividad es huera si sus frutos no son válidos
ya en el presente, aunque el juicio último de esta validez quede reservado a la
parusía.
4.-
Libertad de Dios
Que
la creatividad constituya una de las mediaciones de la salvación tiene su
fundamento último en Dios mismo, en su libertad. La creatividad cristiana se
articula cristológicamente porque, en última instancia, la Trinidad es
libertad en el amor y por amor crea libremente el mundo y libremente lo redime.
Venimos de un Dios creativo y volvemos creativamente a Dios.
La
libertad es una característica distintiva de Dios trino y un don típicamente
suyo. En la concepción del Dios absoluto unipersonal del teísmo, Dios parece
oponerse a la autonomía humana. Este ha sido el marco de precomprensión de la
incomprensión entre la fe y la cultura moderna28.
Si este Dios uno es pensado como amor, por otra parte, su relación con el mundo
no es libre ni gratuita sino forzosa: la creación resulta ser una conditio
sine qua non para que Dios llegue a ser Dios. Esta es la tesis de las
teologías de “Dios en proceso”, las que fallan al no reconocer la
trascendencia de Dios29.
La concepción de Dios trino constituye el supuesto fundamental de la idea de
una creación libre, gratuita, no necesaria. Por cierto, Dios no puede no amar a
sus criaturas, ellas tampoco son superfluas para Dios, pues Dios es fiel a su
creación y no quiere para ella más que su salvación, pero la revelación enseña
que Dios no necesita de las criaturas para ser Dios, sino que son ellas las que
necesitan a Dios para ser lo que son.
Fuera
de la interpretación trinitaria del mundo, von Balthasar recuerda dos falsas
visiones del mundo30.
La visión atea no concibe el mundo más que como material crudo para la acción
humana. Así el mundo no tiene otro valor que el que le da la actividad humana,
es decir, un valor inconsistente. Pero también el teísmo acaba en el desprecio
del mundo, cuando no reconoce nada valioso fuera del único absoluto.
La
afirmación de la trascendencia de Dios frente a su creación constituye
derechamente un definición de su valor: la libertad de Dios es la condición de
posibilidad del valor y del sentido de toda actividad humana libre y creativa.
Las palabras del Génesis lo repiten como letanía: “y vio Dios que era
bueno” (Gen 1, 3.10.13.18.21.25.31). El mal no pertenece a Dios, nada tiene
que ver con lo que Dios crea, no proviene de él ni por emanación ni por
venganza. Su origen es la pretensión humana de desarrollarse al margen de los
planes del creador. Por el árbol de la ciencia del bien y del mal, Adán quiso
ser creador como Dios, pero independientemente de Dios (cf., Gén 3, 1-24). Caín
no soportó que Dios prefiriera las ofrendas de los frutos de Abel y no las
suyas. No soportó la libertad de Dios frente a las obras humanas, y mató a su
hermano. Pero Dios también fue libre para no castigar a Caín como habría sido
“normal” hacerlo, sino que asumió su cuidado (cf. Gén 4, 1-16). Dios se
complace con las obras de los hombres, pero no con cualquiera. Detesta las obras
humanas no gratuitas, las obras no libres sino interesadas, porque arruinan el
motivo que él ha dado a la libertad humana y a su creación. Dios ha entregado
a la creatividad del hombre el cultivo de su creación (cf. Gén 2, 19 y 3, 23),
pero la creatividad humana fracasa cuando se intenta como autocreación
absoluta.
La
creación es inherente al misterio de la Trinidad, pero no fuerza a la Trinidad.
La creación extrae su realidad de Dios trino, pues está en la Trinidad la
posibilidad de crear una realidad no divina, pero consistente. Fuera de la
Trinidad no hay creación posible, para la creación la Trinidad es condición
absoluta. La creación se ubica en el amor ad extra del amor ad intra
entre las personas divinas. En el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre,
posibilitado por el Espíritu, hay el espacio y la capacidad, y esta capacidad
ha sido ejercida, para amar creando y crear amando criaturas que no son divinas
pero que fuera de Dios no podrían subsistir. Dios trino es inherente a la
creación, aunque no del mismo modo como la creación es inherente a la
Trinidad.
Más
precisamente, la ubicación de la creación en la Trinidad se cumple cristológicamente.
Dice la carta a los Efesios: “Dios nos ha elegido en él antes de la fundación
del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos
de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el
beneplácito de su voluntad” (Ef 1, 4-5). La misma idea la encontramos
desarrollada de otro modo en la carta a los Colosenses: “El es la imagen de
Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas
todas las cosas… todo fue creado por él y para él, él existe con
anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia” (Col 1, 15-17). Dios
crea por Cristo, en orden a Cristo. Todo subsiste en Cristo. Cristo tiene la
primacía en la creación, pero también en la redención: “El es también la
Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: El es el principio, el primogénito de entre
los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer
residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las
cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en
los cielos” (Col 1, 18-20). La meta de Dios al crear es Cristo y la Iglesia.
La creación es vista como don de Dios que comienza en Cristo y se completa en
Cristo por su resurrección de entre los muertos, y en su Iglesia, como obra de
reconciliación de todo el universo con Dios.
De
un modo aún más exacto, este plan de Dios para la creación se verifica a
partir de la Encarnación. Si la creación es obra de la Palabra y subsiste en
virtud de la Palabra (cf. Jn 1, 3), todo estaba ordenado por Dios a su suprema
autocomunicación en Jesucristo (cf., Ef 1, 4-5), mediante el cual alcanzamos la
plenitud de la gracia y de la verdad (cf. Jn 1, 17), lo que se cumplió una vez
que “la Palabra se hizo carne” (Jn 1, 14). Fuera de la Encarnación no sabríamos
bien quién es Dios ni tampoco qué es exactamente el mundo. Sabemos que Dios es
trino porque hemos conocido al Hijo y el Hijo, por el Espíritu, nos ha revelado
al Padre. Pero también el sentido de la creación se revela en la Encarnación.
Según Rahner, la Encarnación es la meta y la condición de posibilidad de la
creación, pero no al revés31.
Sólo Jesucristo es la autocomunicación plena del Padre en el espacio y en el
tiempo (cf. Jn 14, 9). Para Rahner la creación es manifestación menor de Dios.
Ella no puede manifestar perfectamente a Dios porque no existe identidad entre
el creador y la criatura. Si en la Encarnación la identidad de Cristo con Dios
es perfecta, esta explica la creación y no viceversa.
En
virtud de la Encarnación hemos llegado a saber que la resurrección constituye
la verdad última de la creación. El modo de ser hombre de Jesús resucitado
rectifica hondamente la distorsión de la creación introducida por Adán, el
hombre terreno (cf., 1 Cor 15, 45-49). La resurrección no anula, sino que
restituye al máximo grado el encargo divino hecho a Adán de cultivar la tierra
y ser señor de ella. Jesús el Señor comparte su señorío con los cristianos
(cf. 1 Co 3, 18-23). En su muerte ha tenido lugar la cancelación del modo adamítico
de ser hombre, el del hombre autosuficiente, en tanto Cristo “no retuvo ávidamente
el ser igual a Dios” sino que humillándose ha llegado a ser Señor “en los
cielos, en la tierra y en los abismos” (cf., Fil 2, 6-11). En la perspectiva
cristiana la libertad no es una magnitud neutra, pues “así como por la
desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también
por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Ro 5, 19).
Desde
entonces, la determinación cristológica del ejercicio de la libertad significa
que el hombre no puede hacer consigo mismo a su antojo. No de cualquier manera
el hombre es causa sui. Jesús, el hombre pro nobis , y no Adán,
es la única manera de ser hombre en plenitud y el único modelo de humanidad
auténtica (cf., 1 Co 15, 49). Si Caín mató a su hermano, Jesucristo el Hijo
de Dios crea una nueva hermandad al compartir con nosotros su filiación
trascendente para que nos amemos unos a otros como hijos de un mismo Padre (1 Jn
3, 1-14). Desde entonces el pecado consiste en no reconocer a Jesús como el
Hijo ni a los demás como hermanos (1 Jn 3, 14-4, 21). Dios es amor (1 Jn 4, 8).
El amor de Dios es el fundamento último de la nueva actividad humana destinada
a crear un orden fraterno en Cristo.
La
conducción de la historia de Cristo resucitado hasta su fin lo llamamos
Providencia, así como hablamos de “destino” para referirnos a la elección
de sus criaturas para ser hijos en el Hijo (cf., Ef 1, 3-6; Rom 8, 14-17).
Destinado el hombre a reproducir la imagen del Hijo, no es por ello menos libre
sino más libre. La Providencia no exime al hombre de inventar un mundo mejor,
sino que desafía a su creatividad a hacerlo y lo hace por el Espíritu.
Libertad humana y Providencia divina no se excluyen, sino que se requieren recíproca
y necesariamente hasta el final de la historia. La Trinidad se ha involucrado en
la creación. Entre la Trinidad y la creación tiene lugar una relación perijorética
y dinámica. El gemido de la creación con dolores de parto por “la gloriosa
manifestación de los hijos de Dios” (Rom 8, 19-20), es también el gemido del
Espíritu que intercede por nosotros y viene en ayuda de nuestra flaqueza (cf.
Rom 8, 26). Los fracasos históricos, todo el mal del mundo no desmiente el
triunfo del Cristo cósmico por hacer de este mundo el reino de Dios, “porque
nuestra salvación es en esperanza” (Rom 8, 24).
5.-
Creatividad cristiana
La
creatividad cristiana depende de la libertad de Cristo. Al provenir del Misterio
Pascual, la creatividad cristiana supera la tendencia a la desilusión histórica,
pero también la ilusión moderna de la autocreación. Los cristianos sueñan y
se ponen a la obra de un mundo que es radicalmente nuevo en cuanto anticipan el
don del reinado escatológico de Dios.
-
Liberación de la praxis cristiana
Ha
sido mérito de la teología de la liberación destacar la necesidad de la
participación de los cristianos en su propia liberación. La liberación
constituye una acción de Dios que se verifica como salvación histórica, es
decir, como acción que implica activa y libremente a los sujetos que son
rescatados de la opresión. La teología de la liberación ha hecho prevalecer
esta tesis en un contexto social y eclesial en el cual la fe cristiana ha movido
a la resignación ante el sufrimiento y la injusticia. En este contexto la fe
cristiana ha sido acusada, además, de haber sancionando ideológicamente un
dominación secular del continente -puesto que el cristianismo ha sido la religión
implantada por los conquistadores-, aprovechando a este propósito el fatalismo
originario de los aborígenes.
En
cuanto depende de Cristo, Jon Sobrino piensa que la experiencia religiosa
latinoamericana se ha caracterizado por una devoción popular centrada en la
cruz y por una disociación del Cristo de la fe respecto de Jesús de Nazaret
obrada por la evangelización oficial32.
Por una parte, en el Cristo sufriente los indígenas vencidos “se reconocieron
y de él aprendieron paciencia y resignación para poder sobrevivir con un mínimo
de sentido en la cruz que les fue impuesta”33.
Por otra, las imágenes de Cristo resultante de la predicación de un “Cristo
sin Jesús” han sido todas alienantes. Entre estas, la de un Cristo
“abstracto”: un Cristo sublime que poco tiene que ver con el Jesús de los
Evangelios; el “Cristo-amor” que inspira beneficencia, pero olvida su amor a
la justicia y su parcialidad con los pobres; “el Cristo-poder” como de quien
se impone de arriba hacia abajo, sin la humildad y el servicio de Jesús. También
la de un Cristo “reconciliador” , símbolo de la reconciliación
trascendente de Dios, pero al que se sustrae su fuerza profética y escatológica,
su predicación de bienaventuranzas a los pobres y su oposición los ricos, cuya
cruz pareciera no obedecer a razones históricas ni tener nada que ver con los
actuales pueblos oprimidos. En fin, la de un Cristo “absolutamente absoluto”
que no hace referencia al reino de Dios ni al Dios del reino, un Cristo que no
es mediador. Todo esto explica que "siglos de fe en Cristo no han sido
capaces de enfrentar la miseria de la realidad y ni siquiera de sospechar que
algo hay de escandaloso en la coexistencia de injusta miseria y fe cristiana en
el continente"34.
Sobrino
celebra, por todo lo anterior, que en los últimos años ha tenido lugar en América
latina un “hecho cristológico mayor”: “el tradicional Cristo sufriente ha
sido visto no ya sólo como símbolo de sufrimiento con el cual poder
identificarse, sino también y específicamente como símbolo de protesta contra
su sufrimiento, y, sobre todo, como símbolo de liberación”35.
Esto ha sido posible mediante la predicación y el seguimiento del Jesús de
Nazaret de los Evangelios. Sobrino, en contra de las imágenes tradicionales de
Cristo, promueve la nueva imagen de Cristo liberador. Esta nueva fe en Cristo se
nutre de la buena nueva anunciada por Jesús a los pobres, corresponde a una
nueva forma de vivir la fe en Cristo consistente en “seguimiento de Jesús”
y, por último, “ese Cristo y esa fe son también conflictivos. Jesús
está en favor de unos, los oprimidos, y en contra de otros, los opresores”36.
Para Sobrino, la praxis cristiana se caracteriza por ser conflictiva.
Aun
cuando el análisis que Sobrino hace de la fe en Cristo ofrezca varios
interrogantes37,
es preciso reconocer que su cristología representa muy bien los intentos de la
teología de la liberación por liberar a la praxis cristiana de las trabas teológicas/ideológicas
que todavía impiden a los cristianos latinoamericanos luchar por un mundo más
justo.
La
articulación de la cristología a partir de la historia de Jesús, que además
postula que el conocimiento de Cristo proviene de su seguimiento, representa,
sin embargo, una dificultad que debe ser enmendada. Ante todo, corresponde
distinguir la praxis del Jesús pre-pascual y la praxis de los cristianos. No
son lo mismo, primero, porque la libertad del Jesús pre-pascual y la del Cristo
resucitado son distintas y, segundo, porque la libertad de los cristianos
proviene de la Pascua aunque tenga por modelo al Jesús pre-pascual. Por esta
razón el seguimiento de Cristo no es reductible a la imitación de Jesús de
Nazaret. La praxis cristiana se inspira en la praxis histórica de Jesús de
Nazaret, pero extrae su posibilidad, en última instancia, del hecho escatológico
de la muerte y resurrección de Cristo por medio del cual Dios sana en su raíz
la praxis histórica. Fuera de este evento escatológico, el mero seguimiento de
Jesús fácilmente desemboca en praxis de autojustificación. Fuera de este
evento escatológico el carácter conflictivo del seguimiento de Cristo puede
perpetuarse indefinidamente en el tiempo.
Si
la teología de la liberación ha podido liberar a la praxis cristiana del
fatalismo y la resignación, lo ha hecho al menos rozando el peligro contrario.
Sobre el peligro de una praxis cristiana autojustificante, cabe detenerse en la
última obra de Antonio González, Teología de la praxis evangélica38.
González rompe con la teología de la liberación allí donde esta “no
prestó suficiente atención a las estructuras últimas del pecado, y por eso
mismo tampoco pudo responder con radicalidad a las formas sociales e históricas
del mismo”39.
Pero González recupera la centralidad de la praxis y la opción por los pobres,
tópicos distintivos de la teología de la liberación, para estructurar con
ellos una teología todavía más radical.
Para
Antonio González la justificación es absolutamente necesaria a toda praxis, trátese
de la justicia de las actividades concretas elegidas como de la justificación
del hecho de tener que ser justas todas y cada una de ellas, sea ésta una
justificación religiosa o una justificación ilustrada. La justificación
religiosa nos dice, en breve, que una determinada praxis “merece la pena”, a
pesar de las penurias de la vida y de la muerte ineludible, incluso si en lo
inmediato se salga perdiendo. Este planteamiento justificador, A. González lo
llama “esquema de la ley”, porque él establece una correspondencia entre
nuestras acciones y sus resultados. Dios u otros poderes aseguran que esta ley
se cumple. “El esquema de la ley garantiza que, finalmente, al justo le irá
bien, mientras que al injusto, en último término, le irá mal”40.
La Ilustración, que en cierto sentido “se propuso eliminar el esquema de la
ley para volver a una simple justificación racional y ética de nuestra
praxis”, tampoco logra zafarse de él, pues la Ilustración no puede evitar
“renunciar a una justificación de nuestra acción en virtud de sus
resultados”41.
También la Ilustración recurre a Dios o a la Razón como garantes de la
correspondencia de nuestras acciones con resultados que las premian o castigan.
Tanto en un sistema como en otro, el rico aparece como justo y el pobre
evidencia culpabilidad. El “esquema de la ley” es universal.
Sin
embargo, en la religión de Israel, aunque en ella persista el esquema de la ley
bajo diversas modalidades de retribución y de castigo, despunta el principio de
la justificación gratuita por la fe. Si el garante del esquema de la ley ama a
los pobres y perdona los pecados de su pueblo, Dios puede ser causa de un orden
de mundo radicalmente alternativo. Pero el esquema de la ley sólo es abolido
por Jesucristo: “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, no tomándoles
en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Co 5, 19)42.
Si es Dios mismo el que ha colgado del madero, si Dios ha padecido la maldición
de la ley, si el que debía comportarse como garante del esquema de la ley es un
Dios crucificado, el esquema de la ley no justifica a nadie sino que constituye
precisamente la causa de perdición de la que Dios en Cristo ha querido
liberarnos. Desde entonces, “ante la cruz de Cristo tenemos que optar. Si
optamos por el esquema de la ley, estamos declarando a Cristo maldito y estamos
haciendo inútil lo sucedido en la cruz (Gal 3, 1-4; 4, 9-11). Pero si Dios
estaba en Cristo, algo nuevo ha sucedido, declarando inútil la justificación
por la ley y abriendo para todos un nuevo camino de justificación”43.
Desde entonces, los que el esquema de la ley mandaba despreciar, las víctimas y
los pecadores, son respectivamente rehabilitados y perdonados; lo que exige de
los cristianos hacia ellos un trato exactamente contrario al que el esquema de
la ley les daba. La nueva praxis no tiene por objeto ganarse el favor de Dios. Sólo
“una vez que estamos libres del pecado fundamental de la humanidad, somos
capaces de una recompensa (2 Co 8,1-2; 9, 11)”44.
Si perdonamos, perdonamos con el perdón con que Dios nos ha perdonado.
“Liberados del esquema de la ley, la retribución y la venganza ya no son la lógica
interna de nuestra praxis”45.
Antonio González remata estas ideas con una crítica velada a los esfuerzos
liberacionistas latinoamericanos: “sin personas internamente liberadas del
esquema de la ley, son posibles muchos proyectos sociales y políticos, pero no
es posible una auténtica reconciliación de la humanidad”46.
Según
A. González, la liberación del esquema de la ley ocurrida en la muerte y la
resurrección de Cristo alcanza a nuestra praxis mediante la fe. El carácter
paulino del planteamiento de A. González es evidente. “La afirmación central
del cristianismo a este respecto consiste en sostener que la justificación por
la fe ha sustituido a la justificación por el esquema de la ley”47.
Pero la fe no es en ningún caso merecimiento nuestro. “La justificación es
algo que sucede extra nos, en la muerte y resurrección de Jesucristo”48.
La fe de Cristo precede nuestra fe y la hace posible: “los creyentes en Cristo
reciben por su fe la justificación que proviene de la fe de Cristo (Gal
2,16)”49.
La nueva praxis es obra del Espíritu. El Espíritu nos hace participar en la
relación de Jesús con su Padre. “Por el Espíritu, somos unidos a Cristo, y
nuestra praxis va adquiriendo el mismo principio orientador que la praxis misma
de Cristo”50.
En última instancia, la praxis que proviene de la fe se verifica en el amor,
pero no en cualquier amor, sino en aquel que constituye una “auténtica
entrega gratuita (agápe)”51.
Así, la fe significa por sí misma, “y no como una consecuencia ética
posterior, una profunda alteración de todas aquellas instituciones económicas,
sociales, políticas y religiosas que se fundan en el esquema de la ley”52.
A fin de cuentas es el amor, y no la mera libertad de elección o la capacidad
de autodeterminación, lo que cualifica a la libertad de los que han sido hechos
hijos de Dios gracias a Jesucristo (Gal 2, 4; 5,1). “Los cristianos han sido
liberados para amar”53.
En
resumen, no basta con deducir el concepto de libertad cristiana de una cristología
centrada en el seguimiento del Jesús pre-pascual, en vistas a superar una
experiencia cristiana alienante. Si la experiencia de libertad cristiana no
proviene de la fe en Cristo muerto y resucitado, si la praxis cristiana no es
sanada en su raíz de su orientación a la justificación, el seguimiento de Jesús
de Nazaret puede abrigar la ilusión de cambiar la historia en términos muy
semejantes a como la libertad moderna inútilmente pretende crear las
condiciones de su propia posibilidad, o recaer en la perpetuación de un
conflicto que no tiene salida humana. En la obra de Antonio González, sin
embargo, echamos de menos un despliegue mayor de la articulación racional de
ese amor gratuito que pone en práctica la fe en la justificación obrada por
Dios. En este libro descata una de las mediaciones descendentes de la salvación,
la de la justificación, pero la salvación cristiana se verifica en varias
otras categorías y ninguna puede hacerlo con perjuicio del aspecto ascendente.
-
La libertad como creatividad
Lo
que ha dado origen a este trabajo es la pregunta por la posibilidad de la
inculturación del Evangelio en América latina, un continente que, bajo el
influjo de la modernidad, experimenta una transformación histórica profunda y
decisiva. Al efecto, nos ha parecido necesario probar que la creatividad
cristiana es una mediación de la salvación escatológica con el propósito de
empalmar, de un modo crítico, el empeño del sujeto latinoamericano por ser
protagonista de su historia con la creatividad de la modernidad. A continuación
formulamos algunas conclusiones principales, atando los cabos sueltos de los
desarrollos anteriores.
-
Posibilidad de integración de la modernidad en América Latina
En
América latina, dado su origen y trayecto histórico, se ha pensado el futuro
en términos de liberación. La teología de la liberación, como teología de
la historia que es, ha postulado que la salvación escatológica para ser tal
debe verificarse en la historia del continente como liberación de los grandes
males de la pobreza y la opresión. Que éstos sean los males objeto de la
liberación que se espera, no cabe duda que lo son. Su raíz remota es el pecado
personal. Sin embargo, en América latina no ha habido claridad sobre el modo de
la liberación principalmente porque no hay claridad sobre si la modernidad,
causa próxima de aquellos males pero paradójicamente también condición de su
superación, constituye o no una cultura integrable a la identidad
latinoamericana.
La
integración de la modernidad a la identidad latinoamericana se presenta, por
cierto, como un asunto complejo. En primer lugar, a causa de la enorme
pluralidad de esta identidad. Pero también porque entre nosotros la modernidad
ha penetrado ya desde antiguo algunas sociedades, reproduciendo en ellas sus
dinamismos de explotación y de exclusión tanto como favoreciendo a estas
mismas sociedades con los beneficios de un progreso del cual no es posible
prescindir sin arriesgar gravemente el futuro. América latina es requerida
desde fuera, desde una modernidad en proceso de globalización, pero también
desde dentro, en razón de sus propias necesidades históricas, a tomar una
postura protagónica ante su futuro. En este sentido la categoría de
"liberación" como mediación de la salvación escatológica queda
corta para expresar la necesidad de fondo que nos urge. Sin perjuicio de la
necesidad auténtica de liberación que persiste y a veces se agudiza en el
continente, creemos que la salvación cristiana debe ser mediada sobre todo por
la "creatividad", por la invención (aunque no ex nihilo, como
lo intentó Sendero Luminoso o lo pretende hoy el neoliberalismo) de las
alternativas posibles. Sólo así, imaginamos, el sujeto latinoamericano podrá
ejercer a cabalidad su vocación a ser verdaderamente agente de su historia.
Mencionamos
aquí un asunto complicado. ¿Qué da sustento racional a las propuestas de
cambio social de la teología de la liberación? ¿Se basta la teología a sí
misma para establecer que la sociedad debe cambiar en ésta o aquélla dirección?
¿Es inherente a una tal teología de la historia integrar como mediación
indispensable el aporte de las ciencias para respaldar las propuestas de esos
cambios? Si se afirma que la mediación de las ciencias sociales es inherente a
la teología de la liberación, se afirma en consecuencia que la modernidad es
parte de la solución del problema. Si, por el contrario, se excluye la mediación
socio-analítica como soporte racional de las propuestas de cambio social de la
teología, no podrá descartarse a priori que la modernidad sea integrable en América
Latina, pues se trataría de un asunto que supera su competencia.
Sin
embargo, aun en el caso que la mediación moderna científica y técnica no sea
inherente a la teología en su empeño de una sociedad alternativa, la teología
puede sugerir un enlace con ella. Y a nuestro parecer debe hacerlo, de modo que
la praxis humana que hace la historia se articule bajo el influjo de la fe, en
vez de hacerlo con prescindencia de la fe.
-
Asimilación crítica de la modernidad
La
perspectiva teológica no impide, antes bien obliga a la comunicación entre los
pueblos y las culturas. Si la fe en Dios Redentor suscita la capacidad de
escandalizarse ante el sufrimiento injusto de millones de latinoamericanos, la
fe en Dios Creador exige descubrir en la modernidad valores que remontan a Él
mismo para bien de la humanidad en su conjunto. La fe en Dios en América Latina
no debiera impulsar un corte con la modernidad, sino una apertura a la
modernidad, de modo de aprovechar lo que la libertad y la creatividad modernas
aportan al sujeto latinoamericano a quien Dios también ha puesto a la cabeza
del mundo como otro creador. Pero, ¿puede el sujeto latinoamericano asumir la
praxis moderna sin más? ¿Cómo podría este sujeto, para ser verdadero
protagonista de su historia y no más víctima suya, emprender una praxis
moderna y al mismo tiempo esquivar sus aberraciones? El empalme con la
modernidad no puede ser fácil, no puede sino ser crítico.
La
fe cristiana ofrece a todo sujeto histórico la posibilidad de engastar su
libertad en la libertad escatológica de Cristo, de modo que su praxis extraiga
del Hijo encarnado, Jesús muerto y resucitado, tanto su razón de esperanza
trascendente como la liberación del pecado que la extravía. Si la praxis
creativa del sujeto moderno se justifica como una actividad incesante en pro de
un progreso lineal e ilimitado, la praxis cristiana, en cambio, verifica la
originalidad de Cristo mediante la inauguración de una sociedad gratuita y
alternativa en la que "los primeros son los últimos y los últimos los
primeros". Advertimos que se trata de dos praxis que responden a dos lógicas
distintas, pero no necesaria sino circunstancialmente opuestas. Discernido el
factor que impide el empalme de una y otra, creemos que es posible la inclusión
de una en la otra.
En
cuanto la lógica de la razón coincide con el "esquema de la ley" no
hay inclusión posible de la modernidad en la praxis cristiana en general. Sin
embargo, a la praxis moderna subyace un aspecto de racionalidad creada por Dios
que no puede descartarse de raíz en nombre de su desviación pecaminosa. A
saber, la obligación que Dios ha compartido con el hombre de encargarse
racionalmente y en justicia de la historia y del mundo. En este sentido, la lógica
de la fe y la lógica de toda razón son contrarias a propósito del pecado,
pero su heterogeneidad de naturalezas remite a una unidad de principio que
obliga a una articulación dinámica y virtuosa. Más precisamente, para
alcanzar la plenitud de su despliegue la praxis racional ha de articularse críticamente
con la lógica de la fe. Pues, la lógica de la fe, lógica de gratuidad, lógica
de Dios a favor de los impotentes se opone a la lógica de la autocreación o
autoconstrucción de los que aparentemente no necesitan a Dios para abrirse paso
en la vida; pero para manifestarse históricamente la lógica de la fe requiere
de la racionalidad humana en cuanto tal.
Para
ser racional, la praxis cristiana latinoamericana no puede sino dejarse guiar
interiormente por las exigencias universales de la razón humana, entre las
cuales prima el cultivo de las ciencias y la búsqueda de la justicia entre las
naciones. Pero, además, por extraer de la fe su razón de ser última, la
praxis cristiana incluye una lucha por erradicar la injusticia que no es
irracional sino sensata, si dirigida en contra de la autonomía excluyente de la
racionalidad moderna, se rige ulteriormente por el don y la tarea de la
reconciliación escatológica. La praxis de seguimiento de Cristo en América
Latina, un continente que padece la expansión de la sociedad moderna
occidental, no ha de ser conflictiva porque rechaza los resultados de la
racionalidad moderna sin distinción, sino en la medida que esta racionalidad
sea la racionalidad de las potencias que en vez de procurar la paz mediante la
creación de un mundo igualitario y pacífico, oprime y descarta a los
impotentes.
-
Configuración latinoamericana de la modernidad
La
fe cristiana estimula en América Latina una actitud y una praxis protagónica
que, sin embargo, no se agota en la receptividad crítica de la modernidad, sino
que también exige de sus sujetos transformar, humanizar y configurar la
modernidad de acuerdo a la originalidad cultural de cada pueblo y las nuevas
inspiraciones del Espíritu. La historia está abierta. Las culturas están
abiertas. La modernidad es asumible, corregible y perfectible. ¿Por qué no
creer que la fe cristiana impulsa el surgimiento de una modernidad
latinoamericana? ¿Cómo no imaginar que toda la inventiva y fantasía ya
presentes y actuantes en la pluralidad de culturas latinoamericanas no puedan
moldear nuevas formas de democracia y economías modernas pero más
igualitarias?
La
fe cristiana reclama una creatividad de largo aliento porque se orienta por la
"imposibilidad" del Reino, es decir, por un Reino cuya originalidad sólo
es posible como un don escatológico. La praxis cristiana verifica una esperanza
que es lucha histórica contra la muerte y anticipación de una vida tan plena
que no hay imágenes suficientes para contarla. Las dos lógicas arriba
descritas debieran articularse en una praxis no sólo conflictiva, sino también
constructiva. Tal articulación puede operar por la inclusión crítica de la lógica
de la fe, que avanza "desde el futuro hacia el presente", en la lógica
de la razón, que en el caso particular de la razón moderna avanza "desde
el presente hacia el futuro"54,
todo en favor de la creación de un mundo alternativo.
En
última instancia, llegado el momento de elegir las mediaciones racionales de la
praxis se presentan entre nosotros dos vías no excluyentes entre sí, aunque
una parezca más evangélica que la otra. No es posible descartar la
racionalidad de la vía "desde arriba", cuya imagen más nítida es la
del Estado y del poder, aunque en este caso la exigencia de discernimiento sea
tan necesaria como distinguir el mesianismo cristiano de las expectativas mesiánicas
corrientes anteriores y posteriores a Cristo. La edificación de una sociedad
alternativa que articule la identidad latinoamericana con la cultura moderna
requiere de la vía "desde arriba", tal como toda sociedad humana
necesita de la organización racional del poder por medio de la investidura de
autoridades y de la formulación de leyes que procuren el bien común que la
sociedad humana aspira conseguir. La política está llamada a ser una forma no
menor de la caridad. Sin embargo, en la historia del cristianismo hemos conocido
una versión "desde abajo" de la praxis humana, a saber, la de las
relaciones interpersonales y la de las pequeñas comunidades que no imperan la
convivencia humana por la fuerza sino que la tejen mediante la caridad espontánea
y la solidaridad que nos urge a encargarnos unos de otros. Esta vía es superior
a la anterior, no porque la primera no tenga nada que ver con Cristo, puesto que
el Cristo cósmico otorga razón de ser a la organización política de
cualquier sociedad humana; tampoco porque la vía "desde arriba" a
menudo desvía su objetivo en perjuicio de los pobres, puesto que también en
las pequeñas comunidades se reproducen las prácticas del abuso del poder; sino
porque la creatividad buscada en América Latina, una creatividad auténticamente
liberadora, si ha de hallarse en algún lugar mejor que en otro, ese lugar será
donde se cuente con la creatividad de los mismos pobres, donde sean ellos los
sujetos auténticos de su propia historia.
Jorge
Costadoat S.J.
1Aunque
en sentido estricto no sean asimilables, para facilitar las cosas opto en este
artículo por implicar la razón moderna en el concepto de libertad. La
creatividad es evidentemente no sólo característica de la libertad moderna
sino también de la razón.
2Paul Ricoeur “Liberté”, en Encyclopaedia Universalis. IX. Paris: Encyclopaedia Universalis France, 1971, p. 984ss.
3Xavier
Zubiri Sobre el hombre, Madrid, 1986, p. 592.
4Jorge
Larraín Modernidad, razón e identidad en América Latina, Editorial
Andrés Bello, Santiago, 1996, pp. 14 y 247.
5Op.
cit., pp. 131ss.
6Op.
cit., p. 149.
7Op.
cit., p. 224.
8Op.
cit., p. 224.
9Op.
cit., p. 224.
10Op.
cit., p. 14, 234-235.
11Cf.,
Congregación para la Doctrina de la Fe Instrucción sobre libertad
cristiana y liberación, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano,
1986, nº 5.
12Juan
Luis Segundo Nuestra idea de Dios, en la colección Teología Abierta
(tomo II), Cristiandad, Madrid, 1983, pp. 22 y 69. 22 y 69.
13Cf.,
Gustavo Gutiérrez “Teología desde el reverso de la historia”, en La
fuerza histórica de los pobres, Sígueme, Salamanca, 1982.
14J.
Comblin no sólo rechaza la inculturación en la sociedad posmoderna, sociedad
funcional a la actual fase del capitalismo mundial, sino también a lo largo
de toda la historia de la Iglesia. No se entiende, sin embargo, cómo hacia el
final de una obra reciente promueve la política como una tarea esencial a la
libertad cristiana (Vocación a la libertad, San Pablo, Madrid, 1999).
15Cf.,
Bernard Sesboüé, Jesucristo el único mediador, Tomos I y II,
Secretariado Trinitario, Salamanca, 1988.
16Cf.,
Chritian Duquoc, Jesús, hombre libre, Ed. Sígueme, Salamanca, 1992,
p. 36.
17Op.
cit., p. 118.
18H.
U. von Balthasar, “La misión como criterio del conocimiento y de la
libertad de Jesús”, Teodramática 3, Ediciones Encuentro, Madrid,
1993, pp. 180-189. 180-189.
19Op.
cit., p. 186.
20Op.
cit., p. 186.
21Op.
cit., p. 186.
22Op.
cit., p. 188.
23Op.
cit., p. 188.
24Paul
Ricoeur Política, sociedad e historicidad, Editorial Docencia, Buenos
Aires, 1986, pp. 193-214.
25Op.
cit., pp. 196-197.
26Op.
cit., pp. 199.
27Op.
cit., p. 200.
28Walter
Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 331-356.
29John
O’Donnell, The Mystery of the Triune God, Heythrop Monographs, 1988,
p. 168.
30Hans
Urs von Balthasar, Theodramatik II, 1, Einsiedeln: Johannes, 1978, p.
262.
31Karl
Rahner Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona, 1979, p.
265-266.
32Jon
Sobrino, Jesucristo Liberador, Ed. Trotta, Madrid, 1991, pp. 25-33.
33Op.
cit, p. 26.
34Op.
cit. p. 33.
35Op.
cit. p. 26.
36Op.
cit. p. 27.
37Hay
otros análisis de la fe en Cristo en América latina que en vez de plantear
una ruptura con la fe popular proponen injertar el anuncio de Jesucristo
liberador en la tradicional fe en Cristo Salvador (J.C. Scannone, Evangelización,
cultura y teología, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1990, pp. 237-239).
38Antonio
González, Teología de la praxis evangélica. Ensayo de una teología
fundamental, Sal Terrae, Santander, 1999.
39Op.
cit., p. 13.
40Op.
cit., p. 140.
41Op.
cit., p. 167.
42Cf.,
op. cit., p. 278-279.
43Op.
cit., p. 284.
44Op.
cit., p. 310
45Op.
cit., p. 310.
46Op.
cit., p. 310.
47Op.
cit., p. 328.
48Op.
cit., p. 340.
49Op.
cit., p. 340.
50Op.
cit., p. 351.
51Op.
cit., p. 354.
52Op.
cit., p. 357.
53Op.
cit., p. 372.
54Cf.
Jürgen Moltman, Cristo para nosotros hoy, Madrid, Trotta, 1997, 75-89.
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