Hagamos un poco de ciencia ficción y supongamos que un investigador galáctico desciende al planeta Tierra en el que se ha extinguido la raza humana: a través de las ruinas se dispone a estudiar la conducta del hombre comparándola con la de los demás seres vivos. Deduce que el Homo sapiens sapiens, como todas las demás especies vivas, nació, creció, se reprodujo y murió; que, como casi todas las especies animales, aunque con una tecnología más evolucionada, construía sus cubículos; como muchas de ellas tenía una organización gregaria y jerárquica y sólo como algunas pocas fabricaba instrumentos, investigaba el funcionamiento de la naturaleza y diseñaba estrategias de preservación personal y de utilización de los recursos en favor del clan.
Aparentemente fue el único que se planteó algo tan inconsistente e intangible como la trascendencia. El hombre no sólo buscaba comida y comía; no sólo buscaba pareja y se apareaba, y establecía una vivienda elaborada como cubículo y se refugiaba en ella; no sólo establecía relaciones de dominio y sumisión entre los suyos y los animales y plantas de su entorno; y, en el ámbito de estas relaciones, no sólo comerciaba y guerreaba.
En la Tierra desierta quedan ciudades, mercados, comercios y edificios bancarios, entre otras innumerables huellas del paso y la acción del hombre en el planeta. Quedan lugares de encuentro y discusión, cines, teatros, salas de fiestas y cosos deportivos con taquilla en la entrada. Pero también quedan edificios singulares, aparentemente sin sentido, como lugares de encuentro social y sin taquilla en la entrada, aunque con muros (a veces defensivos) y puertas: son los templos.
¿Por qué, para qué el hombre erigió esos edificios no utilitarios y carísimos, de arquitectura casi siempre pionera con relación al tiempo en que fueron construidos? ¿Sólo para demostrar el poder de la clase clerical que los mandó construir? ¿Qué se encuentra en el interior de esos templos, sino espacios libres y, en todo caso, artes decorativas, y a veces altares y muebles obviamente pensados para que un humano se prosterne con menos incomodidad? ¿Para qué tanto dispendio y fastuosidad si en todo lo demás, excepto en la poesía, el Homo sapiens era una de las especies más depredadoras, asoladoras y utilitaristas?
Las cuestiones que se planteará el antropólogo galáctico serán sorprendentes y, sin duda, la respuesta que dará, si no conoce la trascendencia (cosa difícil puesto que realiza sus investigaciones en las estrellas), será la perplejidad más impenetrable. ¿Era el hombre tan goloso, tan voraz de vida que no le bastaba con aquella de la que gozaba, sino que pretendía otra después de la muerte; o esa vida le resultaba tan penosa que sólo le quedaba como consuelo el refugio en la esperanza de una vida posterior mejor y llena de placeres? ¿Tan orgulloso era que pretendía la inmortalidad, a pesar de la fragilidad de su estructura corporal y de la limitación de su capacidad cognitiva? ¿Tan infantil, a pesar de tan inteligente, que pretendía comprar a los dioses unos atributos exclusivamente sobrenaturales, arrebatar para sí una esencia metafísica? ¿Y para ello rezaba, se mortificaba, peregrinaba, se reunía en multitudes orantes, cumplía mandamientos, daba limosnas, se ejercitaba en la donación desinteresada a los demás? ¿Eran realmente desinteresadas las conductas éticas de los seres humanos, regidas por ideas religiosas convertidas en principios de vida?
Volvamos a nuestro siglo XXI: en el planeta Tierra y a la altura de nuestros conocimientos, el fenómeno de la trascendencia es en apariencia exclusivo de la humanidad. Y tan difícil de definir que se ha dicho que cualquier explicación del fenómeno religioso está necesariamente viciado por las ideas preconcebidas de quien intenta realizarla. Se puede describir sin riesgo, quizás, como una realidad social que liga ("re-liga", éste es el origen de la palabra "religión") a cada una de las personas íntimamente con el entorno social donde surge un determinado sistema de creencias; casi siempre da sentido a un sistema cultural tan amplio como se quiera y que implica a diversos conjuntos de grupos humanos étnica y geográficamente afines. Un fenómeno, además, capaz de propagarse y de ser utilizado como instrumento de cohesión política interna así como de expansión externa, de cariz netamente imperial.
Ésta es la historia del hombre en su inquietante dimensión espiritual, la aventura del robo del fuego sagrado, la manzana comida del árbol de la ciencia del bien y del mal, el osado aldabonazo propinado a las puertas del Olimpo, del cielo, del Paraíso, en suma, del que aparentemente fue expulsado en los tiempos primeros y al que siempre tercamente pretendió regresar.
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