Fueron una rama de la secta
arriana que llegó a distinguirse como partido eclesiástico
tiempo antes de la convocación de los sínodos de Arimino (Rímini)
y Seleucia en el 359. La secta debe tanto su nombre como su importancia
política a Acacio, Obispo de Césarea, cuya teoría de
adhesión a la fraseología bíblica adoptó y trató
de resumir en varias palabras atrayentes: homoios, homoios kata panta, k.t.l.
A fin de entender el significado teológico del acacianismo como episodio crítico —tan solo como episodio— en el progreso tanto lógico como histórico del arrianismo, es necesario recordar que la gran definición de homo usion, promulgada en Nicea en el 325, lejos de poner fin a la discusión, se convirtió, por el contrario, en ocasión para debates más intensos y para una mayor confusión en la formulación de teorías sobre la relación de Nuestro Señor con su Padre, en cuanto esa relación constituía un claro principio de la creencia ortodoxa. Poco después de la llegada de Constancio al poder absoluto —su hermano Constante murió en el 350—, los acontecimientos comenzaban ya a madurar en una nueva crisis. El nuevo augusto era un hombre de carácter vacilante, con desafortunada susceptibilidad a los halagos y una inclinación por los debates en teología (Ammianus, XXI, xvi), lo cual pronto le convirtió en mero títere en las manos de la facción eusebiana. Más o menos, durante este período existieron tres partidos en la Iglesia: el partido ortodoxo o niceno, que simpatizaba, por lo general, con Atanasio y sus defensores, y que insistía en hacer suya la causa de éste; el partido eusebiano o de la corte imperial y sus desconcertados seguidores semiarrianos; y, por último, y no menos lógicos en sus exigencias, el partido anomeo, que debía su origen a Aecio. En el verano del 357, Ursacio y Valente, los astutos pero no siempre consistentes defensores de este último grupo de disidentes en el oeste, por la influencia que fueron capaces de ejercer sobre el emperador mediante su segunda esposa, Aurelia Eusebia (Panegyr. Jul. Orat., iii; Ammianus, XX, vi, 4), tuvieron éxito en llamar una conferencia de obispos en Sirmio.
Al credo latino presentado en esta reunión se le insertó una declaración de opiniones redactada por Potamio de Lisboa y el venerable Osio de Córdoba, que, bajo el nombre de manifiesto sirmiano —según llegó a conocerse después— despertó a toda la Iglesia occidental y dejó a los contemporizadores del este en desorden. En esta declaración, los prelados asambleados, aunque confesaban “Un Dios, el Padre Todopoderoso, y su Hijo unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, generado del Padre antes de todos los siglos”, recomendaron el desuso de los términos ousia (esencia o substancia), homoousion (idéntico en esencia o substancia) y homoiousion (similar en esencia o substancia), “por cuales se perturban las mentes de muchos”; y sostuvieron que “no debería mencionarse ninguno de ellos ni exponerse en la Iglesia, por la razón y la consideración de que de ello nada hay escrito en las divinas Escrituras y porque sobrepasan la ciencia y el entendimiento humano” (Athan., DeSyn., xxviii; Soz., ii, xxx; Hil., DeSyn., xi). El efecto de estas proposiciones en la opinión conservadora fue como la consabida chispa en un barril de pólvora. Mirando ahora las circunstancias de esta publicación, esto es, desde la posición del catolicismo moderno, es imposible no ver que ellas ocasionaron la crisis con la que cambió toda la posterior historia del arrianismo. A pesar de la advertencia escriturística contra el empleo de términos inescrutables, casi todos los partidos instintivamente percibieron que el manifiesto no era sino un sutil documento anomeo.
La situación estaba seguramente llena de posibilidades. Los involucrados comenzaron a agruparse de nuevas maneras. En el este, los anomeos recurrieron, casi como algo muy normal, a Acacio de Césarea, cuya influencia se fortalecía en la corte y a quien se consideraba un contemporizador astuto y no muy escrupuloso. En el oeste, los obispos como Ursacio y Valente comenzaron a llevar una política similar; y en todas partes se sentía que las cosas pedían una vez más la intervención de la Iglesia. Esto era precisamente lo que el partido acogido por el emperador Constancio estaba ansioso por ocasionar; pero no de la manera que los nicenos y los moderados esperaban. Un solo concilio no podría ser controlado fácilmente; pero dos sínodos separados, uno en el este y otro en el oeste, sí. Tras algunas conferencias preliminares que acompañaron una inevitable campaña de distribución masiva de folletos —en la que Hilario de Poitiers tomó parte—, los obispos de la porción occidental del imperio se reunieron en Arimino hacia finales de mayo, y los del este se reunieron en Seleucia en septiembre del 359. El carácter de ambos sínodos era idéntico, al menos en cuanto que el partido de compromiso, representado en Seleucia por Acacio y en Arimino por Ursacio y Valente, iba políticamente, aunque no numéricamente, ganando fuerza y podía ejercer una sutil influencia, la cual dependía casi tanto en la capacidad argumentativa de sus líderes como en su crucial prestigio. En ambos concilios, y como resultado de una intriga deshonesta y de un uso inescrupuloso de la intimidación, la fórmula homoiana asociada con el nombre de Acacio prevaleció. Se renunció al homo usion, por el cual sobrellevaron muchas penas los santos campeones de la ortodoxia por medio siglo, y se declaró al Hijo ser meramente similar al Padre y no idéntico en esencia. La caracterización de san Jerónimo del asunto sigue siendo el mejor comentario, no solo sobre lo que había sucedido, sino también sobre los medios que se utilizaron para conseguirlo. El mundo entero gimió de asombro al ver que era arriano, ingemuit totus orbis et Arianum se esse miratus est. Fueron Acacio y sus seguidores quienes habían habilidosamente orquestado el proceso desde el principio. Al presentarse como defensores de los métodos contemporizadores, inspiraron al partido eusebiano o semiarriano con la idea de abandonar a Aecio y a sus anomeos. Así, se vieron en una posición de importancia a la cual no tenían derecho ni por sus números ni por su perspicacia teológica. Así como se mostraron en la práctica por todo el curso del inesperado movimiento que los llevó al frente, así eran ahora, en teoría, los exponentes de la Via media de su día. Se separaron de los ortodoxos con el rechazo de la palabra homoousios, de los semiarrianos con su entrega de homoiousios; y de los aecianos con la insistencia en el término homoios. Retendrían su influencia como partido definido mientras su vocero y líder Acacio gozara del favor de Constancio. Bajo Juliano el apóstata, a Aecio, que había sido exiliado como resultado de los procedimientos en Seleucia, se le permitió recuperar su influencia. Los acacianos aprovecharon la ocasión para hacer causa común con sus ideas, pero la alianza fue solo política; lo volvieron a abandonar en el Sínodo de Antioquía, celebrado bajo Joviano en el 363. En el 365 el sínodo semiarriano de Lampsaco condenó a Acacio. Fue depuesto de su sede; y con este acontecimiento la historia del partido al cual le había dado su nombre llegó prácticamente a su fin.
ATHANASIUS, De Syn., XII, XXIX, XL, in P.G., XXVI, 701, 745, 766; ST. HILARIUS, Contra Constant., xii-xv, in P.L. X; ST. EPIPHANIUS, Haer., lxxiii, 23-27, in P.G., XLII; SOCRATES AND SOZOMEN, in P.G., LXVII; THEODORET, in P.G., LXXXII; TILLEMONT, M moires, VI (ed. 1704); HEFELE, Hist. Ch. Counc. (tr. CLARK), II; NEWMAN, Ar. IV Cent., 4th ed.; GWATKIN, Studies in Arianism, 2d ed. (Cambridge, 1900).
CORNELIUS CLIFFORD
Traducido por Manuel Rodríguez Ramírez
A fin de entender el significado teológico del acacianismo como episodio crítico —tan solo como episodio— en el progreso tanto lógico como histórico del arrianismo, es necesario recordar que la gran definición de homo usion, promulgada en Nicea en el 325, lejos de poner fin a la discusión, se convirtió, por el contrario, en ocasión para debates más intensos y para una mayor confusión en la formulación de teorías sobre la relación de Nuestro Señor con su Padre, en cuanto esa relación constituía un claro principio de la creencia ortodoxa. Poco después de la llegada de Constancio al poder absoluto —su hermano Constante murió en el 350—, los acontecimientos comenzaban ya a madurar en una nueva crisis. El nuevo augusto era un hombre de carácter vacilante, con desafortunada susceptibilidad a los halagos y una inclinación por los debates en teología (Ammianus, XXI, xvi), lo cual pronto le convirtió en mero títere en las manos de la facción eusebiana. Más o menos, durante este período existieron tres partidos en la Iglesia: el partido ortodoxo o niceno, que simpatizaba, por lo general, con Atanasio y sus defensores, y que insistía en hacer suya la causa de éste; el partido eusebiano o de la corte imperial y sus desconcertados seguidores semiarrianos; y, por último, y no menos lógicos en sus exigencias, el partido anomeo, que debía su origen a Aecio. En el verano del 357, Ursacio y Valente, los astutos pero no siempre consistentes defensores de este último grupo de disidentes en el oeste, por la influencia que fueron capaces de ejercer sobre el emperador mediante su segunda esposa, Aurelia Eusebia (Panegyr. Jul. Orat., iii; Ammianus, XX, vi, 4), tuvieron éxito en llamar una conferencia de obispos en Sirmio.
Al credo latino presentado en esta reunión se le insertó una declaración de opiniones redactada por Potamio de Lisboa y el venerable Osio de Córdoba, que, bajo el nombre de manifiesto sirmiano —según llegó a conocerse después— despertó a toda la Iglesia occidental y dejó a los contemporizadores del este en desorden. En esta declaración, los prelados asambleados, aunque confesaban “Un Dios, el Padre Todopoderoso, y su Hijo unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, generado del Padre antes de todos los siglos”, recomendaron el desuso de los términos ousia (esencia o substancia), homoousion (idéntico en esencia o substancia) y homoiousion (similar en esencia o substancia), “por cuales se perturban las mentes de muchos”; y sostuvieron que “no debería mencionarse ninguno de ellos ni exponerse en la Iglesia, por la razón y la consideración de que de ello nada hay escrito en las divinas Escrituras y porque sobrepasan la ciencia y el entendimiento humano” (Athan., DeSyn., xxviii; Soz., ii, xxx; Hil., DeSyn., xi). El efecto de estas proposiciones en la opinión conservadora fue como la consabida chispa en un barril de pólvora. Mirando ahora las circunstancias de esta publicación, esto es, desde la posición del catolicismo moderno, es imposible no ver que ellas ocasionaron la crisis con la que cambió toda la posterior historia del arrianismo. A pesar de la advertencia escriturística contra el empleo de términos inescrutables, casi todos los partidos instintivamente percibieron que el manifiesto no era sino un sutil documento anomeo.
La situación estaba seguramente llena de posibilidades. Los involucrados comenzaron a agruparse de nuevas maneras. En el este, los anomeos recurrieron, casi como algo muy normal, a Acacio de Césarea, cuya influencia se fortalecía en la corte y a quien se consideraba un contemporizador astuto y no muy escrupuloso. En el oeste, los obispos como Ursacio y Valente comenzaron a llevar una política similar; y en todas partes se sentía que las cosas pedían una vez más la intervención de la Iglesia. Esto era precisamente lo que el partido acogido por el emperador Constancio estaba ansioso por ocasionar; pero no de la manera que los nicenos y los moderados esperaban. Un solo concilio no podría ser controlado fácilmente; pero dos sínodos separados, uno en el este y otro en el oeste, sí. Tras algunas conferencias preliminares que acompañaron una inevitable campaña de distribución masiva de folletos —en la que Hilario de Poitiers tomó parte—, los obispos de la porción occidental del imperio se reunieron en Arimino hacia finales de mayo, y los del este se reunieron en Seleucia en septiembre del 359. El carácter de ambos sínodos era idéntico, al menos en cuanto que el partido de compromiso, representado en Seleucia por Acacio y en Arimino por Ursacio y Valente, iba políticamente, aunque no numéricamente, ganando fuerza y podía ejercer una sutil influencia, la cual dependía casi tanto en la capacidad argumentativa de sus líderes como en su crucial prestigio. En ambos concilios, y como resultado de una intriga deshonesta y de un uso inescrupuloso de la intimidación, la fórmula homoiana asociada con el nombre de Acacio prevaleció. Se renunció al homo usion, por el cual sobrellevaron muchas penas los santos campeones de la ortodoxia por medio siglo, y se declaró al Hijo ser meramente similar al Padre y no idéntico en esencia. La caracterización de san Jerónimo del asunto sigue siendo el mejor comentario, no solo sobre lo que había sucedido, sino también sobre los medios que se utilizaron para conseguirlo. El mundo entero gimió de asombro al ver que era arriano, ingemuit totus orbis et Arianum se esse miratus est. Fueron Acacio y sus seguidores quienes habían habilidosamente orquestado el proceso desde el principio. Al presentarse como defensores de los métodos contemporizadores, inspiraron al partido eusebiano o semiarriano con la idea de abandonar a Aecio y a sus anomeos. Así, se vieron en una posición de importancia a la cual no tenían derecho ni por sus números ni por su perspicacia teológica. Así como se mostraron en la práctica por todo el curso del inesperado movimiento que los llevó al frente, así eran ahora, en teoría, los exponentes de la Via media de su día. Se separaron de los ortodoxos con el rechazo de la palabra homoousios, de los semiarrianos con su entrega de homoiousios; y de los aecianos con la insistencia en el término homoios. Retendrían su influencia como partido definido mientras su vocero y líder Acacio gozara del favor de Constancio. Bajo Juliano el apóstata, a Aecio, que había sido exiliado como resultado de los procedimientos en Seleucia, se le permitió recuperar su influencia. Los acacianos aprovecharon la ocasión para hacer causa común con sus ideas, pero la alianza fue solo política; lo volvieron a abandonar en el Sínodo de Antioquía, celebrado bajo Joviano en el 363. En el 365 el sínodo semiarriano de Lampsaco condenó a Acacio. Fue depuesto de su sede; y con este acontecimiento la historia del partido al cual le había dado su nombre llegó prácticamente a su fin.
ATHANASIUS, De Syn., XII, XXIX, XL, in P.G., XXVI, 701, 745, 766; ST. HILARIUS, Contra Constant., xii-xv, in P.L. X; ST. EPIPHANIUS, Haer., lxxiii, 23-27, in P.G., XLII; SOCRATES AND SOZOMEN, in P.G., LXVII; THEODORET, in P.G., LXXXII; TILLEMONT, M moires, VI (ed. 1704); HEFELE, Hist. Ch. Counc. (tr. CLARK), II; NEWMAN, Ar. IV Cent., 4th ed.; GWATKIN, Studies in Arianism, 2d ed. (Cambridge, 1900).
CORNELIUS CLIFFORD
Traducido por Manuel Rodríguez Ramírez
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.