viernes, 26 de septiembre de 2014

Concilio Vaticano II: Preparación (I)

PÍO XI Y PÍO XII YA ACARICIARON LA IDEA DE UN CONCILIO ECUMÉNICO
El 28 de octubre de 1958 el cardenal Roncalli se convertía en Papa con el nombre de Juan XXIII. Con su aspecto cándido y bonachón de párroco de pueblo y su rotundidad canonical, Juan XXIII era lo más opuesto que podia imaginarse al principesco y estilizado Pio XII. Pero que nadie se llame a engaño: Roncalli no era ningún -como dicen los italianos- sprovveduto (alguien sin recursos). Se había entrenado con provecho en el servicio diplomático de la Santa Sede y había aprendido a negociar y a tratar con todo tipo de políticos y dirigentes religiosos. Su experiencia al frente del importante patriarcado de Venecia le había dado el sentido del gobierno espiritual y de la administración material. El sumo pontificado no le vino grande y se mostró como un Papa decidido y celoso de la dignidad de su altísima investidura. Pues bien, el 25 de enero de 1959, al concluir el octavario por la unidad de los cristianos en la basílica de San Pablo Extramuros, reunió Juan XXIII en consistorio extraordinario a los diecisiete cardenales presentes y les comunicó su decisión “temblando de emoción pero con humilde resolución” de convocar un sínodo diocesano para Roma y un concilio ecuménico para la Iglesia universal. Ninguno de los purpurados emitió palabra, demudados como quedaron ante lo súbito e inesperado del anuncio, produciéndose lo que el propio Papa recordaría mas tarde como “un silencio piadoso e impresionante”. Al cardenal Tardini, secretario de Estado, le comunicó que el concilio se llamaría “Vaticano II” y no sería una continuación del Vaticano I (suspendido sine die -no clausurado- por el Beato Pio IX en 1870, ante la ocupación piamontesa), sino una asamblea distinta, que iba a promover en la Iglesia el aggiornamento (puesta al día), consistente en una renovación enraizada en la autentica Tradición y que debía fomentar incluso la unidad de todos los cristianos. La idea de un concilio ecuménico no podía ser, empero, una absoluta novedad para la Curia Romana, ya que había sido contemplada como una posibilidad por Pio XI en 1922 y por Pio XII en 1948. En su primera encíclica Ubi Arcano Dei de 23 de diciembre de 1922, el papa Ratti manifestó que la idea de un concilio le vino en ocasión del Congreso Eucarístico de Roma y el centenario de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide durante ese su primer año de pontificado. En dichos eventos pudo ver a cientos de obispos del mundo entero reunidos en torno al Romano Pontífice delante de la tumba de Pedro. Según sus propias palabras, “esa reunion fraternal, tan solemne por el gran número y la alta dignidad de los obispos que estaban presentes, lleva nuestros pensamientos a la posibilidad de otro encuentro similar, de todo el episcopado aquí, en el centro de la unidad católica, y de los muchos y eficaces resultados que de una tal asamblea se seguirían para el restablecimiento del orden social tras los terribles trastornos por los que acabamos de pasar”. Tras declarar que no se atrevía a incluir en el programa de su pontificado la convocatoria de un concilio, Pio XI concluía diciendo que esperaba y rogaba por “un signo inequívoco del Dios de las misericordias” en este asunto. Aun así, el 23 de mayo de 1923, en el curso de un consistorio secreto, el papa Ratti preguntó a los cardenales de la Curia si consideraban oportuna la convocatoria de un concilio ecuménico, obteniendo una respuesta negativa de la mayor parte de ellos. En el caso del papa Pacelli no se trató solo de una vaga idea sino de un verdadero proyecto. El 24 de febrero de 1948, durante una audiencia al cardenal Ernesto Ruffini, arzobispo de Palermo, éste había sugerido al Santo Padre la oportunidad de convocar un concilio ecuménico. Poco después, Mons. Ottaviani, por entonces asesor del Santo Oficio, volvía sobre el tema, hablándole esta vez de la necesidad de una asamblea semejante, para clarificar la doctrina de la Iglesia frente a los errores contemporáneos, tratar de los problemas planteados por el comunismo, actualizar el Código de Derecho Can6nigo e impulsar el apostolado seglar y en especial la Acción Católica. El concilio seria, además, el marco adecuado para la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen, que el Papa tanto deseaba. Pio XII no estaba muy convencido porque consideraba que ya no tenía edad ni salud para lanzarse a una empresa de semejante envergadura y no creía que fuera bueno que todos los obispos estuvieran ausentes de sus diócesis durante el prolongado periodo que por fuerza requerirían las sesiones conciliares. Así y todo había nombrado una comisión presidida por Mons. Ottaviani y cornpuesta por los prelados Aloysius Hudal y Vigilio Dalpiaz, los jesuitas Franz Hürth, Joseph Creusen y Sebastian Tromp, el benedictino Ulrik Beste y el verbita Joseph Grendel. La comisión se puso a revisar el material que no habia utilizado el concilio Vaticano I (especialmente los desiderata o peticiones de las diócesis), comprobando que muchas cuestiones estaban ya superadas o habían sido resueltas en el Código de Derecho Canónico. Se revisaron también todas las actuaciones del Santo Oficio desde 1870. Como el trabajo se revelaba desmesurado, Pio XII creó cinco comisiones nuevas (la teológico-dogmatica, la teológico-pastoral, la canoníca, disciplinar y litúrgica, la misionera y la de cultura y acción cristiana) y las puso bajo la dirección de la comisión original, que paso a ser central y estuvo presidida por Mons. Francesco Borgongini-Duca. En base a los trabajos de las comisiones se llegó a las siguientes conclusiones: el concilio debía tratar sobre temas nuevos y no limitarse a completar el Vaticano I, dichos temas debían ser de interés universal, se debía tener en cuenta la aportación del Código de 1917 y de las enseñanzas del magisterio posteriores a 1870 y, en fin, no había de tratarse de cuestiones que hicieran enfrentarse a los obispos. Se propuso al Papa un vasto temario dividido en tres esquemas: sobre Dios, sobre la naturaleza y el fin del hombre y sobre la naturaleza y la misión de la Iglesia. En cuanto a la dificultad de hacer ir a Roma a todos los obispos del orbe para una estancia más o menos larga, la comisión central sugirió el método de la procuración: hacer ir tan solo a unos 500 de entre ellos como procuradores con derecho a tantos votos cuantos fueran los obispos a los que cada uno representara. Con esto se salvaba el carácter ecuménico del concilio y se evitaba la ausencia masiva de los pastores de sus diócesis. Tambien se propuso el que las sesiones se espaciasen y se tuvieran anualmente, de modo que duraran demasiado. La última reunión de la comisión central tuvo lugar el 4 de enero de 1951, remitiéndose al Papa toda la documentación, pero Pio XII decidió no tomar ninguna iniciativa y murió sin haber convocado el concilio. Puede comprenderse el entusiasmo que, como una ola, recorrió todo el mundo católico al anuncio hecho por Juan XXIII. El común de los fieles ni siquiera sabía con exactitud en que consistía un concilio ecuménico. A la verdad, estas asambleas eran más bien raras en la Iglesia. La Ultima databa de hacía casi cien años y, por lo tanto, nadie que viviera en 1959, a menos que no fuera más que nonagenario, podía decir que había vivido un concilio. Mucho más remoto parecía el Concilio de Trento, clausurado cuatro siglos atrás. En total, veinte concilios en veinte siglos hacían una media de uno por centuria, pero ya vemos que la estadística es engañosa: en realidad, en el medio milenio que va desde mediados del siglo XV a mediados del XX solo hubo tres. La curiosidad por saber cómo era un concilio ecuménico espoleaba a la gente y hacia la fortuna de la prensa y de los editores, que aprovechaban para publicar artículos y obras de divulgación. Pero, como veremos, ni siquiera los obispos se sentían preparados para afrontar la participación en un evento de cuya naturaleza y funcionamiento solo sabían por lo que habían estudiado en los libros: proposiciones, debate, capítulos, cánones y anatemas.

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