La
verdad es el resplandor de la vida en su plenitud, que atrae y orienta al
hombre, porque este lleva dentro el deseo de plenitud puesto por Dios mismo.
Este deseo es ya barrunto de la verdad, y el criterio para discernir la verdad
está en la satisfacción de este deseo, es decir, no puede ser otro que la
experiencia personal de vida o la experiencia de la comunicación de vida a
otros. Dondequiera se descubra vida, sea en la propia persona como en persona
ajena, allí hay verdad. Donde no hay vida, no hay verdad.
Estos
son precisamente los criterios complementarios que propone Jesús para
determinar o encontrar la verdad: la experiencia personal de vida y las obras
que comunican vida. La experiencia de vida (Jn 7,14ss).
En
Jn 7,14ss, encontrándose Jesús enseñando en el templo, los
dirigentes judíos se preguntan por el origen del saber de Jesús:
«¿Cómo sabe éste de Escritura si no ha estudiado?» Jesús
replica informándolos de que su saber no viene de las
escuelas, sino de Dios: «Mi doctrina no es mía, sino del que
me ha mandado». Sin embargo, esta afirmación de Jesús
necesitaba
ser probada, y él mismo aduce la prueba a continuación: «El
que quiera realizar el designio de Dios conocerá si esta
doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta» (7,17).
Como
se ve, Jesús no prueba su extraordinaria afirmación con
argumentos ni citando textos del AT. No invoca la autoridad
de Dios ni la suya propia. El criterio para distinguir la
verdad de su doctrina está en el hombre mismo, y a él se
remite Jesús. El no se impone, cada uno tiene que encontrar
su certeza (El verbo griego usado en esta frase, tiene entre
sus significados el de «conocer por experiencia».)
El
criterio que propone Jesús, independiente de su persona, se
basa en la fidelidad del hombre a Dios creador, en el deseo de
realizar su designio. Este designio, que concreta el amor
universal de Dios, se expresa así: «que todo el que reconoce
al Hijo y le presta adhesión tenga vida definitiva» (3,16),
es decir, vida en plenitud. En quien la anhela, la doctrina
de Jesús produce una experiencia que le hace percibir su
verdad: en ella ve el hombre la concreción de sus
aspiraciones;
ella responde a su anhelo interior y le muestra cuál es la
verdadera plenitud.
El
convencimiento es, por tanto, personal, no por testimonio
ajeno y, mucho menos, por imposición externa.
Este
criterio es propuesto por Jesús en otras ocasiones y podemos
llamarlo «criterio positivo». Pero en la misma ocasión
propone también un criterio negativo: «Quien habla por su
cuenta busca su propia gloria; en cambio, quien busca la
gloria del que lo ha mandado, ése es de fiar y en él no hay
injusticia». «La propia gloria» es un hecho exterior y, por
tanto, constatable; de ahí que su búsqueda o la renuncia a
ella pueda servir de criterio para juzgar la procedencia de
una doctrina. La búsqueda del propio prestigio delata que la
doctrina que alguien propone no procede de Dios, sino del
hombre mismo; es un medio para favorecer sus propios
intereses.
Este
criterio completa el primero, expuesto en el versículo
anterior. Aquél se dirigía a quien escucha la doctrina de
Jesús, y consistía en la experiencia interna que ésta
provoca en quien está en favor de la plenitud humana. Pero,
para el público al que Jesús hablaba, existía otra doctrina
oficial que pretendía también tener autoridad divina, la
Ley, interpretada y manejada por los círculos de poder.
Por
eso añade un criterio externo, el de los intereses que
defiende quien propone una doctrina; éstos permitirán juzgar
su validez. El criterio último de verdad es la comunicación
de vida al hombre, porque la verdad de Dios es ser Padre, el
que por amor comunica su propia vida. Quien con su hablar no
pretende comunicar vida, sino promover su propio prestigio, no
sólo no refleja lo que es Dios, sino que, al ponerlo al
servicio de su interés, necesariamente lo falsifica. Ninguna
doctrina que redunda en beneficio del que la propone merece crédito.Las obras como criterio
(Jn 5,36b-37a; 10,37-38a).
Además
del criterio subjetivo, basado en la aspiración a la
plenitud, propone Jesús otro criterio, que podemos llamar «objetivo»,
la calidad de sus obras. Así lo expresa en Jn 5,36b-37a: «las
obras que el Padre me ha encargado llevar a término, esas
obras que estoy haciendo, me acreditan como enviado del Padre».
La
argumentación se basa en el concepto de Dios como Padre. Todo
el que reconozca que Dios es Padre, tiene que reconocer que
las obras de Jesús, que, como las del Padre, comunican vida
al hombre, son de Dios.
El
mismo criterio se propone en 10,37-38a: «Si yo no realizo las
obras de mi Padre, no me creáis; pero si las realizo, aunque
no me creáis a mí, creed a las obras». Jesús se está
dirigiendo a los representantes del régimen judío y les
propone este criterio como indiscutible.
Puede
apreciarse la base común del criterio de las obras con el
anterior. Ambos se fundan en la realidad de Dios como dador de
vida. La comunicación de vida, percibida en uno mismo
(criterio de experiencia) o en los demás (criterio de la
obras), es lo que decide sobre la verdad de una doctrina o
actuación. Donde hay vida y comunicación de vida, allí hay
verdad; donde éstas faltan, la verdad está ausente, pues la
verdad no es más que el resplandor de la vida.
Condición para conocer la verdad (Jn 6,45; 17,7-8)
Sin
embargo, la eficacia de estos criterios exige una condición:
el deseo de vida, que lleva consigo el amor al hombre.
El
criterio de la experiencia, en efecto, supone que la aspiración
a la plenitud no esté reprimida o apagada. El criterio de las
obras supone que se concibe a Dios como dador de vida y, en
consecuencia, contrario a toda injusticia u opresión o, en
otras palabras, a toda represión o supresión de la vida en
el hombre.
Quienes,
como en el caso paradigmático de los dirigentes judíos,
proponen la idea de un Dios legislador, exigente, que legitima
el poder que ellos ejercen y subordina al hombre al orden
establecido en la Ley que ellos manejan, nunca aceptarán los
criterios que propone Jesús. No el criterio de experiencia,
por no reconocer a Dios como dador de vida; tampoco el
criterio de las obras, porque éstas se oponen a sus propios
intereses.
Esta
condición aparece en Jn 6,45, texto que une el criterio
personal al de las obras: «Está escrito en los profetas:
"Serán todos discípulos de Dios"; todo el que
escucha al Padre y aprende se acerca a mí». Jesús suprime
en el texto de la profecía la alusión a Jerusalén (Is
54,13: «Todos tu hijos (los de Jerusalén) serán discípulos
del Señor»), dando así al dicho una amplitud universal. La
manera como el Padre hace oír su voz y enseña la apunta Jesús
al interpretar el término «Dios» de la profecía por el de
«Padre», el dador de vida lleno de amor al hombre. Todo el
que vea en Dios un aliado del hombre que lo lleva a su
plenitud se sentirá atraído por Jesús, es decir, apreciará
la verdad de su enseñanza y actuación.
Paralelamente,
en la oración de Jesús que termina el discurso de la Cena,
encontramos este texto, en el que Jesús habla al Padre de sus
discípulos: «Ahora ya conocen que todo lo que me has dado
procede de ti, porque las exigencias que tú me entregaste se
las he entregado a ellos y ellos las han aceptado, y así han
conocido de veras que de ti procedo y han creído que tú me
enviaste» (17,7-8). En el centro del pasaje se encuentra la
razón que hace saber y conocer: «las exigencias ... las han
aceptado». Hay una decisión de la voluntad, aceptar las
exigencias, que precede al conocimiento y es condición para
él. «Las exigencias» expresan la práctica del mensaje
(14,10; 15,7; cf. 3,34; 6,63). El plural indica que el mensaje
ha sido aceptado no como un principio teórico, sino previendo
la multiplicidad de sus implicaciones.
La
misma precedencia de la decisión respecto al conocimiento la
expresa Jesús dirigiéndose a los judíos que le habían dado
crédito: «Para ser de verdad mis discípulos tenéis que
ateneros a ese mensaje mío: conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres» (8,31). No hay conocimiento sin
previa decisión de la voluntad, no se sale de la duda sin
comprometerse por el bien del hombre.
En
efecto, no se puede conocer que Jesús es enviado de Dios, que
su mensaje es verdadero y que sus obras demuestran su misión
divina o, lo que es lo mismo, no se puede dar la adhesión a
Jesús sin darla antes al hombre. Su mandamiento y sus
exigencias se refieren al amor de los demás; sus obras, que
son el argumento decisivo para probar la autenticidad de su
misión (5,36; 10,38; 14,11), son obras para liberar y ayudar
al hombre. Los discípulos han llegado a la certeza porque han
aceptado las exigencias del amor. En Jn 3,33s se afirma: « el
enviado de Dios propone las exigencias de Dios, dado que
comunican el Espíritu sin medida»-, los discípulos, al
aceptar las exigencias del compromiso, experimentan la acción
del Espíritu en ellos: esto los convence de la misión divina
de Jesús.
La
certeza de la fe no se funda, por tanto, en un testimonio
externo, sino en la experiencia de vida (el Espíritu)
comunicada por el compromiso con el hombre, que crea la comunión
con Jesús. Apoyada en esa evidencia, la fe no necesita más
prueba y puede resistir todo ataque. Aparece de nuevo lo que
es la verdad: la evidencia de la vida experimentada.El caso del ciego de nacimiento (Jn 9,1-39)
El
criterio de verdad está presentado por Juan de manera gráfica
en el episodio del ciego de nacimiento.
Se
resume brevemente el significado de la perícopa. El ciego de
nacimiento representa al hombre que siempre ha vivido en la
tiniebla, sin haber conocido nunca la luz. En otras palabras:
representa a los que han nacido y vivido en un ambiente tan
dominado por una ideología mutiladora, que nunca han tenido
posibilidad de conocer lo que significa ser persona ni la
dignidad propia del hombre. El ciego es el hombre en quien la
tiniebla ha extinguido la luz, el que no aspira a nada porque
no ha podido conocer nada.
Nótese
que este individuo no ha sido culpable de su situación, ni
tampoco sus padres (9,3). Son otros los culpables; en el
evangelio, los fariseos, quienes, con su interpretación y
praxis de la Ley, proponen como luz lo que ellos saben ser
tinieblas (9,40s).
La
acción de Jesús con el ciego consiste en darle a conocer lo
que significa ser hombre según el designio de Dios. Por eso
utiliza Juan el símbolo del barro amasado con la saliva
(alusión a la creación del hombre) y puesto en los ojos. La
saliva (en las antiguas culturas, símbolo de fuerza) es la de
Jesús; el hombre que Jesús le da a conocer no es el primer
Adán, sino su propia persona, el hombre en su plenitud,
formado de tierra y de Espíritu (simbolizado por la saliva/
fuerza). Al hacer que el ciego perciba la luz, despierta en él
la aspiración dormida a la plenitud.
El
ciego responde a esa aspiración y acepta a Jesús como modelo
de hombre. Lo muestra yendo a lavarse a la piscina del Enviado
(9,7), cuya agua representa el Espíritu. La experiencia del
Espíritu/vida le da la visión y le infunde la fuerza para
tender al ideal propuesto.
Con
ello, el antiguo ciego ha adquirido su identidad. De ahí que
pueda pronunciar la frase: «Yo soy» (9,9), la misma que
describe a Jesús como Mesías (4,26), es decir, como Ungido
por el Espíritu. Con su identidad, ha obtenido su autonomía:
ya no tiene que mendigar ni depender de otros (9;8).
En
posesión de esta verdad, su nueva experiencia de vida, puede
desafiar a la ideología/tiniebla, representada por los
fariseos y dirigentes judíos, quienes, apoyándose en su
autoridad doctrinal e institucional (9,24: «nosotros sabemos»),
pretenden convencerlo de que Jesús es un pecador y, por
tanto, de que la obra que ha realizado no puede ser de Dios.
Según 'ellos, el designio de Dios era que siguiese ciego.
Esta es la mentira (8,44) o tiniebla, la ideología que, en
nombre de Dios, impide la plenitud de hombre. Para refutar la
teología de los dirigentes, el hombre no apela a una doctrina
contraria, sino simplemente a su nueva experiencia: « Si es
pecador o no, no lo sé; lo que sé es que yo era ciego y
ahora veo». Ante esta verdad se estrellan todos los esfuerzos
de la ideología.
Notemos
que en este episodio se une el criterio subjetivo del ciego
con el objetivo de las obras; las obras de Jesús son las de
Dios, que lo ha enviado (9,3s). Obras de Dios son las que
liberan al hombre de la opresión que sufre y le dan la
posibilidad de nueva vida: abriendo su horizonte y comunicándole
nueva capacidad, lo libera de su oscuridad, de su dependencia,
de su inutilidad, de su despersonalización. Y estas obras son
las del grupo cristiano: «tenemos que hacer las obras del que
me envió» (9,4).La enseñanza en la Sinagoga (Mc 1,21b-22).
Como se ve por el texto, no es el contenido de la enseñanza de Jesús, sino el modo de enseñar («con autoridad») lo que impresiona al auditorio. El verbo usado por Marcos, «estaban impresionados», no indica un conocimiento intelectual, sino una experiencia.
La autoridad (exousía) de Jesús no es jurídica, pues no reviste carácter institucional; nace de la plenitud del Espíritu que posee (1,10). La impresión causada por Jesús se debe a la experiencia directa de su autoridad, es decir, del Espíritu que lo llena. Comunica ante todo una experiencia, no un saber conceptual o ideológico.
Esta experiencia proporciona a los oyentes un criterio de juicio para distinguir entre verdadera y falsa autoridad, criterio que utilizan inmediatamente: niegan autoridad a la enseñanza de los letrados.
Los letrado, en plural de categoría, son los representantes autorizados de la institución judía para proponer la doctrina oficial. Al negar autoridad a la enseñanza de los letrados, el público de la sinagoga la está negando a la institución misma. Al experimentar la autoridad de Jesús han visto claro que la institución, en cuanto transmisora de doctrina, no representa a Dios ni está avalada por él.
Resumiendo: Jesús no impone a sus oyentes una ideología o doctrina; reciben la experiencia directa y personal de una realidad presente en él, que aureola el contenido de su enseñanza. De hecho, no apela a la autoridad divina para avalar una doctrina propia, hace percibir directamente la presencia del Espíritu en él. No aduce credenciales, pero la gente intuye su verdad. Los oyentes concluyen que la doctrina tradicionalmente propuesta por los letrados es meramente humana y que Dios no tiene nada que ver con ella. El juicio negativo sobre los letrados no es expresado por Jesús, lo emiten espontáneamente sus oyentes. Se ha despertado el espíritu crítico y se abre el horizonte de la libertad y la autonomía, es decir, el de la madurez humana.
Como se ve, también en este pasaje el criterio para discernir entre la verdad de Jesús y la falsedad de la institución se encuentra en el interior del hombre, no en argumentos, pruebas o testimonios ni en la autoridad divina. Es el hombre mismo quien, ante la persona de Jesús, discierne su verdad.
El
leproso curado (Mc
1,39-45)
El leproso es en Mc el prototipo del marginado. Pero es
el marginado que cree que su marginación está justificada,
pues piensa que las normas establecidas por la Ley judía son
justas. Su angustia nace de sentirse excluido del reinado de
Dios proclamado por Jesús.
Al tocarlo, violando la Ley, Jesús le muestra la invalidez de las normas legales; con ella, la falta de fundamento para la marginación. La curación que sigue, contraria a las previsiones de la Ley, confirma que Dios no discrimina entre los hombres. Existe, pues, una demostración de la invalidez de la Ley (corrección de un error) y una infusión de vida (la curación), que es la prueba del error.
Por la nueva realidad que experimenta, el leproso no puede. contener su alegría y proclama él mismo el mensaje contenido en la acción de Jesús: Dios no acepta la marginación de los hombres ante su Reino. Ha sido también la experiencia de vida la que lo ha llevado a discernir la verdad de Jesús en contra de la falsa verdad propuesta por la Ley.
El obstáculo: No estar por el hombre (Mc 3,1-7a).
Como
se ha visto al tratar del evangelio de Juan, la condición
para dejarse convencer por las obras de Jesús es la idea de
Dios como Padre que ama al hombre y desea comunicarle vida.
Esta concepción de Dios tiene por consecuencia la propia
actitud en favor del hombre. Quien no tenga esta actitud no
aceptará como criterio de verdad las obras de Jesús.
Un
ejemplo palmario de falta de amor al hombre se encuentra en Mc
3,1-7a, segundo episodio en una sinagoga, donde Jesús cura al
hombre que tenía un brazo atrofiado.
También
este inválido es un prototipo. De hecho, en esta sinagoga no
hay público alguno; los únicos personajes mencionados son
Jesús, el inválido y los fariseos; no hay tampoco reacción
de un público presente a la acción de Jesús. Esto significa
que el inválido representa al público, a los fieles de la
sinagoga, quienes, por la interpretación de la Ley propuesta
en ella (compendiada en la observancia del sábado) y
propugnada por los fariseos, ha perdido su creatividad y su
posibilidad de acción. La mano/brazo es símbolo de la
actividad.
Jesús
se propone sacar al pueblo del lastimoso estado en que se
encuentra, devolviéndole su capacidad de acción. Para ello
intenta hacer razonar a los fariseos, proponiéndoles una
pregunta que tiene evidentemente una sola respuesta: «¿Qué
está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal,
salvar una vida o matar?» Es Dios mismo quien ha establecido
la observancia del sábado, como día de libertad y de
descanso, como prenda de la futura y total liberación del
hombre. Es Dios, por tanto, el que establece lo lícito o lo
ilícito en sábado. Jesús pregunta si Dios está en favor de
la vida o de la muerte del hombre. Para todo aquel que tenga
la idea del Dios creador o dador de vida, la respuesta es
evidente. Pero los fariseos tienen otra idea de Dios, la del
legislador impositivo y exigente, preocupado de su propio
honor y de preservar el orden que él ha impuesto, no del bien
o del mal del hombre.
El criterio de las obras (Mt 5,14-16).
En
Mt 5,16 se enuncia el criterio de las obras: los hombres
descubrirán a Dios como Padre al percibir las obras que
realizan los discípulos: « Empiece así a brillar vuestra
luz ante los hombres: que vean vuestras buenas obras y
glorifiquen a vuestro Padre del cielo».
La
luz a que hace referencia este pasaje es la gloria o
resplandor de Dios mismo, que, según Is 60,1-3, había de
brillar sobre Jerusalén. La presencia radiante y perceptible
de Dios se ha de manifestar en adelante en los seguidores de
Jesús.
Ahora
bien: la luz de los discípulos en la que Dios resplandece
son las obras en favor de los hombres, descritas poco antes en
la 5.a, 6.a y 7.a bienaventuranzas: prestar ayuda, obrar con
sinceridad y transparencia y trabajar por la paz, es decir,
por la felicidad del hombre, que incluye la justicia. Estas
obras irán haciendo realidad lo prometido en la 2.a, 3.a y
4.a bienaventuranzas a los oprimidos de este mundo: los que
sufren encontrarán el consuelo, los sometidos heredarán la
tierra (obtendrán su independencia y libertad), los que
anhelan la justicia se verán saciados. En estas obras se
manifestará el verdadero rostro de Dios; a éste se le llama
Padre de los discípulos, porque las obras que ellos hacen en
favor de los hombres son reflejo de las de Dios.
Frente
al concepto de Dios legislador y legalista propuesto por la
institución judía, son las obras el criterio que permite
conocer dónde se encuentra el verdadero Dios y las que acreditan,
por tanto, el mensaje de Jesús.
Peligro de subjetivismo (1 Jn 3,13-14).
Respecto
al discernimiento de la verdad hemos hablado hasta ahora de un
criterio subjetivo, la experiencia de vida, y de un criterio
objetivo, las obras liberadoras del hombre. Condición previa
para la eficacia del primero es la aspiración a la plenitud
de vida; para la del segundo, la concepción de Dios como
liberador del hombre y dador de vida (Padre).
Ambos
criterios coinciden en un punto: se trata en ambos casos de la
plenitud de vida humana.
Hablar
de un criterio subjetivo de verdad, en el terreno de la
experiencia interior, resultará chocante para muchos,
temerosos de la arbitrariedad a que lo subjetivo puede conducir.
Por eso, habrá que encontrar otro criterio, en cierta manera
objetivo y comprobable, que garantice la autenticidad de la
experiencia y que evite el peligro de ilusiones.
Este
criterio se encuentra en la primera carta de Juan (3, 13s).
Constata Juan el odio del < mundo», es decir, de la
sociedad, organizada de hecho sobre bases injustas, contra la
comunidad cristiana. Ante una oposición tan masiva, los cristianos
podrían preguntarse sobre la autenticidad de su experiencia:
si no son víctimas de una ilusión y si su disidencia está
justificada. En fin de cuentas, ¿tendrá razón «el mundo»?
El
autor de la carta tranquiliza a la comunidad: «Nosotros
sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos
a los hermanos». Esta frase contiene el verbo «saber»,
verbo objetivo, en vez de «creer», que indicaría una persuasión
subjetiva. Como es sabido, en la primera carta de Juan, el
amor a los demás ha de traducirse en obras, que se tipifican
en «entregar la vida» (3,16: «Hemos conocido lo que es el
amor porque aquél entregó su vida por nosotros; ahora, también
nosotros debemos entregar la vida por nuestros hermanos»).
Por lo demás, tal es el significado del verbo agapaó, que indica ante todo la entrega a los demás, incluyendo o
no la afectividad (cf. Mt 5,44: «amad a vuestros enemigos»).
Para
el autor de la carta, por tanto, la experiencia interior, «haber
pasado de la muerte a la vida», que puede formularse también
como la certeza de estar salvados, tiene una piedra de toque
al alcance de todos: la realidad del amor a los hermanos.
Podemos
decir, por tanto, que en el fondo son siempre las obras el
criterio de verdad. Las obras propias, cuando se pretende
haber tenido una experiencia interior de salvación/ vida; esa
experiencia, si es auténtica, se traducirá necesariamente
en el deseo y la práctica de comunicar vida. Y las obras
realizadas por otros son el criterio para juzgar la
autenticidad de su misión o mensaje. En uno y otro caso son
obras de amor, que procuran el crecimiento del hombre.
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