El fariseo ha cometido la imprudencia de invitar a Jesús a comer.
Jesús no es un huésped conciliador. Todas las veces que fue invitado a comer por los fariseos hizo que se les indigestara la comida a quienes lo habían hospedado (Lc 11,37-54; 14,1-24).
Jesús no es un huésped conciliador. Todas las veces que fue invitado a comer por los fariseos hizo que se les indigestara la comida a quienes lo habían hospedado (Lc 11,37-54; 14,1-24).
El relato se desarrolla con una escalada de tensión.
Los huéspedes, como es costumbre en las comidas festivas, están ya reclinados sobre divanes situados en círculo en torno a una mesa, cuando entra -una de aquéllas mujeres-.
La casa del fariseo, donde no entra nada que no haya sido previamente purificado (Mc 7,3-4), se mancha con la presencia de una -mujer conocida en la ciudad como pecadora- (Lc 7,37).
Subrayando la sorpresa de los presentes, el evangelista escribe que ésta -llegó con un frasco de perfume, se colocó detrás de él junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con sus lágrimas. (Lc 7,38).
Como si la escena no fuese ya bastante incómoda, el evangelista añade una pincelada de color rosa: los cabellos.
Considerados un arma irresistible, de gran impacto erótico (Judit para seducir a Holofernes «se soltó el cabello», Jue 10,3), está prohibido a las mujeres mostrarlos.
La mujer siempre lleva velo y solamente el día de las bodas deja descubierta su cabeza. El resto de la vida no muestra nunca sus cabellos, ni siquiera en casa, y el marido puede repudiar a la mujer que se atreve a salir sin velo, porque -la mujer debe llevar en la cabeza una señal de sujeción- (1 Cor 11,10).
Solamente las prostitutas sueltan su cabellera para seducir a sus clientes.
Y esta prostituta no sólo exhibe impunemente sus cabellos, sino que los utiliza para secar los pies de Jesús después de haberlos perfumado y, con su boca, no deja de besarlos.
¿Y Jesús?
Nada.
Ninguna reacción.
Dejarse solamente rozar por una de aquellas mujeres vuelve al hombre impuro e inhábil para su relación con Dios (los rabinos prescriben que hay que estar distantes de una prostituta al menos cuatro codos (dos metros).
¿Cómo es que Jesús no se aparta?
¿Por qué no la reprende?
Para el fariseo Simón está claro que Jesús no es un profeta; de serlo -sabría quién es la mujer que lo está tocando y qué clase de mujer es-: una pecadora. (Lc 7,39).
Además ¿cómo era posible que pasase por hombre de Dios -un comilón y un borracho, amigo de recaudadores y descreídos»? (Lc 7,34).
En el episodio se confrontan dos visiones: la del fariseo, acostumbrado a juzgar de acuerdo con los parámetros religiosos, y la de Jesús, manifestación visible del amor del Padre que no ha venido a juzgar sino a -buscar lo que estaba perdido y a salvarlo- (Lc 19,10).
Al fariseo Simón, que no ve una mujer, sino una pecadora, Jesús le corrige su forma de mirar: ¿Ves esta mujer?
Pero es el fariseo quien, aun llamándolo Maestro, quiere enseñar a Jesús (“Este, si fuese profeta, sabría quién es la mujer que lo está tocando y qué clase de mujer es":una pecadora», Lc 7, 39).
Aquello que a los ojos del religioso es una transgresión de la moral y una incitación al pecado, para Jesús no es otra cosa que una manifestación reconocida de fe (-Tu fe te ha salvado», Lc 7,50).
El fariseo ve muerte (pecado) en lo que era una manifestación de vida (fe).
Jesús ve vida allí donde parece que hay pecado: -Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón» (l Sam 16,7).
La pecadora no ha ido a Jesús para pedirle el perdón de sus pecados, sino para darle gracias por un perdón que sabe que ha obtenido ya de antemano de aquel Dios que Jesús ha anunciado como -bondadoso con los ingratos y malvados- (Lc 6,35); y ha expresado su reconocimiento a Jesús del único modo que es capaz, usando todas las armas de que dispone: cabellos, boca, perfume y manos expertas en el tocar (el verbo empleado por el fariseo para describir la acción de la mujer tiene una fuerte carga erótica: -palpar-, -tocar-).
Jesús no la invita a -no pecar más- (como ha hecho con la adúltera,Jjn 8,11) y no le pide cambiar de oficio, porque a una mujer de esta clase no le es posible.
No puede volver a la familia (si la ha tenido alguna vez), pero puede entrar en la comunidad del reino: inmediatamente después de este episodio el evangelista añade que se habían unido al grupo de Jesús algunas mujeres curadas de malos espíritus y enfermedades (Lc 8,2).
Mientras los fariseos se lamentan de que el reinado de Dios tarda en manifestarse a causa de los pecados de las prostitutas y de los publicanos, Jesús les advierte que si echan una ojeada verán que incluso los publicanos y las prostitutas le han cogido ya la delantera (Mt 21,31).
El reino esperado por estos religiosos era reservado a unos pocos privilegiados que podían presentar una conducta inmaculada: los justos que entraban en él por sus propios méritos.
Lo inaugurado por Jesús es la esfera del amor del Padre, donde no se entra por méritos, sino por la misericordia de aquél que -encerró a todos en la rebeldía, para tener misericordia de todos» (Rom 11,32) Y donde hay lugar para -malos y buenos- (Mt 22,10), incluidos los publicanos (Mt 9,9) y las prostitutas.
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