Obispo, se desconocen la fecha y el lugar de su nacimiento; murió en el año 341. Fue discípulo de Luciano el Mártir en Antioquía, en cuya famosa escuela aprendió sus doctrinas arrianas. Se convirtió en obispo de Berito; pero por motivos ambiciosos se las ingenió para ser transferido, contrario a los cánones de la Iglesia primitiva, a la sede de Nicomedia, residencia del emperador oriental Licinio, con cuya esposa, Constancia, hermana de Constantino, gozaba de gran favor.
Cuando Alejandro, obispo de Alejandría, condenó a Arrio, éste se refugió en Cesarea, donde fue bienvenido por el famoso apologista e historiador Eusebio, y le escribió a Eusebio de Nicomedia solicitando su apoyo, cuya carta todavía se conserva. En ella el hereje explica sus puntos de vista con suficiente claridad, y apela a su corresponsal como a un “compañero lucianista”. Eusebio se coloca al mando del partido, y escribió muchas cartas apoyando a Arrio. Se conserva una, dirigida a Paulino, obispo de Tiro, por la cual conocemos cuál era la doctrina de Eusebio en ese tiempo: “el Hijo”, decía él, “no se genera de la substancia del Padre”, sino que Él es “otro en naturaleza y poder”; fue creado, y esto no es inconsistente con su filiación, pues los malvados son llamados hijos de Dios (Isaías 1,2; Deuteronomio 32,18) y así son iguales las gotas de rocío (Job 38,28); fue engendrado por la libre voluntad de Dios. Esto es arrianismo puro, tomado de las cartas de Arrio mismo, y posiblemente más definido que las doctrina de San Luciano
Alejandro de Alejandría se vio obligado a dirigir una circular a todos los obispos. “Él esperaba”, dice, “encubrir el asunto en silencio, pero Eusebio, quien está ahora en Nicomedia, considera que tiene los asuntos de la Iglesia en sus manos, debido a que no ha sido condenado por haber dejado Berito y por haber ambicionado la Iglesia de Nicomedia es el líder de estos apóstatas, y ha circulado un documento solicitando su apoyo, para poder seducir a algunos de los ignorantes a esta desgraciada herejía… Si Eusebio les escribe, no le presten atención.” Eusebio replicó convocando un concilio en su propia provincia, el cual le suplicó a todos los obispos orientales que se comunicaran con Arrio y que usaran su influencia a su favor con Alejandro. A petición de Arrio, Eusebio de Cesarea y otros se reunieron en Palestina, y lo autorizaron a regresar a la Iglesia que había gobernado en Alejandría.
La situación cambió cuando Constantino el Grande venció a Licinio en 323. El emperador cristiano comenzó por desaprobar tanto a Arrio como a Alejandro. ¿Por qué no consentían en diferir en sutilezas de esta clase, cómo hacían los filósofos? Una carta a este respecto fue ineficaz; así que Constantino optó por ejercer su autoridad, y le escribió un iracundo regaño a Arrio. En el caso de los donatistas, él había obtenido una decisión de un concilio “general” de todos sus obispos de ese entonces en Arles. Ahora convocó un concilio más grande, de alrededor del mundo del cual sus victoriosos brazos le habían hecho amo. Éste se reunió en Nicea en 325 (vea Primer Concilio de Nicea). Casi todos los obispos eran orientales; pero un obispo occidental, Hosio de Córdoba, el cual gozaba de la confianza del emperador, tuvo un rol de liderazgo y representó al Papa. Constantino declaró ostentosamente en el concilio que su participación no iba más allá de la custodia de los obispos, pero Eusebio de Cesarea aclara que él habló sobre asuntos teológicos. El obispo de Nicomedia y sus amigos presentaron una confesión de fe arriana, pero sólo tuvo diecisiete partidarios de entre los trescientos miembros del concilio, y fue abucheada por la mayoría. El contingente arriano se resistió por algún tiempo a la fórmula eventualmente adoptada, pero finalmente todos los obispos firmaron, con la excepción de dos egipcios que habían sido excomulgados por Alejandro.
Eusebio de Nicomedia tuvo mala suerte; aunque había firmado el credo, él no había concurrido en la condenación de Arrio, quien había sido tergiversado, según dijo; y después del concilio alentó en su herejía a algunos arrianos que Constantino había invitado a Constantinopla con miras a su conversión. Tres meses después del concilio, el emperador lo envió al exilio, igual que a Arrio, junto con Teognis, obispo de Nicea, pues lo acusó de ser seguidor de Licinio, e incluso de haber aprobado su persecución, así como de haber enviado espías a vigilarlo. Pero el destierro del intrigante duró sólo dos años. Se dice que fue Constancia, la viuda de Licinio, quien indujo a Constantino a llamar a Arrio, y es probable que fue ella también la causa del regreso de su viejo amigo Eusebio. Para el año 319 él gozaba del favor del emperador, con quien puede haber tenido alguna clase de relación, pues Amiano Marcelino lo llama pariente de Juliano el Apóstata.
De este tiempo en adelante hallamos a Eusebio a la cabeza de un pequeño y compacto grupo llamado, por San Atanasio, los eusebianos peri ton Eusebion, cuyo objeto era deshacer la obra de Nicea, y procurar la completa victoria del arrianismo. Ellos no anularon públicamente las firmas que se les había exigido. Ellos explicaron que Arrio estaba arrepentido de cualquier exceso en sus palabras, o que había sido malinterpretado, y abandonaron la fórmula Nicena como ambigua. Eran los líderes de un partido mucho más grande de prelados conservadores, quienes deseaban quedar bien con el emperador, reverenciaban al mártir Luciano y al gran Orígenes, y estaban seriamente alarmados por cualquier peligro de sabelianismo. La campaña comenzó con un exitoso ataque a San Eustacio de Antioquía, el principal prelado de Oriente propiamente dicho. Él había estado teniendo una animada controversia con Eusebio de Cesarea, en la cual acusaba a esa persona erudita de politeísmo, mientras que Eusebio replicaba con un cargo de sabelianismo. Eustacio fue depuesto y exiliado, por alegadas expresiones irrespetuosas acerca de la madre del emperador, Santa helena quien era gran devota de la memoria de San Luciano. Se dice que también fue acusado de inmoralidad y herejía, pero es cierto que todo el caso fue arreglado por los eusebianos.
La gran sede de Alejandría estaba ocupada en 328 por el diácono Atanasio, quien había desempeñado un importante rol en Nicea. Pequeño de estatura y joven en edad, estaba a la cabeza de un cuerpo singularmente compacto de casi cien obispos, y su energía y vivacidad, fortaleza y determinación lo señalaban como uno de los enemigos temibles de los eusebianos. Los arrianos alejandrinos habían ahora firmado una fórmula ambigua de sumisión, y Eusebio de Nicomedia le escribió a Atanasio pidiéndole que los reinstalara, y añadía un mensaje literal amenazante. El cisma meleciano en Egipto había sido sanado sólo parcialmente por las suaves medidas decretadas en Nicea, y los cismáticos estaban causando problemas. Eusebio convenció a Constantino de que escribiera secamente a Atanasio que sería depuesto si se negaba a recibir en la Iglesia a cualquiera que lo solicitara. Atanasio explicó por qué no lo haría, y parece que el emperador quedó satisfecho.
Eusebio entonces se alió con los melecianos, y los indujo a inventar cargos contra Atanasio. Primero alegaron falsamente que él había impuesto un tributo sobre la ropa de lino, del cual se apoderaba. Esto fue refutado, pero Atanasio mismo fue enviado a la corte. Los melecianos entonces presentaron un cargo que dio que hacer por muchos años, que él había ordenado a un sacerdote llamado Macario a volcar un altar y romper un cáliz que pertenecía a un sacerdote llamado Isquiras, en el Mareotis, aunque de hecho Isquiras nunca había sido sacerdote, y en el tiempo alegado no pudo haber estado celebrando Misa, puesto que estaba enfermo en cama. También se dijo que Atanasio había ayudado a un cierto Filomeno a conspirar contra el emperador, y que le había regalado una bolsa de oro. De nuevo se refutó a los acusadores, los cuales se dieron a la fuga. El santo regresó a su Iglesia con una carta de Constantino, en la cual el emperador reprendía a los alejandrinos por su hábito, y los alentaba a la paz y a la unidad. Pero el cargo del cáliz roto no fue retirado y los melecianos se apoderaron de un obispo llamado Arsenio, a quien mantenían escondido mientras declaraban que Atanasio lo había matado; llevaron una mano cercenada y dijeron que Atanasio se la había cortado al prelado para propósitos de magia. Atanasio convenció a Isquiras que firmara un documento negando el cargo anterior, y se las ingenió para descubrir el paradero de Arsenio. Constantino, en consecuencia, le escribió una carta al patriarca declarándolo inocente.
Eusebio se había mantenido aparte de todas estas falsas acusaciones, y no se descorazonó por tantos fracasos. Hizo que los melecianos exigieran un sínodo y que alegaran ante Constantino que sería correcto en aras de la paz que antes de celebrar el concilio de tantos obispos, en Jerusalén, se celebrara la dedicación de la nueva Iglesia del Santo Sepulcro, lo cual sucedió en 335. Se celebró un sínodo en Tiro, cuya historia no es necesario detallar aquí. Atanasio llevó consigo a unos cincuenta obispos, los cuales no habían sido citados, y no se les permitió sentarse con el resto. Se envió una delegación a Mareotis para investigar sobre el asunto de Isquiras y el cáliz, y se escogió para ese propósito a los principales enemigos de Atanasio. El sínodo fue tumultuoso, e incluso el conde Dionisio, que había venido con soldados a apoyar a los eusebianos pensó que los procedimientos eran injustos. Todavía es un misterio cómo tantos obispos bienintencionados fueron engañados para condenar a Atanasio, el cual se rehusó a esperar el juicio. Se zafó dificultosamente de la asamblea, se llevó a sus egipcios, y se dirigió directamente a Constantinopla, donde abordó al emperador súbitamente y le exigió justicia. A su pedido, se ordenó al Concilio de Tiro comparecer ante el emperador. Mientras tanto, Eusebio había traído los obispos a Jerusalén, donde las deliberaciones eran gozosas por la aceptación de vuelta a la Iglesia a los seguidores de Arrio. Los obispos egipcios habían redactado una protesta, atribuyendo todo lo sucedido en Tiro a una conspiración entre Eusebio, los melecianos y los arrianos, los enemigos de la Iglesia. Atanasio afirma que el acto final en Jerusalén había sido todo el tiempo la meta de Eusebio; todas las acusaciones contra él tendían a sacarlo del camino para rehabilitar a los arrianos.
Eusebio evitó que cualquiera de los obispos en Jerusalén fueran a Constantinopla, excepto los que gozaran de su confianza, Eusebio de Cesarea, Teognis de Nicea, Patrófilo de Scitópolis y los dos jóvenes obispos de Panonia, Ursacio y Valente, quienes continuarían la política de Eusebio mucho después de su muerte. Ellos evitaron cuidadosamente renovar las acusaciones de asesinato y sacrilegio, que ya Constantino había examinado; y Atanasio nos dice que los cinco obispos egipcios le informaron que ellos apoyaban su caso en un nuevo cargo: que él había amenazado retrasar las naves que suplían maíz a Constantinopla. Esto enfureció al emperador. No se le dio oportunidad de defenderse y Atanasio fue desterrado a Galia. Pero Constantino dijo en público que él había puesto en vigor el decreto del Concilio de Tiro. Sin embargo, Constantino el Joven declaró más tarde que su padre había exiliado a Atanasio para intentar salvarlo de sus enemigos, y que antes de morir había tenido la intención de reinstalarlo. El líder de los melecianos, John Arkaph, fue exiliado también, pero como Eusebio ya no lo necesitaba más, no hizo nada para protegerlo. Todavía a Eusebio le faltaba otro triunfo: la reconciliación de su amigo Arrio, lo cual se consumó a la larga en Constantinopla, pero los designios del hombre fueron frustrados por la mano de Dios. Arrio murió repentinamente en condiciones peculiarmente humillantes en la víspera del día de su solemne restauración a la comunión católica en la Catedral de la Nueva Roma.
Hasta el año 337 los eusebianos estuvieron muy ocupados obteniendo, con calumnias, la deposición de los obispos que apoyaban la fe nicena. De éstos los más conocidos son Pablo de Constantinopla, Aselepas de Gaza y Marcelo, metropolitano de Ancira. En el caso de Marcelo, ellos habían sido provocados lo suficiente, pues Marcelo había sido su enemigo activo en Nicea. En Tiro se había negado a condenar a Atanasio, y le regaló un libro al emperador en el cual se hablaban palabras muy duras sobre los eusebianos. Fue convicto, no sin fundamento, de sabelianismo, y se refugió en Roma. El 22 de mayo de 337 Constantino el Grande murió en Nicomedia, después de haber sido bautizado por Eusebio, obispo del lugar. Sus hermanos y todos sus sobrinos, excepto dos, fueron asesinados de inmediato, para simplificar la sucesión, y el mundo se dividió entre sus tres hijos.
Se hizo un arreglo entre ellos para que todos los obispos exiliados regresaran, y Atanasio regresó a su grey. El nuevo régimen hacía de Eusebio un ganador. Constancio, quien era ahora señor en Oriente, sólo tenía veinte años de edad. Deseaba gobernar la Iglesia, y parece haber caído presa de las artes del viejo intrigante Eusebio, de modo que el resto de su tonta y obstinada vida lo pasó persiguiendo a Atanasio, y ejecutando las políticas de Eusebio. Nunca fue arriano, y permitió que la ortodoxia oscilara en algún sitio entre el arrianismo y la fe nicena. Los arrianos, quienes estaban dispuestos a disimular su doctrina hasta cierto punto, pudieron entonces obtener de él un favor, el cual le negó a unos pocos católicos inflexibles católicos que rechazaron sus generalidades.
La sede de Alejandría había permanecido vacante durante la ausencia de Atanasio. Eusebio ahora reclamaba poner en vigor el Sínodo de Tiro, y se nombró a un obispo rival en la persona de Pisto, uno de los sacerdotes arrianos a quienes Alejandro había excomulgado hacía tiempo. Hasta ahora sólo se había afectado el Oriente. Los eusebianos fueron los primeros en tratar de ganarse a Roma y a Occidente hacia su lado. Enviaron al Papa una embajada de dos sacerdotes y un diácono, quienes llevaron consigo las decisiones del concilio de Tiro y las alegadas pruebas de la culpabilidad de Atanasio, las cuales ni el acusado mismo había podido ver. En lugar de concederle la comunión a Pisto de inmediato, el Papa San Julio I le envió los documentos a Atanasio, para que él pudiese preparar su defensa. Éste convocó un concilio de sus sufragáneos, de los cuales asistieron más de ochenta, y le enviaron a Julio una defensa completa de su patriarca. La llegada de los enviados de Atanasio con su carta llenó de terror las mentes de los embajadores eusebianos. Los sacerdotes huyeron y el diácono no pensó en nada mejor que suplicarle a Julio que convocara un concilio, y que juzgara él mismo. El Papa asintió basado en que en el caso de una de las principales iglesias, como la de Alejandría, era correcto y habitual que el asunto se le refiriera a él. Por lo tanto, escribió la convocatoria tanto para los acusadores como para los acusados a un concilio para el cual deseaba que ellos mismos determinaran el lugar y el tiempo.
Así que no fue Atanasio quien apeló al Papa, sino los eusebianos, y eso sólo como medio de librarse de una situación embarazosa. Pisto no fue un éxito, y Constancio introdujo en su lugar, mediante la violencia, a un tal Gregorio de Capadocia. Después que Atanasio dirigió una protesta a toda la Iglesia contra los métodos de Eusebio, se las ingenió para escapar con vida, y de inmediato se encaminó a Roma en obediencia a la citación del Papa. Sus acusadores se cuidaron de no comparecer. Julio les escribió de nuevo, fijando el fin del año (339) como el término para su llegada. Ellos retuvieron a los legados hasta que expiró el plazo y los enviaron de vuelta en enero de 340, con una carta llena de cortesía estudiada e irónica, de la cual Sozomeno conservó su contenido. Él dice:
“Habiéndose reunido en Antioquía, ellos escribieron una respuesta a Julio, elaboradamente fraseada y retóricamente compuesta, llena de ironía, y que contenía terribles amenazas. Admitían en esta carta que Roma era siempre honrada como la escuela de los Apóstoles, y la metrópolis de la fe desde el principio, aunque sus maestros se habían establecido en ella desde Oriente. Pero ellos pensaban que ellos no debían tomar un lugar secundario porque tuvieran iglesias más pequeñas y menos populosas, pues ellos eran superiores en virtud e intención. Le reprochaban a Julio el haberse comunicado con Atanasio, y se quejaban de que esto era un insulto a su sínodo, y que su condenación de él se había anulado; y que ellos insistían en que esto era injusto y contrario a la ley eclesiástica. Luego de reprocharle a Julio su abuso, prometieron, si aceptaba la deposición de los que ellos habían depuesto, y el nombramiento de los que ellos habían ordenado concederle paz y comunión, pero que si él se resistía a sus decretos, ellos se negarían a hacerlo. Pues ellos declaraban que los obispos orientales no habían puesto objeción cuando Novaciano había sido expulsado de la Iglesia Romana. Pero no le escribieron nada a Julio respecto a sus actos, que eran contrarios a las decisiones del Primer Concilio de Nicea, diciendo que ellos tenían muchas razones necesarias para excusarse, pero que era superfluo hacer ninguna defensa contra una sospecha vaga y general de que ellos hubiesen actuado mal.”
La creencia tradicional de que Roma había sido instruida por los apóstoles, y que siempre había sido la metrópolis de la fe es interesante en las bocas de aquellos que negaban su derecho a interferir con Oriente, en asunto de jurisdicción; pues se debe recordar que Atanasio no había sido acusado de herejía ni entonces ni nunca. Este reclamo de independencia es el primer signo de la ruptura que comenzó con la fundación de Constantinopla como la Nueva Roma, y que terminó en la completa separación de dicha ciudad y todas sus dependencias de la comunión católica. Pues Eusebio no se había conformado con Nicomedia, que ya no era más la capital, sino que se las ingenió para exiliar una vez más a San Pablo de Constantinopla, y se había apoderado de dicha sede, la cual evidentemente, en su opinión, debía ser categorizada sobre Alejandría o Antioquía, y a ser de hecho una segunda Roma.
El concilio romano se reunión en el otoño del año 340. Los eusebianos no estuvieron representados, pero muchos orientales, sus víctimas, que se habían refugiado en Roma, asistieron desde Tracia, Coels-Siria, Fenicia y Palestina, además Atanasio y Marcelo. Vinieron delegados a quejarse de la violencia en Alejandría. Otros explicaron que muchos obispos egipcios deseaban venir, pero se lo habían impedido, e incluso habían sido golpeados y encarcelados. Por deseos del concilio, el Papa escribió una larga carta a los eusebianos. Es una de las mejores cartas escritas por ningún Papa, y desenmascara todos los engaños de Eusebio, que es tan liberal como es dignificado. Es probable que la carta no perturbara mucho a Eusebio, el cual se sentía seguro bajo el amparo del emperador. Es cierto que a la muerte de Constantino II, Constante, el protector de la ortodoxia, había heredado sus dominios, y era ahora más poderoso que Constancio. Pero Eusebio nunca había aparecido como arriano, y en 341 tuvo un fresco triunfo en la gran Dedicación del Sínodo de Antioquía, donde un gran número de obispos ortodoxos y conservadores ignoraron el Concilio de Nicea, y se mostraron bastante unánimes con el partido eusebiano; aunque negaron que jamás hubiesen sido seguidores de Arrio, que ni siquiera era obispo!
Eusebio murió, lleno de años y de honores probablemente poco después del concilio; de todos modos había muerto antes del Concilio de Sárdica. Había llegado a la cumbre de sus esperanzas. Puede ser que él haya creído en las doctrinas arrianas, pero claramente su meta principal era su propio engrandecimiento, y la humillación de aquéllos que lo habían humillado en Nicea; había triunfado. Sus enemigos estaban exiliados, sus criaturas saturaban las sedes de Alejandría y Antioquía; él era obispo de la ciudad imperial y el joven emperador obedecía sus consejos. Si San Epifanio estaba correcto al llamarlo anciano incluso antes de Nicea, él debió haber llegado a una edad muy avanzada. Su obra le sobrevivió; había entrenado a un grupo de prelados que continuaron sus intrigas, y que seguían la corte de sitio en sitio a través del reinado de Constancio. Más que esto, se puede decir que el mundo sufre todavía del mal ocasionado por este obispo mundano.
Bibliografía: BARONIO, Ann. (1570), 327-42; TILLEMONT(1699), VI; NEWMAN, Arrianos del Siglo Cuarto (1833etc.); IDEM, Tractos Teológicos y Eclesiásticos (1874); HEFELE, Historia de los Concilos. Tr. (Edimburgo, 1876), II; REYNOLDS en Dict. Christ. Biog.; LOOFS en HERZOG, .Realencycl.; GWATKIN, Estudios sobre el Arrianismo 2da ed.(Londres 1900); DUCHESNE, Histoire ancienne de l'Eglise (París 1907), II; CHAPMAN, Atanasio y el Papa Julio I, en Revista de Dublín (July 1905); E SCHWARTZ, Zur Geschichte des Athanasius in Göttinger Nachraichten (1905).
Fuente: Chapman, John. "Eusebius of Nicomedia." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/05623b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina.
Cuando Alejandro, obispo de Alejandría, condenó a Arrio, éste se refugió en Cesarea, donde fue bienvenido por el famoso apologista e historiador Eusebio, y le escribió a Eusebio de Nicomedia solicitando su apoyo, cuya carta todavía se conserva. En ella el hereje explica sus puntos de vista con suficiente claridad, y apela a su corresponsal como a un “compañero lucianista”. Eusebio se coloca al mando del partido, y escribió muchas cartas apoyando a Arrio. Se conserva una, dirigida a Paulino, obispo de Tiro, por la cual conocemos cuál era la doctrina de Eusebio en ese tiempo: “el Hijo”, decía él, “no se genera de la substancia del Padre”, sino que Él es “otro en naturaleza y poder”; fue creado, y esto no es inconsistente con su filiación, pues los malvados son llamados hijos de Dios (Isaías 1,2; Deuteronomio 32,18) y así son iguales las gotas de rocío (Job 38,28); fue engendrado por la libre voluntad de Dios. Esto es arrianismo puro, tomado de las cartas de Arrio mismo, y posiblemente más definido que las doctrina de San Luciano
Alejandro de Alejandría se vio obligado a dirigir una circular a todos los obispos. “Él esperaba”, dice, “encubrir el asunto en silencio, pero Eusebio, quien está ahora en Nicomedia, considera que tiene los asuntos de la Iglesia en sus manos, debido a que no ha sido condenado por haber dejado Berito y por haber ambicionado la Iglesia de Nicomedia es el líder de estos apóstatas, y ha circulado un documento solicitando su apoyo, para poder seducir a algunos de los ignorantes a esta desgraciada herejía… Si Eusebio les escribe, no le presten atención.” Eusebio replicó convocando un concilio en su propia provincia, el cual le suplicó a todos los obispos orientales que se comunicaran con Arrio y que usaran su influencia a su favor con Alejandro. A petición de Arrio, Eusebio de Cesarea y otros se reunieron en Palestina, y lo autorizaron a regresar a la Iglesia que había gobernado en Alejandría.
La situación cambió cuando Constantino el Grande venció a Licinio en 323. El emperador cristiano comenzó por desaprobar tanto a Arrio como a Alejandro. ¿Por qué no consentían en diferir en sutilezas de esta clase, cómo hacían los filósofos? Una carta a este respecto fue ineficaz; así que Constantino optó por ejercer su autoridad, y le escribió un iracundo regaño a Arrio. En el caso de los donatistas, él había obtenido una decisión de un concilio “general” de todos sus obispos de ese entonces en Arles. Ahora convocó un concilio más grande, de alrededor del mundo del cual sus victoriosos brazos le habían hecho amo. Éste se reunió en Nicea en 325 (vea Primer Concilio de Nicea). Casi todos los obispos eran orientales; pero un obispo occidental, Hosio de Córdoba, el cual gozaba de la confianza del emperador, tuvo un rol de liderazgo y representó al Papa. Constantino declaró ostentosamente en el concilio que su participación no iba más allá de la custodia de los obispos, pero Eusebio de Cesarea aclara que él habló sobre asuntos teológicos. El obispo de Nicomedia y sus amigos presentaron una confesión de fe arriana, pero sólo tuvo diecisiete partidarios de entre los trescientos miembros del concilio, y fue abucheada por la mayoría. El contingente arriano se resistió por algún tiempo a la fórmula eventualmente adoptada, pero finalmente todos los obispos firmaron, con la excepción de dos egipcios que habían sido excomulgados por Alejandro.
Eusebio de Nicomedia tuvo mala suerte; aunque había firmado el credo, él no había concurrido en la condenación de Arrio, quien había sido tergiversado, según dijo; y después del concilio alentó en su herejía a algunos arrianos que Constantino había invitado a Constantinopla con miras a su conversión. Tres meses después del concilio, el emperador lo envió al exilio, igual que a Arrio, junto con Teognis, obispo de Nicea, pues lo acusó de ser seguidor de Licinio, e incluso de haber aprobado su persecución, así como de haber enviado espías a vigilarlo. Pero el destierro del intrigante duró sólo dos años. Se dice que fue Constancia, la viuda de Licinio, quien indujo a Constantino a llamar a Arrio, y es probable que fue ella también la causa del regreso de su viejo amigo Eusebio. Para el año 319 él gozaba del favor del emperador, con quien puede haber tenido alguna clase de relación, pues Amiano Marcelino lo llama pariente de Juliano el Apóstata.
De este tiempo en adelante hallamos a Eusebio a la cabeza de un pequeño y compacto grupo llamado, por San Atanasio, los eusebianos peri ton Eusebion, cuyo objeto era deshacer la obra de Nicea, y procurar la completa victoria del arrianismo. Ellos no anularon públicamente las firmas que se les había exigido. Ellos explicaron que Arrio estaba arrepentido de cualquier exceso en sus palabras, o que había sido malinterpretado, y abandonaron la fórmula Nicena como ambigua. Eran los líderes de un partido mucho más grande de prelados conservadores, quienes deseaban quedar bien con el emperador, reverenciaban al mártir Luciano y al gran Orígenes, y estaban seriamente alarmados por cualquier peligro de sabelianismo. La campaña comenzó con un exitoso ataque a San Eustacio de Antioquía, el principal prelado de Oriente propiamente dicho. Él había estado teniendo una animada controversia con Eusebio de Cesarea, en la cual acusaba a esa persona erudita de politeísmo, mientras que Eusebio replicaba con un cargo de sabelianismo. Eustacio fue depuesto y exiliado, por alegadas expresiones irrespetuosas acerca de la madre del emperador, Santa helena quien era gran devota de la memoria de San Luciano. Se dice que también fue acusado de inmoralidad y herejía, pero es cierto que todo el caso fue arreglado por los eusebianos.
La gran sede de Alejandría estaba ocupada en 328 por el diácono Atanasio, quien había desempeñado un importante rol en Nicea. Pequeño de estatura y joven en edad, estaba a la cabeza de un cuerpo singularmente compacto de casi cien obispos, y su energía y vivacidad, fortaleza y determinación lo señalaban como uno de los enemigos temibles de los eusebianos. Los arrianos alejandrinos habían ahora firmado una fórmula ambigua de sumisión, y Eusebio de Nicomedia le escribió a Atanasio pidiéndole que los reinstalara, y añadía un mensaje literal amenazante. El cisma meleciano en Egipto había sido sanado sólo parcialmente por las suaves medidas decretadas en Nicea, y los cismáticos estaban causando problemas. Eusebio convenció a Constantino de que escribiera secamente a Atanasio que sería depuesto si se negaba a recibir en la Iglesia a cualquiera que lo solicitara. Atanasio explicó por qué no lo haría, y parece que el emperador quedó satisfecho.
Eusebio entonces se alió con los melecianos, y los indujo a inventar cargos contra Atanasio. Primero alegaron falsamente que él había impuesto un tributo sobre la ropa de lino, del cual se apoderaba. Esto fue refutado, pero Atanasio mismo fue enviado a la corte. Los melecianos entonces presentaron un cargo que dio que hacer por muchos años, que él había ordenado a un sacerdote llamado Macario a volcar un altar y romper un cáliz que pertenecía a un sacerdote llamado Isquiras, en el Mareotis, aunque de hecho Isquiras nunca había sido sacerdote, y en el tiempo alegado no pudo haber estado celebrando Misa, puesto que estaba enfermo en cama. También se dijo que Atanasio había ayudado a un cierto Filomeno a conspirar contra el emperador, y que le había regalado una bolsa de oro. De nuevo se refutó a los acusadores, los cuales se dieron a la fuga. El santo regresó a su Iglesia con una carta de Constantino, en la cual el emperador reprendía a los alejandrinos por su hábito, y los alentaba a la paz y a la unidad. Pero el cargo del cáliz roto no fue retirado y los melecianos se apoderaron de un obispo llamado Arsenio, a quien mantenían escondido mientras declaraban que Atanasio lo había matado; llevaron una mano cercenada y dijeron que Atanasio se la había cortado al prelado para propósitos de magia. Atanasio convenció a Isquiras que firmara un documento negando el cargo anterior, y se las ingenió para descubrir el paradero de Arsenio. Constantino, en consecuencia, le escribió una carta al patriarca declarándolo inocente.
Eusebio se había mantenido aparte de todas estas falsas acusaciones, y no se descorazonó por tantos fracasos. Hizo que los melecianos exigieran un sínodo y que alegaran ante Constantino que sería correcto en aras de la paz que antes de celebrar el concilio de tantos obispos, en Jerusalén, se celebrara la dedicación de la nueva Iglesia del Santo Sepulcro, lo cual sucedió en 335. Se celebró un sínodo en Tiro, cuya historia no es necesario detallar aquí. Atanasio llevó consigo a unos cincuenta obispos, los cuales no habían sido citados, y no se les permitió sentarse con el resto. Se envió una delegación a Mareotis para investigar sobre el asunto de Isquiras y el cáliz, y se escogió para ese propósito a los principales enemigos de Atanasio. El sínodo fue tumultuoso, e incluso el conde Dionisio, que había venido con soldados a apoyar a los eusebianos pensó que los procedimientos eran injustos. Todavía es un misterio cómo tantos obispos bienintencionados fueron engañados para condenar a Atanasio, el cual se rehusó a esperar el juicio. Se zafó dificultosamente de la asamblea, se llevó a sus egipcios, y se dirigió directamente a Constantinopla, donde abordó al emperador súbitamente y le exigió justicia. A su pedido, se ordenó al Concilio de Tiro comparecer ante el emperador. Mientras tanto, Eusebio había traído los obispos a Jerusalén, donde las deliberaciones eran gozosas por la aceptación de vuelta a la Iglesia a los seguidores de Arrio. Los obispos egipcios habían redactado una protesta, atribuyendo todo lo sucedido en Tiro a una conspiración entre Eusebio, los melecianos y los arrianos, los enemigos de la Iglesia. Atanasio afirma que el acto final en Jerusalén había sido todo el tiempo la meta de Eusebio; todas las acusaciones contra él tendían a sacarlo del camino para rehabilitar a los arrianos.
Eusebio evitó que cualquiera de los obispos en Jerusalén fueran a Constantinopla, excepto los que gozaran de su confianza, Eusebio de Cesarea, Teognis de Nicea, Patrófilo de Scitópolis y los dos jóvenes obispos de Panonia, Ursacio y Valente, quienes continuarían la política de Eusebio mucho después de su muerte. Ellos evitaron cuidadosamente renovar las acusaciones de asesinato y sacrilegio, que ya Constantino había examinado; y Atanasio nos dice que los cinco obispos egipcios le informaron que ellos apoyaban su caso en un nuevo cargo: que él había amenazado retrasar las naves que suplían maíz a Constantinopla. Esto enfureció al emperador. No se le dio oportunidad de defenderse y Atanasio fue desterrado a Galia. Pero Constantino dijo en público que él había puesto en vigor el decreto del Concilio de Tiro. Sin embargo, Constantino el Joven declaró más tarde que su padre había exiliado a Atanasio para intentar salvarlo de sus enemigos, y que antes de morir había tenido la intención de reinstalarlo. El líder de los melecianos, John Arkaph, fue exiliado también, pero como Eusebio ya no lo necesitaba más, no hizo nada para protegerlo. Todavía a Eusebio le faltaba otro triunfo: la reconciliación de su amigo Arrio, lo cual se consumó a la larga en Constantinopla, pero los designios del hombre fueron frustrados por la mano de Dios. Arrio murió repentinamente en condiciones peculiarmente humillantes en la víspera del día de su solemne restauración a la comunión católica en la Catedral de la Nueva Roma.
Hasta el año 337 los eusebianos estuvieron muy ocupados obteniendo, con calumnias, la deposición de los obispos que apoyaban la fe nicena. De éstos los más conocidos son Pablo de Constantinopla, Aselepas de Gaza y Marcelo, metropolitano de Ancira. En el caso de Marcelo, ellos habían sido provocados lo suficiente, pues Marcelo había sido su enemigo activo en Nicea. En Tiro se había negado a condenar a Atanasio, y le regaló un libro al emperador en el cual se hablaban palabras muy duras sobre los eusebianos. Fue convicto, no sin fundamento, de sabelianismo, y se refugió en Roma. El 22 de mayo de 337 Constantino el Grande murió en Nicomedia, después de haber sido bautizado por Eusebio, obispo del lugar. Sus hermanos y todos sus sobrinos, excepto dos, fueron asesinados de inmediato, para simplificar la sucesión, y el mundo se dividió entre sus tres hijos.
Se hizo un arreglo entre ellos para que todos los obispos exiliados regresaran, y Atanasio regresó a su grey. El nuevo régimen hacía de Eusebio un ganador. Constancio, quien era ahora señor en Oriente, sólo tenía veinte años de edad. Deseaba gobernar la Iglesia, y parece haber caído presa de las artes del viejo intrigante Eusebio, de modo que el resto de su tonta y obstinada vida lo pasó persiguiendo a Atanasio, y ejecutando las políticas de Eusebio. Nunca fue arriano, y permitió que la ortodoxia oscilara en algún sitio entre el arrianismo y la fe nicena. Los arrianos, quienes estaban dispuestos a disimular su doctrina hasta cierto punto, pudieron entonces obtener de él un favor, el cual le negó a unos pocos católicos inflexibles católicos que rechazaron sus generalidades.
La sede de Alejandría había permanecido vacante durante la ausencia de Atanasio. Eusebio ahora reclamaba poner en vigor el Sínodo de Tiro, y se nombró a un obispo rival en la persona de Pisto, uno de los sacerdotes arrianos a quienes Alejandro había excomulgado hacía tiempo. Hasta ahora sólo se había afectado el Oriente. Los eusebianos fueron los primeros en tratar de ganarse a Roma y a Occidente hacia su lado. Enviaron al Papa una embajada de dos sacerdotes y un diácono, quienes llevaron consigo las decisiones del concilio de Tiro y las alegadas pruebas de la culpabilidad de Atanasio, las cuales ni el acusado mismo había podido ver. En lugar de concederle la comunión a Pisto de inmediato, el Papa San Julio I le envió los documentos a Atanasio, para que él pudiese preparar su defensa. Éste convocó un concilio de sus sufragáneos, de los cuales asistieron más de ochenta, y le enviaron a Julio una defensa completa de su patriarca. La llegada de los enviados de Atanasio con su carta llenó de terror las mentes de los embajadores eusebianos. Los sacerdotes huyeron y el diácono no pensó en nada mejor que suplicarle a Julio que convocara un concilio, y que juzgara él mismo. El Papa asintió basado en que en el caso de una de las principales iglesias, como la de Alejandría, era correcto y habitual que el asunto se le refiriera a él. Por lo tanto, escribió la convocatoria tanto para los acusadores como para los acusados a un concilio para el cual deseaba que ellos mismos determinaran el lugar y el tiempo.
Así que no fue Atanasio quien apeló al Papa, sino los eusebianos, y eso sólo como medio de librarse de una situación embarazosa. Pisto no fue un éxito, y Constancio introdujo en su lugar, mediante la violencia, a un tal Gregorio de Capadocia. Después que Atanasio dirigió una protesta a toda la Iglesia contra los métodos de Eusebio, se las ingenió para escapar con vida, y de inmediato se encaminó a Roma en obediencia a la citación del Papa. Sus acusadores se cuidaron de no comparecer. Julio les escribió de nuevo, fijando el fin del año (339) como el término para su llegada. Ellos retuvieron a los legados hasta que expiró el plazo y los enviaron de vuelta en enero de 340, con una carta llena de cortesía estudiada e irónica, de la cual Sozomeno conservó su contenido. Él dice:
“Habiéndose reunido en Antioquía, ellos escribieron una respuesta a Julio, elaboradamente fraseada y retóricamente compuesta, llena de ironía, y que contenía terribles amenazas. Admitían en esta carta que Roma era siempre honrada como la escuela de los Apóstoles, y la metrópolis de la fe desde el principio, aunque sus maestros se habían establecido en ella desde Oriente. Pero ellos pensaban que ellos no debían tomar un lugar secundario porque tuvieran iglesias más pequeñas y menos populosas, pues ellos eran superiores en virtud e intención. Le reprochaban a Julio el haberse comunicado con Atanasio, y se quejaban de que esto era un insulto a su sínodo, y que su condenación de él se había anulado; y que ellos insistían en que esto era injusto y contrario a la ley eclesiástica. Luego de reprocharle a Julio su abuso, prometieron, si aceptaba la deposición de los que ellos habían depuesto, y el nombramiento de los que ellos habían ordenado concederle paz y comunión, pero que si él se resistía a sus decretos, ellos se negarían a hacerlo. Pues ellos declaraban que los obispos orientales no habían puesto objeción cuando Novaciano había sido expulsado de la Iglesia Romana. Pero no le escribieron nada a Julio respecto a sus actos, que eran contrarios a las decisiones del Primer Concilio de Nicea, diciendo que ellos tenían muchas razones necesarias para excusarse, pero que era superfluo hacer ninguna defensa contra una sospecha vaga y general de que ellos hubiesen actuado mal.”
La creencia tradicional de que Roma había sido instruida por los apóstoles, y que siempre había sido la metrópolis de la fe es interesante en las bocas de aquellos que negaban su derecho a interferir con Oriente, en asunto de jurisdicción; pues se debe recordar que Atanasio no había sido acusado de herejía ni entonces ni nunca. Este reclamo de independencia es el primer signo de la ruptura que comenzó con la fundación de Constantinopla como la Nueva Roma, y que terminó en la completa separación de dicha ciudad y todas sus dependencias de la comunión católica. Pues Eusebio no se había conformado con Nicomedia, que ya no era más la capital, sino que se las ingenió para exiliar una vez más a San Pablo de Constantinopla, y se había apoderado de dicha sede, la cual evidentemente, en su opinión, debía ser categorizada sobre Alejandría o Antioquía, y a ser de hecho una segunda Roma.
El concilio romano se reunión en el otoño del año 340. Los eusebianos no estuvieron representados, pero muchos orientales, sus víctimas, que se habían refugiado en Roma, asistieron desde Tracia, Coels-Siria, Fenicia y Palestina, además Atanasio y Marcelo. Vinieron delegados a quejarse de la violencia en Alejandría. Otros explicaron que muchos obispos egipcios deseaban venir, pero se lo habían impedido, e incluso habían sido golpeados y encarcelados. Por deseos del concilio, el Papa escribió una larga carta a los eusebianos. Es una de las mejores cartas escritas por ningún Papa, y desenmascara todos los engaños de Eusebio, que es tan liberal como es dignificado. Es probable que la carta no perturbara mucho a Eusebio, el cual se sentía seguro bajo el amparo del emperador. Es cierto que a la muerte de Constantino II, Constante, el protector de la ortodoxia, había heredado sus dominios, y era ahora más poderoso que Constancio. Pero Eusebio nunca había aparecido como arriano, y en 341 tuvo un fresco triunfo en la gran Dedicación del Sínodo de Antioquía, donde un gran número de obispos ortodoxos y conservadores ignoraron el Concilio de Nicea, y se mostraron bastante unánimes con el partido eusebiano; aunque negaron que jamás hubiesen sido seguidores de Arrio, que ni siquiera era obispo!
Eusebio murió, lleno de años y de honores probablemente poco después del concilio; de todos modos había muerto antes del Concilio de Sárdica. Había llegado a la cumbre de sus esperanzas. Puede ser que él haya creído en las doctrinas arrianas, pero claramente su meta principal era su propio engrandecimiento, y la humillación de aquéllos que lo habían humillado en Nicea; había triunfado. Sus enemigos estaban exiliados, sus criaturas saturaban las sedes de Alejandría y Antioquía; él era obispo de la ciudad imperial y el joven emperador obedecía sus consejos. Si San Epifanio estaba correcto al llamarlo anciano incluso antes de Nicea, él debió haber llegado a una edad muy avanzada. Su obra le sobrevivió; había entrenado a un grupo de prelados que continuaron sus intrigas, y que seguían la corte de sitio en sitio a través del reinado de Constancio. Más que esto, se puede decir que el mundo sufre todavía del mal ocasionado por este obispo mundano.
Bibliografía: BARONIO, Ann. (1570), 327-42; TILLEMONT(1699), VI; NEWMAN, Arrianos del Siglo Cuarto (1833etc.); IDEM, Tractos Teológicos y Eclesiásticos (1874); HEFELE, Historia de los Concilos. Tr. (Edimburgo, 1876), II; REYNOLDS en Dict. Christ. Biog.; LOOFS en HERZOG, .Realencycl.; GWATKIN, Estudios sobre el Arrianismo 2da ed.(Londres 1900); DUCHESNE, Histoire ancienne de l'Eglise (París 1907), II; CHAPMAN, Atanasio y el Papa Julio I, en Revista de Dublín (July 1905); E SCHWARTZ, Zur Geschichte des Athanasius in Göttinger Nachraichten (1905).
Fuente: Chapman, John. "Eusebius of Nicomedia." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/05623b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina.
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