El
>aislamiento incomunicado de Narciso: he ahí el absurdo. Así las
cosas, nada mejor que reconducir la palabra «absurdo» a su origen etimológico
para descubrir en dicha palabra ese aislamiento infelicitario, tan antiguo como
la humanidad misma, pero siempre básicamente derramado en dos direcciones.
Absurdo,
en efecto, viene de absurdus, y este término a su vez procede de ab
surdus: el sordo-de oído percibe mal los sonidos, y por ese motivo
des-entona, dis-corda, des-afina; en una palabra, se relaciona mal con los
demás oyentes y por eso no con-juga ni con-juega, de ahí el aserto de
Terencio: Hoc absurdum atque alienum a vita mea videtur (Esto parece
absurdo y ajeno a mi vida).
Consecuentemente
lo absurdo, por no consonante o absono, resulta a los ojos de los demás
disparatado y enloquecido (stultus), ya que la supuesta locura o
estulticia no es ni más ni menos que el aislamiento que se produce cuando el
emisor y el receptor no se sitúan en la misma longitud de onda, y así viene a
reconocerlo el propio Cicerón: Jam vero illud quam incredibile, quam
absurdum (¡Qué cosa más increíble, más absurda!). Ahora bien, si los
demás compartieran con nosotros el absurdo, este desaparecería inmediatamente,
pues absurdo compartido significa absurdo conjurado, o, si así se prefiere,
reducción al absurdo del mismo absurdo, sordera contra sordera.
Nada
de extraño, pues, que absurdo y enemistad projimal vayan juntos en la
larguísima tradición de filosofías y literaturas precisa y formalmente
denominadas literaturas del absurdo, cuya sola enumeración llenaría un
volumen muy compacto, las cuales, en última instancia, no son sino literaturas
del desarraigo comunitario y del desencuentro existencial, aunque las
manifestaciones de ese desencuentro obedezcan a planteamientos diferentes en los
distintos autores, pues no es lo mismo el absurdo de un S. Kierkegaard (para
quien lo absurdo es < la medida de la fe
en la intimidad», situándose de ese modo en la línea del credo quia
absurdum de Tertuliano), que el absurdo de un J. P Sartre (vivido como
sinsentido), o que el de un A. Camus (vivido como sensibilidad), o que el de un
F. Kafka (vivido, valga la expresión tautológica, kafkianamente), por
citar únicamente algunos ejemplos célebres.
Pero
no solamente se producen absurdos en las esferas puramente individuales de la
vida, sino que también tienen su asiento en los ámbitos colectivos, cuando las
diversas convicciones comunes nunca llegan a encontrarse en ningún punto, ni
siquiera fugazmente, aunque coexistan; momentos en los cuales la democracia
nominal se traduce en revoltiño solipsista y en conglomerado atomizado de corte
leviatánico, tal y como lo comenta irónicamente un alumno universitario: «Hoy
existen dos grandes autopistas, teísta y ateísta, con inabarcables carriles
cada una; la primera, actualmente muy descuidada, con un trazado más angosto,
que exige el pago de peaje, pero que asegura un destino eternamente feliz; en la
segunda se puede pisar a fondo, no hay peajes que frenen la velocidad, se
invierten cantidades desorbitadas para garantizar un trazado recto, sin
desniveles, con altos muros laterales para que el conductor no se despiste con luces
extrañas de la otra autopista, pero donde, una vez gastado el depósito de
energía, se acaba todo. La verdad, yo no sé qué es peor o qué es mejor».
Ahora
bien, si tal cosa fuera cierta, entonces resultaría absurda por sorda al >diálogo
y, por ende, carente de respuesta, estampa
viva de un eterno narcisismo social (o, por mejor decir, insocial)
autocontemplándose, pero sordo para todo y para todos, sordo hasta para el eco
de Eco, la hermosa ninfa de él enamorada. Sordo, en suma, para las llamadas del
exterior que, sin embargo, podrían sacarle de su ínsula y de su enfermizo
encapsulamiento.
I.
CUANDO LA DIALÉCTICA DEL ALMA BELLA Y EL CORAZÓN DURO
El
caso es que al absurdo mundo del absurdo se llega por múltiples vericuetos,
incluso contradictorios ellos mismos entre sí. El primero de ellos podríamos
ejemplificarlo con la dialéctica del alma bella y del corazón duro, tan cara a
los pensadores románticos alemanes. A veces nos encontramos varados en las
rocas del sordo sinsentido después de haber pretendido denodadamente
introyectar sentido a los demás carentes de él; entonces rememoramos la
dialéctica hegeliana del «alma bella» abierta a la alteridad, que busca en
vano su autoconciencia recognoscitiva en el tránsito del >yo al nosotros. En
efecto, ocurre a veces que, en el curso de ese intento de ayudar a los demás,
el alma bella va a recibir tantos golpes helados de la vida, tantos hachazos
invisibles y homicidas por parte incluso de los mismos a quienes ella intentaba
prestar auxilios, tantos manotazos duros del perro al que daba de comer en la
propia mano, que por elemental reacción nocífuga brota entonces de su noble
pecho un «¡basta!», un «¡ya no puedo más!», y entonces el alma
bienhechora se incapsula y acoraza, se recluye en la oquedad desvaída del
propio caparazón, en adelante a la defensiva, balbuciendo confusas excusas de
este tipo: < El mundo es perverso y no me merece, no está a mi altura; que
se pudra, allá él».
Sin
embargo en ese preciso instante en que estalla su desesperanza y su
anonadamiento, sin ser notada, el alma bella se está convirtiendo ella misma en
«corazón duro», con lo cual el bien que la caracterizaba queda derrotado por
el mal que se ha hecho dueño del campo: es la dialéctica de un absurdo donde
el incluyente ha sido excluido y ahora se convierte él mismo en excluyente al
que otra alma bella tratará por su parte de reinsertar, de reincluir o de
reencantar con un beso amoroso en la frente. Dicho con la terminología de la
genética de poblaciones, el gen ingenuo y bello mutado luego en gen rencoroso y
duro necesitará de otro gen ingenuo más bello que pueda sacarle del rencor o
incluso de la trampa en que con frecuencia el rencor termina por degenerar
lentamente (lo sordo entonces hecho sórdido, ¡ay!).
Henos
aquí ante la lucha del bello bien comun-icativo contra el duro mal de-solador,
en cuya áspera intersección del bien y el mal se mueven (nos movemos) los
habitantes del país de Medianía, mitad ángeles mitad bestias, unas veces
haciendo el salto del ángel y otras el aullido de la bestia, casi siempre ambas
cosas a la vez, componiendo de ese modo una extraña y asombrosa figura de
inverosimilitud en tan magna epopeya. Y el que se considere a sí mismo libre de
esa dialéctica, que vaya arrojando la primera piedra. Lo narra bien Carlos
Gurméndez: «Pero cuando ocurre un hecho revelador y decisivo
que destruye la razón de su peregrinar, se le manifiesta la inmensidad de su
nada. Puede que sea el fracaso de un amor, un tropiezo cualquiera, un desencanto
amistoso o, simplemente, el cansancio terrible de ser. Este acabamiento le
pincha por los diversos poros del sentimiento y la sensibilidad. En este momento
sale a la luz la pobreza esencial de su ser, la alienación que vive. Y cuando
las probabilidades viajeras se limitan o cierran, el extraño ya no puede
sentirse caminante. Ya no es el mundo que él expulsó de sí mismo, de ahí su
incapacidad para gozarlo o sufrirlo, sino que es su propio ser el que se siente
vacío. Ha persistido la ilusión de la búsqueda de un país de leyenda, de una
morada o de una mujer donde reposarse. La sed infinita de los caminos ha
terminado por falta de pretexto para peregrinar y llega la hora de la >verdad;
ya no puede descubrir horizontes nuevos porque ha comprendido que el extraño es
él, no el mundo ni los otros seres. El resto es silencio, la comedia ha
terminado».
Ahora
bien ¿a dónde ir, entonces, a tomar la última copa después de echado el
telón de la comedia que, a las tantas de la madrugada, concluye como lamentable
farsa? Si todo es comedia, entonces todo es tragedia y naufragio. Y si todo en
nosotros es naufragio, entonces no podremos hacer otra cosa que desarrollar una
cultura de supervivientes, mas no de herederos, pues nuestra genealogía y
nuestros álbumes con las fotos de la familia y de los amigos han desaparecido
cubiertos por el último golpe de las aguas que se llevaron el barco común al
fondo de los abismos oceánicos. Sin embargo, la vida del supérstite
resulta francamente dura y poco envidiable, toda vez que, como nos recuerda
Jorge Puente, < el superviviente ha de arreglarse con los restos del
naufragio; se ve obligado a practicar una especie de canibalismo cultural; tiene
a su disposición los restos de todas las culturas humanas a partir de las
cuales elabora una identidad escindida, difusa, siempre sin totalización
posible. El superviviente se fabrica un sentido, consciente de su caducidad y
fragmentación».
He
ahí un gran retrato del mundo de nuestros días: es la gráfica descripción de
la >posmodernidad de Narciso, con su cultura del retal, del remiendo, de lo
precario naufragado, donde el solipsista Narciso Robinsón, obligado a su
autocontemplación, no descubre a su Viernes ningún día de la semana.
II.
CUANDO NARCISO SE TRAVISTE DE ORESTES
El segundo de los vericuetos, conducentes
sin embargo al mismo absurdo, se produce por paradoja cuando se pretende
abandonar el absurdo a base de echarle más absurdo a la vida absurda,
pretensión similar a la del barón de Münchhausen tratando de salir de la
zanja tirándose ardorosamente de la propia coleta.
En
efecto, a veces el absurdo Narciso, sordo y aislado, en aquellos momentos en los
que es mordido por el cerco de su propia soledad, se despide de sus ideales, de
seguridad y bienestar burgués, una vez que los ha visto amenazados. Entonces
decide pasar al probatorio ensayando una mirada sobre su cuerpo travestido con
el ropaje de Orestes, el héroe de Las Moscas, y de este modo busca salir
de
la angustia de su encierro angosto persiguiendo, con la terquedad
de un cruzado, los ideales antes impugnados, a saber, la justicia, la libertad y la
dignidad. Al principio su libertad (vacío) era su
carga, ahora sus cadenas (camino, compromiso) serán sus alas. Debe encontrar
su propio camino, debe viajar hasta el Orestes plenamente realizado que
le espera, porque ha comprendido que cada hombre tiene que trascender su propia
simbología hasta llegar a ser lo que verdaderamente es.
Sin
embargo, con frecuencia intenta Narciso esta mutación con el deseo meramente
voluntarista de salir de sí mismo para sobre-salir respecto de los
demás, lo que de nuevo se muestra un camino errado que le reconduce a la misma
soledad y a la misma absurda desesperación. De este modo, aunque destacado y
sobresaliente, aunque festejado y loado como héroe, el sujeto queda de nuevo
por debajo de sus aspiraciones, pierde toda esperanza, anonadado en su propia
caducidad; roído por el tiempo y fragmentado por el espacio, se define por su
desesperación y dura tanto cuanto dura su ficción. Inepto para vivir, finge la
vida, ya que es una pretensión de la nada. De ahí las utopías negras o
antiutopías, el recurso a la melancolía, a la desesperación, al desencanto,
al desconsuelo, al sinsentido.
Entonces
se afinca en el yo hinchado e inflado, pero vacío y vaciado de alteridad, desde
cuya tensión se afirma como absoluto y se opone a todo lo demás relativizado.
Ahora la autoaserción absoluta del carácter creador del >hombre puede
llegar a oponerse a Dios como principio de bien,
conforme al mauditisme o malditismo de quienes han hecho de lo satánico
su bandera, desde el marqués de Sade, que afirma el mal liberando aquello que,
como anomalía, es reprimido por el bien, hasta un Charles Baudelaire, que
invita a la raza de Caín a expulsar del Cielo a Dios; desde un Georges Bataille
o un Pierre Klosowski, hasta los visionarios y tenebristas ingleses, que dieron
culto al diablo, al mal y al pecado como expresión del orgullo de una humanidad
genuina que desafía a los dioses, en la línea de Lord Byron, de Shelley, de
Keats o de William Blake, el cual interpreta el mito de la Caída como la
creación de un hombre-Dios prometeico. Detengámonos, al menos un momento, para
criticar esta dialéctica, tal y como lo hace filosóficamente Jean Luc Marion.
III.
CUANDO LA BABA SATÁNICA DE SU PROPIO VACÍO
Frente al amor que abre, que
congrega y que relaciona, lo propio del mal que duele es devolver mal por mal,
excluyendo aquello que suponemos que nos excluye, disolviendo aquello que
pensamos que nos disuelve. Así pues, el mal busca expiación, pide la cabeza de
ese culpable que tanto me lastima. Tiende así a ejercer el contramal, es decir,
a damnificar a los otros alegando hacerlo siempre en defensa propia, conforme a
la ley del Talión: padezco el mal/ejerzo el mal, padezco el mal/ejerzo el anal,
padezco el mal/ ejerzo el mal, y así sucesivamente. Henos ante una violencia
anónima, y a la vez implacable y cósmica, que se propagará con la velocidad
del rayo: el mal se transmite tanto mejor cuanto más pretendo deshacerme de
él. La lógica
del mal triunfa siempre y de la misma manera: acusémosles a todos; por ese
procedimiento el mal encontrará siempre a los suyos, puesto que, de hecho,
todos ponen en práctica su única e institucionalizada lógica, que no es más
que la ley del absurdo. De este absurdo modo (absurdo porque vuelve sordas a las
gentes, porque las cierra e impide abrirse), la agresividad contra la agresión
se expande y engorda, en tanto que el sujeto se contrae y adelgaza; cuanto más
desolado de relaciones, más asolado uno mismo.
La
implacable marcha de la acusación avanza inconteniblemente: se dirige contra
los vivos primero, después insurge contra los progenitores e incluso contra los
antepasados; más tarde va contra las instituciones, después se alza contra el
mismo Dios, y finalmente atenta contra uno mismo, cuando ya no quedaba nadie
contra el que insurgir, contra uno mismo ya sea en circuito largo (me miro al
espejo y entonces me digo: «Me odio día a día, luego existo», cogito sádico),
ya sea en circuito corto, donde el desesperado suicida quiere vengarse contra
todo y contra todos al descargar el golpe contra sí mismo en su última
desesperación y en su último absurdo.
De
ese absurdo modo, en lugar de suprimir el sufrimiento supuestamente injusto, se
suprimen las condiciones de toda relación y quien triunfa no es el muerto, sino
en todo caso la muerte; pero tampoco ella, porque la ,'muerte no puede reinar.
Lo que sí se abre es el infierno, momento en que el alma se encuentra al
fin amargada con su carga de aislamiento, por definitivamente impotente para soportar
el no soportarse a sí misma sola, asolada y desolada. Al mismo tiempo viuda y
huérfana de relación, experimenta el encierro que enferma, es ni más ni menos
que l'enfer-mement: el infierno infernaliza y encierra, l'enfer
enferme, encierra al alma en el infierno de esa nada sin relación con nadie
en que se ha convertido. Desde luego el infierno no son los otros, como afirmara
en su día J. P. Sartre, el infierno es, por el contrario, la ausencia de otras
personas con quienes yo podría convivir, la ausencia de todo ,"rostro.
El
infierno es la ausencia de todo otro; el infierno no deviene infernal más que
si la víctima se descubre allí como infinitamente encerrada y, por ende, como
la única responsable. Al margen de la barroca imaginería ¡cónica o
anicónica, allí está Satán acusando a esa víctima: <
¡Desespérate en tu irremisible soledad, acúsate para siempre y por
siempre!». No es casualidad que a la puerta del infierno de la Divina
Comedia de Dante se leyera precisamente esta inscripción: «Abandonad toda
esperanza los que entráis aquí».
Así
las cosas, la astucia de Satán consistiría, concluye Jean Luc Marion, en hacer
creer que él no existe, en hacer creer que su maléfica persona (personne)
no es nadie (personne), y eso para que el infernalizado no se pueda
desahogar echándole la culpa a él, a Satán, sino a sí mismo. De modo y
manera que la persona quedaría satanizada (Satán en hebreo significa
precisamente eso, acusador) cuando no cesa de acusarse a sí mismo, sin
esperanza alguna de quebrar la acusación. La baba satánica ya acusadora de la
serpiente ha
hecho, de esa forma, acto de presencia. Y si esto es así, entonces he ahí la
culminación del absurdo: el infierno.
IV
CONCLUSIONES PARA LA VIDA PRÁCTICA
Muchos infiernos comienzan ya lentamente en
vida cuando se ocluyen las arterias de la relación interpersonal. Frente a esa
arteriosclerosis en que la ausencia de >relación consiste, por devolución
del mal, no cabe otra cosa que el remedio alopático: acercarse al >prójimo, aprojimarse, abrir el oído (fides ex auditu, < la fe
por el oído»), perdonar volviendo a abrir las puertas. Eso es lo único que
puede acabar con el absurdo infernalizador. Dicho de otro modo, no es la
respuesta del Talión al odio con el odio, sino la respuesta alopática del amor
que no devuelve las ofensas y que perdona, que encaja el mal y lo mete en la
propia caja para que no siga circulando y aumentando su volumen.
Esta
actitud resultaría humanamente imposible si no estuviera respaldada en aquel
que venció a la muerte y que asumió todos los golpes poniendo la otra mejilla:
Jesús de Nazaret. Desde la cruz de Jesús de Nazaret el perdón es realidad. Y
así: a) perdonar es renunciar totalmente a tener la última palabra; b) el
perdón nos devuelve al presente vivo, nos libera de la obsesión del pasado,
así como de la angustia del futuro, porque rompe la ley de la deuda; c)
perdonar es perder el derecho por amor, ganando en amor sin derecho; d)
perdonar es no matar nada, sino revitalizar por el amor lo que por el odio
había muerto: al machadiano olmo viejo y en su mitad podrido algunos renuevos
verdes
vuelven a brotarle; e) perdonar es quererse a sí mismo para querer a los
demás, pues nadie da lo que no tiene.
Pero
Prometeo no quiere esta dialéctica que libera del absurdo; y, por su parte, el
Narciso ensimismado opta por evadirse de la realidad. Por eso caen ambos en las
redes del Estado, que abre sus fauces, aunque para cerrarlas vorazmente sobre
ellos.
VER:
Existencialismo, Nada y
nihilismo, Sentido de la vida
BIBL.:
CAMus A., El extranjero, Alianza, Madrid 1971; ID, Calígula, Losada-Alianza,
Buenos Aires-Madrid 1981; CIORAN E., La caída en el tiempo, Monte
Ávila, Caracas 1977; DíAz C., Diez miradas sobre el rostro del otro, Caparrós,
Madrid 1993 MARION J. L., Prolegómenos a la Caridad, Caparrós, Madrid
1993; MOUtrIER E., Introducción a los existencialismos, Obras III,
Sígueme, Salamanca 1990; SARTRE J. P., La Náusea, Losada, Buenos Aires
1947; ID, El muro, Losada, Buenos Aires 1978; ID, La puta respetuosa.
A puerta cerrada, Alianza, Madrid 19842.
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