lunes, 16 de septiembre de 2013

Atributos de Dios.


Dios habla, se dirige a los hombres por medio de palabras sacadas del lenguaje humano, sólo descubriendo el contenido significativo de estas palabras es como podemos conocerle, ya que el nombre expresa lo que el espíritu concibe. Ahora bien, si los nombres divinos están tomados del orden de la experiencia humana surge inevitable la pregunta: ¿Cómo pueden aplicarse a D. que no pertenece a este orden? ¿Expresan alguna concepción verdadera sobre D. o se reducen simplemente a la proyección en El de la comprensión que el hombre tiene de sí mismo y de su mundo, de tal forma que, cuando se propone articular su compleja concepción de D., no hace más que dar figura a un ídolo con las técnicas de la inteligencia humana? Este es el problema de los atributos divinos que, en última instancia, queda reducido a determinar el significado y el valor de los nombres que atribuimos a Dios.
     
      1) Fundamentos bíblicos del problema. La Revelación nos ofrece a este propósito un dato fundamental: de hecho la S. E. y la Iglesia entera hablan de D., y hablan con la conciencia de que lo dan realmente a conocer. Los hagiógrafos usan espontáneamente, bajo el influjo de la inspiración, todos los resortes del lenguaje, todos los estilos y géneros literarios, le atribuyen cualidades concretas, con exclusión de sus contrarias, reservan como exclusivas de Él ciertas acciones como crear, juzgar, prevenir el futuro, le designan con un nombre, Yahwéh (v. ni, 3), y si bien no plantean jamás el problema del poder significativo de estos nombres, es claro que han tenido siempre la preocupación por purificar su lenguaje. Para comprender la veracidad de esa afirmación será oportuno recordar que para los autores sagrados el nombre es equivalente de la persona y no sólo su representación mental. Pronunciar el nombre era suscitar la presencia o, al menos, el poder de la persona. Una reflexión sobre el valor de la noción está fuera de las perspectivas bíblicas, pero el dato que la S. E. y la predicación nos dan debe regir la consideración del tema.
     
      2) Patrística. A fines del s. iv, se plantea el problema en la controversia contra Eunomio, que reducía los atributos divinos a palabras vacías e inútiles para expresar el modo de ser de un D. trascendente. S. Basilio (Contra Eunomio: PG 29,497 ss.) y S. Gregorio Niseno (Contra Eunomio: PG 45,243-1122) replicaron que nuestros conceptos acerca de D. no son plenamente adecuados, pero no falsos ni vacíos de sentido.
     
      En el desarrollo de este interesante problema adquiere particular importancia. S. Agustín (v.) por ser el primero en preocuparse de lo que hoy podríamos llamar crítica del lenguaje bíblico relativo a los nombres de D., haciendo de una manera refleja las siguientes preguntas: ¿Qué valor significativo tienen los nombres que la S. E. atribuye a Dios? ¿Cómo hay que interpretarlos? S. Agustín distingue dos clases: en primer lugar están aquellos que expresan operaciones corporales, como descansar, caminar, dormir; o representan a D. de una forma sensible con descripciones antropomórficas. «Es evidente, dice, que estos nombres deben tomarse en sentido metafórico spiritualiter intelligendum» (Epístola 148,4,13: PL 33, 628; De vera religione, 1,50,99: PL 34,166). Analiza también los nombres sacados de las criaturas espirituales, de las que se sirve la S. E., no tanto porque la expresión se adecúe a la realidad, cuanto por la necesidad de adaptarse al lenguaje corriente (De Trinitate, 1,1: PL 42,820). Según S. Agustín, muchos de estos nombres deben interpretarse también metafóricamente: no obstante, afirma que los escritores sagrados emplean, aunque con menos frecuencia, expresiones que convienen a D. propiamente, son las que expresan perfecciones puras. Pero, ¿cómo interpretar entonces las vacilaciones de S. Agustín en atribuir a D. la sabiduría, la bondad y la justicia? Cuando el obispo de Hipona, refiriéndose a estos nombres que expresan una perfección puramente espiritual, afirma que no son dignos de D. o que no le convienen propiamente, el aserto no debe interpretarse como equivalente a una negación, ya que si se examina atentamente el desarrollo integral de su pensamiento se advierte que la negación no recae en la perfección considerada en sí misma, sino en el modo según el cual se realiza en los seres creados. «¿Por qué el atributo de justicia, dice, ha de aplicarse con cautela cuando se atribuye a Dios? Porque en El la justicia sobrepasa la idea que nosotros tenemos derivada de la justicia de los hombres» (Sermo 341,7: PL 39,1498). Lo mismo afirma de la ciencia (De diversis guaestionibus ad simpliciarum: PL 40,140). Si a esto se añade que el término propio puede tener acepciones distintas, según el uso más o menos riguroso que de él se haga, se habrá alcanzado la clave para solucionar la aparente antimonia que parece deducirse de algunos textos agustinianos. En efecto, nombre propio en su acepción más rigurosa es el que expresa la perfección divina tal como es en sí misma, y se opone a análogo; pero también se dice propio el nombre que expresa una perfección que conviene realmente a D. en lo que significa inmediatamente. En esta acepción menos rigurosa, propio se opone a metafórico. El hombre no dispone, con relación a D., de nombres propios en el sentido primeramente señalado, pero sí en el segundo, y en este sentido, podemos hablar de D. de una manera que no sea indigna de El. (De Trinitate, 6,7,8: PL 42,829).
     
      Relieve especial merece, a su vez, el planteamiento que hace del tema Dionisio Areopagita (v.), no tanto por su originalidad, cuanto por representar la primera síntesis teológico-filosófica que del problema se conoce. ¿Cómo conciliar la trascendencia absoluta de D., que rebasa toda inteligencia humana, con el conocimiento que del ser divino nos da esa misma -inteligencia? Para Dionisio las criaturas, en las que se reflejan las ideas divinas, son el punto de partida. A través de ellas, nos elevamos al ser supremo, negando de El toda imperfección -vía negationis-, situándole por encima de todo y considerándolo como causa también de todo -vía afirmationis- (De divinas nominibus y De mystica Theologia: PG 3,988, 997).
     
      Sintetizando el pensamiento de los PP. en torno a la pregunta central que el problema de los atributos plantea, se puede afirmar que éstos hallaron la clave para la respuesta en la fuente de los libros sagrados, a donde acudían continuamente. La S. E. en efecto, decía que D'. es totalmente diverso de su creación y absolutamente exterior a ella, el Santo, el Sagrado, «Yo soy Dios y no Hombre» (Os 11,9). Pero la Biblia afirma también que la creación es de algún modo parecida a D. y que Este no está totalmente alejado de ella, porque es obra de sus manos (v. tv, 3). Esto era ciertamente tan sólo un punto de partida, pero fundamental, que bastaba para poner a los PP. en la pista de la doctrina que luego se conocería como analogía (v.) del ser. También los puso en el rastro de la técnica espiritual que, luego, se llamó de los tres modos de conocer a Dios. No elaboraron sistemáticamente la doctrina, ni explotaron su técnica, pero distinguieron claramente los dos modos de ser radicalmente diferentes, creado e increado, finito e infinito, ambos reales y ambos, por tanto, unidos en la noción de ser. Establecieron también la estructura esencial de los tres momentos en el movimiento dialéctico de la inteligencia desde el orden creado del ser al increado: el movimiento de la afirmación (afirmo qué D. es sabio, o que D. es bueno, y así sucesivamente de todos los atributos), el momento de la negación (niego que D. sea sabio con el modo que es propio del orden creado, de donde derivo la noción de sabiduría), y como tercer momento (eminencia), sistematizando e invadiendo la dialéctica de la afirmación y de la negación está el sentido de la trascendencia divina (me hago cargo al afirmar y negar que D. es sabio con un modo de sabiduría, que es infinito y en cierto modo incomprensible). De esta forma los PP. llevaron la reflexión sobre el problema desarrollando lo que le habían dejado las S. E. Sin embargo, como obra de pensamiento sistemático su teología de los atributos era incoativa. No explicaron cómo y por qué ocurre que la pálida semejanza entre D. y el mundo puede convertirse en punto de arranque de una dialéctica de comprensión cuyo término sea un conocimiento verdadero, aunque imperfecto de Dios. Esta será la tarea de la Escolástica.
     
      3) Los escolásticos. Las aportaciones de los PP., aunque valiosas, no dejan definitivamente zanjado el problema de los atributos por las razones antes apuntadas. Por eso, la cuestión vuelve a plantearse más profundamente al comienzo de la Escolástica (v.) a raíz de la discusión entre nominalistas y realistas sobre el valor de los universales (v.) y, sobre todo, cuando el filósofo judío Maimónides (v.) en su obra Guía de extraviados exalta de tal forma la incomprensibilidad e inefabilidad de D., que su teología presenta un claro talante nominalista y agnóstico. Para él todo atributo divino indica solamente una cualidad causada por D.; afirmar que Este es bueno equivale en su teología a decir que D. es causa de la bondad, pero no sabemos si la bondad existe en Dios. S. Tomás intuyendo toda la gravedad del problema y recogiendo todos los elementos esparcidos que habían elaborado los siglos precedentes abrió la vía de solución con un estudio profundizado de la analogía (Sum. Th. 1 q12 y q13). Entre la causa y el efecto existe naturalmente un nexo de semejanza, que en las criaturas sigue la línea de la univocidad con su carácter genérico y específico, pero como D. trasciende infinitamente todo lo creado con sus géneros y especies, entre Él y la criatura, la semejanza no puede ser perfecta y unívoca, sino aproximativa y análoga.
     
      La perfección infinita de D., única y simplicísima, se refleja en la gama indefinida de los seres creados por su omnipotencia (v. iv, 11). En consecuencia, el entendimiento humano puede elevarse legítimamente desde la consideración de estos seres creados a la afirmación, no sólo de la existencia, sino también de la esencia divina. De este modo, se forman los conceptos, que constituyen los atributos divinos (sabiduría, bondad, justicia), con los que expresamos imperfectamente la naturaleza de Dios. Estos atributos, aunque inadecuados, tienen valor real, (De Potentia, 7.5).
     
      El lenguaje teológico, según la ley de la analogía, debe seguir la triple vía: de negación, afirmación y eminencia, consideradas no como disociadas ni independientes entre sí, sino solidarias las unas de las otras, ya que en realidad se trata de una única operación, que presenta un triple aspecto: todo modo finito debe ser eliminado (vía negativa), la perfección de lo finito debe ser afirmada de D. como de su causa (vía afirmativa) y esta perfección debe ser puesta en D. de una manera infinita (vía de eminencia). Estos tres aspectos son inseparables, puesto que la vía negativa supone la positiva, como la negación se apoya en la afirmación, la vía positiva está ligada a la negativa, pues siempre es en las criaturas donde aprendemos las diversas perfecciones, la combinación de estas dos implica la tercera, pues una perfección de la que se niega todo límite, es infinitamente eminente. Esta doctrina no es nueva. Las fuentes de la misma se hallan en la Biblia y en la Patrística como hemos visto. El logro ulterior de S. Tomás fue que aprovechó todos los recursos racionales de una ontología sistematizada, y una elaborada teología del conocimiento, para dar fuerza a sus conclusiones. Donde la Biblia y los PP. habían afirmado simplemente que es así, S. Tomás demostró por qué debe serlo. Profundizó en la problemática bíblica, parafraseada por la Patrística para llegar a un estado de comprensión sistematizada. La doctrina bíblica de que la creación de D. es semejante de algún modo a su creador se traspone a la técnica gnoseológica de la primera de las tres vías de conocimiento de D.: la vía de afirmación; la de que es totalmente desemejante a su creación, a la segunda vía: la negación; y, por fin, que D. sea D. y no hombre, a la tercera vía de trascendencia.
     
      Resuelto así y sistematizado el problema central de los atributos por S. Tomás, los escolásticos posteriores se ocuparon preferentemente en conciliar la existencia formal de éstos con la simplicidad divina, estudiando la distinción que cabe establecer entre ellos, así como su relación con la esencia (Ockham, Biel, Escoto, Cayetano).
     
      4) Filosofía moderna. Del mismo modo que el uso equilibrado de la analogía había llevado a un doctrina coherente y positiva sobre los atributos, su eliminación gradual en la filosofía moderna da lugar a un agnosticismo (v.) esencial que, o disuelve lo absoluto en los ritmos internos del pensamiento humano con un resultado monístico e inmanentístico, o bien la inteligencia se considera incapaz para conocer lo absoluto, refugiándose, para establecer la relación con D., en bases irracionales, sentimentales o fideístas, o en la contradicción y el absurdo. Es la corriente que partiendo de Ockham (v.) a través de la teología alemana, el luteranismo y las varias doctrinas empiristas de la creencia, llega al postulado de la razón práctica de Kant y se prolonga en el sentimentalismo de Schleiermacher, en la doctrina de los valores, en el irracionalismo (Hartmann), llegando a nosotros en la forma de existencialismo teísta, que apoyándose en un Kierkegaard establece la relación humana con D. en la base de la contradicción y del absurdo. En efecto, la creencia que suplía el vacío metafísico dejado por el empirismo inglés prekantiano, renace después de Kant con idéntica finalidad en W. Hamilton, para el que D. es incognoscible e impensable, ya que conocer a Este sería determinarlo y limitarlo en las condiciones de nuestro entendimiento; en el pensamiento de H. L. Mansel, según el cual D. escapa a todo ensayo de representación intelectual, debiendo contentarnos con conocimientos prácticos, que regulen nuestra conducta. «No estamos aquí abajo, afirma Mansel, para conocer la naturaleza de Dios, sino para cumplir su voluntad». Para Leroy y Parodi la imposibilidad de conocer a D. y de atribuirle propiedades o atributos viene sugerida por la dificultad de conciliar la infinitud de la perfección divina con la limitación que parece implicar para ellos la noción de persona. «El Dios Persona y el Dios principio de unidad se excluyen en toda la línea, escribe Parodi, ya que el primero implica determinación y singularidad y el segundo infinitud e indeterminación» (Du Positivisme á I'idéalisme, 111). Lo mismo establece Leroy al afirmar: «el puro filósofo no puede establecer una demostración real en lo que se refiere a la personalidad divina» («Bul. de la Soc. franeaise de Philosophie», 1930). Contraria a estas tesis, sobre todo a la de Hamilton, es la postura de Stuart Mill (v.), aunque sin ninguna intención teísta. Para aquéllos, las nociones de absoluto e infinito serían inconcebibles, pero reales, la inteligencia no podría aceptarlas, pero la creencia las afirmaría legítimamente. Mill, por el contrario, estima estas nociones razonables y representables (ya que determinación no es sinónimo de limitación y cualificar a D. con algunos atributos no es aprisionarle en la estrechez de nuestra finitud) aunque el objeto que designan sea irreal y ficticio.
     
      5) El ateísmo contemporáneo y el problema de los atributos. Al examinar las notas fundamentales del pensamiento actual no se puede pasar por alto la fuerte impregnación atea que en gran parte le caracteriza. Un examen superficial de este fenómeno, puede llevar a la convicción de que la cuestión de los atributos divinos ha perdido importancia, centrándose el interés en el problema de la existencia misma de Dios. Sin embargo, conviene recordar que ambas cuestiones están mucho más relacionadas de lo que a primera vista parece, hasta el punto de ser inseparables. «Poner sobre el tapete el problema de Dios, afirma Dondeyne, es en definitiva preguntarnos en qué dirección debemos pensar el absoluto: ¿es una materia eterna, un logos universal y suprapersonal, un impulso vital (Bergson), o un retorno universal (Nietzsche), o más bien un Dios bíblico trascendente, personal y creador?» (o. c. en bibl. 462 ss.). Así, pues, la existencia del absoluto y de sus atributos son dos cuestiones íntimamente trabadas. Dondeyne va más allá al afirmar que cuanto más se profundiza en el ateísmo (v.) filosófico, más se confirma uno, en la impresión de que el centro de gravedad del problema teístico se ha desplazado. Parece que el interrogante sobre la naturaleza y los atributos de D., la coexistencia del necesario y del contingente se haya adelantado al problema de la existencia de D., es decir, que, según Dondeyne, el problema del principio metafísico de causalidad ha pasado a segundo plano, cediendo el primer puesto a un planteamiento bajo la perspectiva crítica de los atributos de Dios. El ateísmo actual, por tanto, plantea, con mayor agudeza que nunca, el viejo problema de la compaginación de un ser necesario y de un ser contingente, del infinito y del finito, de la voluntad divina y la voluntad humana, de la ciencia de D. y de los futuros libres, obligándonos a expresar con claridad el valor de nuestros conceptos de Dios.
     
      6) Síntesis doctrinal. a) Noción de atributos. Esta palabra puede tomarse en sentido amplio y en su acepción más estricta. En este segundo caso entendemos por atributo divino toda perfección absoluta y simple que existe formal y necesariamente en D. y que dimana, según nuestro modo de conocer, de la esencia divina. Como perfección absoluta excluye del rango de atributos las relaciones divinas constitutivas de las Personas, pero no las perfecciones que se atribuyen a D. con respecto a las criaturas, como la Providencia. Al decir perfección simple se excluye toda otra perfección esencialmente mezclada de defecto. que en la terminología corriente suelen llamarse perfección mixta. En este sentido no se puede atribuir a D. la corporeidad, ya que entraña necesariamente una naturaleza limitada y sujeta a las imperfecciones de divisibilidad y corrupción. Por el contrario, las perfecciones simples no incluyen en su concepto formal, ni límite ni defecto, si se prescinde del modo limitado con que se realizan en las criaturas; por eso se pueden atribuir a D., según todo el rigor del término, la ciencia y la voluntad. Como perfección que existe formalmente en D. excluye aquel repertorio de propiedades que sólo pueden atribuirse al absoluto en cuanto es capaz de producirlas, y finalmente, como perfección que dimana necesariamente de la esencia, excluye del grupo de atributos el constitutivo formal de Dios.
     
      b). División. Los distintos puntos de vista adoptados en la clasificación de los atributos han dado lugar a diversas divisiones. Reproducimos aquí la que está más en boga entre los teólogos modernos y que agrupa los atributos según cuatro ideas -fundamentales: 1° Carácter. La distinción entre ser y obrar, introducida en D. por una división puramente mental, clasifica en dos grupos los atributos: los que se refieren al ser, son llamados entitativos (simplicidad, inmutabilidad, etc.), mientras que los orientados a la acción, se designan con el nombre de operativos, p. ej., ciencia, conocimiento; 2° Modo de conocimiento. Los diversos procedimientos según los cuales nuestro espíritu elabora sus conocimientos relativos a D.. dan lugar a la división entre atributos negativos y positivos, según que nuestros enunciados nieguen de D. las imperfecciones de las criaturas o afirmen de pl una perfección creada. Así son positivos la bondad, la sabiduría, y negativos, la simplicidad, la infinitud, la inmensidad. Es preciso tener en cuenta, no obstante, que todo enunciado negativo contiene a la vez una afirmación, del mismo modo que todo enunciado afirmativo implica una negación. Así, cuando se dice de D. que es infinito, afirmamos al mismo tiempo que es infinitamente uno, y cuando decimos que es bondadoso, queremos expresar que lo es de modo infinito y no como los seres creados; 3° Relación. Algunas perfecciones divinas dicen relación real o posible a las criaturas, de donde nace una nueva división: atributos relativos y absolutos. Los primeros contienen una relación posible o actual con lo extradivino; los segundos prescinden de toda relación de este género; 4° Comunicabilidad. Atendida la comunicabilidad, los atributos se dividen en incomunicables y comunicables. Los primeros expresan perfecciones que convienen exclusivamente a D. y ponen de relieve su trascendencia y vienen a coincidir con los que hemos llamado negativos; los segundos, expresan cualidades ,cuyo contenido se verifica en D. y en las criaturas con modalidades distintas, p. ej., el amor, la sabiduría.
     
      c) Origen gnoseológico y valor ontológico de los atributos. Siendo D. acto puro simplicísimo, negación absoluta de toda multiplicidad, ¿de dónde surge el cromatismo intelectual, que divide en multitud de conceptos distintos la más simple perfección de Dios? ¿Qué valor real tendrán estos conceptos? ¿Serán puros nombres vacíos de contenido o habrá un fundamento objetivo, que dé sentido y garantice el uso que de ellos hacemos?: he ahí los problemas gnoseológico y ontológico. El primero de los cuales obtiene su explicación en dos principios que sirven de base racional a la teoría de los atributos: uno es la imperfección de la inteligencia humana, sujeta en todos sus .procesos cognoscitivos al mecanismo de la abstracción, necesitando de múltiples conceptos para penetrar en el secreto de lo singular y de lo concreto. El segundo, que explica la necesidad de esta multitud de expresiones es la inagotable riqueza del ser divino, que no puede ser captada directamente por nuestra inteligencia, sino a través de las criaturas, en las que la simplicísima perfección divina se refracta en la variadísima gama de múltiples perfecciones creadas, dando origen a un conocimiento imperfecto de Dios. Esta imperfección, sin embargo, no significa que los nombres atribuidos a D. carezcan de valor real. Entramos así en el problema ontológico, que se extiende a todo nuestro lenguaje sobre Dios. La solución del mismo está vinculada al concepto y a la función de analogía. Como entre el efecto y la causa existe un nexo de semejanza, supuesta la creación, las perfecciones de las criaturas sugieren a quienes las contemplan varias ideas de la perfección del Creador. Pero como la semejanza no es perfecta y unívoca, las ideas sacadas de esta semejanza, tampoco son adecuadas, aunque responden analógicamente con mayor o menor aproximación a la infinita realidad divina. Nuestro pensamiento, y en consecuencia, nuestro lenguaje a través de la naturaleza creada alcanza verdaderamente a D. y, por tanto, los atributos divinos tienen un valor real y no son conceptos vacíos y falsos. Con el estudio de la analogía, la teología cristiana supera el agnosticismo moderno y antiguo, sin comprometer la inefable trascendencia de Dios.
     
      d) Distinción y relación de los atributos entre sí y con la divina esencia. De la afirmación del valor objetivo de los atributos divinos surge una dificultad contra la unidad y simplicidad absolutas de Dios. La antinomia salta a la vista: D. es esencialmente uno, esto es, indiviso y simplicísimo, pero en Él existen formalmente muchas perfecciones. Si se insiste en la primera parte, se desvanece el valor de los atributos, si se acentúa la segunda, se viene a negar o poner en duda la unidad y simplicidad, que son propiedades imprescindibles del ente infinito. Es necesario para conciliar ambos extremos, recurrir a una distinción. Los autores preocupados por tutelar la simplicidad, se contentan con establecer entre los atributos y la esencia divina, lo mismo que entre aquéllos, una distinción puramente nominal. Los que están interesados en salvar el valor real de los atributos establecen una distinción que se aproxima a la real. Son éstas dos soluciones extremas, la primera de las cuales se encuentra en el nominalismo antiguo y del s. xiv y en el agnosticismo de no pocos filósofos próximos a nosotros. Una solución media ha sido tomada por S. Tomás y los mejores tomistas. Esta tendencia descarta toda distinción real, que parecía admitir en el s. xii Gilberto Porreta (v.) y aun la formal actual ex natura re¡ de Escoto, que parece más real que lógica, y no se contenta como los nominalistas con una distinción puramente nominal, que reduce todos los atributos a puros sinónimos. Admite la distinción de razón raciocinada, que formalmente está en nuestro pensamiento, pero tiene su fundamento en la realidad, que, en este caso es la infinita riqueza del ser divino, que no puede ser captado de un solo golpe por una inteligencia limitada. Establecida la distinción cabe abordar el problema de la relación que media entre los distintos atributos, como la que éstos guardan entre sí. Para ello conviene fijar bien el punto de partida. Se puede, en efecto, considerar las perfecciones divinas desde la perspectiva de su realidad objetiva, o desde el aspecto de su contenido lógico y formal. Desde el primer punto de vista, existe perfecta identidad y reciprocidad. Puesto que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, los atributos de D. iguales a la esencia divina son reales y sustancialmente idénticos entre sí. En este sentido se puede afirmar con S. Agustín: «En Dios la justicia es la bondad».
     
      Desde el ángulo de su contenido lógico formal, es decir, del reflejo especial que cada uno de ellos representa a nuestro espíritu, no hay identidad ni reciprocidad. No es aceptable, por tanto, sustituir indiferentemente un atributo por otro y afirmar que la misericordia divina es la justicia, porque hay en nosotros un concepto especial que corresponde a la misericordia y otro a la justicia, cada uno con su significación propia. En consecuencia se puede decir que, sin destruirse, los atributos se identifican en la simplicísima e inefable forma que los teólogos llaman Deitatis. De este modo el pensamiento y el amor, la bondad y la justicia, la omnipotencia y la misericordia, por su identidad con aquella forma superioras ordinis existen de tal manera en D., que cada una de estas propiedades se puede concebir distinta de las otras, pero objetivamente cada una de ellas las incluye implícitamente a todas.
     
     
V. l.: IV, 1, 4); CREACIÓN 111, 4; AGNOSTICISMO; ATEíSMO. BIBL.: S. TOMÁS, Sum. Th. 1 q13 a12; fD, De potentia, q7 a5 ad2; íD, Contra gentes, 1,25; In Sent., I, dist. 2, ql a3; X. LE BACHELET, Dieu, sa nature d'aprés les Péres, DTC IV,1023-1151 ; G. L. PRESTIGE, Dieu dans la pensée patristique, París 1955; C. TOUSSAINT, Attributs, en DTC 1,2223-2235; P. PARENTE, Attributi divini, en Enciclopedia Cattolica, II, Ciudad del Vaticano 1949, 367-372; H. VORGRIMLER, Eigenschalten Gottes, en LTK III, 734-735; J. C. MURRAY, El problema de Dios, Barcelona 1966; M. SCHMAUS, Teología dogmática, I, 2 ed. Madrid 1962, 466 ss.; H. U. VON BALTHASAR, El problema de Dios en el hombre actual, Madrid 1960; J. DANIÉLOU, Dios y nosotros, 3 ed. Madrid 1966; R. GARRIGOU-LAGRANGE, Dios: la naturaleza de Dios, Buenos Aires 1950; A. DONDEYNE, L'athéisme contemporain et le probléme des atribbuts de Dieu, «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 37 (1961) 462-480; CH. JOURNET, Connaissance et inconnaissance de Dieu, Roanne (Loira) 1969.

J. GóMEz LórEz.

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