sábado, 7 de septiembre de 2013

Actividad y Activismo.

Siempre se ha hablado de aparentes tensiones entre acción y contemplación, apostolado y vida sobrenatural interior. El tema adquiere especial relieve después del conc. Vaticano II.
      Con el nombre de activismo nos referimos, en el orden del apostolado y de la vida espiritual, a la excesiva estima de los medios meramente humanos para conseguir fines sobrenaturales; en consecuencia, a la subestima de los medios de orden sobrenatural tales como la oración, mortificación, etc., en la tarea de evangelización. Aclaran esta definición dos párrafos de los Sumos Pontífices. Decía Paulo VI a la Semana Pastoral de Orvieto: «El término pastoral es hoy un término glorioso que constituye todo un programa. No es necesario ver en él... una inadvertida pero nociva inclinación al pragmatismo y activismo de nuestro tiempo con menoscabo de la interioridad y de la contemplación que deben tener la primacía en nuestra valoración religiosa» (6 sept. 1963). Muchos años antes, S. Pío X abundaba en las mismas ideas: «Al hacer pública a todos la recta norma de la Acción Católica, no podemos disimular el grave peligro que corre el clero en nuestros aciagos días, esto es, el de dar demasiada estima a los intereses materiales, dejando abandonados los mucho más graves de su sagrado ministerio» (Il f ermo proposito, 11 abr. 19501.
      1. Estado de la cuestión. Nadie discute el punto de partida del problema. El apostolado (v.), en su empeño por acercar las almas a Dios, es fundamentalmente sobrenatural: «Sin Mí nada podéis hacer» (lo 15, 5). Por tanto, el apostolado no puede regularse exclusivamente por las leyes que rigen la economía humana. Si el naturalismo (v.) se infiltra en el alma del apóstol, sus cualidades personales y su técnica podrían llegar a la persuasión, pero no a la conversión. Esto vale para el individuo y para la sociedad. Por eso Paulo VI escribe: «La vida contemplativa constituye en cierto sentido un estado perfecto de la vida cristiana y sirve de ayuda, no sólo al monje completamente consagrado a Dios, sino a toda la Iglesia... Si estas almas contemplativas llegaran a faltar, si su vida languideciera y se debilitara, se seguiría necesariamente una disminución de energías en todo el Cuerpo Místico» (Al Capítulo General de los Cistercienses, 29 mar. 1969).
      Pero el cristiano no está excusado de poner los medios humanos a su alcance para su propia santificación y la de los demás: «No todo el que me diga: `Señor, Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21).
      De aquí la necesidad de hallar un recto equilibrio entre lo divino y lo humano; entre el orden sobrenatural al que pertenece la salvación (v.) y el orden natural en el que se mueven los medios para alcanzarla. Puestos todos los medios a su alcance, el apóstol debe recordar que él es tan sólo un instrumento de energía sobrenatural, que de nada sirven el canal o el cable, si no están conectados al manantial de energía. Activamente contemplativo, el apóstol ha de mantener el equilibrio entre el « ¡Ay de mí si no evangelizo! » (1 Cor 9, 16) como fuerza centrífuga, y «El amor de Cristo me urge» (2 Cor 5, 14) como fuerza centrípeta. A mayor necesidad de evangelizar, mayor unión con Dios. La misma vida contemplativa es en sí misma apostolado en cuanto testimonio. «Es obligación vuestra conservar íntegramente la vida contemplativa, dando un testimonio nuevo al mundo» (Paulo VI, ib.).
      2. El americanismo. A fines del pasado siglo comienza a hacerse famosa esta denominación, que encerraba un conjunto de principios cuya influencia, muy pronto apagada oficialmente, sigue estando presente en el ambiente actual.
      Para comprender el americanismo es preciso remontarse a los comienzos de la civilización de América del Norte con la tendencia liberal y naturalista que los caracteriza. Nacía Norteamérica sin haber conocido en su cuna el freno de las tiranías sociales, con un inmenso amor a la libertad y con el ideal de un paraíso para el hombre, a base de la explotación de las riquezas naturales por la ciencia y la industria. Todo era grande en la gran nación. No es, pues, extraño que a fines del s. XIX surgieran predicadores que intentaran convertir también «a lo grande». Había que cambiar los tradicionales métodos de apostolado para que las conversiones aumentaran rápidamente. Entre estos predicadores, el de más fama es, sin duda, Isaac Thomas Hecker, n. en Nueva York, de emigrantes alemanes, en 1819. Lector asiduo en su juventud de las obras de Kant, idealista, amante apasionado de la justicia social, busca la paz de su alma a través de las sectas y le seduce el Evangelio por su fondo democrático. A los 23 años pasa a vivir en comunidad con unos amigos, se convierte luego al catolicismo y entra en el noviciado redentorista de St. Trond (Bélgica). Ordenado sacerdote en 1849 vuelve a Estados Unidos y se consagra a las misiones con gran éxito. Algunas de sus obras son tachadas de tendencia pelagiana. El P. Hecker va a Roma donde le acoge benignamente Pío IX, el cual dispensa de los votos a él y al pequeño grupo que le sigue, autorizándole a fundar un nuevo Instituto. Así nace la Soc. Americana de Misioneros de San Pablo (paulistas americanos), de los que el P. Hecker es general; hasta su muerte, en 1888, dejando muchos admiradores de su vida y de sus obras.
      Poco después, y tomando su nombre como signo de contradicción, se entabla una polémica en torno a sus métodos de apostolado. Dos hechos contribuyen a iniciar esta polémica. Mons. Ireland, joven obispo de Minnesota, da unas conferencias en París. Típicamente americano, con su fe en la democracia y una viva conciencia del puesto que su país debía ocupar en la renovación del mundo, mons. Ireland produce un impacto profundo. Poco después tiene lugar en Chicago un congreso, el llamado «Parlamento de las religiones», al que asisten fieles de todos los cultos, buscando como finalidad la aproximación de los corazones. Algunos católicos se entusiasman, entre ellos el card. Gibbons. Se lanza la idea de celebrar en París, con motivo de la gran Exposición de 1900, un congreso semejante; incluso se nombra una Comisión preparatoria. Pero el card. Richard da parte a Roma y León XIII se pronuncia contra las asambleas mixtas, impidiendo así el plan de renovar en París la experiencia de Chicago. Poco después, uno de los animadores de la idea el P. Carbonell abandonaba ruidosamente la Iglesia católica.
      En estas circunstancias aparece en Europa la versión de la vida del P. Hecker (hecha por el P. Elliot), no como serena biografía de un gran hombre, sino como bandera de combate en unos tiempos en que liberales y conservadores se hacían guerra en todos los campos. No habían nacido entre el clero las cuestiones sociales, pero sí el ansia de conquistar a las masas y de liberarse del remoquete de enemigo del progreso y de la ciencia. Desgraciadamente, el traductor al francés (P. Klein) acentúa la polémica con la introducción al libro. El clero se divide en dos facciones irreducibles, polarizando las energías a favor o en contra de los métodos del P. Hecker. Casi todas las revistas de la época se mezclan en la contienda. Y mientras unos canonizaban al P. Hecker y le consideraban como el gran reformador de los tiempos modernos, otros le imputaban errores en los que, sin duda, jamás pensó.
      La Santa Sede interviene. León XIII, en su ene. Testem benevolentiae, de 22 en. 1899, reprueba «las opiniones relativas al método de vida cristiana que se propaga bajo el nombre de americanismo». Ante esta carta, todos los posibles aludidos (mons. Ireland, el general de los misioneros paulistas, el traductor de la biografía, etc.) escriben a Roma adhiriéndose a las enseñanzas , de León XIII. Con esto, el americanismo deja de existir de derecho. Quizá nunca existió de esa manera y quizá nunca haya dejado de existir de hecho. Algunos lo calificaron de «herejía fantasma».
      Y es que el americanismo no es un sistema doctrinal, sino un conjunto de métodos de los que se han sacado consecuencias para una posible doctrina. En América nadie se encargó de esta formulación. Estaban muy acostumbrados a propaganda y reclamos con motivo de su progreso industrial. La formulación se intentó en Europa en Francia concretamente con apasionamiento digno de mejor causa. Los ideales propugnados, según se encuentran expuestos en la ene. Testem benevolentiae, son los siguientes: a) Nueva y equívoca manera de ganar almas. Para atraer a los no católicos a la Iglesia se pide a ésta que se modernice, que sea más conciliadora; debe atenuar su disciplina y, en puntos secundarios, también su intransigencia doctrinal, dejando en la penumbra ciertas verdades, suavizando ciertas fórmulas. b) Errónea acentuación de la libertad individual. Ha llegado la hora se dice de que en la Iglesia exista cierta expansión de libertad individual, restringiendo la autoridad; ya que el Papa es infalible, está él para corregir, si los fieles disparatan. c) Preponderancia de los carismas. La perfección de la vida cristiana no reclama ya la dócil entrega al Magisterio exterior, que resulta superfluo e inútil. Basta el Espíritu Santo que rige los corazones y los inflama, otorgando sus dones con más frecuencia que en épocas anteriores. d) Acentuación exclusiva de las virtudes naturales. Hay que cultivar, ante todo, las virtudes naturales como más adecuadas a nuestro tiempo. El hombre vale lo que el desarrollo que él puede dar a las energías latentes en su naturaleza. Si se quiere ejercer influjo en nuestros contemporáneos, es primordial el cultivo de las virtudes naturales, especialmente de las virtudes activas. Los hombres de acción son los dueños del mundo. Nos encontramos, en suma, y así lo señaló León XIII, con un claro peligro de naturalismo (v.) en el que se desconozca todo el aspecto sobrenatural del cristianismo (con lo que de ahí deriva: conciencia de la gratuidad de la elevación a la visión divina; advertencia de la necesidad de la gracia y de la oración; humildad y docilidad ante Dios, etc.) y se considere todo como un mero despliegue de fuerzas y energías humanas.
      Ante estas y otras afirmaciones, recogidas y condenadas en la encíclica de León XIII, la reacción no se hizo esperar. Especialmente se hizo célebre un libro de J. B. Chautard, escrito años más tarde: El alma de todo apostolado, elogiado por S. Pío X y Benedicto XV, y cuyas ediciones se han sucedido hasta nuestros días (la décima edición española es de 1955).
      3. Desarrollo posterior del tema y conclusiones. Como hemos dicho, el americanismo más que una doctrina aunque tuviera raíces doctrinales era una actitud que no desapareció con los acontecimientos y hechos mencionados, sino que ha pervivido en diversos lugares y personas. Se advierte incluso una reaparición y con formas mucho más acentuadas que en el americanismo en ciertos movimientos surgidos después del Conc. Vaticano II (v.), y en los que, pretendiendo apoyarse en el Concilio pero en realidad deformándolo, se camina hacia una verdadera naturalización del cristianismo. Digamos en resumen que el activismo consiste en una errónea presentación de las relaciones existentes entre vida interior y apostolado exterior, con marcada tendencia a dar la primacía a la acción sobre la vida interior. Las causas de este fenómeno son complejas. Se pueden señalar como principales las siguientes: confundir la unión con Dios por la acción (V. UNIÓN CON DIOS II), con la oración (V. ORACIÓN II); creer que todo lo que hace el cristiano es ya oración propiamente dicha; convertir la materia y el trabajo en algo sacramental, sin necesidad de más recogimiento interior. Y, en la raíz de todo ello, un naturalismo más o menos larvado en el que se empieza por no reconocer el carácter gratuito de la elevación a lo sobrenatural (v.), y se acaba desconociendo la dependencia total en que, incluso en lo natural, estamos con respecto a Dios (V. CREACIÓN; PROVIDENCIA). En ese sentido el activismo tiene muchos puntos de contacto con el pelagianismo (V.).
      De otra parte es claro que, al criticar el activismo, no se pretende en modo alguno descalificar la acción y la actividad en cuanto tales, sino sólo una falsa manera de entenderlas. El hombre debe, en efecto, actuar, ya que es con sus obras como debe manifestar la fidelidad a la vocación divina recibida y encaminarse al' fin al que está llamado. Pero precisamente sus obras han de ser reflejo de la vocación (es decir, de algo que es de iniciativa divina y a lo que el hombre debe abrirse) y estar ordenadas a un fin que es la unión por el amor con Dios y los demás en Dios. Por eso la acción ha de estar informada por la actitud de unión con Dios, por la contemplación (v.) en el sentido más hondo del término.
      La solución se halla, pues, en los siguientes principios: 1) La santidad no consiste en la sola acción o en la sola oración, sino en la vida teologal de la fe (v.), esperanza (v.) y, sobre todo, caridad (v.). 2) La perfección está en hacer la volutad de Dios (v.). 3) Hay un alto valor santificador en el trabajo (V. TRABAJO HUMANO VII), en la acción y en el apostolado, cuando se realizan en unión con Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo. 4) Pero en todo caso la oración (v.) y la vida interior (v. VÍAS DE LA VIDA INTERIOR) obtienen jerárquicamente la prioridad; la oración sigue y seguirá siendo «el alma de todo apostolado». 5) La expresión exacta del pensamiento de la Iglesia es que entre acción y contemplación (v.) no debe existir tensión y oposición, sino unión e integración armónicas.
      V. t.: APOSTOLADO; LAICOS; MUNDO; QUIETISMO; SANTIDAD; CONTEMPLACIÓN; ORACIÓN; TRABAJO HUMANO VII.
     

BIBL.: LEóN XIII, enc. Testem benevolentiae, Acta Leonis XIII, XI, Roma 1900, 520; CONCILIO VATIcANo II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, ed. Palabra, Madrid 1968; W. ELLIOT, Le pére Hecker, Fondateur des «Paulistesn américains (18191888), 5 ed. París 1897; J. IRELAND, The Church and Modern Society, París 1897; A. HOUTIN, L'Américanisme, París 1903; J. RIVIÉRE, Le modernisme dans 1'Église, París 1929, 109138; J. ESCRIVÁ DE BALACUER, Conversaciones, Madrid 1968; J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, Madrid 1966.
HILARIO APODACA.

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