La alfarería o el
arte de fabricar vasijas de barro, amasado con las manos o con los pies,
modelado en el torno o en la rueda y cocido en el horno, es una de las formas
más antiguas de fabricar objetos. No hay duda de que los hebreos usaron vasijas
y recipientes de barro tanto en su marcha por el desierto como durante su
estancia sedentaria en Palestina.
Ya el libro del
Génesis presenta a Dios, de un modo plástico y catequético, modelando al ser
humano de un trozo de arcilla (2,7). Igualmente los profetas y sabios hacen del
alfarero la imagen de la soberanía divina sobre las criaturas (Is 29,16; 45,9;
64,7; Jer 18,2-7; Si 33,13). En los monumentos egipcios, lo mismo que en muchos
textos bíblicos, se describen minuciosamente la técnica y procedimiento
empleados en el arte de la alfarería (Jer 18,1-4; Si 38,29; Sap 15,7). Célebre
es la interpretación paulina, apoyada en la metáfora del alfarero y la vasija de
barro: «¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios?» (Rom 9,20-21).
Según el primer
libro de Crónicas 4,23 había en Jerusalén un establecimiento real de alfareros,
de cuyo emplazamiento y de los cascotes de arcilla arrojados allí, tal vez
recibió el nombre de Campo del Alfarero. El Campo del Alfarero, en el valle de
Hinnon, al sur de la piscina de Siloé, habría cambiado el nombre, según la
explicación cristiana, por el de Haceldama (Campo de Sangre), porque los
sacerdotes judíos lo compraron con las monedas de la traición de Judas, que, por
ser precio de sangre, no podían ingresar en el tesoro del Templo (Jer 19,2s; Mt
27,7,10).
Carlos de
Villapadierna
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