Ni el Antiguo Testamento ni el judaísmo adoptan una postura inequívoca
respecto del amor a los enemigos. Así, en el Antiguo Testamento se encuentran
frecuente-mente súplicas de aniquilación de los -> enemigos, junto con la
exhortación a no alegrarse por su caída (Prov 24, 17) y la exigencia de dar de
comer al enemigo hambriento (Prov 25,21). Normalmente, el amor a los enemigos
aparece limitado a los adversarios que están dentro del mismo pueblo y de la
misma fe (p. ej., Saúl es perdonado por David, 1Sam 24,26). El judaísmo admite
la obligatoriedad del amor a los enemigos sólo respecto de los que pertenecen a
su pueblo y religión. El Antiguo Testamento lo extiende también a los ->
extranjeros que residen en el país. El odio a los enemigos aparece como una cosa
natural, tal como lo indican las numerosas oraciones en que se pide su
aniquilación (Sal 35). Con todo, se reprueba el ansia vengativa y la alegría por
las desgracias ajenas; la venganza pertenece sólo a Dios. Se suplica el perdón,
porque tampoco el piadoso está sin pecado y también él depende de la ->
misericordia de Dios (Eclo 28,1ss).
El Nuevo Testamento
menciona entre las exigencias de Jesús en el -> sermón de la montaña el mandato
ex-preso del amor a los enemigos: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que
os persiguen» (Mt 5,44 par.). Jesús une indisolublemente el precepto del amor a
los enemigos con el del amor al prójimo. No admite limitaciones, condiciones ni
fronteras de religión o pueblo. Este amor a los enemigos pasa a ser
característica decisiva de la filiación divina. Se funda en el -> amor del ->
Padre celestial, cuya bondad abraza a todos los hombres (cf. Mt 5,45). Es
presupuesto indispensable para conseguir el -> perdón del Padre que está en los
cielos (cf. la petición del padrenuestro, Mt 6,12). La posibilidad de ser
perdonado y el amor al enemigo se condicionan mutuamente; son las nuevas formas
de vida del hombre que se halla situado en el tiempo de la salvación. Jesús
mismo ha demostrado con el ejemplo de su vida que el precepto del amor a los
enemigos no es una máxima imposible de cumplir: en la cruz perdonó a sus
enemigos, a los que le entregaron a la muerte (Lc 23, 34). Dios ha permitido que
su Hijo —inocente— muriera para que los hombres —enemigos de Dios por el pecado—
pudieran reconciliarse con él por la muerte de Cristo (cf. Rom 5,10).
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