lunes, 9 de septiembre de 2013

Anarquismo.

I. BREVE ESBOZO HISTÓRICO. Podría afirmarse sin hipérbole que el anarquismo en sentido lato es una especie de religión laica, un sistema de vida, a la par teórico y práctico, que logra articularse a mediados del siglo XIX como una pretendida respuesta total a la situación de opresión y explotación que padece el movimiento obrero por parte del capitalismo, respuesta revolucionaria a vida o muerte («libertad o muerte», «tierra y libertad», rezaban frecuentemente los eslóganes anarquistas), dada la insoportabilidad de aquella ignominiosa situación que reflejan, sin excepción, todas las historias del movimiento obrero. Tan impresionantes fueron aquellas décadas durante el todavía cercano a nosotros siglo XIX que, a la vista de semejantes gestos y de tamañas gestas heroicas, llevadas a cabo por el movimiento obrero mismo, en determinados momentos bajos en que la tarde se hace melancolía, el estudioso del anarquismo puede padecer la tentación de preguntarse si verdaderamente mereció la pena tanto derroche y tantísima generosidad durante el pasado; sobre todo habida cuenta de la esperpéntica situación del actual movimiento obrero y sindical, o lo que de él quede, el cual ha malbaratado deshonrosa y entreguistamente toda una historia amorosa recibida de sus antepasados a cambio de un triste plato de lentejas burocráticas, cada vez más escasas por cierto.
Sea como fuere, aunque los orígenes remotos del anarquismo puedan hallarse por doquier y, ya más cercanamente a nosotros, en lo que se ha denominado impropiamente socialismo utópico (según designación peyorativa de K. Marx), sin embargo suele convenirse en que los teóricos anarquistas (o libertarios) más importantes han sido el francés P. J. Proudhon, los rusos M. Bakunin y P Kropotkin, y el italiano E. Malatesta. Si tal sucedió en el ámbito teorético, en su dimensión práctica compartió el anarquismo con el marxismo el primer plano de la presencia militante obrera en aquella ulisiaca Primera Internacional de Trabajadores, antítesis verdadera de toda xenofobia, que se mantuvo en pie desde los años sesenta del siglo XIX hasta la ruptura con el hermano marxista, más tarde mutado en feroz enemigo.
Esa enemistad respecto del marxismo se debe fundamentalmente a tres cuestiones: a) A que el anarquismo rechazó siempre el autoritarismo marxista traducido con Lenin ulteriormente en la «dictadura del proletariado», por entender que establecida la dictadura «del» proletariado se convertiría algún día en dictadura «sobre» el proletariado. b) A que no hizo del economicismo el motor de la historia (el militante marxista fue más epicúreo, el anarquista mucho más estoico). c) Y a que se resistió a hacer de la lucha el motor de la historia, convencido como estaba el anarquismo de la bondad natural del ser humano, manifestada en el < apoyo mutuo», antítesis del darwinismo.
Probablemente sea el anarquismo el movimiento que le resulte más próximo al personalismo en muchos puntos (infinitamente más próximo que el marxismo, desde luego, por razones obvias), aunque las diferencias lleguen a ser, también en otros aspectos, demasiado importantes como para proceder a su apresurada identificación respectiva. Comenzaremos por manifestar algunas de las aporías existentes en el anarquismo, las cuales lo convierten en irreductible respecto del personalismo; y procederemos así aunque sólo sea por respetar el lema procedimental de Proudhon, «destruiré y edificaré»; en consecuencia, no buscando obvia e infantilmente destruir por destruir.
II. ¿ES POSIBLE DEFINIR EL ANARQUISMO? A juzgar por los hechos parece que no, puesto que todo intento de encorsetar de alguna manera al anarquismo, en cuanto movimiento erigido en defensa de la libertad y de la no-coerción, significaría encerrarle en unos confines o límites inevitables, con lo cual incurriríamos en la flagrante contradicción de pretender limitar lo ilimitable. Quizá sea por eso por lo que la dificultad definidora venga de antiguo, puesto que ya el propio P. J. Proudhon, padre del anarquismo, a principios del siglo XIX hubo de tirar la toalla desesperando respecto de toda definibilidad, porque en las linotipias eliminaban sistemáticamente el guioncito con que él separaba tan cuidadosa como etimológicamente el prefijo privativo an respecto del sustantivo arquísmo (an-arquía, an-arquismo, an-arjé). Por lo demás, la dificultad en cuestión probablemente derive de la palabra misma, toda vez que an-arquía (sin poder, contra poder), por ser un vocablo privativo, ha de remitir necesariamente a otro afirmativo del que depende (arquía: poder, autoridad) y por negación del cual queda obligada a autodefinirse. En consecuencia, lo lógico sería hablar en plural, no del anarquismo sino de los anarquismos. Si, en efecto, anarquía quiere decir antiautoritarismo y, en consecuencia, también antiestatismo, e igualmente también defensa de la libertad no sometida a organizaciones suprapersonales, entonces tendremos que preguntar, ¿por qué no podría rotularse bajo el genérico designativo de «anarquista» a cualquier organización y a cualquier momento histórico en que también se hubiera luchado por la causa de la libertad, la cual evidentemente no es patrimonio particular de nadie ni puede ser usurpada en exclusiva por nadie, como reconoce el mismísimo don Quijote de la Mancha? ¿Acaso no hubo quien dio su vida por la libertad desde las más variadas y hasta antagónicas convicciones, no sólo entre los que asumieron opciones de tipo «quijotista» sino incluso hasta en el interior del más enconado enemigo histórico del anarquismo, el mismísimo marxismo «científico»? Así pues, ¿no parecería demasiado presuntuoso e inmodesto cualquier intento de apropiación exclusivizante de la libertad por parte del anarquismo, intento que ningún personalista debería tolerar nunca? Pero, si se reconoce que el anarquismo es coextensible con la entera humanidad que busca la libertad, ¿no nos encontraríamos entonces con la paradoja de un anarquismo que coincidiría desde los tiempos más remotos con el ser originario, con un curioso anarquismo anteanarquista al que, por ende, podríamos denominar humorísticamente como Anarcopiteco, piteco anarquista, anterior al hombre anarquista histórico específico, que comienza propiamente en el siglo XIX? Además, ¿por qué no identificar entonces el anarquismo con el liberalismo, asimismo antiestatista, igualmente teórico defensor de la libertad individual, según hoy es, por cierto, tendencia creciente en los Estados Unidos de Norteamérica donde lo libertarian está asimilado ya a lo liberal, aunque se diga lo contrario? También en España, conforme ha ido decayendo la seriedad revolucionaria del movimiento obrero y sindical anarcosindicalista, ha ido creciendo paralelamente la identificación del anarquismo con la akracia y con el esperpento de una burguesía viciosa, apologeta de lo desviado por lo desviado, y entregada a vivir del cuento puro y duro, presentado además como forma de <progresismo» bonito, cuando en realidad no es ella, sino el mismo parásito decadente de toda la vida, que puede estudiarse en cualquier libro de parasitología del movimiento obrero; y cuando los teóricos más representativos de la moderna acracia reblandecida, ejercen ahora de reputados nihilistas e inmoralistas con cargo a los presupuestos generales del Estado, mientras se contonean entre guiños publicitarios desde los medios de masa hegemónicos que les mueven como a títeres para que ellos echen permanentemente balones fuera, despistando con sus análisis supuestamente hipercríticos que, sin embargo, no ponen jamás el dedo en las verdaderas llagas, sino en las falsas, todo sea por conservarse al costado del poder, ejerciendo como intelectuales áulicos del pesebre. ¿Harían falta nombres al respecto? Así las cosas, en río tan revuelto y con esa indefinición tan favorable a la ganancia de pescadores, ¿por qué habría de parecernos menos anarquista el anarcocomunista Malatesta que el irreductible a toda sociedad Max Stirner, aquel célebre incomunicativo, el más individualista de todos los individualistas de la historia, cuyo libro El único y su propiedad puede servir como panacea de solipsismo? En definitiva, demasiado totum revolutum para el cuerpo del personalista.
III. ANARQUISMO Y VIOLENCIA. Otra de las dificultades históricas a la hora de entender la causa anarquista ha venido siendo la de su identificación con la rebeldía violenta; y así el anarquista ha sido bajo tal cliché identificado con un señor con sombrero de ala ancha, bomba de fabricación casera en el bolsillo, dominado por el instinto thanático e incluso por el cromosoma del crimen, según quería el célebre penólogo C. Lombroso. Desde esa perspectiva, el anarquista, en cuanto que enemigo encarnizado del poder, se vería obligado a no vacilar ni de día ni de noche en su recurso a la violencia hasta sus extremos límites; más aún, bajo tal signo habría que hacer de anarquismo sinónimo de terrorismo, de bomba y de atentado, como si la propaganda por la acción hubiese de ponerse bajo el signo enloquecido del furor y de la rabia sin escrúpulos, tal y como lo propugnaron determinados elementos más bien marginales dentro del anarquismo, desde aquel Ravachol incendiario que dio origen a las canciones populares, hasta el intrigante Netchaiev, cuyo Catecismo del revolucionario se convertiría en la quintaesencia del maquiavelismo violento. Inútil agregar que, si en tal esperpento consistiera el anarquismo, entonces evidentemente cualquier personalista que se preciase debería correr a situarse en su antípoda.
IV ANARQUISMO Y ATEÍSMO. El anarquismo ha venido siendo considerado como un sinónimo de ateísmo, porque -bajo el santo y seña del lema «ni Dieu ni Maitre» de Bakuninha identificado falsamente la figura de Dios con la figura de un amo. Esto no impide que el anarquismo siempre haya mirado con respeto y hasta con admiración a la figura humana de Jesús de Nazaret, aunque sin reconocer su naturaleza divina. Todo lo cual hace que la figura predilecta del anarquismo sea la del célebre Prometeo griego, el eternamente enemistado con lo divino, que termina convirtiendo la causa humana en una causa antidivina. Desde luego, el personalista que afirma que la persona es un fin en sí mismo, pero no el final de sí mismo, en la medida en que se reconoce abierto a la ,'trascendencia, no puede comulgar con un anarquismo de signo prometeico y ateo.
V LO QUE EL ANARQUISMO DEBE REPENSAR. 1. Anarquismo y antiestatalismo. A la vista de la situación económica y social que el mundo padece de nuevo a finales del bimilenio, con una crisis galopante, con el siroco devastador del liberalismo manchesteriano que cabalga de nuevo echando abajo lo estatal, con el ánimo de transferirlo a las empresas privadas y movidas exclusivamente por el lucro, hemos descubierto, por un lado, que el anarquismo llevaba sobrada razón en su anestatalismo, pues el famoso Estado del bienestar se hace insostenible en su actual configuración legislativa, política y militar, y que ese Estado de bienestar tiende además a erigirse siempre como un Estado de bienestar del propio Estado y de sus burocracias paralizadoras y mamutizadas, a costa, indiscriminadamente, de la sangría de la sociedad civil. Y ello porque todo Estado se erige, antes o después, en Estado de clase dominante. Pero por otra parte sabemos también que en el día de hoy el Estado es un mal necesario, y aunque lo ideal sería su inexistencia o extinción, una vez logrado el autogobierno del pueblo, la autogestión, sin embargo, hasta el presente en ninguna parte se ha llevado a efecto tal idealidad desiderativa, con lo cual no parece razonable abolir el Estado imperfecto en las presentes condiciones, sin sustituirlo mientras tanto por nada mejor, únicamente por el deseo de que llegue el hipotético perfecto o pluscuamperfecto día en que se realice el reino de la libertad plena, renovada versión de la vieja vida a la corintia; pues, ¿qué pasaría mientras tanto con los pobres, si el Estado no se hiciese cargo de ciertos servicios básicos y vitales como la salud, la enseñanza, las comunicaciones, los transportes, etc., que no son rentables en general si no se cobra mucho por ellos? ¿Qué empresa se haría cargo de los servicios onerosos en los barrios marginales, etc? Debe también, en segundo lugar, repensar su antiautoritarismo. Para una maduración de su espíritu de adulto, el anarquismo debe retomar aquella pista que el propio Bakunin suministra aseverando que no rechaza por principio toda autoridad, sino tan sólo la opresora, ya que en materia de autoridad, a la hora de hacer zapatos, prefiere recurrir al zapatero. La auctoritas, pues, será buena si responde a su etimología: ella procede del verbo augeo (dar auge, aupar), cuyo perfecto es auxi (auxiliar, ayudar) y cuyo supino es auctum, del cual viene directamente el término autoridad. Consecuentemente la autoridad será buena cuando auxilie, cuando sirva, cuando aúpe y eleve al otro. Feliz el colectivo donde quien más sirve es la autoridad, y desgraciado en caso contrario. Lo que el anarquismo debe hacer es tratar de articular ese servicio consustancial a la autoridad, en vez de negar esta última identificándola de entrada con autoritarismo. Por lo demás, también el anarquismo tiene sus propias autoridades morales como todos los colectivos, y es bueno que así sea. Por último, debe repensar su noción de poder, porque ha aceptado demasiado alegremente aquella famosa sentencia de Lord Acton: «El poder corrompe y el poder absoluto absolutamente»; o la otra más popular según la cual «el poder enloquece». Por el hecho de ser, todo tiene un poder: incluso el viejo, o el niño, o el enfermo, pues sus rostros tienen poder sobre las personas morales que no les abandonan. Así pues, cuanto más poder mejor, más energía, más vitalidad. En definitiva, el poder es bueno cuando deviene poder compartido, pues compartido se evitan los abusos que se generarían al concentrarse en manos tiránicas u oligopólicas.
2. Anarquismo y moralidad. El anarquismo debe repasar asimismo ciertas nociones fundamentales de su teoría ética, sobre todo la relación entre moralidad y acción libre, que concluye a veces en un inmoralismo «virtuoso», cuando exalta una libertad cuya exacerbación y torcido ejercicio puede dar como resultado, en muchas ocasiones, la perversión moral de la acción libre misma. Dicho de otro modo, el anarquismo, sin necesidad de abandonar la libertad como principio moral formal, debe reflexionar sobre el ejercicio concreto de esa libertad, sobre los contenidos materiales de la libertad, y distinguir entre ellos, pues no todos son buenos. En resumen: se puede hacer mucho mal precisamente por ser libre. Asimismo debe el anarquismo remeditar sobre la relación entre moralidad y obligación y sanción. Frente a la opinión de Guyau, la moral anarquista no puede ser una moral sin obligación ni sanción, por el mero hecho de asentarse en la irrestricta libertad, precisamente porque la libertad -no siendo nunca abstracta- debe responder de sus acciones concretas ante unas normas morales concretas, ante los códigos morales y las prácticas deontológicas, cuya exigencia de respeto y cumplimiento resulta obligatoria y cuya conculcación pide, por ende, sanción.
3. Anarquismo no-violento. Existe en la práctica militante de ciertos sectores del anarquismo una contradicción entre su afirmación, que estimamos verdadera, de que «el fin no justifica los medios», y entre su aceptación, que reputamos falsa, del recurso a la violencia. Como sabe el anarquista, aunque a veces lo olvide, no es la violencia la partera de la historia según pretendía el marxismo, sino la paz en la justicia, la paz radicalmente afirmada desde actitudes pacíficas y firmes; no aceptarlo así sería tanto como olvidar que a la libertad sólo se puede ir por la libertad y no por la dictadura, tal y como lo quería el marxismo. Pues bien, si tal es así, entonces tampoco cabe ir alopáticamente a la paz por la violencia, por la guerra, por los ejércitos, que casi nunca son pruebas de fuerza moral, sino de bruta sinrazón.
4. Anarquismo y antiteísmo. La cuestión del antiteísmo anarquista resulta en nuestros días más obsoleta que nunca, y ello por dos razones muy evidentes. Primero, porque ningún científico responsable se atrevería hoy impunemente a afirmar que Dios no existe, habida cuenta de la magnitud de la aseveración, que sería excesivamente osada y extrapoladora al respecto. Segundo, porque Dios no puede ser el enemigo de los hombres, como le pareció erróneamente al Bakunin que identificó el comportamiento de la burguesía sedicentemente cristiana (realmente atea) con la fe en Dios. Desde luego, nuestro reto como creyentes está una vez más en mostrar con obras que creemos en el Dios Amor encarnado, que hace una opción radical y preferencial por los pobres: ahí se pondrá a prueba nuestra imagen de Dios.
En definitiva, si hubiésemos estudiado más no habríamos confundido galgos con podencos y, en lugar de entonar la fácil palinodia del marxismo, al menos hubiésemos descubierto también al anarquismo como un mejor compañero de viaje del personalismo comunitario, un compañero fiel, a pesar de que no podamos recorrer con él todo el trayecto. Además, el espíritu del personalismo comunitario se alegra cuando encuentra otros puntos de vista con los que puede colaborar sobre la base de un diálogo franco y leal, llamando honradamente al pan pan y al vino vino, sin necesidad de permanentes palmaditas en el hombro para evitar la sana confrontación. Pero, sobre todo, la prueba de la verdad está, en último extremo, en el testimonio militante: es allí donde se prueba la convicción, y no en el reino de la bruma hiperbórea, ni en la foto para la galería.
VER: Comunismo libertario, Federalismo, Liberación, Libertad, Política, Personalismo, Sindicalismo, Socialismo.
BIBL.: DíAZ C., Contra Prometeo. Una contraposición entre ética autocéntrica y ética de la gratuidad, Encuentro, Madrid 1980; ID, Las teorías anarquistas, Zero, Bilbao 1976; ID, El anarquismo como fenómeno político-moral, Editores Mexicanos Unidos, México 1975; ID, La actualidad del anarquismo. Muerte de la ortodoxia y heterodoxa resurrección Ruedo Ibérico, París 1977; GARCIA F.-DíAz C., Dieciséis tesis sobre anarquismo, Zero, Bilbao 1975; GARRIDO F., Historia de las clases trabajadoras, 4 vols., Zero, Bilbao 1970; MDUNIER E., Anarquía y personalismo, en Obras Completas I, Sígueme, Salamanca 1992.

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