Dios
como creador es a la vez el fin de todo lo que él ha llamado a la existencia.
Dentro del mundo visible, este teocentrismo de la creación llega a su
culminación y a su forma más explícita en el hombre, el cual está llamado a
consumar la -> gloria objetiva o material de Dios, realizándola de manera
consciente, subjetiva y formal. Pero esta entrega radical sólo le es posible a
un ser que pueda tomar plenamente sus propias riendas, que pueda disponer de sí
mismo, que esté en sí y consigo. Por tanto, la --> transcendencia hacia
Dios llega a su consumación en cuanto el transcender objetivo vuelve sobre sí
mismo por la reflexión consciente. No cabe aquí una separación neta entre el
punto de partida, la realización y la meta de este movimiento esencial. El
hombre sólo puede interesarse por Dios interesándose por sí mismo (en cuanto
ordenado a Dios), y, cuando él se busca a sí mismo, tiene que preguntar por el
sentido y el fin de su ser y existir, o sea, por Dios. El teocentrismo y el a.,
bien entendidos, son dos caras de un único acto fundamental, del mismo modo que
forman una unidad los dos mandamientos principales, el de amar a Dios con todas
las fuerzas y el de amar al hombre según la medida del amor a sí mismo (Mt 28,
38s).
Así
como, en el conocer, el conocimiento trascendental está ligado a lo categorial,
y el conceptual lo está a la sensibilidad, de igual manera la realización de
la libertad humana se halla caracterizada por esta insuperable duplicidad, cuya
aceptación pertenece a la humildad de la criatura: Dios sólo es para mí Dios
«en sí» como Dios «para mí». De Dios sólo se habla en imágenes y
conceptos antropomórficos; recordemos, p. ej., la búsqueda de su gloria como
solicitud por la salud propia y la del prójimo (la caridad que se olvida de sí
como temor y temblor, Flp 2, 12), el servicio al Señor como desarrollo de las
propias posibilidades y de los propios «talentos» (Mt 25, 14-29). El intento
de saltarse ese orden en pro de un amor «puro» tiene que salir fallido y
disminuye además la grandeza del creador, que no gana por la disminución de la
criatura, sino que se pone tanto más incomparablemente de manifiesto cuanto
más se engrandece ésta.
Dicho
orden recibe una sublimación insuperable en Cristo, Dios-hombre, en quien, a
través de la obediencia y la muerte, la faz del hombre vino a ser la faz eterna
de Dios, de suerte que en él se ve ineludiblemente el Padre (Jn 14, 9).
Sin
embargo, como el hombre en este mundo va aún a la búsqueda de su ser perfecto
(y sólo lo puede realizar por la entrega de sí mismo), corre peligro de
atenuar y hasta negar la tensión de este doble centrismo; corre peligro de
situarse en un falso a. contra Dios, y esto teórica y prácticamente. Lo cual
sucede por principio en una posición que hace al hombre «medida de todas las
cosas» (al individuo, al pueblo, a la clase, a la raza o al hombre en general),
y en cada caso concreto en que se comete un pecado (grave), pues entonces el
hombre quiere ser su propia ley. El peligro de «un humanismo ateo» va de la
expresa negación de Dios y la repulsa a sus derechos hasta las más sublimes
formas de un ascetismo religioso y de una mística que se busca a sí misma. Y
en el ejercicio del amor mismo ha de guardarse la preferencia del primer
mandamiento respecto del segundo, «que es semejante al primero», o sea, ha de
quedar a salvo la entrañable función de servicio de todo a. respecto a la
gloria del amor divino. Así, pues, si en una reducción radical del
cristianismo cabe dar a éste una formulación plenamente antropocéntrica (Mt
25, 31-45), en esa reducción (dése o no de ello cuenta el individuo)
resplandece el cristocentrismo de Dios y resplandece allí justamente «para
gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11).
Jörg
Splett
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