domingo, 11 de mayo de 2014

VIGENCIA DEL ANTIGUO TESTAMENTO PARA EL CRISTIANO.



1.    EL AT EN LOS SINÓPTICOS.

Existe un pasaje común a los tres sinópticos en el que este problema se trata y se resuelve en principio. Se encuentra en la perícopa de la transfiguración (Mc 9,2-8; Mt 17,1-8; Lc 9,28-36).
En Marcos, la escena de la transfiguración está colocada en el contexto de la declaración mesiánica de Pedro en nombre del grupo de discípulos. La declaración no fue satisfactoria, pues al decir «Tú eres el Mesías» (8,30), Pedro identificaba a Jesús con el Mesías de la expectación popular, el Mesías nacionalista guerrero y victorioso, cuyo modelo era David.
Jesús toma consigo a los tres más recalcitrantes, Pedro, Santiago y Juan, a los que había impuesto un sobrenombre descriptivo (“Piedra”, el obstinado; «Truenos», los autoritarios), y les manifiesta el glorioso estado final del Hombre que ha dado su vida por la salvación de la humanidad. Es la transfiguración (Mc 9,2-8).
Pero en esta escena aparecen otros dos personajes, Moisés y Elías, representantes de la Ley y los Profetas, las dos grandes secciones en que solía dividirse el Antiguo Testamento. Estos dos personajes «estaban conversando con Jesús». Con esta frase da el evangelista el criterio que marca la relación entre los dos Testamentos. 

En efecto, en el AT, el verbo «conversar» se dice de Moisés solamente en una ocasión, cuando en el desierto entraba en la tienda para recibir instrucciones de Dios (Ex 34,35). 

               En la escena de la transfiguración, Jesús toma el puesto de Dios y da instrucciones no sólo a Moisés (la Ley), sino también a Elías (los profetas). Es decir, el AT (= Ley y Profetas) ya no es palabra definitiva ni tiene valor por sí mismo, sino que la persona de Jesús, que da su vida por amor a los hombres, es la que da la pauta para su lectura: lo que en el AT coincida con lo que es Jesús, con su modo de actuar en su vida y muerte, es válido; lo que no coincida pierde su valor, por haber caducado o por haber sido proyección humana sobre Dios. Por eso, el mensaje de Moisés y Elías no puede ya oponerse al mensaje de Jesús, el Mesías. Todo el AT estaba en función de Jesús, el Hombre-Dios, era un tanteo hacia esa plenitud, y con ese criterio ha de ser valorado. 

Moisés y Elías no aparecen transfigurados, es decir, no están colocados en la esfera divina; representan a la Escritura tal como se lee en la tierra, donde Moisés es presentado como el liberador del pueblo mediante un éxodo que causa la destrucción de los enemigos, y Elías como el reformador por la violencia. 

Jesús, por tanto, no está subordinado a la Escritura del AT, sino que esa Escritura está subordinada a él. No hay que partir del AT para entender el mesianismo de Jesús, sino de él para juzgar la concepción mesiánica del AT. 

Esta relación queda confirmada por la voz del Padre. Ante la propuesta de Pedro de construir tres tiendas, una para Jesús, una para Moisés y una para Elías, poniendo en pie de igualdad a Jesús con los dos personajes más eminentes del AT y queriendo integrar a pesar de todo el mesianismo de Jesús en las antiguas categorías, la voz de la nube advierte: «Este es mi Hijo, el amado: escuchadlo». La voz de Jesús, quien por ser el Hijo se coloca en una esfera superior a la de Moisés y Elías, es la única que el Padre avala y que debe ser escuchada; todo lo anterior queda relativizado. La revelación no estaba completa en el AT, Dios sigue activo; y es Jesús, el Hijo, quien propone lo que es de Dios; él toma el lugar de los antiguos mediadores y los hace superfluos.

2.    EL AT EN EL EVANGELIO DE JUAN.

El evangelio de Juan distingue muy bien entre las diversas líneas del AT. Adopta, naturalmente, la del Dios dador de vida, que desarrolla a partir del prólogo, y hace de la comunicación de vida el objetivo de la misión de Jesús (10,10) y el centro de la realidad cristiana ya en este mundo (cf. 17,2-3). Es la «vida definitiva» (3,15.16), fruto de la adhesión a Jesús y efecto de la comunicación del Espíritu.
La relativización del AT es en Juan muy decidida y radical. El texto clave se encuentra en 1,18: «A la divinidad nadie la ha visto nunca; un Hijo único, Dios, el que está de cara al Padre él ha sido la explicación». Con estas palabras, Juan pone en cuarentena toda la revelación contenida en el AT: ni sus personajes más eminentes, Abrahán, Moisés o Isaías, tuvieron un conocimiento inmediato, una experiencia de Dios que reflejase plenamente la realidad divina. Las ideas sobre Dios propuestas antes de la venida de Jesús eran, al menos, parciales y, a veces, falsas. En consecuencia, todo concepto de Dios ha de ser revisado mediante el conocimiento de la vida, actividad y muerte de Jesús . El evangelista repite esta idea en otras ocasiones, poniendo en boca de Jesús el dicho: «El que me ve a mí está viendo al Padre» (12,45; 14,9). Para él no hay verdadero conocimiento del Padre que no proceda del conocimiento de Jesús. 
Juan expone el mismo principio en otro texto que, por su contenido, puede considerarse paralelo de la escena de la transfiguración encontrada en los sinópticos. Se trata de la perícopa 3,31-36, que empieza así: «El que viene de arriba está por encima de todos». Este dicho contrapone a Jesús no sólo con Juan Bautista, mencionado en la perícopa anterior, sino con «todos», es decir, con todos los enviados de Dios anteriores a Jesús. Juan Bautista ha afirmado la superioridad de Jesús sobre él mismo (3,29s); la afirmación se extiende ahora a toda la serie de profetas, comenzando por Moisés, su prototipo (Dt 18,15.17-18). 

Continúa el texto: «El que es de la tierra, de la tierra es y desde la tierra habla». Después del principio general instaurada anteriormente, se establece la oposición entre el que es de la tierra y el que viene del cielo. «Ser de la tierra» no significa no haber tenido encargo divino, pues tanto Moisés como Juan Bautista lo tuvieron (Ex 3,10; Jn 1,6), y de modo parecido los demás profetas (Is 6,8; Jr 7,4-10), sino la provisionalidad de ese encargo, lo incompleto de su mensaje, limitado por un horizonte terreno (“desde la tierra habla”); connota la ausencia de conocimiento inmediato de Dios que caracterizaba la época anterior a Jesús (1,18). 

«El que viene del cielo, de lo que ha visto personalmente y ha oído, de eso da testimonio». Se subraya el contraste con Moisés; éste era sólo el mediador de la alianza, que hablaba de oídas (Ex 33,19; 34,6s), porque no pudo ver la gloria de Dios, su rostro (Ex 33,18-23). Jesús, por el contrario, «está de cara al Padre» (1,18). Por eso no «habla» como Moisés, sino que «da testimonio» de su propia experiencia. Sólo Jesús puede comunicar lo que ha visto personalmente y oído, expresar el ser de Dios y formular su designio (3,11). La manifestación de Dios que en él tiene lugar sobresee todas las anteriores. La «Palabra» única y definitiva anula «las diez palabras» (el decálogo); el proyecto de hombre que la Palabra revela deja pequeños todos los ideales morales de la antigua Ley.

3.   EL AT. EN LOS ESCRITOS PAULINOS.

            Define Pablo el significado de la Ley antigua, que considera completamente superada. Para él, la Ley correspondía a una etapa infantil de la humanidad: ella fue «la niñera», cuyo papel ha cesado (Gál 3,24-25). No sólo eso: fue «la carcelera», que, con sus prescripciones, impedía la libertad (ibid., 3,23). La moral heterónoma de la Ley no permitía el desarrollo del hombre. Por eso la llama «lo elemental del mundo» (ibid., 4,3.9), es decir, los rudimentos de la humanidad, en paralelo con otras prácticas que intentaban imponer determinados sistemas de vida (cf. Col 2,8.20). 

En la carta a los Romanos da Pablo juicios muy duros contra la Ley: ella daba la conciencia del pecado (Rom 3,20; 7,7) y lo hacía proliferar (5,20), causando la reprobación de Dios (4,15). Aunque era buena en sí (7,12-16), resultaba impracticable (7,23) por la mala inclinación del hombre (7,19-24; cf. 3,27; 4,2; Flp 3,4-6). 

El Mesías fue el fin de la Ley (Rom 10,4), y si el cristiano pretende hacer de la Ley medio de salvación, está declarando inútil la muerte de Jesús (Gá12,21) y carga con una maldición (ibid., 3,10.13). La Ley era una esclavitud (ibid., 5,1) y hay que morir a ella para vivir para Cristo (Rom 7,4; Gál 2,19). No puede estar más clara la derogación de la Ley: no sólo no es válida para los cristianos, sino que su observancia sería una traición al mensaje y a la obra de Jesús. 

Pablo es muy severo con la Ley de la antigua alianza, a la que llama «agente de muerte, letras grabadas en piedra» (2 Cor 3,7), oponiéndola al Espíritu; la Ley era «agente de la condena» (3,9), «lo caduco» frente a «lo permanente» (3,11).

El fin del culto antiguo, incapaz de procurar al hombre una verdadera relación con Dios, se expone en la carta a los Hebreos. El culto pretendía expresar el homenaje de los hombres a Dios y asegurar el contacto de Dios con los hombres, pero no obtenía ninguno de los dos fines. Aquel culto no agradaba a Dios (Heb 10,5-7, citando Sal 40,7-9), tampoco purificaba a los hombres de los pecados (Heb 10,1-4) ni conseguía transformarlos (7,19). Con la salvación que efectuó, Jesús abolió el culto antiguo (10,9) poniendo de manifiesto su ineficacia e inutilidad (7,18). El culto levítico era una «sombra» (8,5; 10,1), a la que sucede la realidad (10,1; cf. Col 2,17). Esta imagen subraya la imperfección del antiguo culto y su superación definitiva. 

4.    SÍNTESIS.

La idea del Dios creador, que lo hace todo bueno y encarga al hombre una tarea en el mundo (Gn 1,28.31), es la del Dios dador de vida y comprometido en la historia humana, que continuará en toda la historia de Israel como el Dios liberador de Egipto, dador de libertad, autor de la alianza, promotor de igualdad, fundador del pueblo, defensor del pobre y del desvalido, salvador de los hombres. Esta línea quedara claramente subrayada por la predicación profética y encuentra su continuidad en la predicación de Juan Bautista y en la actividad de Jesús. 

La idea del Dios creador y dador de vida encuentra con Jesús una superación. Dios no es ya solamente Creador, sino «Padre»; es decir, no sólo da vida, sino que comunica al hombre su propia vida.

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