miércoles, 25 de febrero de 2015

CORDERO DE DIOS I. SAGRADA ESCRITURA.


Con esta proclamación solemne: «He aquí el Cordero de Dios...» saluda a Jesús su precursor S. Juan Bautista, la primera vez que aparece en el Evangelio de Juan (1,29). Esta frase es de gran importancia mesiánica; es una definición del misterio y de la misión de Jesús. Tiene un sentido bíblico profundo y trascendental; está cargada de imágenes, de pensamientos y de aspiraciones de Israel. Será, pues, interesante tratar de conocer su elaboración en el A. T. y auscultar su sentido más profundo en la primitiva tradición cristiana, desde S. Juan Bautista hasta S. Juan Evangelista, a finales del s. I. El cometido es delicado y nada fácil; por una parte se mezclan y entrecruzan en esta frase bíblica diversas corrientes y resonancias, que no siempre es fácil discernir; y por otra, «se puede decir con razón que hoy la exégesis católica no conviene en el sentido fundamental de este bello texto del cuarto evangelio, que tantas veces repite la Iglesia en su Liturgia» (J. Leal, o. c. en bibl.).
      La imagen del cordero en Israel. La imagen del c. es muy corriente en los pueblos de origen y vida pastoril. En Israel se empleaba con significados diversos. En la Biblia sale unas 150 veces, y de ellas, en 127 el c. va unido al sacrificio profano o sagrado, que es su papel primario en la vida del pueblo judío. El c. era el animal más frecuentemente sacrificado para el alimento de todos; y no faltaba nunca en los sacrificios ordinarios y solemnes; según cálculos de Flavio Josefo en la Pascua se inmolaban unos 250.000.
      La historia religiosa del pueblo judío y su práctica litúrgica habían hecho del c. el tipo de la víctima pura y acepta a la divinidad. Así, el profeta jeremías, perseguido por sus enemigos, se comparaba con «un cordero al que se lleva al matadero» (Ier 11,19). La misma imagen se aplicó al Siervo de Yahwéh (v.) que, muriendo para expiar los pecados de su pueblo, aparece «como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores» f s 53,7). Este texto, que subraya la humildad y resignación del Siervo, anunciaba de la mejor manera el destino de Cristo, como lo explica Felipe al eunuco de la reina de Etiopía (Act 8,3035). Y es posible que también Juan Bautista se refiera a él con las palabras citadas (lo 1,29).
      Para Israel el c. era la víctima ordinaria de los diversos sacrificios. Cada mañana y cada tarde se ofrecía un c. sobre el altar del Templo de Jerusalén; este rito cotidiano constituía el «holocausto perpetuo» que leemos en Ex 29, 3842 y en Num 28,38 (y en estadios anteriores en 2 Reg 16,15 y Ez 46,1315). Expresaba esto la continuidad no interrumpida del culto del Pueblo de Dios (v.). Al evangelista S. Juan, que veía en Jesús el Templo definitivo (lo 2,1922; Apc 21,22) y el adorador por excelencia (lo 4,2224), este c. del culto perpetuo le pudo proporcionar una figura sugestiva.
      Hay otra significación del c., presente con probabilidad en el pensamiento de S. Juan: la del c. pascual; varios son los detalles que lo indican en el cuarto Evangelio, con esa sobriedad luminosa que es su característica. Uno de los más claros es la cita de Ex 12,46 que S. Juan aplica a Jesús en la Cruz: «No le será quebrantado ninguno de sus huesos» (lo 19,36); con este detalle, sacado del ritual del c. pascual, S. Juan designa claramente a Jesús como el c. «verdadero». También S. Pablo escribe a propósito: «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Cor 5,78); y S. Pedro es tal vez más explícito al respecto, en 1 Pet 1,1819. Y el mismo Jesús, ¿no vio y quiso esta relación con el c. pascual, en Mc 10,3234?El cordero pascual. La historia religiosa del pueblo hebreo, su culto y práctica litúrgica hicieron del c. el tipo de la víctima en general. Y en ella, el tema del c. pascual está tan íntimamente unido al de la Pascua (v.) que es imposible hablar del uno sin tratar al mismo tiempo del otro.
      Para Israel, ya desde el principio, la Pascua es ante todo la conmemoración de un acontecimiento histórico. Está. ligada a la salida de Egipto del pueblo que guiaba y dirigía Moisés. Para su celebración los hebreos utilizaron tal vez las costumbres y los ritos de una antigua fiesta de primavera de los pastores del desierto, o pudieron haber incorporado más tarde, al entrar en Canaán, diversos ritos y costumbres agrícolas, como la ofrenda de las primicias de la cosecha (Lev 23,914). Esto, a fin de cuentas, no es más que la forma exterior, la expresión material de un hecho. Lo esencial es la fe que les anima. Así, en la salida de Egipto, que les ha liberado de la esclavitud del faraón y ha hecho de ellos un pueblo, Israel ve la intervención de su Dios, Yahwéh. El pueblo judío encuentra en este hecho pasado la esencia de todo su dogma, a saber: la elección (v.) divina gratuita, que le consagra como el único Pueblo de Dios; la Alianzaque le une a Él para siempre: el designio misterioso que se va a cumplir a lo largo de los siglos. La Pascua no es para él solamente la salvación temporal realizada una vez, en otro tiempo; la Pascua es el principio de esta historia santa de salvación, en la que las exigencias y las delicadezas de Dios trascienden siempre los hechos contingentes que las ponen de manifiesto; V. ALIANZA (RELIGIÓN) II; SALVACIÓN II.
      Así, pues, se comprende por qué los historiadores de la Biblia señalan la celebración de la Pascua entre las grandes fechas de la vida de su pueblo. Cuando el pueblo de Israel ha pasado el Jordán conducido y guiado por Josué y se dispone a emprender la conquista de la Tierra prometida, celebra en Guilgal una Pascua solemne (los 5,1011); así reconoce y afirma su fe en el poder y benevolencia de Yahwéh, su Dios, que volverá a manifestarse en la conquista de Canaán. Muchos siglos después, las grandes reformas que los reyes de Judá llevan a cabo bajo la influencia de los profetas son también señaladas por la celebración de la Pascua; así, tenemos la de Ezequías, poco conocida (2 Par 30,127); la de tosías (2 Reg 23,2123). Cuando Israel vuelve del destierro de Babilonia, el libro de Esdras refiere la celebración de la Pascua una vez más (Esd 6,1922); el pueblo, al encontrarse nuevamente en su tierra, celebra su salvación; los cánticos del DeuteroIsaías describen la vuelta desde Babilonia a Palestina a través del desierto con todas las imágenes del Éxodo (Is 40,15; 41,1720; 42,1516; 43,1921; 51,910).
      Pero la Pascua no es sólo para Israel una llamada a renovar de generación en generación su fidelidad a Yahwéh, su Dios y Salvador; es también, y sobre todo, una promesa de salvación definitiva, que los profetas anuncian, proyectándola hacia el futuro, como una gran esperanza. Esta gran perspectiva mesiánica parece haberla ya descubierto el profeta Isaías en la Pascua tradicional; en su oráculo sobre la destrucción de Asur (Is 30,2733) no encuentra una imagen mejor para indicar la alegría de Israel liberado que la de la «Noche pascual». La relación es normal: la historia santa que comienza con el Éxodo no acaba realmente más que en el Reino mesiánico (v. REINO DE DIOS); es en él donde únicamente cobra todo su sentido. La tradición judía a lo largo de los siglos fue enriqueciendo el tema primitivo y dio un valor redentor y mesiánico a la sangre del c.
      El Cordero de Dios. Este sentido mesiánico de la Pascua en Israel permite captar algunas de las resonancias del título «Cordero de Dios», que evoca la salvación del pueblo por la intervención todopoderosa del Señor en su historia. El mismo título es excepcional, no conocido en el rito pascual ni en el A. T. Se trata, tal y como suena, del c. por excelencia, único, que viene de Dios y a Él pertenece. Sugiere entre Jesús y Dios una relación misteriosa, como los otros títulos análogos en S. Marcos: el «Santo de Dios» (Mc 1,24) y el «Hijo de Dios» (Mc 3,11).
      Pero el final de las palabras del Bautista, «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo», es la parte más original, propia y concreta, y la que precisa el sentido de la metáfora del «Cordero». Ciertamente, sólo Dios puede perdonar los pecados (Mc 2,67); y este perdón era para los profetas del A. T. la gracia suprema de los tiempos mesiánicos (Ier 31,3134; Ez 36,2428). Hay, sin embargo, en el A. T. un oráculo famoso que sugiere y prepara la idea del c. «que quita el pecado del mundo»; es el cántico de Isaías 53,7, en que el Siervo de Yahwéh es comparado al «cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores». La identidad de este personaje misterioso, el Siervo, ha sido discutida; pero sin entrar ahora en este problema, se pueden distinguir algunos datos ciertos del sentido de este oráculo; el Siervo es un profeta; él es responsable de su pueblo y, por solidaridad con él, carga con la pena de sus pecados (Is 55,48); Dios acepta su sufrimiento como un sacrificio expiatorio (vers. 10); trae a sus hermanos el bien de la justicia y paz. Ciertamente éste no es aún el pensamiento cristiano sobre la Redención (v.); sin embargo, hasta este momento ninguno de los profetas había sentido con tanta profundidad el cometido del profeta en la salvación de sus hermanos; ninguno había llegado tan cerca del misterio de Jesús. Cuando Juan Bautista saluda así al C. de D. es muy probable que pensara en el cántico del Siervo de Yahwéh; la frase misma, «que quita el pecado del mundo», parece propiamente tomada de Isaías 53,12.
      La designación de Jesús como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» completa, pues, el tema del c. pascual con el del Siervo de Yahwéh. Es ésta una síntesis acertada, pues entre las dos figuras se representan los valores fundamentales de la Revelación del A. T. Jesús es el C. de la nueva Pascua; pero, en su sacrificio salvador, difiere absolutamente del c. inconsciente y sin valor; para representar su libre entrega en el sacrificio redentor de la Pasión, la imagen del c. era insuficiente. La del Siervo, en cambio, la pone a plena luz. Aunque también el tema del Siervo es superado a su vez, ¿cómo habría podido concebir el viejo profeta un hombre que realmente quita el pecado del mundo? (v. SIERVO DE YAHWÉH).
      La tradición primitiva bíblicocristiana. La tradición ha visto en Cristo «al verdadero cordero» pascual y su misión redentora, como se describe ampliamente en la catequesis bautismal de I Pet, en S. Juan, en la carta a los Hebreos y en el Apocalipsis.
      Jesús es el C. (1 Pet 1,19; lo 1,29; Apc 5,6) sin tacha (Ex 12,5), es decir, sin pecado (lo 8,46; Heb 9,14), que rescata a los hombres al precio de su sangre (1 Pet 1,18 ss.; Heb 9,1215). Y gracias a la sangre del C. (Apc 12,1), han vencido a Satán, cuyo tipo era el Faraón, y pueden entonar «el cántico de Moisés y del Cordero», que exalta su liberación (Apc 15,3; 7,917; cfr: Ex 15).
      Esta tradición bíblicocristiana, que ve en Cristo al verdadero c. pascual, se remonta a los orígenes del cristianismo. Así, S. Pablo exhorta a los fieles de Corinto a vivir como ázimos «en la pureza y la verdad», puesto que «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Cor 5,7), y se refiere a las tradiciones litúrgicas de la Pascua cristiana muy anteriores. Según la cronología del evangelio de S. Juan, Jesús fue entregado a la muerte la víspera de la fiesta de los ázimos (lo 18,28), por tanto, el día de la Pascua judía por la tarde (19,14), y a la hora misma, según la ley mosaica, de la inmolación de los corderos pascuales en el Templo (v. CENA DEL SEÑOR). La misma idea ve S. Juan en el hecho de no quebrar las piernas de Jesús crucificado, prescripción ritual en el c. pascual (lo 19,3336; Ex 12,46).
      La liturgia cristiana ha hecho suyas también las palabras de S. Juan Bautista. Se repite varias veces en la Misa y en la Comunión: «He aquí el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo»; se sustituye en latín, con la Vulgata, el singular por el plural, acentuando así más la afinidad con Isaías. El hecho de la Cruz, la luz de Pascua, el misterio de Jesús revelado, dan a estas palabras la plenitud de su sentido.
      El Cordero celestial. El Apocalipsis conserva fundamentalmente el tema del Cristo, C. pascual (5,9 s.), que aparece hasta 29 veces en 12 capítulos. Pero estableceademás un impresionante contraste ante la debilidad del C. inmolado y el poder que le confiere su exaltación en el cielo. Cordero en su muerte redentora, Cristo es al mismo tiempo un león, cuya victoria libertó al pueblo de Dios, cautivo de los poderes del mal (Apc 5,5 ss.; 1211).
      Aparece ahora investido de poder divino, compartiendo el trono de Dios (22,13), recibiendo la adoración de los seres celestiales (5,813; 7,10). Celebrará sus nupcias con la Jerusalén celestial, símbolo de la Iglesia (Apc 19,79; 21,9). Y será el pastor que conducirá a los fieles a las fuentes de agua viva de la bienaventuranza celestial (Apc 7,17; 14,4). Él es quien ejecuta los decretos de Dios contra los impíos (6,116), y su victoria le ha de consagrar «rey de reyes y señor de señores» (Apc 17,14; 19,16).
     
      V. t.: JESUCRISTO; REDENCIÓN; PASCUA.
     
     
BIBL.: F. X. PORPORATO, Ecce Agnus Dei (lo 1,29), «Verbum Domini» 10 (1930) 329337; 1. LEAL, El sentido soteriológico del Cordero de Dios , «Estudios Eclesiásticos» 24 (1950) 147 ss.; M. E. BOISMARD, Du Baptéme á Cana, París 1956; E. E. MAY, «Ecce Agnus Dei», A philological and exegetical approach to Iohn 1:2936, Washington 1947.

D. YUBERO GALINDO.

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