jueves, 26 de febrero de 2015

CUESTIÓN SOCIAL

Si la sociología, es decir, la doctrina sobre el hombre como ens sociale (-> antropología filosófica y teológica) pasa, en su substancia, por supratemporal y supraespacial, el constante cambio de las circunstancias y del medio, p. ej., la creciente densidad de la población y la mayor complicación social que de ella se sigue, lo mismo que las revoluciones de la técnica y, consiguientemente, de las relaciones de producción, exigen de esta ciencia aplicaciones concretas siempre nuevas. Las cuestiones que así se plantean piden inexorablemente una respuesta; las designamos como «problemas sociales». Bajo el nombre de cuestión social destacamos, entre la muchedumbre de estos problemas, aquel conjunto más reducido de cuestiones que versan especialmente sobre los abusos e injusticias del orden existente y preguntan sobre lo que debe hacerse para reducir a recto orden lo desordenado e insatisfactorio. Así, la cuestión social puede definirse como estudio de las faltas y deficiencias de que adolece el orden social existente, y de los medios y procedimientos para su remedio.
Desde que el mundo existe, el orden social ha adolecido siempre de faltas y deficiencias de una u otra índole; en este sentido, también ha existido siempre la cuestión social. Sin embargo, sólo en tiempos modernos ha entrado en la conciencia de las gentes y ha sido sentida como problemática; sólo modernamente se ha «planteado» realmente la cuestión social. Para ello era menester saber que una gran parte o acaso la máxima parte de las miserias existentes y de los dolores sufridos en cada tiempo tienen su causa en el desorden o desórdenes sociales. Ello fue por de pronto conocido sólo por una minoría de hombres de formación superior, que, como hombres de Estado o eclesiásticos eminentes como sabios o también como directores de grandes obras caritativas, poseyeron una más exacta visión de conjunto sobre las cosas; pero muy pronto se hizo bien común ese conocimiento v con ello la cuestión social vino a ser asunto de que el público se apoderó con apasionamiento.
Mas precisamente por eso, la cuestión social vino a ser también palenque de la lucha de intereses, y las propuestas hechas para su solución han sido en muchos casos no menos antitéticas que los intereses particulares — reales o supuestos — de quienes las postulan.

En rigor sistemático, habría que proceder de manera que se estudiaran por su orden las perturbaciones reales y que, por tanto, deben ser eliminadas, o mejor aún, las perturbaciones posibles y que, por tanto, deben ser precavidas, y se señalaran las medidas que en cada caso es conducente tomar. Por muchos motivos no es viable este procedimiento, por lo siguiente sobre todo: Lo mismo que sólo por el dolor nos percatamos de que algo anda mal en nuestra salud, así las desviaciones sufridas por la vida social en general sólo se nos hacen perceptibles por los sufrimientos que originan a este o el otro grupo social. En el curso del tiempo son grupos sociales siempre distintos y en muchos casos grupos que se han formado de nuevo, los que tienen que sufrir por las circunstancias o los estados de cosas existentes o, en muchos casos, por los cambios ocurridos. Estos grupos y sus sufrimientos, los cuales son reconocidos como injusticia social que se les hace, son en cada caso foco de la cuestión social, a veces tan exclusivamente que desaparece del horizonte o cae en olvido la miseria de otros, por no verse tan patentemente.
La cuestión es en cada caso doble: 1º. Un diagnóstico: ¿en qué está propiamente el mal y cuál es su causa? 2.° Una terapia; que puede a su vez ser doble: una meramente sintomática, que, sin poder atacar a la raíz del sufrimiento, lo hace por lo menos más soportable; otra etiológica, que ataca a la causa y remedia así el mal mismo.
Cuando el cristianismo entró en el mundo, la institución de la esclavitud era la gran herida en el cuerpo de la s. y, en este sentido, la cuestión social de la antigüedad.
Pero no se sentía como problema; se practicaba como lo más natural del mundo, y los mismos filósofos no la discutían, sino que la encontraban razonable. Los vanos intentos acometidos por los esclavos mismos para sacudir por la violencia su yugo, no nacieron de una reflexión sobre lo problemático de la esclavitud y sobre una concepción más justa del trabajo que hubiera de reemplazarla, sino que fueron estallidos desesperados de un exceso de amargura y odio contra sus amos. Tampoco los apóstoles y la primitiva Iglesia estimaron la institución de la esclavitud como un mal social, ni emprendieron nada para abolirla; les bastó que en el reino de Dios no haya diferencia entre libre y esclavo, pues también el esclavo participa, con igualdad de derechos, de la libertad en Cristo. Cuando en el s. xix fue casi totalmente abolida la esclavitud, ello fue, innegablemente, obra de la ética humanitaria, unida a intereses económicos del capitalismo liberal.
Por lo que atañe a formas de semilibertad (servidumbre, súbditos o colonos, siervos de la gleba y otras muchas), tal como se mantuvieron en Europa central y occidental hasta fines del s. xviii y comienzos del xx, v en Europa oriental cien años más, los teólogos medievales no las rechazaron y condenaron como contrarias a la recta ordenación social, sino que las admitieron y reconocieron, en su totalidad, como legítimas. Cuando los labradores se sublevaban, como en la «guerra de los campesinos alemanes» del tiempo de la reforma protestante, el levantamiento no se dirigía contra la situación existen, sentida como defectuosa, sino — cuando la causa de la rebelión no era la exaltación religiosa — precisamente, a la inversa, contra la modificación de la misma, señaladamente contra la introducción del derecho romano de los juristas, que privaba a los labradores de la protección que hasta entonces les prestara el derecho alemán, favorable al pueblo. Los campesinos no apelaban a un «tipo ideal» de orden social, sino a su posición jurídica tradicional respecto de los señores de la tierra, y se resistían a que aquella posición se modificara arbitrariamente para su daño.
El grupo social más amplio de los obreros o del proletariado, que apareció en la era del desarrollo industrial y se caracterizaba por la libertad de contratación laboral, fue el primero que se reconoció como auténtico fenómeno social, es decir, como un fenómeno que sólo puede entenderse en el contexto de la estructura social en su totalidad y de los cambios de la misma. Pero también este reconocimiento maduró sólo lentamente. La miseria física y la corrupción religiosa y moral imperante entre el proletariado eran propias para despertar la atención y generosidad de nobles gentes, no menos que la de celosos sacerdotes. Sin embargo, se creyó por mucho tiempo que se trataba de destinos particulares desafortunados de hombres que, por culpa propia o ajena, se habían salido o habían sido arrancados de la economía agraria o del oficio manual, y, por ende, había que incorporarlos de nuevo a ellos. Pero no se trataba de una gran masa de destinos individuales, a los que se pudiera ayudar por medio de obras de misericordia hechas a los individuos afectados, o por medidas pedagógicas individuales y sociales, sino del destino común de toda una clase o grupo social. La industrialización había producido una revolución irreversible de la estructura social, y de este hecho había que sacar las ineludibles consecuencias. De notar es también que la rebelión misma del proletariado no reclamó inicialmente un orden social más justo, adaptado a las nuevas circunstancias y necesidades, sino — lo mismo que en su tiempo los campesinos — el restablecimiento de la protección y de las instituciones de auxilio a las que, en su anterior dependencia, tenían derecho los obreros. Una idea exacta de la nueva situación sólo la lograron, hacia mediados del s. xix, algunos intelectuales ajenos al cristianismo o alejados en principio del mismo; entre ellos, el más importante de todos: Carlos Marx.
Muchísimo más tardó esta idea en penetrar también en los sectores eclesiásticos; completamente, a despecho de las encíclicas sociales de 1891, 1931 y 1961, no ha penetrado aún hasta hoy, cuando, por evolución de las cosas, comienza ya a quedar anticuada.
Para los países tempranamente industrializados (Inglaterra, Europa central y occidental, Norteamérica), la cuestión obrera fue sin disputa, durante decenios, la cuestión social por antonomasia. De hecho, era la cuestión más urgente en el terreno social; pero en grado aún mayor dominaba la conciencia pública, de la que había desterrado casi por entero todas las otras cuestiones, igualmente candentes, de índole social. También en los países que entraron tardíamente o que están entrando ahora en el proceso de la industrialización, la evolución ha seguido un curso semejante: el capitalismo, al principio totalmente irrefrenado, creó (o crea) estados de todo punto insostenibles, sobre todo un proletariado de miseria, que — gracias a la conciencia de clases que le infundieran Marx y Engels — no se resigna ya a su situación. Con ello, la cuestión social se convirtió (o se convierte) en peligro amenazador de una subversión violenta de todo orden, no sólo del social y económico, sino también del político. Esa revolución se ha llevado a cabo en una serie de países, siquiera a ella hayan contribuido, a veces en medida decisiva, también otros factores. Así, particularmente la revolución rusa no fue obra de la clase obrera industrial, poco numerosa, sino de un grupo de revolucionarios de profesión, que ganaron para sus fines a la población campesina descontenta; lo mismo pasa también en China.
La cuestión social de la actualidad no puede en absoluto identificarse con la cuestión obrera industrial. En grandes partes del mundo ocupa hoy el primer lugar la cuestión agraria; así, señaladamente, en Iberoamérica. Pero también en el antiguo mundo capitalista de industrialización avanzada ha cambiado la situación: la «s. de bienestar» (affluent society) no conoce ya el proletariado de miseria; no es ya la clase obrera, sino ciertas capas medias — entre ellas la clase universitaria — la que pasa estrecheces. Muy difícil es la situación de las familias numerosas, muchas de las cuales sufren necesidad o viven al borde de la misma. La s. «industrializada» se ha convertido cada vez más en s. «comercializada», es decir, en una s. en que sólo cuenta el «activo en el mercado», es decir, aquel que puede ofrecer una prestación grata al mercado y, por ende, pagada por éste. En tal s. resulta un cuerpo extraño la familia que se compone de un «activo en el mercado» y de varios «pasivos», es decir, de unos (niños) que no pueden ser aún activos y de otros (viejos) que no pueden serlo ya. Es más, ex de f initione, una s. «comercializada» es hostil a la familia.
De antiguo acostumbran muchos a reducir la cuestión social principalmente a situaciones económicas y a explicarla sobre todo por el contraste de ricos y pobres. Esto sólo se da ya hoy día en medida muy limitada y no conviene a la situación de la -> familia en absoluto. La cuestión de la familia como cuestión social actual por antonomasia no tiene nada que ver con la situación de la familia pobre respecto de la rica, sino con el equilibrio necesario entre la familia numerosa y la no numerosa.
En cambio, para lo que hoy se suele llamar la cuestión social «mundial» (cf. enc. Mater et magistra, n.° 155-177), es decir, para el contraste entre pueblos avanzados y retrasados en su desarrollo, como si dijéramos las dos clases antitéticas de la s. mundial, la situación económica es factor primario. Pero también aquí se ve cada vez más claramente que la cuestión social no es mera «cuestión de estómago» y no se resuelve con que todos puedan comer hasta hartarse; no, la cuestión social penetra en todos los ámbitos culturales y es tanto cuestión económica como ética y cultural, y no menos política. Como el arte médica se sirve tanto de una terapia sintomática como de otra etiológica, así puede también trabajarse de dos modos en la mejora de las relaciones sociales. Se puede dirigir el esfuerzo a mitigar y reducir a medida tolerable los sufrimientos (molestias y daños injustos) que resultan para determinados grupos sociales de la situación existente (política social en el sentido clásico); pero cabe también tratar de eliminar fundamentalmente las causas del mal por el correspondiente cambio de la estructura social (reforma social).
Muy sin razón se tacha el primer procedimiento como mera «cura de síntomas». En muchos casos, en que las causas no se pueden eliminar (o no es el momento de eliminarlas), se logra de este modo contrarrestar o por lo menos reducir sus efectos dañosos. Este camino habrá que seguir siempre que, por los motivos que fuere, no pueda remediarse la causa profunda del mal, ora porque no se ha logrado aún averiguarla claramente, ora porque a su eliminación se oponen obstáculos insuperables; ora, en fin, porque se ve ya lo deficiente, pero no lo mejor que pudiera reemplazarlo. Un orden social inadecuado o que se ha hecho insostenible no puede arrumbarse simplemente como un montón de escombros para sustituirlo por otro nuevo, proyectado sobre el tablero y sacado del cajón. En la práctica, no siempre aparece precisa y tajante la frontera entre las medidas de política y las de reforma social. Muchas medidas son ambivalentes. En cuanto estas medidas mitigan y hacen tolerables los sufrimientos ligados al orden social y vigente, contribuyen también a alejar el peligro de una revolución y a mantener así aquel orden (efecto estabilizador); pero, a la vez, incorporan nuevos elementos a ese orden, los cuales lo transforman por de pronto insensiblemente, pero a la larga profundamente, y, a la postre, crean un orden nuevo del todo (efecto reformador).
León XIII llama la cuestión social causa cuius exitus probabilis nullus nisi advocata religione et Ecclesia (Rerum novarum, n.° 13); desde entonces han exigido una y otra vez los papas que, además de los eventualmente interesados y afectados y del Estado, tome también parte la Iglesia en la solución de la cuestión social. Efectivamente, la cuestión social está indisolublemente entretejida con cuestiones culturales y éticas, ya que se trata en ella de configurar la s. de forma que corresponda al hombre como su «sujeto, creador y fin» (Mater et magistra, n.° 219). La primera contribución, por tanto, de la Iglesia es la recta inteligencia del hombre real y de su destino, es decir, la imagen del hombre in hoc ordine salutis, que sólo la revelación nos descubre y cuya guardiana es la Iglesia. Su doctrina y las fuerzas religiosas y morales que ella suscita pueden también, más que ninguna otra cosa, superar el egoísmo y estrechez de miras de los individuos y de los grupos sociales. De ahí, sin embargo, no se sigue, como en ocasiones se ha formulado desafortunadamente, que la cuestión social sea una «cuestión religiosa»; en realidad es exactamente lo que dice su nombre: ni cuestión económica, ni cuestión ética y religiosa, sino sencillamente la cuestión social.
Por inconcuso que sea que todo cuanto se haga para resolver la cuestión social es insuficiente y fragmentario sin la religión y la Iglesia, no cabe concluir a la inversa que la cuestión social pueda resolverse con ayuda de la religión y de la Iglesia. La «solución» de la cuestión social es utopía social; sería el retorno al paraíso terrenal. Muchos movimientos sociales extracristianos, entre ellos señaladamente el antiguo -> socialismo, prometieron semejante solución, es decir, una escatología secularizada. La doctrina social cristiana (cf. luego en C), que sabe del pecado original y sus consecuencias, está inmunizada contra tales utopías, por lo menos si se mantiene de todo en todo realista. Ahora bien, el trabajo práctico obliga a todos al realismo, y de ahí resulta que la colaboración entre partidarios de la doctrina social cristiana y los que aún sueñan con un paraíso en la tierra es, en amplios límites, no sólo posible, sino decididamente fecunda. En cambio, si la cuestión social fuera realmente, como quiere presentarla el integrismo, una «cuestión religiosa», se trazarían límites muy estrechos a la colaboración entre cristianos de distintas confesiones y sobre todo entre cristianos y no cristianos, y Juan XXIII no pudiera haber invitado, en la forma generosa y amplia en que lo hace en Mater et Magistra y Pacem in terris, a que los católicos colaboren con todos los hombres «de buena voluntad».
BIBLIOGRAFÍA: 1. Messner, Die Soziale Frage (i 1928, 71964); Wörterbuch der Politik, bajo la dir. de O. v. Nell-Breuning - H. Sacher, III (Fr 1949, 21958); G. Gundlach, Die Ordnung der menschlichen Gesellschaft, 2 vols. (Kö 1964); 7. Hüffner, Gesellschaftspolitik aus christlicher Weltverantwortung (Mr 1964).
Oswald v. Nell-Breuning

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