jueves, 26 de febrero de 2015

CUERPO MÍSTICO.

1. Introducción. El C. M. es una solidaridad activa de los hombres entre sí y con Dios, que se alcanza a través de Cristo. Los hombres son ya solidarios entre sí por su natural: todos tienen el mismo origen, porque vienen del mismo Padre; todos tienen comunidad de naturaleza, porque pertenecen al mismo grado ontológico del ser; todos tienen destino común, Dios; y todos están en posesión de una contextura hecha para la sociedad y para la convivencia. Y también son solidarios con Dios, que es su creador, su conservador y su fin. Por esta razón de superioridad divina y de dependencia suya, están obligados a rendirle culto y a vivir según sus indicaciones. Esto es la religatio, el segundo lazo de unión, el que se tiende de abajo arriba, en debida respuesta al que primero se tendió de arriba abajo; es la religión (v.). En esta solidaridad no aparece todavía Cristo.
      Pero el hombre no vivió a tenor de las exigencias religiosas. Cayó y, tras la caída, vino la promesa de rehabilitación. Aquí empieza la vuelta al Padre a través de Cristo. Estamos ya en el origen del C. M. o de la solidaridad de los hombres entre sí y con Dios, basada en la gracia que viene del Redentor (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 2). El decreto del Padre, en virtud del cual iba a ser redimido el hombre, comienza a surtir efecto inmediatamente después de la promesa rehabilitadora. Y en ese momento la realidad trascendente del C. M. empieza ya a ser historia. Los hitos que jalonan esta historia son: la promesa de rehabilitación (Gen 3,15), que da origen a la primera etapa de la historia de la salvación; la plenitud de los tiempos (Gal 4,4) o la venida del Salvador al mundo, con la que empieza la segunda; y la plenitud de Cristo (Eph 4,13), que constituye la etapa tercera. Son las etapas de la preparación o de la figura, de la escatología iniciada o de la Iglesia peregrina, y de la escatología consumada (cfr. Lumen gentium, 2; V. SALVACIÓN II Y III; ALIANZA (Religión) II; ESCATOLOGÍA II y III).
      2. Origen de la fórmula. No tienen el mismo origen los dos términos que componen la fórmula Cuerpo Místico. El término cuerpo es de origen paulino, y el apóstol lo utiliza profusamente en sus cartas (v. I). El calificativo místico aparece tardíamente en la tradición después de un proceso semántico laborioso. En la S. E. se expresa de muchas maneras la solidaridad de que hablamos. Unas veces, con palabras claras y directas, como en la oración sacerdotal y en el sermón de la promesa de la Eucaristía (lo 6,56; 17,2123). Otras, manifestando su contenido con metáforas y figuras, como la del redil, el campo, la casa, la familia, el templo, la esposa, el reino (cfr. Lumen gentium, 56). Y, principalmente, con las de cuerpo y pueblo. S. Pablo utiliza esta última, desentrañándola, explicándola y aplicándola con minuciosidad.
      La calificación de místico que la Teología y el Magisterio dan hoy a este cuerpo no aparece hasta mediados del s. XIII. El cuerpo de que habla S. Pablo no tiene coincidencia cabal con ninguna de las dos clases de cuerpos conocidos, ni con los físicos ni con los sociales. Coincide en mucho y difiere en mucho también. Y, ante la imposibilidad de encasillarlo con ninguno de ellos, optan los Padres por hacer de él una tercera categoría, llamándolo de muchas maneras: cuerpo total de Cristo, cuerpo pleno de Cristo, cuerpo universal, cuerpo sagrado, cuerpo eclesiástico, cuerpo intelectual, cuerpo inteligible, cuerpo espiritual (cfr. H. De Lubac, Corpus mysticum, París 1949, 1417). La adjetivación de místico se utiliza ya en el s. XII, pero dando al adjetivo un sentido lógico e indicando que el cuerpo real de la Eucaristía (v.) significa el cuerpo que es la Iglesia. Místico es, pues, igual que significado. Guillermo de Auxerre une a mediados del s. XIII los dos términos, dando al adjetivo sentido y contenido real (cfr. E. Sauras, El Cuerpo Místico de Cristo, Madrid 1956, 124126). Pocos años después, aplicando S. Tomás a la Eucaristía su doctrina general sobre la eficacia de los Sacramentos, hace la afirmación, ya clásica, de que «la unidad del Cuerpo Místico es efecto de la Eucaristía» (Sum. Th. 3 q73 a3).
      No tarda el Magisterio en hacer suya la fórmula empleada por Guillermo de Auxerre. Y así, apenas 50 años más tarde, la utiliza Bonifacio VIII en la bula Unam Sanctam (Denz. 468). La unión de los dos términos es ya común en la Teología, en la Pastoral y en el Magisterio. Su uso es tema de discusión en el Vaticano 1, cuando se trataba de estructurar el esquema De Ecclesia a base de la idea de C. M. (cfr. Mansi 51,75 l), y en la primera mitad de este siglo cuando se confrontan las dos figuras de la Iglesia, C. M. y Pueblo de Dios (cfr. M. D. Koster, Ekklesiologie im Weden, Paderborn 1940). La enc. Mystici corporis de Pío XII y la Const. Lumen gentium del Vaticano II en su n° 7 consagran definitivamente la fórmula ya tradicional.
      3. Síntesis doctrinal. El C. M. es un cuerpo social, con características propias que no permiten encuadrarlo solamente entre los sociales. Por eso forma categoría aparte. Como los sociales, es un cuerpo que conserva la personalidad y la independencia de cada uno de sus miembros, porque los principios que lo unifican son externos a la persona de cada uno de sus componentes. Los miembros de este cuerpo se unifican en unos elementos que hay fuera de ellos: el fundador, la autoridad que lo rige, los ritos, los símbolos, el fin común al que concurren, etc. Pero a todos estos principios se añade en este caso otro principio unificador que es interno; principio que actúa en toda la contextura social y en cada una de sus partes. Es un principio que sobrepuja a todos los principios unificadores del cuerpo social y aun del físico, un principio sobrenatural. Es el Espíritu Santo (v.), que siendo uno y el mismo numéricamente, llena y une a toda la Iglesia.
      El C. M., por tanto, tiene dos valoraciones distintas que no se excluyen, sino que se complementan. Es una comunidad de vida sobrenatural y misteriosa; y una comunidad social con características visibles y elementos que la estructuran externamente y que le sirven de puntos de unión y de convergencia. La S. E. representa esta comunidad con dos imágenes que polarizan cada una estas dos clases de notas: la del cuerpo y la del pueblo. Son dos imágenes que no se oponen sino que se complementan, dándonos base para apreciar bien las dos dimensiones que tiene esta institución divina: la dimensión vital e interna, simbolizada en el cuerpo; y la dimensión histórica y social, simbolizada en el pueblo (v. IGLESIA III).
      La Const. Lumen gentium advierte bien esta doble caracterización. Su primer capítulo está dedicado a la Iglesia como misterio de vida trinitaria (no 24) y de vida cristiana (no 7). Luego dedica el segundo a la Iglesia como Pueblo de Dios, «nuevo Israel... al que dotó de los medios apropiados de unión visible y social... a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de la unidad salvadora» (n° 9). En conformidad con estás dos notas características del C. M., se encuentran en él dos clases de instituciones, ambas de origen divino. Unas son externas y visibles: la Jerarquía eclesiástica (v.), el régimen, los Sacramentos (v.). Otras, internas e invisibles: la gracia (v.), los dones del Espíritu Santo, las virtudes (v.), el propio Espíritu Santo (v.) que anima y vivifica a la Iglesia. Y junto a ellas, una serie de instituciones de origen humano, que se han ido añadiendo en el transcurso de los tiempos para facilitar el último logro que es la comunicación de la vida de Cristo a los hombres.
      Es necesario tener todo esto presente a la hora de emitir un juicio o de proyectar pastoralmente la doctrina del C. M.; porque se corre el peligro de disociar la Iglesia del Derecho, de la Iglesia de la caridad, peligro al que sale al paso Pío XII con estas palabras: «sueñan con una Iglesia ideal a la manera de una sociedad alimentada y formada por la caridad, a la que no sin desdén oponen otra que llaman jurídica» (Alystici corporis: AAS 35,1943,224). Y también el de no subordinar debidamente las tres clases de elementos que se han recordado: los que santifican internamente, que son la gracia, las virtudes y los dones; los de origen divino que santifican ministerialmente; y los que son de origen eclesiástico solamente. Hay que evitar que en la pastoral seidentifique el C. M. con la unión de los hombres en torno a elementos adjetivos, dejando ausentes o en la penumbra los sustanciales. Hacer esto sería subvertir los valores y sofisticar la institución. El C. M. no es sólo una asamblea reunida en torno a una mesa, o en un local como el templo, o sometida a una disciplina como la parroquial, o realizando un acto litúrgico comunitario. El C. M. es todo esto y cada una de estas cosas siempre que lleven dentro la unidad interna, la comunidad de vida divina, y sean exponente de que se tiene esta unidad.
      4. Análisis doctrinal. El C. M. es un cuerpo orgánico y organizado. S. Pablo habla de su cabeza, de sus miembros, de sus ministerios, de su vida, del principio unificador de todo esto. La cabeza es Cristo hombre. Los miembros, todos los redimidos, quienes de una manera u otra reciben el influjo sobrenatural de la cabeza. El Espíritu Santo es el principio que unifica y anima a todos los miembros y a todos los ministerios.
      La Cabeza. La cabeza del C. M. es Cristo, y lo es por su gracia capital o redentora. Con ello queda dicho que se trata de una capitalidad en el orden sobrenatural de la gracia. Cualquiera otra, aunque se dé, está desplazada aquí. El término cabeza y la dignidad capital tienen muchas traducciones. La cabeza implica primacía, principalidad, plenitud, gobierno, comunicación de vida. Y en todos estos sentidos se aplica a Cristo. Él es el fin de toda la creación, y el fin tiene en el orden intencional características primaciales (Col 1,1520; Eph 1,2022). Tiene también la capitalidad de perfección, puesto que plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud (Col 1,19). Y tiene la primacía o capitalidad de gobierno, porque le fue dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18). Ninguna de estas capitalidades, con ser importantes, es la que le hace cabeza del C. M. La del C. M. es la capitalidad de influjo vital, en virtud de la cual de Cristo desciende a los hombres el elemento sobrenatural izad or que llamamos gracia. Porque, análogamente a lo que sucede con nuestra cabeza, de la que descienden a los miembros la sensibilidad y el movimiento, de Cristo descienden a los redimidos la capacidad perceptiva de lo divino, que llamamos fe, y también el movimiento divino de la caridad (S. Tomás, Sum. Th. 3 q69 a5). O, como dice S. Juan: «Le vimos lleno de gracia y de verdad... y de su plenitud recibimos todos» (lo 1,1416).
      Esta comunicación de la vida divina de la cabeza a los miembros se realiza por obra y gracia del misterio redentor o del misterio pascual del Señor. Su pascua fue el paso de la vida a la muerte y de la muerte a la nueva vida de resucitado. S. Pablo dice que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (Rom 4,25). Y así lo enseñan la Teología, cuando habla de la eficacia de la muerte y de la resurrección (Sum. Th. 3 q50 a6; q56 al2), y el magisterio del Vaticano II (Lumen gentium, 7). El misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado, tiene vivencia en el misterio pascual de los miembros, que les hace pasar de la vida de pecado a la muerte del mismo, y de la muerte de éste a la nueva vida de la gracia (Lumen gentium, 7). Así se refleja en los incorporados la fisonomía espiritual de la cabeza, como recuerda S. Pablo a los fieles de Galacia: «Hasta que vea a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19). El influjo capital aparece en las etapas de preparación y en las de vivificación, como luego vamos a ver. Y, cuado se trata ya de vivificar, la cabeza lo hace normalmente a través de los sacramentos; de modo particular, a través del Bautismo y de la Eucaristía (Lumen gentium, 7; Sum. Th. 3 q73 a3).
      La gracia capital tiene tres notas destacadas. Con ella Cristo se hace sacerdote, profeta y rey (Sum. Th. 3 q22 al 3m). Como sacerdote ofrece sacrificio al Padre, restituyéndole así el honor compensador de la ofensa que comporta todo pecado. Y lo ofrece también dando al acto sacrificial valor propiciatorio, a fin de hacer desaparecer lo que el pecado tiene de mal moral nuestro. Su sacrificio es de latría o de honor tributado al Padre. Y de propiciación o de gracia, merecida para nosotros. La acción capital del Señor es también de profeta o maestro. El hombre, además de necesitar la gracia para su alma, necesita la verdad para su entendimiento. Las dos cosas le vienen de Cristocabeza: la gracia, mediante el sacrificio; la verdad, mediante la palabra. Y Cristo es también rey. Advirtió que Su reino no es de este mundo. No le interesan las cosas de aquí sólo por lo que ellas son. Le interesan para santificarlas y para vivir de ellas santificándolas. De manera especial le interesa dominar la inteligencia, la voluntad y el corazón del hombre (Pío XI, enc. Quas primas), porque el suyo es un reino «de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz» (Prefacio de Cristo Rey).
      Los miembros. A este cuerpo, del que Cristo Redentor es cabeza, pertenecen de derecho todos los redimidos sin excepción. De hecho, y en alguna medida, también todos los hombres. La cabeza es Cristo Redentor, pero la redención (v.) tiene dos etapas. La primera, que es la redención hecha. La segunda, la redención aplicada. La primera la cubrió Él solo y la consumó con su muerte y su resurrección. Con ello ganó la gracia y la vida para todos. Así aparece en el paralelismo de oposición que entre los dos Adanes establece el apóstol (Rom 5,12 ss.).
      La redención es universal. Todos los hombres tienen, pues, derecho a la incorporación; a una gracia que reproduzca en ellos el misterio pascual del Señor; a una gracia que les haga sacerdotes, para ofrecer y ofrecerse como hostias agradables y espirituales (1 Pet 2,5), profetas para anunciar con la palabra o con el testimonio de una vida santa las virtudes de quien nos trasladó de las tinieblas a la luz admirable (1 Pet 2,9), y reyes para que no se dejen dominar por las cosas, sino que las dominen, conduciéndolas y caminando con ellas, mediante una auténtica consagración de las mismas, hasta la cima de la santidad (Lumen gentium, 41).
      Pero este derecho no se convierte siempre en hecho. Hace falta aplicar esta redención, y aplicarla ya no es obra de la cabeza en solitario. Se hace en equipo, formado por Cristo y por nosotros. De hecho, todos reciben algo del Redentor; y de hecho, no todos colaboran con Él de igual manera. También es cierto que, aunque todos reciben algo, no todos reciben lo mismo. Todos los hombres, aun los más alejados, reciben alguna gracia. El Magisterio lo enseña cuando condena esta proposición jansenista: «Los paganos, los judíos, los herejes y otros así no reciben de Cristo ningún influjo; de donde se infiere que su voluntad está completamente desnuda e inerme» (Denz. 1295). La Teología ya había enseñado que, por lo menos, todos reciben de Dios el impulso necesario para realizar los actos éticamente buenos. Y este impulso implica en la intención divina el orden a la salvación, porque el primer agente nunca prescinde del último fin, y el único fin último en la providencia actual es precisamente la salvación. De ahí que, por esta ordenación divina al fin sobrenatural, los actos éticamente buenos se conviertan en verdaderas disposiciones para el Evangelio (Lumen gentium, 16; S. Tomás, In I Sent. d46, ql, al).
      Los infieles reciben de Cristocabeza menos gracia que los que ya tienen fe, aunque no tengan caridad. La fe (v.) es ya una entrega del entendimiento y de la voluntad a Aquel a quien se cree y en quien se cree. En este caso el entendimiento se rinde a la luz, pero como ésta no es suficiente, es la voluntad la que le mueve a rendirse, por lo bien dispuesta que está hacia quien le enseña y a lo que enseña. Esta entrega personal no es plena todavía. La buena disposición de la voluntad no es igual que el amor, y hace falta llegar al amor para que la entrega sea plena. Por eso la fe, aunque sea un valor' cristiano positivo, no llega por sí sola a justificar. La fe une a Cristo, pero no justifica. El mayor influjo lo reciben quienes tienen fe y viven en caridad. La caridad (v.), amistad sobrenatural, tiene un valor transformante. Toda amistad se basa en la comunicación de algún bien; en este caso, en la comunicación del bien divino. Además, condición del amor es la inhaesio, el estar en (Sum. Th. 12 q28 a2). Por ello, la caridad de los cristianos hace que sea realidad el deseo del Señor: «que ellos estén en mí y yo en ellos» (lo 17,2024).
      María tiene relaciones especiales con Cristo y con los cristianos. Cuanto tiene lo ha recibido en previsión de la obra redentora del Hijo. Por sus méritos recibió la gracia de la divina maternidad, que la hacía digna madre suya; la de la maternidad espiritual, que la hacía su asociada y nuestra madre; y la de la filiación adoptiva. Por ello es a la vez madre del Redentor, madre de la Iglesia que somos nosotros, y miembro de la misma (V. MARÍA II, 2, 6 y 7).
      Carácter orgánico del Cuerpo Místico. El resultado de la unión entre Cristo y los redimidos no es una masa amorfa. El C. M. tiene organización, hecha a base de tres clases de gracias, las santificantes, las carismáticas y las ministeriales. En los infieles y en los fieles que no suman a la fe la caridad, no hay gracias intrínsecamente santificantes. Tienen sólo las que con más o menos proximidad preparan para alcanzarlas. Los que las tienen, vivan en la tierra, en el purgatorio o en el cielo, no están sujetos a un igualitarismo horizontal y democrático. Los justos de la tierra tienen una gracia (v.) santificarte que, por ser semilla, en frase de S. Juan (1 lo 3,9), está sujeta a desarrollo. Los autores espirituales han esquematizado de muchas maneras los diversos grados de la vida espiritual; hablan de las tres etapas de incipientes, adelantados y perfectos (V. VÍAS, DE LA VIDA INTERIOR; MÍSTICA II, l), es clásica la esquematización teresiana de las moradas. De los bienaventurados sabemos que ocupan mansiones diferentes en al casa del Padre celestial; y el Magisterio enseña que cada cual recibe en el cielo (v.) el grado de gloria que corresponde a los méritos contraídos aquí (Denz. 693,842).
      Las gracias carismáticas (v. CARISMA) no se organizan a base de una presión interna que las lance al desarrollo. Más bien se distribuyen y se organizan al dictado de las necesidades comunes del Pueblo de Dios. Las ministeriales se resumen en los cuatro estamentos que son de derecho e institución divina. La Iglesia tiene una organización jerárquica con cuatro grados: los laicos (v.), los presbíteros (v.), los obispos (v.), y el Papa (v.). Y con tres poderes: el de orden, distribuido gradualmente entre los obispos, los presbíteros y los diáconos; y los de jurisdicción y magisterio, distribuidos entre los obispos y el Papa.
      El alma del Cuerpo Místico. Cuando los Padres relacionan al Espíritu Santo con el C. M., lo llaman agua, rocío, viento, grosura, germen (cfr. Sauras, o. c. 124). Y alma. S. Agustín fue quien primero utilizó este término (PL 38,1232), que luego la Teología y la Pastoral han seguido utilizando, hasta quedar definitivamente consagrado en la enc. Mystici corporis y en la Const. Lumen gentium. El alma es la forma sustancial del cuerpo, le da el ser, lo vivifica, lo unifica y lo mueve. La S. E., la Tradición y el Magisterio atribuyen al Espíritu estas tres últimas funciones. No informa, pero sí vivifica, unifica y mueve los diversos miembros y estamentos y ministerios del C. M. Por eso, puede llamársele alma del mismo.
     
      V. t.: COMUNIÓN DE LOS SANTOS; CULTO III; CISMA I; ESPÍRITU SANTO; GRACIA SOBRENATURAL; IGLESIA II, 2 y III, 26; REDENCIÓN; SALVACIÓN III; CIELO III, 2; APOSTOLADO 1.
     
     

E. SAURAS GARCÍA.

    BIBL.: Magisterio: Const. Pastor aeternus (Vaticano I, AAS 6) y Lumen gentium (Vaticano II, AAS 57); enc. Mystici corporis de Pío XII (AAS 35) y Divinum illud de León XIII (AAS 29). Autores: A. BANDERA, La Iglesia, misterio de comunión, Salamanca 1965; 1. M. BOVER, La teología de San Pablo, Madrid 1956; E. BOYLAN, É1 Cuerpo Místico, Madrid 1956; L. CERFAUX, La Iglesia en San Pablo, Bilbao 1959; Y. CONGAR, Ensayo sobre el misterio de la Iglesia, Barcelona 1959; 1. HAMER, La Iglesia esCUERVO, RUFINO JOSÉ CUESTIÓN SOCIALuna comunión, Barcelona 1965; CH. JOURNET, Teología de la Iglesia, Bilbao 1960; F. IURGENSMEYER, El Cuerpo Místico de Cristo, Buenos Aires 1954; M. PHILIPON, Visión nueva de la Iglesia, Bilbao 1967; E. SAURAS, El Cuerpo Místico de Cristo, Madrid 1956; íD, Comentario al tratado de la Suma sobre la Eucaristía, en Suma bilingüe, vol. XIII, BAC, Madrid 1957; VARIOS, Comentarios a la Constituci n sobre la Iglesia, BAC, Madrid 1966; E. MERSCH, La théolog:e du corps mystique, París 1946; E. MURA, Le corps mystique du Christ, París 1934; CH, HÉRIS, II misterio ili Cristo, Brescia 1938; H. DE LUBAC, Corpus mysticum, París 1949; M. DE LA TAILLE, Mysterlum fidei, París 1931; S. TROMP, Corpus Christi quod est Ecclesia, Roma 193760; A. PIOLANTI, Il Corpo Místico e le sue relazioni con 1'Eucaristia in S. Alberto Magno, Roma 1969

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