miércoles, 25 de febrero de 2015

Fe y conversión

SUMARIO: 1. Fe es creer. Creer es tener fe. — 2. Conversión. — 3. Dos aspectos de una misma realidad. — 4. Caminos de acceso a la fe y a la conversión. — 5. Vivir la fe y la conversión como tarea permanente. — 6. Acción pastoral.

1. Fe es creer. Creer es tener fe
Es un acto personal, mediante el cual una persona se entrega a otra, movida por la confianza que esa otra persona ha despertado en ella. Es entregarse al tú de otra persona para encontrarse con ella, conocerla, amarla.
Cuando alguien dice con sinceridad "creo en ti", está abriendo su corazón y su vida, está entregándose a la otra persona, está poniendo su confianza, descansando, en esa otra persona, está aportando todo lo que uno tiene y todo lo que uno es por la otra persona, que ha sido capaz de suscitar este profundo movimiento de confianza y entrega.
"Creo en ti" le dice la mujer enamorada a su amigo o amiga; "creo en ti" le dice el hijo a su madre desde que empieza a sentir la experiencia de verse amado; "creo en ti" le dice la alumna a su profesor o profesora, que ha captado su admiración. Tener fe, creer, es un elemento imprescindible en toda vida humana de relación. "No existe ningún ser humano en la tierra que no parta de una fe original o que no tenga fe, es decir, que no posea convicciones, certezas, creencias, persuasiones, confianza sobre cuestiones de las que no tiene una total evidencia ni una demostración lógica" (SCILIRONI, Posibilitat e fondamento de la fede, Ed. Messaggero, Padova (1988), 148 ss., citado por E Ardusso "Aprender a creer", Sal Terrae (1999), 25).
Creer es fiarse de la palabra de alguien que ha llegado a tocar el núcleo más personal de nuestro ser: la inteligencia y el corazón.
Es lugar común apelar al ejemplo de Abrahan, para ejemplificar lo que es la fe como acto personal. Dios le llama a salir de su tierra, de su patria, de la casa de su padre, para ponerse en camino hacia la tierra que le promete. Dios va a constituirle en padre de una nación grande. Pese a lo cual, le pide que ofrezca en holocausto a su hijo Isaac (Gen 12,1-4). La respuesta de Abrahan, el padre de la fe (Rom 4,16) le lleva a ponerse en manos de Dios, obedecerle, mantenerse fiel a esta obediencia; el acto de fe le conduce asimismo a entregarse completamente a Dios, a decir SI, Amen, a Dios. Porque cree a Dios (o en Dios), acepta su palabra, acoge la promesa, cree que lo que le ha dicho Dios se cumplirá. La fe en Dios implica a) entrega a la persona de Dios, que se revela y b) aceptación del contenido de dicha revelación. Cuando, al igual que Abrahan, un creyente dice CREO QUE (aquí el contenido de su fe) se está basando en un CREO EN Dios. "La aceptación de los contenidos concretos de la fe se basa en la entrega entera, total y sin reservas al Dios que se le comunica y se le entrega personalmente" (H. FRIES, Un reto a la fe, E. Sígueme (1971), 20).
La respuesta de la fe pone en juego, en actividad, a la realidad más profunda del ser humano; no es un puro asentimiento intelectual, ni un puro acto voluntarista, es una respuesta que implica a la totalidad del ser humano. "Cuando un cristiano responde CREO, afirma una convicción que afecta a lo más profundo de su vida. Por una parte, quiere decir que él mismo, su existencia y el mundo que le rodea, es para él un misterio. Pero, por otra parte, con esta palabra, el cristiano afirma también, con certeza, que, gracias a la luz de la fe, que él tiene en Jesucristo como Salvador y Señor, su vida tiene un significado y él mismo tiene razones para vivir con esperanza" (Conferencia Episcopal Española "Esta es nuestra fe..." Edice (1987) 92).
En resumen: la fe religiosa habrá de ser entendida como un compromiso del ser humano con la única verdad del Dios vivo que sale al encuentro del hombre-antes de ser entendida como una aceptación de verdades reveladas. Se puede atirmar que el acto de fe integra, en la persona del creyente, las dos dimensiones de aceptación de Dios y de aceptación de su palabra.
La descripción realizada hasta este momento nos permite comprender cómo el proceso del acto de fe, desde el punto de vista antropológico, es semejante tanto si se trata de la fe en una persona humana como si se trata de la fe en Dios.
Visto desde el ser humano, el acto de creer es semejante en la fe humana y en la fe religiosa. Más adelante descubriremos que, en el caso de la fe religiosa, el desencadenante del proceso que lleva a la persona a creer tiene su origen en Dios mismo, porque es El mismo quien toma la iniciativa de manifestarse al ser humano. Por esa razón, es una virtud sobrenatural, no sólo porque el objeto de la fe es Dios mismo y no una realidad humana, sino, además, porque el acto de fe religiosa es un don, una gracia del Espíritu de Dios.
Escuchemos la descripción que W Kasper hace del acto de creer: "Creer significa decir amén a Dios, afianzarse y basarse en él; creer significa dejar a Dios ser totalmente Dios, o sea, reconocerlo como la única razón y sentido de la vida. La fe es, pues, el existir en la receptividad y en la obediencia. Poder creer y tener esa posibilidad es gracia y salvación, porque es en la fe donde el hombre encuentra apoyo y base, sentido y meta, contenido y plenitud; y es en ella donde, en consecuencia, es salvado de su carencia de apoyo, de su falta de objetivos, del vacío de su existir. En la fe puede y tiene la posibilidad de aceptarse a sí mismo, porque ha sido aceptado por Dios. Por eso en la fe hemos sido aceptados como hijos de Dios, siendo destinados a participar de la esencia y figura de su unigénito (Rom 8,29)" (W KmPER, Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca (1979) 265).
2. Conversión
Convertirse significa volverse, pasar de una situación vital a otra situación opuesta. En el lenguaje humano, que trata de expresar realidades humanas, se habla de que una persona se ha convertido, cuando cambia algunas pautas de comportamiento realmente importantes. Así, por ejemplo, un drogadicto se convierte cuando deja las drogas y se pone en camino de rehabilitación; del mismo modo se convierte el delincuente, que decide llevar una vida honrada; también una persona, más o menos solitaria, se convierte cuando el amor irrumpe en su vida, al descubrir al hombre o a la mujer de sus sueños.
Cuando empleamos la palabra conversión en el lenguaje religioso, nos referimos a la vuelta a Dios. Alguien pronuncia nuestro nombre y nos volvemos para ver quién nos llama y qué quiere. Aquí, en esta situación concreta, oímos nuestro nombre; nos volvemos y descubrimos que es Dios mismo quien nos llama. Mirando de frente, cara a cara, a Dios, le preguntamos: ¿qué quieres de nosotros? Se ha iniciado el proceso de conversión.
"Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo pregunté: ¿quién eres, Señor? Me respondió: Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues... Yo pregunté: ¿qué debo hacer, Señor? (He 22,7-10; ver también He 9,1-19 y 26,12-16). Así describe San Pablo su propia conversión.
Dios llama y el hombre, la mujer, se vuelve, al oir su nombre. Identifica a quien le ha llamado. ¡Es Dios! Sí, es Dios, quien ordinariamente llama a través de mediaciones humanas (personas, acontecimientos...). Todavía atónita por la sorpresa, la persona mira a Dios y le pregunta: ¿qué debo hacer, Señor? La respuesta más concreta nos la da Jesús, la Palabra de Dios, que los hombres podemos entender: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertios y creed en la Buena Noticia" (Mc 1,15).
A esta primera conversión llamamos conversión religiosa. Es un volverse a Dios, como respuesta del ser humano a una llamada de Dios. Un pagano, o una persona bautizada en su niñez, pero que nunca ha vivido con una referencia expresa a Dios, pueden, en un momento dado, o al final de un proceso de búsqueda, experimentar una iluminación de Dios, que les llama a la conversión. Al volverse a Dios y decir "Creo, creo en Ti, Señor", la persona se sitúa frente al Dios vivo (He 14,15), se entrega a El, le acepta como la medida de su vida, apuesta por El e inicia un nuevo estilo de vida ante Dios y ante los hombres.
En todo lo que sigue a continuación nos referimos a esta conversión religiosa y tratamos de descubrir que no es sino la otra cara, la otra dimensión del acto de fe.
3. Dos aspectos de una misma realidad
La referencia a una experiencia vital nos ayudará a comprender el significado de este apartado.
Cuando una persona siente, como un flechazo, la llamada del amor, tiene la sensación de quedar un tanto transtornada. La hondura de esta experiencia llega a lo más profundo del ser humano. Desde ese momento, tan difícil de describir, uno siente que todo es distinto, si bien todo sigue igual. Los quehaceres, las actividades, el discurrir de cada día sigue siendo el mismo; pero todo ello queda transformado por una nueva luz, una nueva ilusión, una nueva alegría. Nos preguntamos ¿qué ha pasado? Y la respuesta obvia es: ha aparecido el amor.
El YO es solicitado por un TU, que le saca de sí mismo. Uno sale de sí mismo para ir al encuentro de la otra persona. Pero, antes incluso de encontrarse con ella, esa persona amada ocupa el centro de la vida del enamorado. El surgimiento del amor ha provocado una especie de descentramiento; por eso el enamoramiento se experimenta como una especie de trastorno, que no locura; un trastorno que cambia la vida, el talante, la actitud, los sentimientos, hasta la voluntad del enamorado. Podemos afirmar que, al responder a la llamada del amor, la persona se convierte, se vuelve a la persona amada; ya no vive para sí sino para ese otro/otra, que ha ocupado, de hecho, el centro de su vida.
A la luz de esta experiencia que acabamos de describir, podemos entender algo de lo que ocurre en la persona que se siente llamada por Dios. Cuando uno experimenta esta llamada y responde a ella con la fe, se siente trastornado, desquiciado. En algún modo se siente "cazado" por Dios: "Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido" (Jer 20,7). La respuesta de fe a la llamada de Dios supone dejarse sorprender por esta Buena Nueva, que llega cuando y donde menos se espera; pasar de la sorpresa a la acogida cordial de ALGUIEN que se ofrece gratuitamente; poner en El toda nuestra confianza y nuestra esperanza; y responder con espíritu rendido y fiel. "Señor, ¿qué quieres que haga? (He 22,10).
Esta expresión de San Pablo nos permite comprender que, a partir de su conversión, el centro de la vida del creyente es Dios mismo; es la voluntad de Dios la que conduce su vida. Como en el caso del propio Jesús, para quien la voluntad de su Padre es el centro de decisión: "Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre" (Jn 4,34 ). "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 6,38). La respuesta de fe sitúa a Dios en el centro, en el quicio de la vida del creyente. Esta vuelta a Dios es lo que constituye, como decíamos anteriormente, la conversión, en sentido religioso.
Conviene distinguir, al menos conceptualmente, este significado primario de la palabra conversión para distinguirlo del concepto habitual de la misma palabra: la conversión moral. Cuando hablamos de conversión moral nos referimos a la persona que, habiéndose puesto en disposición de servir a Dios, en un momento dado se ha alejado de él; pero, alcanzado por la gracia, inicia el camino de regreso a Dios. A este proceso llamamos conversión moral. Siguiendo la clásica definición de pecado como "aversio a Deo et conversio ad creaturas", diremos que la conversión moral es la vuelta a Dios de quien se había alejado de él por seguir a los falsos ídolos de este mundo. Este tipo de conversión es una constante en la vida del cristiano, como fue una constante en la historia del pueblo de Israel. El pueblo elegido hizo una opción fundamental o conversión religiosa, cuando aceptó la Alianza proclamada por Moisés al pie del monte Sinaí: "Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvéh" (Ex 24,7 y 19,8).
Pero no fue suficiente esta primera conversión, dado que, a lo largo de su historia, fue infiel a Dios en múltiples ocasiones. Fue preciso que Dios hablase por medio de los profetas para que el pueblo elegido se convirtiera de sus extravíos.
A semejanza del pueblo e Israel, también cada creyente necesita vivir en un estado permanente de conversión moral. Sus dudas, vacilaciones, tropiezos y fracasos le hacen experimentar la necesidad de ser perdonado por Dios, como lo expresa maravillosamente el Salmo 50: Miserere.
Resumiendo, podemos afirmar que al primer acto de fe, que supone una entrega a Dios, acompaña siempre una primera conversión religiosa, que sitúa a Dios en el centro de la vida del creyente. A partir de este momento, en la historia religiosa de cada persona se suceden los momentos de fidelidad e infidelidad. El enfriamiento en la fe va acompañado de un debilitamiento moral y, cuando en situaciones de infidelidad, uno experimenta de nuevo la llamada de Dios, el creyente se vuelve a Dios y reinicia, al mismo tiempo, el camino de la vuelta a la fidelidad a Dios y el camino de su conversión moral. Así canta, agradecido, Tobías: "Si os volveis a él de todo corazón y con toda el alma, para obrar en verdad en su presencia, se volverá a vosotros sin esconder su faz" (Tob 13,6).
4. Caminos de acceso a la fe y a la conversión
Es posible creer, es posible responder a Dios, porque es posible que Dios hable, que se revele al ser humano. Si negamos esta posibilidad, negaríamos la posibilidad de la fe.
Es ésta una cuestión importante. Se suele salir al paso de esta cuestión afirmando que Dios ya habló a la humanidad a lo largo de la historia, como queda recogido en la Sagrada Escritura. En esta respuesta subyace una imagen que no es exacta; Dios habló, pero ¿cómo?, ¿diciendo palabras al oido del escritor sagrado? No parece ser ésta la comprensión actual del concepto de inspiración. ¿Acaso Dios habló en otros tiempos, pero ya no habla al hombre y mujer de nuestro tiempo? Esto equivaldría a imaginarnos a un Dios reducido al silencio, que vive de espaldas al devenir de la historia y que deja al ser humano abandonado a su suerte. Pero no es esto lo que nos transmite San Pablo, cuando afirma que "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tim 2,4). Dios se revela, en efecto, no guarda silencio ni abandona al hombre a su suerte. Pero Dios se revela, es decir, habla al hombre y mujer de todos los tiempos en la historia; Dios está presente en la historia del hombre, "se hace sentir y le va desvelando su misterio, haciendo así posible que el hombre pueda comprender el sentido último de su vida y tener desveladas las claves fundamentales del misterio que él mismo es" (A. TORRES QUEIRUGA, La revelación de Dios en la historia, Fundación Santa María, Madrid 1985,17).
La presencia "elocuente" de Dios al ser humano de cualquier época y condición es una afirmación de fe: "en él vivimos, nos movemos y existimos", como afirma San Pablo en el discurso del areópago de Atenas (He 17,28). Pero esa presencia sólo es percibida por el ser humano, cuando el desarrollo religioso de una persona, o de una comunidad humana, hace posible que el hombre o mujer "oiga" la comunicación de Dios. Sólo cuando un aparato capta las ondas y lo que éstas contienen se produce la audición del mensaje emitido. Del mismo modo, sólo cuando el ser humano interpreta la llamada, como voz de Dios, se produce propiamente la revelación. De lo que no podemos dudar es de que "Dios se revela sin reservas, con toda la fuerza de su sabiduría y de su poder, y se revela a todos en la máxima medida históricamente posible" (TORRES QUEIRUGA, O.C., 29).
Resumiendo: porque Dios habla (en presente), y porque la actitud religiosa del ser humano le hace capaz de escuchar y responder a Dios, por ello es posible la fe. Descubramos ahora, en la historia, cuáles son los caminos de acceso a la fe.
"Nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae" (Jn 6,44). Desde el primer momento debe quedar claro que la iniciativa de acceso a la fe parte de Dios. La experiencia del hombre bíblico, que ha captado, con profundo sentido religioso, la revelación de Dios pone de manifiesto en múltiples pasajes que es Dios mismo quien, con su acción misteriosa, sale al encuentro del ser humano. Desde Abrahan hasta Jesús, pasando por Moisés, los Jueces, David y los Profetas, Dios aparece tomando la iniciativa de manifestarse a los hombres y mujeres, a los que quiere ofrecer su salvación.
La carta a los Hebreos, en su capítulo once, nos ofrece los ejemplos paradigmáticos de los personajes antiguos que fueron visitados por Dios: Abel, Henoc, Noé, Abraham, Moisés. El creyente de la Biblia descubre a Dios actuando en la historia. Esta acción de Dios, y la palabra que lo acompaña, es voz, es llamada, es autodesvelamiento de Dios. Es Dios llamando al hombre e invitándole a una respuesta creyente y fiel. Ellos respondieron con la fe a esta autorevelación de Dios.
Esta respuesta de fe se expresa en la Sagrada Escritura en términos como: "mantenerse fiel a Dios", "esperar confiadamente en Dios". Expresiones que manifiestan actitudes del verdadero creyente: confianza en la persona que revela y acogida fiel de su palabra. Estas actitudes son también don de Dios. Jesús personifica en sí mismo los dos movimientos: de Dios al hombre (revelación) y del hombre a Dios (fe). El es la palabra que Dios pronuncia, cuando se revela al hombre, y la palabra que el hombre dice, cuando responde a Dios. "Jesús exclamó: mi Padre me lo ha enseñado todo; al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,25.27). Por eso ha sido constituido en "puente" o pontífice entre Dios y los hombres, entre éstos y Dios. "En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por un Hijo" (Hebr. 1,1-2).
Jesús es el salvador enviado por Dios; en él encontramos al "testigo fiel" (Hebr 3,2) que nos acerca a Dios y nos ofrece su misericordia. Pero, al mismo tiempo, él es el sumo sacerdote que se ofrece al Padre en representación de todos los humanos; por él tenemos acceso a recibir con libertad y responsabilidad la misericordia de Dios. "Teniendo, pues, un sumo sacerdote extraordinario, que ha atravesado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firmes la fe que profesamos" (Hebr 4,14). Dios, pues, toma la iniciativa de autorevelarse a la humanidad y posibilita, de esta manera, nuestra respuesta de fe. En su Hijo Jesús Dios nos dice su última palabra y, al mismo tiempo, recibe nuestra primera respuesta de fe. Jesús es, de este modo, el principio y fin de todo lo creado: por quien todo fue hecho y por quien todo ha sido salvado.
La única cuestión importante consiste en encontrarse con Jesús, para tener acceso a Dios. Encontrarse con Jesús: éste es el corazón de la fe. ¿Dónde encontrarse con Jesús?, preguntan muchas personas. La respuesta de un creyente es, a la vez, simple y compleja: en el hombre, en la mujer, especialmente en el pobre: "Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo" (Mt 25,40). Todo ser humano es, además de imagen de Dios, parte del Cristo místico que ha sido constituido en Jesús resucitado. Jesús, el Cristo, ha sido constituido cabeza de la humanidad, principio universal de salvación. El es el "sacramento de encuentro con Dios" (ScHLLEBEECKX).
Pero ninguna realidad humana agota el modelo que es Cristo. O lo que es lo mismo, la imagen de Cristo en el hombre es siempre una imagen desvaída, como un boceto de lo que quiere representar. Por eso es difícil encontrar en la persona humana el rastro o la huella de Jesús, el Cristo. Por la misma razón corremos el peligro de intentar buscar a Jesús por otros caminos, más "espiritualistas", saltándonos la realidad, a veces dura, de los hombres y mujeres que nos rodean. Cuando caemos en esta tentación estamos, en cierto sentido, negando el principio de la Encarnación.
Encontrar a Jesús en sus hermanos, los hombres y mujeres de todos los tiempos, es posible gracias a la acción del Espíritu, que nos abre los ojos de la fe para descubrir esta presencia misteriosa del Señor encarnado y hecho uno de los nuestros.
Podría parecer que esta descripción constituye un círculo inexplicable. En efecto, afirmamos que la fe surge cuando nos encontramos con Jesús, el Cristo; y continuamos el procesó, afirmando que este encuentro con Jesús se da cuando descubrimos su presencia en el ser humano. Y finalizamos el proceso, reconociendo que este descubrimiento es obra de la acción del Espíritu. ¿Será necesario que Dios nos dé la fe para llegar a la fe en el encuentro con Cristo? Entiendo que necesitamos la gracia o ayuda de Dios para encontrarnos con Cristo y abrir nuestro corazón a la fe. Con ello estamos reconociendo que la fe es un don de Dios, que obra en nosotros a través del Espíritu (Mt 16,17). Esto es lo que afirmábamos al poner de manifiesto que , en el proceso de la fe, la iniciativa es de Dios. Supuesto este don del Espíritu, reconocemos en Jesús a Cristo, el Señor. Pero este reconocimiento se hace experiencia vital cuando, por la fe, le descubrimos presente en el hombre, especialmente en el pobre.
Podríamos decir, con cierta audacia, que Jesucristo es el sacramento primordial de Dios entre los hombres; la Iglesia, comunidad de hombres y mujeres, es el sacramento original de Jesucristo y el pobre es el sacramento existencial del Dios de Jesucristo.
Cuando un hombre o mujer se encuentra con Cristo en el hermano no puede por menos de salir de sí mismo, de su individualismo egoísta e insolidario y abrirse a la nueva vida que Dios le ofrece. En el hermano pobre, enfermo, necesitado, oye la voz de Dios, que despierta la compasión, la empatía, en definitiva, el amor. La vuelta a Dios, es decir, la conversión religiosa, va siempre acompañada de la transformación de la vida a favor de los hombres. Si el centro del corazón lo ocupa Dios, el centro de la vida lo constituye el querer de Dios: "amáos unos a otros como yo os he amado" (Jn 13,34). Como nos dice San Juan: "Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?" (1 Jn 3,17).
Cuando el creyente abre su corazón al don de Dios, cuando el Amor se hace presente en su vida, por la fe, el creyente se siente solicitado por quien necesita amor; ahí entran todos los que, aplastados por las injusticias y sufrimientos de la vida, son descubiertos como "sacramentos de Cristo"; es Dios mismo quien solicita este amor, un amor con obras y de verdad (1 Jn 3,18). La respuesta de fe va, por consiguiente, acompañada de la conversión.
5. Vivir la fe y la conversión como tarea permanente
Poner la vida de cara a Dios, acoger su palabra, dejarse alcanzar por su amor, ofrecer a Dios una respuesta obediente y fiel en el quehacer de cada día son algunas actitudes de una persona creyente y convertida. Pero la experiencia nos dice que estas actitudes, que configuran una vida cristiana, sufren los vaivenes propios de las actitudes humanas. Junto a una opción fundamental, realizada por la persona creyente, subsisten las múltiples opciones parciales, que no siempre son coherentes con la opción fundamental.
¡Cuántos buenos propósitos hemos tenido que rehacer a lo largo de la vida! La coexistencia de unas fuerzas misteriosas y contradictorias en el interior de nuestro ser nos hace experimentar frecuentes contradicciones en nuestra vida. Experiencia que compartimos con el mismo Pablo, cuando afirma: "Veo claro que en mi, es decir, en mis bajos instintos, no anida nada bueno, porque el querer lo excelente lo tengo a mano, pero el realizarlo no; no hago el bien que quiero, el mal que no quiero, eso es lo que ejecuto... así, cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro fatalmente con lo malo en las manos" (Rom 7,18-21).
Descubrimos, con cierto desasosiego interior, que las raíces del pecado siguen estando presentes en nuestro interior, incluso después de habernos convertido. "La fuerza del mal es como una fuerza centrífuga que solicita a la libertad humana para que el creyente se aleje de Dios" (Nuevo Diccionario de Catequética, Paulinas 1999, 970). Precisamente por esto necesitamos la ayuda permanente del Espíritu, que actúa como una fuerza centrípeta, para centrar de nuevo la vida del creyente en Dios. Esta asistencia del Espíritu hace posible que el hombre y la mujer cristianos vivan en una actitud de conversión permanente a lo largo de su vida.
Teniendo en cuenta, además, que esta conversión es, al mismo tiempo, moral y religiosa, habremos de concluir que esta actitud de conversión necesita ir acompañada de un esfuerzo de maduración en la fe. Al principio constatábamos que fe y conversión son dos aspectos de una misma realidad. Consecuentemente, la profundización en uno de los aspectos incluye el avance en el otro.
Vivir en actitud de conversión permanente llevará al cristiano a profundizar en su actitud de fe, procurando: 1) una entrega cada día más generosa al Dios de Jesucristo; 2) vivir esta entrega en comunión con otros creyentes; 3) estar abierto a las continuas llamadas de Dios, que hace llegar su voz a través de las mediaciones humanas y de los acontecimientos; 4) traducir en una vida comprometida con la causa del Reino (justicia, fraternidad, paz y dedicación a los últimos de la tierra) su opción fundamental por el Dios de Jesucristo; 5) ir recreando el hombre y la mujer nuevos, a la medida de Cristo, capaces de humanizar las relaciones sociales, políticas, culturales, de manera que contribuyan a que todo hombre y mujer lleguen a ser lo que están llamados a ser; hijos en el Hijo amado del Padre y hermanos en la nueva familia de Dios.
El crecimiento armónico en la fe y la conversión llevará al hombre y mujer cristianos a ser transparencia fiel de la presencia salvadora de Cristo entre los hombres. "No vivo yo... es Cristo quien vive en mi" (Gal 2,20). Al igual que Jesús en su vida terrena, los cristianos estamos llamados a realizar signos de la acción salvadora de Dios entre los hombres.
6. Acción pastoral
Nos preguntamos ahora ¿qué acción pastoral puede conducir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a este paso fundamental de la fe y de la conversión?
Comenzando por una respuesta genérica, habríamos de decir que toda la acción pastoral de la Iglesia va encaminada a suscitar esta respuesta de la fe en los hombres y mujeres de hoy y de siempre. Pero pormenorizando y concretando más la respuesta, afirmamos que la acción pastoral encaminada a conseguir este objetivo deberá incluir estos tres elementos: 1) un anuncio intensivo y explícito de Jesucristo; 2) un proceso catequético de maduración y 3) una acción pastoral más evangelizadora y menos moralizante.
Un anuncio intensivo y explícito de Jesucristo
Los apóstoles consagraron su vida a esta evangelización por la palabra. En los Hechos de los Apóstoles se recogen las primeras actividades que éstos realizaron inmediatamente después de recibir el Espíritu Santo. San Pablo llega a afirmar que él ha sido enviado no a bautizar sino a anunciar la Buena Noticia (1 Cor 1,17). Y el mismo Pablo se alegra de que Cristo sea anunciado, incluso con intenciones bastardas: "Al fin y al cabo se anuncia a Cristo y yo me alegro" (Fil 1,15-18). Todos los apóstoles se dispersaron por el mundo entonces conocido para anunciar a Jesucristo. Sin esta evangelización intensiva no es posible el acceso a la fe, ya que Dios ordinariamente dirige su llamada a través de mediaciones humanas. San Pablo reconoce: ¿Cómo van a creer en él si no han oido hablar de él? (Rom 10,14).
La Iglesia existe para anunciar el evangelio (EN 14). Y esta acción pastoral constituye el corazón del Año Jubilar del 2000: anunciar que, en Jesucristo, Dios ha cumplido sus promesas de salvar a la humanidad (Rom 5,12). Así afirma Juan Pablo II en la Bula Jubilar (VII): "Para nosotros los creyentes el año jubilar pondrá claramente de relieve la redención realizada por Cristo mediante su muerte y resurrección. Nadie, después de esta muerte, puede ser separado del amor de Dios... La gracia de la misericordia sale al encuentro de todos, para que quienes han sido reconciliados puedan también ser salvos por su vida".
Este anuncio explícito de Jesucristo constituye el corazón de la acción evangelizadora de la comunidad cristiana. La encomienda de Jesús "Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio" (Mc 16,15) va dirigida a todos los bautizados. Todos somos misioneros, enviados a testimoniar con obras y palabras que Jesús es el Señor, el Mesías, el Salvador. Somos enviados a realizar este primer anuncio a quienes nunca han sido cristianos, porque no han vivido su vida en referencia al Dios de Jesucristo, aunque tal vez fueron bautizados en su niñez. Es obvio reconocer que es ésta la situación de muchos contemporáneos nuestros en países de tradición cristiana. Urge, pues, incrementar esta primer anuncio, esta acción misionera, en el occidente cristiano. Para ello habrá que provocar una actitud de búsqueda, despertar un interés por la persona de Jesús, ayudar a ponerse en camino a quienes viven de hecho en la indiferencia o el agnosticismo. El cristiano realiza esta primera acción evangelizadora, cuando es capaz de comunicar su propia experiencia de fe.
Comunicar la propia experiencia de fe, éste es el camino. El más directo, el más eficaz por ser el más significativo. ¿Qué significa Jesús para mi? Si la respuesta a esta pregunta me llena de sentido, ilumina el horizonte de mi vida y proporciona una sensación de alegría y esperanza, estaré en condición de transmitir esta vivencia a los demás. Este anuncio resultará interpelador y probablemente también iluminador para el evangelizado. Como decía Pablo VI, esta comunicación de la propia experiencia es el modo mejor de anunciar el evangelio (EN 46). Recogiendo lo anterior, escuchemos a San Pablo recomendar a su discípulo Timoteo: "Te pido encarecidamente: proclama el mensaje, insiste a tiempo y a destiempo" (II Tim 4,2).
Un proceso catequético de maduración
Para llegar a una fe y a una conversión que transformen la vida de una persona creyente es preciso realizar un proceso, en cierto modo similar al que tuvieron los discípulos del Maestro. Según refiere el evangelio, Jesús les llamó; dejaron las redes, o la oficina de recaudación de impuestos, y le siguieron. Utilizando la terminología del apartado anterior, recibieron un primer anuncio, experimentaron un interés primero por Jesús y le siguieron. Pero, a continuación, Jesús les tuvo tres años consigo, realizando un proceso de maduración.
De igual modo, el hombre o mujer que recibe una llamada de Dios, al oir la Buena Noticia de Jesús, puede sentir despertar un interés por la persona de Jesús; en ocasiones puede mostrar una admiración y deseo de seguir sus enseñanzas, e incluso manifestar un cierto cambio de vida o conversión. Pero es de todo punto necesario que realice un proceso de profundización, de discernimiento, de aprendizaje en todos los elementos que constituyen la vida cristiana, la vida propia del seguidor de Jesús. Algo equivalente a lo que es un noviciado, antes de profesar en un instituto religioso, o similar a un noviazgo, que capacita para dar responsablemente el paso al matrimonio.
Algo de esto debe ser un proceso de catequesis, a lo largo del cual la persona va conociendo a Jesús y su mensaje, descubre a la comunidad de sus seguidores, se ejercita en la oración y en la vida cristiana de servicio y amor; va, de este modo, clarificando su respuesta de fe y sus actitudes de conversión. Un proceso de estas características, aun cuando tiene un carácter de iniciación, capacita a quien lo sigue para dar una respuesta de fe al Dios de Jesucristo, con conocimiento de causa y serena responsabilidad. Al mismo tiempo, quien se ejercita de esta manera va incorporando a su vida las actitudes propias del seguidor de Jesucristo, es decir, va avanzando en el camino de situar a Dios en el centro de su vida -conversión-, haciendo del Reino de Dios el valor nuclear de su existencia.
El Directorio general de Catequesis (63) ha situado la catequesis como "momento esencial del proceso de la evangelización". Estamos refiriéndonos, claro está, a la catequesis de adultos, que es la principal referencia de toda catequesis.
La implantación progresiva de este modelo de catequesis renovada en todas las instancias eclesiales posibilitará una acción pastoral conducente a formar adultos creyentes y convencidos.
Una acción pastoral más evangelizadora y menos moralizante
En el apartado V se ha explicado que vivir desde la fe y en actitud de conversión son tarea permanente de toda persona cristiana. La actitud de conversión permanente es propia de cada creyente y de toda la comunidad (Eclesia semper reformanda: la Iglesia debe estar en permanente reforma). Cada cristiano, incluso después de haber pasado por un proceso de maduración, se debate entre la fidelidad y la infidelidad al Señor Jesús, entre el SI y el NO. Sólo Jesús dio un SI completo al Padre (2 Cor 1,18-20). El cristiano, en cierto modo, está siempre volviendo a empezar. G Marcel lo decía con estas hermosas palabras: "Creemos y no creemos, somos y no somos; y es así, porque estamos en marcha hacia una meta que, al mismo tiempo, vemos y no vemos".
No muy distinta es la experiencia de quienes han hecho una opción radical en su vida, por ejemplo un presbítero o una religiosa. Pero también es parecida la situación de estabilidad precaria de quien ha optado por el matrimonio.
Por esta razón necesitamos todos que la acción pastoral de la Iglesia nos ayude a permanecer firmes en la fe y en el nuevo estilo de vida que hemos abrazado, al comprometernos a seguir a Jesús. Cuando queremos referirnos a esta forma de actuar pastoralmente, solemos decir que habrá de utilizarse más el indicativo que el imperativo. Sería bueno que se usara más el estilo pastoral que nos recuerde lo que somos -y lo que estamos llamados a ser- más que imponer autoritativamente lo que hemos de hacer. Dicho de otro modo, es más positivo y estimulante apelar al evangelio que a la moral.
La Buena Noticia, presentada como una llamada e invitación de Dios, genera más adhesión en los oyentes que la excesiva referencia a las obligaciones y deberes que debemos cumplir. Presentar el amor a Dios y a los hermanos, como centro de una vida auténtica de fe, concita más voluntades que el simple recordatorio de todas las renuncias a que se ve abocado el seguidor de Jesucristo. Esto no quiere decir que podamos olvidar las exigencias de nuestra condición de creyentes para la vida de cada día; pero estas exigencias son consecuencias del amor, vivido con autenticidad.
A ninguna persona, que acaba de descubrir el amor, se le pasa por la imaginación pensar en las renuncias a que se obliga; antes bien, ha descubierto la razón de su vivir; al experimentar el entusiasmo de lo nuevo, se deja llevar por sus sentimientos con ilusión y alegría. El mismo caso se da en las personas que se han propuesto alcanzar una meta importante en los estudios o en la profesión. Dan por bien empleados los sacrificios que se imponen para llegar al final. Desde una actitud positiva y estimulante, la visión anticipada de la meta a conseguir desencadena una serie de energías capaces de sortear las dificultades.
Una acción pastoral, que ayude a descubrir el rostro de Cristo en su perfil más atrayente, que propicie un encuentro con él y que ayude a captar la invitación del Maestro "Ven y sígueme", contribuye a asegurar la respuesta del creyente, una respuesta fiel y comprometida.
"La fe y la conversión brotan del corazón, es decir, de lo más profundo de la persona humana, afectándola por entero. Al encontrar a Jesucristo, y al adherirse a él, el ser humano ve colmadas sus aspiraciones más hondas: encuentra lo que siempre buscó y además de manera sobreabundante. La fe responde a esa "espera", a menudo no consciente y siempre limitada, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre mismo y sobre el destino que le espera. Es como un agua pura que reaviva el camino del ser humano, peregrino en busca de su hogar" (Directorio general para la Catequesis, 55).
BIBL. — FRANCO ARDUSSO, Aprender a creer, Sal Terrae, Santander, 2000; J. MARTÍN VELASCO, El encuentro con Dios, Cristiandad, Madrid, 1976; J. MouROUX, Creo en Ti. Estructura personal de la fe, Juan Fiors, Barcelona, 1964; OBISPOS DE EUSKALHERRIA (País Vasco), Creer hoy en el Dios de Jesucristo, Carta Pastoral de Cuaresma-Pascua, 1986.
José Manuel Antón Sastre

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