SUMARIO:
I. La esperanza amenazada: 1. Fundamentos de la
esperanza cristiana; 2. Horizonte escatológico; 3. Claves teológicas de
interpretación; 4. Claves antropológicas. II. Centro
y éschaton
de nuestra esperanza cristiana: 1. El centro: el misterio
pascual de Jesús; 2. El éschaton: la parusía de Jesús. III. Lectura
esperanzada de los novísimos. IV. Claves catequéticas: 1. Tareas de la
catequesis; 2. Aproximación catequética a las afirmaciones escatológicas; 3.
Catequesis según las edades: situación y metodología.
I. La esperanza amenazada
Hasta los umbrales
de la Edad moderna apenas se oponía a la esperanza cristiana ninguna otra
alternativa en el orden religioso o filosófico. El mismo Kant, cristiano de la
Ilustración, de la que se constituyó el gran pensador, proponía en su universo
del saber tres preguntas razonables y trascendentales para el hombre: 1) ¿Qué
puedo saber? En ella iba involucrada toda la capacidad de la ciencia de su
tiempo que él diseñó dentro
de la crítica de la razón pura. 2) ¿ Qué debo hacer? Con ella se proponía
trazar el campo de la moral humana. 3) ¿Qué puedo esperar? Pretendía
señalar las posibilidades y los límites de la religión o de la fe cristiana.
Después añadió una cuarta pregunta que resumía las otras tres:
¿Qué es el hombre?
Los pensadores de la modernidad, después de Kant, han seguido la vía de la
sospecha poniendo en jaque a la fe cristiana y a la esperanza en Dios desde
los principios estrictos del secularismo (Feuerbach) y del ateísmo militante:
materialismo dialéctico (Marx, Engels), espiritualismo decadente por la falta de
porvenir o por el malestar de una ilusión perdida como es la religión cristiana
(Freud), ateísmo de la muerte de Dios, humanismo del superhombre, eterno retorno
y nihilismo (Nietzsche).
1. FUNDAMENTOS DE
LA ESPERANZA CRISTIANA. Esta
sospecha acumulada ha constituido una amenaza y un acoso permanente a la
fe-esperanza de los hombres, pero también ha servido a una gran purificación.
Aunque ha dejado herido el costado del hombre moderno, el creyente ha afrontado
su amenaza y sus retos dando razón de su esperanza en Dios con razonabilidad y
confianza. Y en ello ha encontrado de nuevo los fundamentos de su esperanza
cristiana.
En primer lugar ha estrechado cada vez más
indisolublemente la fe en el Dios vivo, padre y creador, y la esperanza en la
vida eterna. Si hay Dios, y por la fe, oración, amor de los hermanos y
testimonio de vida en favor del evangelio, tenemos, gracias a Jesús, experiencia
de ese Dios viviente,
tiene que haber promesa de vida eterna. Es algo evidente que dimana para el
hombre que cree en el Dios vivo.
De ahí la incoherencia de algunos cristianos de hoy, que, como aparece en
algunas encuestas contemporáneas, dicen creer en Dios y después –sin ninguna
lógica de fe– dudan o niegan la vida eterna que nos viene del Dios vivo que
resucitó a Jesús. «Esta vida es lo único que tenemos, y si morimos, morimos para
siempre» parece escuchárseles. No se preguntan con hondura de quién hemos
recibido la vida y para qué destino. Otra forma escéptica de decir este
desencanto es acudir al refrán «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», o a la
metáfora floral «el muerto va al cementerio a criar malvas». La muerte pare-ce
un hecho natural, y la autodestrucción por la muerte el vertedero final
del hombre y de la historia.
Tal desesperanza conduce a la des-valorización y banalización de esta vida, como
observaba ya Pablo en sus contemporáneos los corintios. Y concluía con ellos,
repitiendo un dicho de Isaías: «¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!» (1Cor
15,32; cf Is 22,13). Pero a su vez, como cristiano, sacaba otra conclusión no
más desoladora: «Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha
resucitado». Entonces los cristianos «somos los hombres más desgraciados». Pero
al llegar a este absurdo de la desesperación total, sal-ta como por un resorte
ante el mismo acontecimiento patente, del que, por gracia, tiene plena
convicción de ser testigo: «Pero no, Cristo ha resucita-do de entre los muertos
como primicias de los que mueren» (cf 1Cor 15,13.16.19-20).
La misma estructura del símbolo niceno-constantinopolitano —y de igual modo el
símbolo apostólico—nos da razón de la lógica de la fe en cuanto a nuestra
esperanza. Al comienzo nos encontramos con que el primer acto de fe, nuestra fe,
descansa en Dios Padre todopoderoso, creador de la vida y de todo. Es un acto de
amor por parte de Dios. No cabe otra motivación en él, puesto que está rebosante
de vida y la vida presupone espíritu de comunicación, participación y amor en
plena libertad. Al final del credo terminamos encontrándonos también con la
afirmación: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».
Y tal concreción de esta vida esperanzada que nos aguarda para siempre se le
asigna al Espíritu Santo, al que se le llama «Señor y dador de vida», porque es
la comunión del Padre y del Hijo en el amor. Es el Espíritu, por el que el Padre
resucitó a Jesús de entre los muertos, y es también el Espíritu que se nos ha
dado, quien nos resucitará (cf Rom 8,11). Todo ello indica que él participa de
la misma soberanía y gloria del Dios viviente y del Cristo resucitado.
Pero en medio de los dos pilares de este arco de fe-esperanza se alza la piedra
clave de la fe en Jesús, el Señor muerto y resucitado.
El era uno de nosotros, pero tenía un espíritu de
comunicación con Dios y una participación con nosotros que rompía toda medida.
Por eso llegaba a tal profundidad en su comunicación con Dios y de Dios con él,
que sólo se puede vislumbrar en su invocación única, personal, de una
profundidad filial insospechable: Abbá. En ella revelaba, a la vez, su
posición única y personal de Hijo. En
cuanto a su solidaridad con nosotros, podríamos definirlo como redentor,
salvador; pero podemos entendernos de igual manera señalando que es «un
hombre-para-todo-hombre» (Bonhöffer). De ahí que su función siempre es
mediática, pero de una calidad única, para su tiempo y para siempre. Por eso su
persona y su historia son decisivas en cuanto a marcar nuestra fe en Dios y
nuestra comunión entre los hombres. El niceno-constantinopolitano, como el
símbolo apostólico, le dedica la centralidad a su persona y misterio: «por
nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue
sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Pero también es él a
quien aguardamos al final de la historia como «Juez de vivos y muertos, y su
reino no tendrá fin». Tal juicio será triunfante y liberador en el éschaton,
desvelando la ambigüedad de la historia; pero mantiene en su carácter
salvífico el interpelante permanente contra el pecado y la in-justicia, la
violencia y la opresión en vida y, definitivamente, en muerte de cada uno y de
todos.
2. HORIZONTE ESCATOLÓGICO. «La verdad —recuerda Juan Pablo II en su
encíclica Fides et ratio— se presenta inicialmente al hombre como un
interrogante: ¿tiene sentido la vida?, ¿hacia dónde se dirige?
A primera vista, la existencia
personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido» (FR 26). «Por
lo de-más, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en
distintas partes de la tierra, marca-das por culturas diferentes, brotan al
mismo tiempo las preguntas de fondo que
caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de dónde
vengo y adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida?
Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel...» (FR
1).
La escatología cristiana, en cuanto tratado o reflexión creyente de
los últimos acontecimientos
que afectan a toda la realidad y que apuntan a la
consumación final, tiene que responder de buen ánimo a una escatología personal,
colectiva y cósmica al mismo tiempo. Su fuente de revelación e inspiración no es
más que la misma experiencia del Dios de Israel y de Jesús, sobre todo, que se
han revelado en la historia. En este sentido se puede decir que nada del hombre,
de la historia y del cosmos es ajeno a la esperanza cristiana.
Si consideramos que la escatología es la teología de la esperanza cristiana,
podemos quedarnos con la bella definición moltmaniana: «la inteligencia de la
esperanza consiste en que anticipemos el mundo nuevo». La esperanza radicada en
la fe y en el amor de Dios en Jesucristo es enormemente creativa y anticipadora
del reino de Dios para los hombres. Ambas, tanto la escatología cristiana como
la teología de la esperanza, necesitan mostrar vigor en sus claves.
3. CLAVES TEOLÓGICAS DE INTERPRETACIÓN. Sólo el Dios que creó de la nada todas
las cosas, y por amor les comunicó ser, vida, amor, inteligencia y espíritu,
puede llevarlas a su consumación y plenitud, porque el Dios creador es el mismo
Dios consumador. El es el principio y
fin de nuestra esperanza. Esto es lo que se
advierte en la historia del Antiguo Testamento. Israel es la
historia de un pueblo, cuya trama la constituyen la historia de la promesa, del
éxodo y de la alianza que después el mesianismo profético, la apocalíptica, los
libros sapienciales y martiriales han configurado lentamente en su horizonte
escatológico. La gracia de Yavé —del creyente, del pueblo fiel a la alianza— y
el amor al prójimo —amor a los pobres en la realización de la justicia y de la
misericordia, e incluso, lo más extraordinario, la salvación de las naciones— se
revelan como el triunfo definitivo del final de la historia en el único reino de
Dios. No es el caos, la ambigüedad ética entre el bien y el mal, la muerte o la
nada lo que nos espera, sino el amor triunfante y escatológico de Dios en la
resurrección de los muertos y en la vida eterna.
Job (19,25), los salmos místicos (16, 49 y 73), el Cantar de los cantares
(8,6-7), o los profetas Oseas (6,1-3) y, sobre todo, Ezequiel (37,1-14) e Isaías
(25,6-9 y 26,19), van perfilando esta esperanza ascendente. El apocalíptico
Daniel 7 pronostica al final del mundo un reino del Hijo del hombre con carácter
de humanidad divina frente a los reinos de las bestias imperantes en la
historia. Y en el capítulo 12 augura la resurrección final de todos, aunque con
distinta valoración para los justos perseguidos y los injustos perseguidores.
Eso mismo aparece en la esperanza diáfana en el Dios de la resurrección de los
muertos de los textos martiriales de 2 Macabeos 7 y 12, y sapienciales del justo
perseguido, torturado y muerto, pero cuya persona y valor inmortal e
incorruptible son garantizados por
Dios como don divino (Sab 1-5). En el vértice de este horizonte escatológico
viene a alzarse históricamente Jesús. Y lo que era en Israel una iluminación
escatológica, poco a poco alumbrada hasta vislumbrar la promesa de vida más allá
de la muerte que se esconde en Dios, se ha convertido de repente —«de una vez
para siempre»—, por Jesús de Nazaret, en cumplimiento anticipado con
consecuencias imprevisibles.
Este Dios que resucita a los muertos por su Hijo Jesús —el resucitado según el
vigor del Espíritu— y el hombre recreado a esta imagen no se pueden avenir con
la doctrina de la reencarnación. Este viejo mito redescubierto en Occidente
–ahora que ha perdido su esperanza cristiana— por la influencia fascinante del
Oriente, no deja de ser un múltiple esfuerzo de salvación del hombre con sus
avatares y purificaciones, pero nunca expresará el don escatológico de Dios.
Esta teología de la esperanza, cuyas «promesas de Dios se cumplieron en él
[Cristo]» (2Cor 1,20), no supone algo impuesto desde fuera o desde arriba, sino
que conecta con las aspiraciones más radicales del hombre —persona, vocación y
destino—, e incluso sobrepasa sus mismas capacidades y, sobre todo, sus
realizaciones, y le sorprende como don gratuito de Dios. Así le hace decir a
Pablo: «Lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que ningún hombre
imaginó, eso preparó Dios para los que le aman» (1Cor 2,9). Aquí es donde se
encuentra la superación y la respuesta razonable frente a las objeciones de la
filosofía del secularismo (Feuerbach), del ateísmo y las filosofías de la
sospecha (Marx, Freud y Nietzsche)
y del agnosticismo y posmodernismo increyente en su
base intelectual.
4. CLAVES
ANTROPOLÓGICAS. El hombre es un ser
abierto y capacitado para vivir en el mundo, para conocer, trabajar,
transformar el mundo y humanizarlo –vocación en el mundo–, para vivir en
comunidad con los otros –comunión, convivencia, comunidad–. Ha nacido y
ha sido educado en una familia; ha sido llamado al amor y a formar otra familia;
es miembro de un pueblo, en cuyo quehacer y destino está llamado a participar,
procurando su perfección y progreso de índole humana y moral, en convivencia
pacífica con los otros pueblos, puesta la mira en la justicia y en el derecho
del bien común de todos los hombres. Pero tiene además una relación muy profunda
e indeclinable, de carácter totalmente trascendente, con Dios —religión—, que
engloba todo y afecta a todas las otras dimensiones mencionadas, sin que les
prive de su autonomía propiciada por él. Está llamado a la perfección de esta
primordial vocación.
Este hombre, vocacionado por Dios, que tiene como futuro escatológico la vida y
la felicidad eternas, que desea, busca, espera y ama con pasión aquí y ahora, y
que ya disfruta, en parte como don y en parte como tarea, es a su vez un ser
menesteroso, contingente, dependiente, sometido al fracaso, a la enfermedad, al
dolor y, finalmente, a la muerte. Está igualmente propenso a la desesperación, a
la injusticia, a la corrupción, al desamor, al odio y a la guerra. Siempre le
acosa, vallando su existencia, el misterio de la iniquidad y del mal. A estas
situaciones, realidades y negatividades humanas, que los humanismos laicistas
del siglo pasado y del presente descuidan por amenazantes de sus ideologías
salvadoras, responde la esperanza cristiana como salvación de Dios en Cristo.
Esto supone el desarrollo de la paciencia escatológica que Dios tiene con
los hombres, que es una especie de amor y de humor salvíficos, que el hombre
debe estimar y valorar en su comportamiento con los demás, e incluso consigo
mismo, para no caer en la desesperación personal y colectiva. Es la paciencia
victoriosa de la cruz amorosa de Jesús, enormemente pasiva y activa al mismo
tiempo. Sin lo primero no moriría por nosotros y sin lo segundo no resucitaría
para nuestra liberación (cf Rom 4,25).
Con esta paciencia amorosa —componente imprescindible de la esperanza— se debe
afrontar al mismo tiempo el carácter dramático del hombre y su historia en el
cosmos: sufrimiento, violencia, injusticia, hambre, enfermedades, víctimas
inocentes —holocaustos—, guerras, catástrofes de la naturaleza, desastres
ecológicos, muerte. El mismo cosmos gime y sufre dolores de parto y aguarda ser
liberado de la servidumbre y corrupción del pecado (cf Rom 8,19-21).
Pero el envés de la realidad dramática refleja paradójicamente la
responsabilidad del hombre, de los gobernantes y de los pueblos, ante los males
y catástrofes del hombre y de la humanidad. La responsabilidad personal toca con
el misterio del mal y del infierno. El hombre es libre y responsable de su
libertad. Quien busque como proyecto de vida, para asegurarse a sí mismo frente
a los demás, la destrucción de la vida de los otros, se pone a sí mismo en
peligro real de perder la vida eterna —condenación, infierno—. Tal posibilidad
real de perderse o condenarse, está en el hombre por su capacidad de obstinación
en el pecado imperdonable. De ahí la advertencia escatológica de Dios a través
de los profetas y, sobre todo, de Jesús, el Hijo que revela la gracia absoluta
del amor de su Padre y de su propio amor.
II. Centro y éschaton de nuestra esperanza cristiana
La pascua de resurrección de Jesús ha dado un vuelco: «Antes Jesús predicaba el
reino de Dios entre los hombres, y ahora —a partir de la pascua—él mismo es el
Predicado» (Bultmann). Ya con antelación había señalado este cambio Orígenes,
cuando dijo que Jesucristo era «el mismo reino de Dios» (autobasileia). Y
es que Jesús se reveló —y así lo ha dado a conocer Dios, su Padre, a través del
Espíritu— no sólo como el mensajero escatológico, el último profeta, sino mucho
más: él es parte personal e integral del mismo reino de Dios; es el Dios Hijo,
junto con el Padre y el Espíritu. Pero esto no invalida para nada el mensaje y
acción escatológicos de Jesús sobre el reino de Dios culminado en su misterio
pascual. De hecho, Dios y el mismo Jesús lo avalan para siempre, precisamente
por su resurrección, como el único camino de implantación auténtica del Reino
hasta que él venga glorioso en su parusía.
A partir de la pascua, pues, el único camino de la esperanza cristiana es vivir
el reino de Dios como mensaje y acción evangélicas entre los hombres, tal como
Jesús de Nazaret vivió entre nosotros y consta en el evangelio; eso sí:
partiendo de su presencia resucitada entre nosotros, y desde la esperanza activa
de su venida gloriosa (la parusía).
1. EL CENTRO: EL MISTERIO PASCUAL DE JESÚS. Tanto el anuncio apostólico como las
confesiones de fe más primitivas, el bautismo cristiano, los himnos y la
liturgia eucarística de la Iglesia, coinciden en manifestar que la pascua de
Jesús, su muerte con su resurrección gloriosa, es el acontecimiento decisivo de
la revelación de Dios y de la salvación del hombre soteriológica y
escatológicamente. A partir de la resurrección, Dios se ha revelado como Abbá,
el Padre «que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rom 4,24; 10,9; etc.),
y lo ha constituido «Señor», «Salvador» y «Juez de vivos y muertos».
Por eso, una antigua confesión cristiana recogida por Pablo dice: «Porque si
confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rom 10,9). Que en Juan se formula:
«El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 3,36). El mismo dice de sí: «Yo
soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Juan, en su evangelio, habla menos
que los sinópticos de reino de Dios y más de vida eterna; pero ambos conceptos
simbólicos, omnicomprensivos de vida y de amor, son idénticos. Pablo sacará
inmediatamente la conclusión para sí y para todo cristiano: «No vivo yo, es
Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). A partir de aquí
tiene sentido todo el dinamismo de la vida bautismal
y eclesial.
2. EL ÉSCHATON: LA PARUSÍA DE JEsÚs. En la pascua de Jesús se encierra ya
la consumación del hombre, de la historia y del cosmos: el que ha muerto por
nosotros y ha resucitado de entre los muertos para nuestra justificación y
liberación es el que vendrá al final, glorioso. La parusía será la victoria
escatológica del juicio de Dios como gracia de Jesucristo que trae la
resurrección, la vida eterna, la bienaventuranza a la historia, despojándola de
su ambigüedad y desligándola de todo vínculo de injusticia, de mal y de muerte.
Esto es el reino de Dios en gloria definitiva, que afectará a la historia de
todos los hombres y del cosmos.
De ahí no sólo el papel tan gozoso que la pascua imprimió a la vida y misión
evangelizadora de la Iglesia, sino también la expectación jubilosa de la
parusía. Así se explica la alegría con la que partían el pan (eucaristía)
por las casas los primeros cristianos; el grito jubiloso con el que invocaban a
Jesús dentro de la eucaristía: Maranathá —«Ven Señor Jesús» lCor 16,16;
Ap 22,21; Didajé 10, 6—y la valentía —parresía— con la que predicaban el
evangelio los apóstoles, dispuestos a sufrir cárceles y la misma muerte a causa
del Señor Jesús resucitado.
Esta parusía, así de jubilosa y liberadora, que siempre pareció tan cercana a
los creyentes de las primeras generaciones y tan lejana a las siguientes
generaciones de la historia, es igualmente cercana y lejana para todos. Es la
refracción de la cercanía y lejanía de lo eterno de Dios en la resurrección de
Jesús, su Hijo, que se revela así en nuestra historia.
Nosotros, y toda la historia de los hombres y del cosmos, recorremos un camino
que está entre la pascua y la parusía. Podemos decir que el reino de Dios, en
Jesús, ya está entre nosotros, pero todavía no se ha consumado. En medio
está el camino del evangelio de Jesús, que media en la historia con todas sus
tareas y sus dones, como fermento en la masa, desde la pascua del Espíritu hasta
la consumación final. Entre el gozo y el dolor, entre la gracia y el pecado,
entre la vida y la muerte, la Iglesia sabe que la tarea de evangelizar la hace
más grave y dramática la libertad pecadora de sus propios miembros, y después de
todos los hombres y los pueblos en un cosmos todavía no redimido. Pero también
sabe que «Cristo ha vencido al mundo» y que está con ella hasta el fin de los
tiempos. A esta historia liberadora del evangelio en el mundo hay que sumar la
labor positiva de las otras religiones y de tantos hombres de buena voluntad. A
todos estos esfuerzos Dios les dará el plus inmerecido, remecido, magnánimo de
su consumación y plenitud en su vida divina, por medio de su Hijo.
La esperanza se decanta claramente no por un interés burgués, como la
supervivencia o inmortalidad egoísta, por la vida (Feuerbach); ni por un cielo
de falsas ilusiones infantiles imposible de alcanzar (Freud); o por un
resentimiento y un deseo de venganza contra los triunfadores de este mundo (Nietzsche);
sino porque aguardamos a Alguien, no algo. «Esperamos al Salvador y Señor
Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo lleno de miserias conforme a su
cuerpo glorioso» (Flp 3,20-21).
III. Lectura esperanzada de los novísimos
Para leer hoy teológica y catequéticamente los novísimos, tenemos que
insertarlos en el centro de la gran esperanza cristiana que, en Cristo, abarca
al hombre, a la historia y al cosmos, y que está magníficamente desarrollada por
las cuatro constituciones del Vaticano II. Con esas dimensiones universales,
comunitaria y cósmica, podemos dar por buena la propuesta de H. Urs von
Balthasar que, allá por los años cincuenta, recogiendo el aire renovador de la
escatología cristiana y bíblica del tiempo, con carácter más personalista y
menos cosista, definía los novísimos centrándolos en Dios y en Cristo: «Dios
mismo después de esta vida es nuestro lugar (Agustín). Dios es el fin último de
la creación. El es el cielo para quien lo gane; el infierno para quien lo
pierda; el juicio para quien él examine; el purgatorio para quien purifique. Es
Aquel por quien muere todo mortal y por quien resucita en él y para él. Pero lo
es precisamente en el modo como él se vuelve al mundo, en su Hijo Jesucristo, el
rostro revelado de Dios y, por lo tanto, la personificación de los últimos
fines».
Sabiendo, además, como lo indica uno de los más bellos y directos documentos de
la Comisión episcopal para la doctrina de la fe: «De esa comunión goza
plenamente ya quien muere en amistad con Dios, aunque a la espera misteriosa del
"último día" (Jn 6,40)» (Esperamos la resurrección
y la vida eterna II, 12 [26.11.1995]). Esta
anticipación plena para la persona después de la muerte, es una marca de la fe
cristiana y eclesial, que revela la calidad escatológica de nuestra inserción
pascual en la muerte y resurrección de Jesús, no sólo en esta vida sino, sobre
todo, en la muerte. Como dice Pablo: «Si con él morimos, también viviremos con
él».
Toda persona muerta en Cristo entra ya definitivamente en el ámbito de la
resurrección gloriosa de Cristo, y participa ya de él. Por eso puede y debe
considerarse la muerte del cristiano como una celebración en donde la
incorporación escatológica de su persona a la pascua del Señor entra en su fase
final, hasta que él venga. Esto no quita que estén pendientes hasta la parusía
del Señor el carácter completo, total y pleno de la pascua eterna de Jesús en la
historia, todavía abierta, de los hombres. Y que la Iglesia use el lenguaje
dogmático de la inmortalidad del alma como representativo de la persona, para
hablar de los muertos que resucitarán el último día en la resurrección de la
carne. Antes de este acontecimiento consumador ya están beatíficamente con Dios
y con Cristo.
En la doctrina del purgatorio no debemos olvidar que el cristiano, por su
condición bautismal, está justificado en gracia, pero mantiene todavía una
propensión al pecado, y peca en realidad, y a veces hasta de modo diabólico —simul
iustus et peccator—. De ahí que deba mantener permanentemente la
purificación de todo pecado por medio de la conversión al amor. A medida que
crece su maduración e integración en el amor a Dios y al prójimo, más cerca está
del amor puro. Para aquellos que no han logrado en vida la plena purificación en
este amor de gracia, el purgatorio, lejos de ser un infierno atenuado y
pasajero, resulta ser esa maduración e integración en el amor, un paso —no
medido por el espacio y el tiempo—para llegar a la plena comunión beatífica con
Dios. Una aproximación para comprender lo que significa el purgatorio, sería el
papel que juegan en vida el dolor, los sufrimientos, para la
formación-maduración de la persona y hasta, en el fondo, el diálogo con la
doctrina hinduista de la reencarnación.
Al final uno se puede preguntar: ¿cómo están unidas y cohesionadas estas dos
dimensiones de la única escatología cristiana: la personal y la universal? No
sabemos ni el cómo ni el cuándo. Pero es, sin duda, en la eternidad del misterio
del Dios uno y trino, que supera el ser y el tiempo, y en la resurrección de
Jesucristo, verdadera «medida de todas las cosas» —hombre, historia universal,
cosmos, vida, muerte, resurrección—, que tiene la clave de la consumación final.
Por eso confiamos plenamente en él.
IV. Claves catequéticas
Una aproximación catequética a la escatología puede orientarse en tres
direcciones: 1) En primer lugar, si la catequesis debe iniciar armónicamente en
la totalidad de la vida cristiana, sus cuatro dimensiones o tareas básicas
—iluminación de la fe, animación de la vida, participación en la liturgia, vida
apostólica (cf GE 4)— deben estar presentes en la catequesis sobre la
consumación final. 2) Además, conviene
descender a la escatología concreta para desarrollar objetivos catequéticos
específicos. 3) Por último, una catequesis según las edades debe tener en cuenta
las experiencias significativas de cada etapa, de modo que la situación vital
concreta entre en creativo diálogo con las experiencias cristianas fundantes
—aquí las escatológicas— para educar la experiencia del hombre y expresarla como
auténtica experiencia cristiana.
1. TAREAS DE LA
CATEQUESIS. a) Conocer el misterio
de la salvación. «Espero la resurrección de los
muertos y la vida del mundo futuro». Así cierra la Iglesia su confesión de fe.
El credo cristiano tiene su origen en el Dios creador de la vida, su centro en
la pascua de Cristo, su plenitud en su retorno glorioso y su final en la
resurrección de la carne y en la vida eterna. La fidelidad de Dios a sus
promesas ha tenido su cumplimiento en la resurrección de su Hijo, quien por la
emisión del Espíritu nos coloca ya en las realidades últimas: como peregrinos
hacia la plenitud, en esperanza vivimos la realidad de ser hijos de Dios hasta
que se manifieste completamente lo que seremos. La capitalidad escatológica de
Cristo supone que el resucitado retornará y desencadenará los acontecimientos
últimos. Por tanto, hay teológica y catequéticamente una jerarquía de verdades
escatológicas. La venida de Cristo se desarrolla en tres etapas: 1) como siervo
en la encarnación; 2) resucitado y presente entre nosotros por la acción del
Espíritu; 3) retornado en gloria, vivificando en plenitud —resurrección de los
muertos—, dando sentido a la historia —juicio universal—, renovando todas las
cosas —nueva creación—.
La parusía es célula generadora de la escatología: manifestación gloriosa y
consumación de su obra. Los acontecimientos individuales siguen un proceso que
se inicia en la muerte —morir en Cristo libera del miedo—, el juicio individual
—en Cristo el hombre encuentra la verdad última de su propia vida—, la
posibilidad de purificación —purgatorio como fuego purificador y unitivo—, la
hipótesis de la condenación eterna —infierno como cerrazón libre y definitiva al
amor de Dios— y la vida eterna —sobria afirmación de contemplación inmediata de
Dios por parte del justo—. Para la catequesis es prioritaria esta unificación de
todo el mensaje escatológico en torno a Jesucristo.
b) Aprender a orar y celebrar la fe. «Ven, Señor Jesús» —grito de la
asamblea en el centro de la plegaria eucarística— es la oración cristológica más
antigua. La expectación escatológica ocupaba un lugar privilegiado en la
espiritualidad y en el culto de los primeros cristianos. Hoy debemos recuperar
la dimensión escatológica de la liturgia, bastante oscurecida incluso después de
la reforma conciliar. Si celebramos la actualización de los hechos salvíficos
del pasado es para anunciar y anticipar el futuro definitivo: la liturgia como
anticipo de la liturgia celestial (cf CCE 1090, 1130). La catequesis litúrgica
debe educar —con la misma fuerza que la dimensión pascual— la dimensión
escatológica, sobre todo, en la eucaristía como anticipo eminente del Reino (cf
GS 38; CCE 1326, 1402-1405). Momentos —poscomunión, aclamación posconsecratoria,
etc.— y tiempos privilegiados para acentuar la dimensión escatológica son el
adviento, la vigilia pascual, la Ascensión, la solemnidad de Todos los Santos,
la conmemoración de los Difuntos, los últimos domingos del año litúrgico, la
Asunción y las exequias. La preparación al último tránsito se expresa
sacramentalmente en la unción de los enfermos y, particularmente, en el viático
(cf CCE 1523-1524).
«Venga tu Reino» es el corazón de la oración dominical. La dimensión
escatológica es parte integrante de la oración cristiana, si bien suele figurar
de modo tan implícito que merece la pena ser subrayado. En el centro de la
espiritualidad cristiana está la tensión escatológica del ya sí, pero todavía
no, pues por el bautismo vivimos los valores de allá arriba, en las tareas
intrahistóricas esperamos y anunciamos la plenitud de la salvación, y en los
dolores y fracasos de la vida mantenemos ardiente la plegaria esperanzada (cf
CCE 2816-2821). La catequesis debe educar en las diversas formas de oración:
agradecimiento por la vocación a una vida en plenitud; súplica confiada para
mantener viva la esperanza; oración solidaria y activa por los dolores del
mundo; lectura contemplativa de la vida para descubrir los signos del Reino. De
modo particular, la mirada hacia el futuro tiene que aparecer en la relación del
creyente con Jesucristo —finalidad propia de la catequesis—, suscitando el deseo
de su retorno glorioso. El deseo de ver a Cristo —anhelo vivido intensamente en
la tradición cristiana— debe ser educado para que «tengan siempre presente la
expectación de Cristo» (cf RICA 19).
c) Ejercitar las actitudes
evangélicas. En la predicación y en la
catequesis sobre las realidades últimas, la esperanza teologal es la actitud
básica y medular. La dimensión personalista de la esperanza subraya la tensión
escatológica del ya sí, pero todavía no, como una de las claves fundantes
de la moral cristiana y de su educación y desarrollo en la vida del creyente.
Sin embargo, alimentar la esperanza no es favorecer un vano optimismo de que
todo se arreglará, sino más bien robustecer la certeza de que el mal actual no
va a tener la última palabra en el futuro; es avivar la preocupación por el
progreso temporal hasta la plenitud en la venida del Señor, así como la
relativización crítica de todo progreso. La esperanza escatológica debe
enmarcarse en la fe, de donde brota, y en el amor, donde se hace activa. La
esperanza brota de la fe en el Dios fiel a sus promesas, de tal modo que la
falta de esperanza en la vida eterna denota un debilitamiento de la fe en el
Dios de la vida. Por otra parte, la caridad encuentra en la esperanza su sentido
y su futuro, pues sólo desde la confianza en el Dios-Amor toda obra de amor
germinará en el futuro; así, frente a la caducidad de todo lo humano, la
esperanza teologal lleva al cristiano a vivir un amor radical, gratuito y
perdurable. La dimensión teologal de la vida cristiana crea una línea de
continuidad entre el presente y la plenitud.
En el desarrollo de la vida moral del creyente, la
esperanza genera diversas actitudes cristianas: con la vigilancia como actitud
básica, descubre que en su vida de fe vive ya de modo anticipado aquello mismo
que en el último día logrará ser en
plenitud; la esperanza adquiere sentido de paciencia, como expresión típica de
la tensión escatológica; la catequesis educa en la lectura creyente de los
signos de los tiempos, para capacitar al cristiano a ver los gestos
salvadores de Dios en la historia, como anuncio de la salvación definitiva; la
invitación a la conversión nace de las palabras de Jesús acerca del fin del
mundo y de la posibilidad de cerrarse definitivamente a Dios; el juicio
definitivo de Dios debe crear en el creyente la capacidad de juzgar con verdad
su propia vida y la de los demás hombres, sabiendo que, en definitiva, sólo Dios
puede desvelar la verdad del corazón —insondable y ambiguo— del hombre; el
conocimiento del tema del juicio educa en la responsabilidad con los otros,
identificando la causa de Jesús con la causa de los pobres.
d) Formar la acción apostólica y misionera. Frente al escapismo
espiritualista —salvación sólo del alma— y a la escatología inmanente —el
paraíso en la tierra— se alza la esperanza escatológica. La catequesis, pues,
debe educar en estas actitudes: la transfiguración de este mundo será, sobre
todo, don de Dios, pero también tarea nuestra; la esperanza final debe potenciar
el compromiso con el hoy y el aquí; la catequesis descubre la necesidad de
comprometerse, desde la fe, en la construcción de un mundo nuevo y mejor, más
humano, más fraterno y más de Dios. Con su compromiso, el cristiano está
preparando la venida del Señor y la consiguiente consumación de todas las cosas
en el reino de Dios. Por otro lado, el todavía no escatológico libera
—crítica y proféticamente— al creyente de identificar el reino con cualquier
conquista intrahistórica del hombre. Así, el cristiano relaciona y distingue el
crecimiento del Reino y el progreso social (cf CCE 2820).
Un capítulo interesante y novedoso es suscitar en clave escatológica el
compromiso ecológico y la responsabilidad de verificar la esperanza teologal en
la lucha por la justicia y la libertad. El hambre y sed de justicia total
—utopía no realizada históricamente— alcanza su cumplimiento en el juicio
universal, como iluminación del sentido último de la historia y realización de
la plena justicia. Lo mismo debe afirmarse de la lucha por la libertad. El
horizonte escatológico potencia y da sentido al presente: en aquel día habrá
libertad para todos, libertad y liberación definitiva sobre toda alienación.
2. APROXIMACIÓN
CATEQUÉTICA A LAS AFIRMACIONES ESCATOLÓGICAS. a)
Parusía.
Vertebrada cristológicamente en torno a la parusía de Cristo,
la catequesis debe subrayar su carácter de buena noticia para los creyentes y de
seria advertencia para los que viven de espaldas a Dios. Por eso, las palabras
de Jesús acerca del fin del mundo deben ser escuchadas como invitación a la
conversión. Se debe, pues, despertar una actitud de esperanza ante las señales
que anuncian el fin: Cristo vence sobre todo lo que destruye el mundo. De igual
modo, se ha de alimentar la gozosa esperanza de aguardar al Señor, que no vendrá
desde lejos, sino que —presente en lo más hondo de la vida y de la historia— se
hará patente y manifiesto a todos.
b) Resurrección de la carne. A partir del pensamiento paulino (cf 1Cor
15), se debe superar el lenguaje dualista, subrayando el carácter escatológico,
somático, corporal y cristocéntrico de la resurrección. La catequesis ha de
vincular causal y formalmente la resurrección de los muertos a la de Cristo,
triunfador de la muerte y artífice de nuestra resurrección: hay resurrección de
los muertos porque Cristo ha resucitado. Resucitamos a imagen de Cristo
resucitado y como miembros de su cuerpo, lo que significa subrayar la dimensión
corporativa, social, eclesial, sacramental y comunitaria de la resurrección. En
consecuencia, la catequesis destacará la esperanza de resucitar en la totalidad
de la persona y comunitariamente, superando una concepción de la vida eterna
desencarnada —sólo del alma—, privatizada —sólo del individuo—, no cósmica —sólo
de los humanos—. Se manifiesta así la riqueza del mensaje cristiano sobre la
resurrección de la carne —el hombre en su dimensión corporal pero no meramente
material o corpuscular, como expresión diáfana del auténtico ser del hombre:
resurrección del cuerpo espiritual.
c) Juicio.
Entre los objetivos catequéticos a alcanzar en la presentación del tema del
juicio, ha de destacarse la vinculación del juicio a la parusía, para que la
realidad tremenda del juicio no produzca miedo, sino respeto y consuelo, pues el
juez manifestado en gloria es el mismo que se entregó por nosotros: Jesucristo
es juez de misericordia y salvación. Desde esta perspectiva hay que situar el
argumento central del juicio: el reconocimiento de Jesús en los más humildes.
Así, el juicio de Dios debe ser anunciado
como el día esperado por el creyente y temido por quien vive de espaldas a Dios
y al hermano.
d) Vida nueva o cielo. Tanto en la predicación como en la catequesis, una
presentación actualizada del cielo debe acentuar sus aspectos personalistas y
comunitarios. En este campo es capital la importancia del lenguaje con
expresiones como visión de Dios, vida eterna, divinización, ser con Cristo,
estar con Cristo y con los hermanos. Frente a una catequesis que se preocupaba
de describir fantasiosamente el cómo de la vida eterna, se ha de destacar la
dimensión personal, social y cósmica de la vida nueva: comunión en el ser de
Dios, fraternidad de todos con todos —communio sanctorum—, relación
armónica con el cosmos; es decir, la persona es divinizada; la sociedad humana
deviene comunión de los santos; el mundo, nueva creación.
Frente a viejas disociaciones, la catequesis actual debe explicitar cómo el
Reino, ya comenzado, camina hacia su plenitud en Cristo, y cómo dicha plenitud
coincide con la de la humanidad y la del mundo: el cosmos actual y la nueva
creación se identifican básicamente. La línea de continuidad entre creación y
consumación se hace más patente desde la energía del amor divino, que es común a
ambas. Consecuencia catequética de esto deberá ser descubrir los signos del
Reino ya presente en medio de este mundo, y vivirlos como anticipación y
garantía del mundo futuro.
Sobre la situación de los redimidos antes de la resurrección universal, la
catequesis debe afirmar con decisión y austeridad que los justos contemplan a
Dios cara a cara; la antropología dualista alma-cuerpo tenía la ventaja de ser
fácilmente catequizable por partir de una hipótesis simplista (el alma con Dios,
el cuerpo en espera de la resurrección); superada esta visión espacio-temporal,
hay que buscar nuevas mediaciones catequéticas para expresar sobriamente la
situación de los difuntos: muerte y resurrección son acontecimientos distintos y
sucesivos, pero no cualitativamente distantes.
e) Muerte eterna o infierno. Entre los objetivos
catequéticos de una presentación actualizada del infierno hay que afirmar que la
condenación eterna es una posibilidad real del futuro del hombre como ser libre.
Esta ha de presentarse como obra de seres totalmente autosuficientes, cerrazón
libre y empecinada frente a Dios, resaltando con énfasis que Dios tiene un único
proyecto sobre el hombre: la salvación. El infierno —como el mal— no es creación
de Dios, sino resultado de la libertad y del pecado del hombre; el infierno,
pues, no es obra de Dios. Las palabras de la Escritura sobre el infierno deben
explicarse como aviso amoroso de Dios, que quiere evitarnos ese estado
definitivo de condena; son una invitación a la conversión; la posible
condenación se concreta en el rechazo a Dios, a Jesús, a su Iglesia, a los
pobres, a la persona humana.
f) Muerte. Entre las experiencias
humanas la realidad insoslayable de la muerte sigue siendo un capítulo
privilegiado a la hora de plantear interrogantes y, por tanto, puede generar
actitudes de rebeldía o apertura frente a nuestra cultura cerrada en lo
inmanente, que ignora la muerte o la presenta sólo como un dato biológico.
La muerte puede ser evocada —sobre todo en la precatequesis como una de las
preguntas privilegiadas, que están pidiendo sentido: la muerte necesaria por vía
de hecho, pero absurda por vía de razón; frente a todos los empirismos, los
interrogantes abiertos por la muerte inspiran una visión esperanzada de apertura
a alguna forma de trascendencia, que está operando una reflexión, en cierta
medida, religiosa. La pregunta sobre la muerte cuestiona la pregunta sobre el
sentido de la vida y de la historia, sobre la validez de los imperativos éticos
absolutos. Frente al tabú de nuestra cultura ante la muerte, hay que tomar
conciencia de que la realidad de la muerte es el mayor enigma de la vida humana:
la muerte no sólo como realidad natural sino —desde la fe— como salario del
pecado. A su vez, la muerte —algo a lo que progresivamente nos acercamos—
relativiza la existencia, revalorizando, a su vez, el tiempo presente y lo
inaplazable de esta vida. Por tanto, el hecho de la muerte es algo irreversible
—fin de la vida terrena— y fija definitivamente —frente a toda ensoñación
reencarnacionista— al hombre en su opción ante Dios.
Un itinerario catequético sobre el tema de la muerte debe seguir estos pasos: el
hombre, que forma parte de la humanidad pecadora, es esclavo de la muerte;
Jesucristo experimentó la muerte humana no como acto de necesidad, sino de
suprema libertad; así, cambiado el sentido de la muerte, el morir cristiano es
con-morir con Cristo. El núcleo del mensaje debe centrarse en el anuncio del
resucitado como única realidad por la que esperamos salvarnos: él significa y es
para nosotros la victoria sobre la muerte –el último enemigo del hombre y del
mundo–; sufriéndola voluntaria y obedientemente, Cristo transformó la maldición
de la muerte y la situó en tránsito a la vida plena.
g) Purgatorio. La catequesis sobre el purgatorio
debe presentar la eventual purificación del justo después de la muerte,
relacionando esta situación con la imperfección e inmadurez presente del hombre:
el purgatorio se presenta así como proceso de madurez después de la muerte. Debe
evitarse absolutamente presentar este estado como un infierno temporal o en
pequeño, y hacerlo, más bien, como proceso necesario para que el justo
–manchado, inmaduro– pueda entrar en el gozo de la plena comunión de vida con
Dios y acceder al misterio de su plenitud humana. La metáfora del fuego puede
aprovecharse catequéticamente como fuerza purificadora y unitiva, dolorosa y
costosa, semejante a la ruptura con la situación de pecado. En este contexto, se
ha de destacar la dimensión pascual de la comunión definitiva con el Señor,
subrayando que la pascua no sólo es resurrección, sino también muerte y
sepultura.
Superada la imagen local-temporal del purgatorio, el encuentro definitivo con el
Señor puede ser presentado como algo traumático y revolucionario, que supone la
maduración instantánea de todo el ser del hombre. Con la dimensión personalista
de encuentro con Cristo, se ha de destacar la solidaridad en la comunión de los
santos, en cuanto que nadie se salva solo; de aquí la fundamentación catequética
y litúrgica de los sufragios por los fieles difuntos, que siguen viviendo
en comunión orgánica con los miembros —todavía peregrinos— del mismo cuerpo de
Cristo.
3. CATEQUESIS SEGÚN
LAS EDADES: SITUACIÓN Y METODOLOGÍA. a)
Infancia y preadolescencia. Hay en
el niño experiencias en las que percibe y siente cómo existen cosas,
acontecimientos, ilusiones y proyectos que tienen fin, experiencias duras,
interpeladoras que piden un sentido. Ante un tema tan difícil, el educador –sin
ocultar experiencias frustrantes– ha de iluminarlas progresivamente con
delicadeza, sin mentirle, sin fáciles escapismos. El anuncio esperanzado de un
más allá pleno y feliz puede conectar con el sentido lúdico del niño: el cielo
como la mejor fiesta –sin fin ni separaciones–, gratuita –regalo de Dios–,
comunitaria y social –Dios quiere reunir a todos–. Con los mayores no se puede
soslayar una referencia al infierno, presentado no como castigo divino, sino
como rechazo humano al amor de Dios.
Esta catequesis tiene un buen punto de partida en la expectativa del niño a una
vida mejor, sin penas, sin sustos ni dolor; él es consciente de sus
limitaciones, se siente atraído por el bien, necesitado de confianza y deseoso
de colaborar. La clave afectiva –amistad y cariño hacia Jesús– desarrolla los
grandes contenidos catequéticos: estar definitivamente con Jesús; dejarnos amar
por su Padre; ser capaces de amar del todo a todos; los difuntos ya están con el
Señor y con él velan por nosotros. La catequesis sobre la consumación busca que
el niño se sienta invitado a vivir una vida mejor y para siempre, comenzada con
su colaboración aquí y ahora. La respuesta cristiana se expresa en el
agradecimiento por la llamada a una vida mejor y definitiva, en la súplica para
que los hombres acepten esta invitación, en el compromiso por hacer un mundo más
bonito.
b) Adolescentes y jóvenes. El adolescente y el joven tienen los ojos
puestos en el futuro, siendo esta proyección una dimensión clave de su identidad
personal. Junto a los riesgos del cambio, se desarrolla en ellos un ansia
ilimitada de felicidad, de plenitud, de realización. Esta mirada confiada en el
futuro, en la que el muchacho desea crecer, rechaza instintivamente todo lo que
pueda suponer limitación. El joven, a su vez, se da cuenta de su incoherencia e
incapacidad para resolver los problemas que le rodean. Esta ambivalencia
adquiere su máximo exponente ante el enigma de la muerte: la muerte de la vida,
del cosmos, del hombre es la más seria amenaza a las ansias de vivir que en este
momento bullen en su corazón. El adolescente vive la contradicción del ansia de
vida, de felicidad y de futuro, frente al desconcierto de lo desconocido, de lo
extraño. Esta es su doble lectura de los valores ante el futuro. A este
respecto, son altamente sugerentes las preguntas con que el Catecismo para
preadolescentes. Con vosotros está, sintetiza los interrogantes juveniles:
«Siento gran curiosidad por todo lo que se refiere al fin del mundo ¿Qué pasará?
Algún día desaparecerá todo. ¿Por qué morir? ¿Será verdad eso de un mundo
nuevo? Nada colma mis deseos. ¿Dónde está esa felicidad que tanto anhelo?».
En la catequesis juvenil, el anuncio cristiano de la esperanza definitiva tiene
como objetivo educar en la espera confiada de una plena realización personal,
comunitaria y cósmica, basada en la seguridad del amor y la acción de Dios en la
vida y en la historia, superadora de los temores y desconfianzas que sugiere el
futuro. Este objetivo global se diversifica en dos: vivir con esperanza cara al
futuro y trabajar por el bien de los hombres aquí en la tierra. Ansia de
plenitud y autenticidad moral definen las claves de esta etapa.
c) Adultos. El adulto percibe la vida y la
historia con una mirada realista, experimentando cómo es dueño de su vida y, a
su vez, cómo esta se le escapa. El valor del realismo y la adecuación a la
realidad pueden llevar a la resignación o a la pérdida de horizontes utópicos.
El adulto joven, al aparecer las primeras decepciones, puede evadirse de las
grandes preguntas, cayendo en la preocupación por lo inmediato, el acomodarse o
escabullirse, hasta el cinismo ético. El adulto mayor siente la vida no sólo
como plenitud y autorrealización, sino también como desmoronamiento y límite, y
es proclive a la desilusión y hasta a la desesperanza. Esta experiencia no queda
reducida al ámbito de lo íntimo y de lo privado, sino que alcanza al sentido de
la historia y a la posibilidad de un más allá distinto.
Sin embargo, es tiempo privilegiado para el nacimiento de la auténtica
esperanza. Entonces el adulto es invitado a superar tanto los optimismos
ingenuos como la resignación impotente. El anuncio de las realidades últimas
desencadena la apertura a un mundo nuevo –cumplimiento de las promesas
divinas, no conquista autónoma del hombre– y anima al trabajo activo y paciente
por este mundo, como anticipación y anuncio del Reino. La clave pascual de la
esperanza cristiana adquiere en la edad adulta el momento de su madurez; sobre
todo cuando las decepciones desmoronan tantas ilusiones, es el momento de
penetrar en el sentido pleno del acontecimiento pleno: «Si el grano de trigo no
muere...» (In 12,24). Es el momento del alumbramiento definitivo de la
esperanza.
BIBL.: BREUNNING
W.-RAHNER K.-SCHÜTZ CH. Y OTROS, Consumación escatológica, en FEINER J.-LÓHRER
M. (eds.), Misterium Salutis V, Cristiandad, Madrid 1984; COMISIÓN
EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Esperamos la resurrección y la vida
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ALEMANA, Catecismo católico para los adultos, BAC, Madrid 1990, 439-475;
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está. Catecismo para
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601-663 [también Manual del educador 1. Guía doctrinal 377-429; 2.
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el Señor. Segundo catecismo para la comunidad cristiana, Edice, Madrid 1982
[también Guía pedagógica 150-164]; Esta es nuestra fe. Esta es la fe
de la Iglesia, Edice, Madrid 1986, 201-216 [también Guía pedagógica
148-207]; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Recentiores
episcoporum Synodi (17.5.1979); GEVAERT J., La dimensión experiencial de
la catequesis, CCS, Madrid 1986, 156-163; KEHL M., Escatología,
Sígueme, Salamanca 1992; INSTITUTO SUPERIOR DE CATEQUÉTICA DE NIMEGA, Nuevo
catecismo para adultos, Herder, Barcelona 1969; NOCKE F. J.
Escatología, Herder, Barcelona 1980; PEDROSA V., El cristocentrismo
escatológico, clave de una catequesis para nuestro tiempo, Teología y
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Pío X, Madrid 1990.
Eliseo Tourón del
Pie,
Lucas Berrocal de la Cal y
José Manuel Sacristán Gómez
Lucas Berrocal de la Cal y
José Manuel Sacristán Gómez
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