En el mundo en que vivimos, cada vez más moldeado por la ciencia e invadido por
la técnica, la cuestión de la vida espiritual se plantea en unos términos y en
un contexto muy diferentes al de otrora, en lo que respecta a las condiciones de
vida y a los modos de pensamiento. En una palabra: podría decirse que
antiguamente se vivía en el seno de la naturaleza, conformándose a ella; hoy,
las ciencias y las técnicas nos fabrican un mundo a su medida, más y más
mecanizado, empleando las leyes de la naturaleza para dominarla y hacerla servir
a fines útiles. El trabajo del hombre parece haber reemplazado al Dios creador.
En nuestra vida cotidiana ha penetrado una nueva representación del mundo, que
se pretende rigurosa y eficaz. Por eso tenemos una cierta dificultad para seguir
comprendiendo las doctrinas espirituales antiguas y para aplicarlas. En
consecuencia, se ha vuelto necesario realizar una comparación entre el mundo
espiritual y el universo de la ciencia, para evitar una oposición nefasta entre
ambas visiones, que conduciría a la eliminación de una de las dos, y para
discernir las posibilidades de concordancia y de colaboración. Fascinados por la
aureola de la ciencia y acaparados por nuestros trabajos, corremos,
efectivamente, el riesgo de perder el sentido mismo de las realidades
espirituales y secar en nosotros las fuentes de nuestra vida interior.
I. El ocaso de la contemplación en la época moderna
El problema
planteado es muy amplio. Nosotros lo abordaremos mediante una reflexión sobre el
papel de la contemplación. Esta era presentada antiguamente, en la mayoría de
las corrientes espirituales y teológicas, como la parte superior y principal de
la vida cristiana. Ya en el Nuevo Testamento, como hemos visto, la contemplación
del misterio de Cristo exige una conformidad con su persona que se precisa en la
catequesis moral. La predominancia de la contemplación o de la acción es un tema
de controversia en teología. Recordemos que santo Tomás, a diferencia de san
Buenaventura, concibe la teología como una ciencia más especulativa o
contemplativa que práctica, porque considera, en primer lugar, las realidades
divinas y, en segundo lugar, 1as acciones humanas, para ordenarlas al perfecto
conocimiento de Dios, en el cual reside la bienaventuranza eterna (I, q. 1, a.
4). Son muchas 1as escuelas espirituales que conceden asimismo la primacía a la
vida contemplativa o mística, ejercida especialmente bajo la forma de la
oración; pero el debate se renueva de manera regular, sobre todo cuando se
considera el primado de la caridad y de las exigencias del amor al prójimo.
La época moderna ha
conocido una reacción antimística bastante general. Las corrientes predominantes
después del concilio de Trento ponen el acento en el lado práctico y activo de
la vida espiritual, en la meditación y los ejercicios, y la orientan hacia la
ascesis, comprendida como una disciplina voluntaria. Se desconfía de una
contemplación que dependa de gracias extraordinarias y reclama la pasividad
interior. Esta concepción de la espiritualidad concuerda bien con la mentalidad
de la época, en que se impone más y más el ideal de una razón que se siente
ahora capaz de penetrar en los secretos de la naturaleza y de transformarla por
medio de su actividad. También la ciencia se aparta de la contemplación, tanto
da que sea religiosa o filosófica, para consagrar todos sus esfuerzos a la
investigación experimental y a las invenciones prácticas. Así, a la edad de la
contemplación, que miraba el mundo con admiración, como la obra de Dios, le
sucede el tiempo de la ciencia, que lo observa para descubrir sus leyes y
emplearlas para el servicio del hombre.
La concepción
ascética de la vida espiritual viene bien para enseñarle al hombre moderno la
disciplina necesaria a la práctica de la ciencia y a su utilización. Esa
concepción está emparentada con el espíritu científico por su finalidad y sus
medios: establecer el dominio de la razón sobre la naturaleza humana, movida por
los instintos del cuerpo y los impulsos de la sensibilidad, movilizando las
fuerzas de la voluntad con ayuda de los ejercicios apropiados, que forman una
especie de técnica espiritual. Es difícil ver cuál pueda ser la contribución de
la pasividad contemplativa en esta labor, y se llega fácilmente a desconfiar de
las vías que no es posible controlar por medio de la estricta razón.
En consecuencia,
podría creerse que la contemplación ha sido expulsada por el espíritu moderno,
tanto en el orden espiritual como en el trabajo científico. No subsistiría más
que en algunos claustros como vestigios del pasado, como esos castillos cuyas
ruinas conservamos y que inspiraron a Teresa de Avila en la descripción de sus
ascensiones místicas.
De la contemplación mística a la contemplación
científica
Esta manera de ver
las cosas es demasiado simple. La aspiración contemplativa, que alimente el
deseo del puro saber, no ha desaparecido en modo alguno de nuestro mundo;
únicamente ha cambiado de orientación y de objeto al adoptar otro método. La
ciencia ya no contempla el cielo ni las obras de la naturaleza para buscar en
ellas las huellas de Dios y descubrir las vías que conducen hacia él; ahora ha
fijado su mirada en la materia, en la experiencia sensible, y la escruta más y
más con los instrumentos que ella misma inventa, ya sea en la tierra con los
microscopios o en el cielo con los telescopios y los satélites. A la
contemplación mística le ha sucedido la contemplación científica. Podemos
reconocer, incluso con facilidad, en esta última la sed de infinito que animaba
a la primera, en el movimiento incoercible que impulsa a los sabios, sea cual
sea su campo de investigación, a superar los conocimientos adquiridos, a buscar
siempre más allá, cada vez más lejos. La ciencia se ha vuelto realmente para
muchos una mística.
Podemos decir que
las ciencias representan, en nuestro tiempo, la dimensión contemplativa de la
vida humana, como una búsqueda de la verdad por sí misma, mientras que el
trabajo, por medio de la técnica, constituye su dimensión práctica.
La inteligencia contemplativa
Santo Tomás ya
había reconocido claramente en su estudio de la vida contemplativa y activa,
inspirándose en Aristóteles, la doble dimensión constitutiva del espíritu
humano. Estos dos tipos de vida tienen su base en la doble función de la
inteligencia humana: en un entendimiento especulativo, que no tiene otra
finalidad más que el conocimiento de la verdad, y en el entendimiento práctico,
que tiene como finalidad construir la acción (I-I1, q. 179, a. 2).
La variedad de
términos empleados no afecta a lo esencial. Tomás emplea más bien
«contemplación» cuando explota la doctrina de un espiritual, como Gregorio Magno
(q. 179, a. 2). Se sirve de la expresión «entendimiento especulativo» cuando se
apoya en Aristóteles (1, q. 79, a. 11). Por otra parte, cuando estudie la acción
moral, hablará de la razón especulativa y de la razón práctica. Mencionaremos
también la expresión «razón teórica». El rasgo común a todas ellas estriba en su
relación con la mirada que contempla, que observa, o que examina y escruta,
según el matiz que implique el término «especulativo». Esta constatación nos
indica la experiencia concreta que figura en el origen de este vocabulario.
Gracias a la mirada captamos la forma, el número, la medida, la belleza y la
calidad de las cosas y de las personas. También gracias al encuentro de las
miradas se concibe y se mantiene el amor. La mirada contemplativa no es, por
consiguiente, tan pasiva como se piensa: ella es quien toca e informa el
espíritu y el corazón en primer lugar, con lo que se engendran en nosotros las
primeras energías, fecundadas por lo que nuestros ojos han visto.
La contemplación no
está limitada a la vida religiosa. Procede de una inclinación constitutiva de
nuestra inteligencia: el deseo de conocer, la curiosidad por la verdad, la
atracción de los seres, que nace con la mirada y suscita una búsqueda sin fin.
Ésa es la admiración que Aristóteles sitúa en el origen de la filosofía y de las
ciencias; ése fue el amor de la verdad que inspiró la labor teológica de Tomás
de Aquino y cuyo término fijó en la visión de Dios.
La distinción entre la contemplación espiritual y la
contemplación científica
Henos aquí de nuevo
ante nuestro problema: ¿qué distingue la contemplación de los espirituales de la
contemplación o de la especulación científica? La respuesta a esta cuestión
determinará el lugar que aún puede ocupar la vida contemplativa en nuestro
mundo, así como su relación con la vida activa.
Tres elementos nos
parecen esenciales en el orden de la contemplación: en primer lugar, es una
mirada que tiene por objeto una cierta experiencia de la realidad, captada a
partir de una determinada posición o actitud por parte del que busca conocer.
Este último elemento resulta decisivo para nuestra cuestión.
La «contemplación»
científica moderna tiene su origen, efectivamente, en una nueva toma de posición
del hombre ante el universo. Esta revolución –la podemos llamar así– apareció en
el siglo XVII con el empleo sistemático del método experimental. Ahora se
concentra la mirada en la experiencia sensible, controlable por la repetición y
medible por las matemáticas, quedando así limitada al orden de la cantidad según
el espacio y el tiempo. La posición adoptada es una posición característica: es
la actitud del observador que se sitúa a distancia del objeto para examinarlo y
desaparece, como sujeto, ante él, a fin de obtener un conocimiento tan exacto y
riguroso como sea posible. Nos encontramos, pues, frente a una mirada del
exterior, que procura un conocimiento que seguirá siendo siempre exterior;
versará sobre lo que aparece, sobre eso que recibe el nombre de «fenómeno». Esa
exterioridad, que crea la oposición entre el sujeto y el objeto, es
característica de la «contemplación» científica.
La observación de
la naturaleza fisica es lo que mejor se presta a ese método; mas las cosas se
complican cuando la mirada se proyecta sobre el hombre e intenta penetrar en él,
en su psicología. Aquí es donde el método de las ciencias experimentales muestra
sus límites. En efecto, ese método choca contra la siguiente cuestión: ¿se puede
alcanzar mediante una observación del exterior aquello que constituye la
interioridad del hombre: el corazón y el espíritu, la libertad, el amor, el bien
y el mal, la virtud y el pecado, todas las cualidades y los movimientos propios
de la vida espiritual? ¿No se necesita, para penetrar en el interior del hombre,
otro tipo de mirada, otro tipo de contemplación, una actitud y un método
diferentes, que nos procuren otro tipo de conocimiento?
II. La contemplación espiritual
Dirijamos ahora
nuestra mirada hacia la contemplación espiritual. Estamos convidados a un
verdadero redescubrimiento. La contemplación se desarrolla, aquí, en el seno de
la experiencia interior que se forma en cada hombre al entrar en contacto con el
mundo, con los otros y con la escucha de la Palabra de Dios. Nace de una mirada
que se mantiene en el centro de esta experiencia, en la intimidad de la persona
y de su compromiso. Ya no estamos frente a experiencias repetidas sobre una
materia extraña, sino frente a la experiencia específicamente humana que,
lentamente, se desarrolla y madura en nosotros en el corazón de la vida, si es
conducida de manera juiciosa.
El método que se
impone aquí ya no es una observación a distancia, sino la reflexión sobre
nosotros mismos para penetrar en la profundidad de nuestra interioridad activa,
para alcanzar allí, de tan cerca como sea posible, la fuente espiritual que nos
alimenta, no con la finalidad de apoderarnos de ella, sino para abrirnos a su
caudal, con una lucidez y una disponibilidad crecientes. La fuente es
exactamente el espíritu en nosotros; se manifiesta en el soplo que forma la
palabra y en la inspiración que anima la acción.
La contemplación
espiritual se desarrollará mediante ejercicios apropiados. Para iniciarla y
mantenerla tenemos necesidad de objetos concretos y de ayudas tangibles, de
acordarnos de los acontecimientos y de las acciones en que se refleja nuestra
interioridad, de meditar textos y de escuchar palabras que nos despierten a la
luz de Dios, de entrar en contacto con personas que nos sirvan de guías por su
experiencia y de modelos por su ejemplo.
De este modo se
elabora la contemplación «como en un espejo», mediante una reflexión atenta y
regular, que remonta desde la experiencia hacia la luz. Este trabajo pide, a su
manera, tanta paciencia y esmero como la ciencia, mas presupone siempre una
cierta mirada primitiva, que podríamos llamar un vistazo de inteligencia y de
fe, porque engendra la fe. Esta primera mirada, única en su género, es muy
dificil de definir a causa de su densidad y luminosidad. En el lenguaje
escolástico podríamos llamarla intuición del primer principio; aunque no tiene
nada de abstracta. Es como una mirada nueva sobre una persona que descubrimos,
en un instante privilegiado, y después se vela provocando el deseo de verla
mejor y de conocerla. Así fue la iluminación de Milán que nos cuenta Agustín en
las Confesiones: «Entré en la intimidad de mi ser bajo tu guía... y vi con el
ojo de mi alma... la luz inmutable... El que conoce la verdad, conoce esta luz,
y el que la conoce, conoce la eternidad. La caridad la conoce» (1, VII, X, 16).
La mirada contemplativa en la Biblia
Para ilustrar el
proceso de la contemplación valdría la pena estudiar el tema de la mirada y de
la visión en la Biblia. He aquí algunos de sus elementos, como a modo de un
inicio de reflexión.
Es digno de
destacar que el relato del Génesis esté acompasado por la mención de la mirada
de Dios sobre su obra. Desde el primer día se dice: «Vio Dios que la luz era
buena», y a continuación y de manera regular, tras la obra de cada día, vuelve
la fórmula: «Vio Dios que era bueno». Por último, como conclusión, después de la
creación del hombre y de la mujer a su imagen: «Vio Dios todo lo que había hecho
y era muy bueno». ¿No representa esto una invitación a que nosotros participemos
también en la contemplación divina, a mirar la creación para admirar en ella la
bondad del Creador? Esta mirada es más profunda que la de la ciencia, que se
detiene en las manifestaciones sensibles para medir su cantidad y utilidad. Aquí
la contemplación versa antes que nada sobre la cualidad, sobre la bondad y la
belleza, sobre la persona que hay detrás de las apariencias; encuentra su sitio
en la mirada del hombre y de la mujer cuando descubren en ellos la imagen de
Dios, a la luz que ilumina su corazón para conducirlo hacia Aquel que los ha
hecho.
La mirada juega
asimismo un papel decisivo en el relato de la caída. El tentador promete a Eva:
«Vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses, que conocen el bien y el
mal». La mujer sucumbe porque «vio que el árbol era bueno y seductor a la
vista». Cuando hubo comido de él con su marido, «sus ojos se abrieron y
se dieron cuenta de que estaban desnudos». Así pues, la mirada puede hacernos
comulgar con el bien y conducirnos a Dios, o inclinarnos al mal por la seducción
de una apariencia de bien, como fue, en los orígenes, la esperanza de llegar a
ser como dioses, señores del bien y del mal. Esta tentación de orgullo seguirá
presente en la contemplación espiritual y en el conocimiento científico, que
proporciona al hombre la sensación de haberse vuelto un demiurgo.
En la recuperación
del relato del Génesis por parte de san Juan, al comienzo de su Evangelio,
encontramos la mención de la mirada contemplativa. El Verbo, que es la luz
verdadera y que ilumina a todo hombre, «habitó entre nosotros y hemos
contemplado su gloria... Nadie ha visto nunca a Dios; el Hijo único... lo ha
dado a conocer». Todo el cuarto Evangelio está situado en esta perspectiva y nos
invita a contemplar las palabras y las obras de Jesús como signos destinados a
iluminar nuestra fe.
Por último, en la
vocación de los apóstoles, parece que la mirada ha jugado también un papel
determinante: la mirada de Jesús sobre cada uno de ellos y la mirada de ellos
sobre él. A los discípulos del Bautista, que les ha mostrado a Jesús como el
Cordero de Dios, les responde Jesús: «Venid y ved». A continuación, cuando
recibe a Simón, traído por Andrés, Jesús le miró antes de decirle: «Tú te
llamarás Cefas». Finalmente, la confesión de Natanael está causada por las
palabras de Jesús: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la
higuera, te vi». ¿No nos explica este intercambio de miradas con Jesús la
prontitud de la respuesta de los apóstoles referida por los Sinópticos: «Ellos,
enseguida, dejando la barca y a su padre, le siguieron»?
Estos modelos nos
dan a entender que toda vocación cristiana comienza con una cierta mirada de
Cristo sobre aquellos a quienes llama, acompañada por su Palabra. Ahí es donde
comienza todo, gracias al germen de contemplación sembrado por los ojos y por
los oídos; a continuación, este germen se desarrolla en la fe mediante la
búsqueda de la faz del Señor y mediante la conformidad de nuestro rostro
interior con el suyo.
La ciencia y la sabiduría. Objetividad y
universalidad
Henos, pues, en
presencia de dos tipos de contemplación, de dos actitudes y de dos miradas sobre
la realidad, que producen dos tipos de conocimiento: uno es la ciencia, el otro
la sabiduría.
No podemos entrar
en el detalle de una comparación entre estos dos saberes. Digamos simplemente
que volvemos a encontrar aquí las diferencias entre el conocimiento moral y el
conocimiento positivo de las ciencias, que hemos establecido en nuestro libro
«Las fuentes de la moral cristiana» (cap. III). La sabiduría, adquirida mediante
una reflexión sobre la experiencia personal y que capta las cosas a partir de la
interioridad que las engendra, es un saber dinámico, ya que ilumina nuestra
acción, con todo lo que la concierne, desde su causa agente, en nuestra
libertad, hasta su fin último, en la visión amorosa de Dios.
La sabiduría es,
por consiguiente, un conocimiento radicalmente personal, a diferencia del
conocimiento científico, que hace abstracción de lo que depende de la persona.
De ello se ha deducido que este tipo de conocimiento, de orden espiritual y
sobre todo místico, no poseía la objetividad y la universalidad reivindicadas
por la ciencia, que este tipo de saber era puramente subjetivo e incomunicable.
De hecho, el conocimiento sapiencial posee claramente su objetividad y su
universalidad, aunque son de una naturaleza diferente.
La sabiduría es
objetiva porque reúne el amor a la verdad y el amor de amistad, que es el amor
propiamente dicho. Contempla y escruta su objeto conociéndolo y amándolo en sí
mismo, alegrándose de lo que es y deseando su mejor bien, con perspicacia de
espíritu y pureza de intención. La sabiduría, aun teniendo en cuenta las
diferencias y las distancias, no opone el sujeto al objeto, sino que los reúne
con una mirada de benevolencia y conveniencia. Así un amigo comprende a su amigo
gracias a la reciprocidad de una apertura íntima, que 1es permite conformarse el
uno al otro y ayudarse mutuamente según lo que son y lo que pueden llegar a ser.
Nos encontramos, pues, frente a una objetividad dinámica, ordenada a la verdad y
al bien de las personas incluso en sus relaciones con el mundo exterior. Por eso
se puede sostener que los verdaderos contemplativos son también los hombres más
objetivos en sus relaciones con los otros y con el mundo, en virtud de la pureza
de su mirada y de la rectitud de su amor.
Esa es la
objetividad que nos enseñan los libros sapienciales y, después, la catequesis
apostólica, conformándonos a la Sabiduría personificada que los cristianos
identificarán con Cristo.
El conocimiento
espiritual posee también su universalidad; aunque es de un género particular. En
efecto, la sabiduría reúne dos extremos: se forma en lo secreto del corazón, en
lo que cada uno tiene de propio y único, y precisamente en virtud de ello,
cuando se expresa, logra tocar a las personas mucho más profundamente que
cualquier obra científica. Se puede decir incluso que cuanto más personal es una
obra, como los relatos de conversiones y los testimonios de vida, más
posibilidades tiene de obtener una audiencia amplia y duradera; en ella son
muchos los que se reconocen y descubren en su autor un amigo cercano. En suma,
¿hay algo más personal que el Sermón de la montaña en virtud de la afirmación
«pero yo os digo...» y también por ese estilo tan concreto de sus ejemplos, casi
inimitable? Y, sin embargo, ¿qué discurso ha tenido una resonancia parecida?
Análisis y síntesis
Señalemos una
última propiedad de la sabiduría. A diferencia de la ciencia, que, para
analizarla, divide su materia en las partes más pequeñas, y se va fragmentando
conforme progresa en especialidades más y más penetrantes, la sabiduría, hasta
cuando recoge los múltiples conocimientos proporcionados por las ciencias, los
refiere siempre al centro donde ella se encuentra, al nivel del espíritu, en la
inteligencia del corazón, más allá de la razón razonante. En ese lugar interior
es donde la sabiduría se desarrolla mediante un continuo trabajo de síntesis,
comparable a una rumia y a una digestión, pero desarrollados a la luz. La
sabiduría es activa por su trabajo de reflexión y de asimilación a base de
experiencia, y contemplativa por su atención a la luz superior que la preside
tanto a ella como a las ideas ordenadoras que emergen ante sus ojos.
El crecimiento de
la sabiduría no se puede verificar, como en las ciencia, mediante exámenes,
tests, mediciones y cálculos. Progreso por medio de una maduración que se
inserta en la duración vital, diferente al tiempo mecánico; tiene sus etapas y
sus estaciones, como los organismos vivos, como crecen también las virtudes en
el corazón y en el espíritu. La sabiduría se manifiesta a través de su
fecundidad cuando llega el tiempo, a través de la excelencia y del sabor de sus
frutos para quien sabe apreciarlos, pues es preciso tener formado el gusto. «Por
sus frutos los conoceréis», nos dice el Señor.
III. El progreso de la sabiduría
«Comienzo de la
sabiduría es el temor del Señor, y la ciencia de los santos es inteligencia» (Pr
9, 10). «El temor del Señor instruye en sabiduría: y delante de la gloria va la
humildad» (15, 33). «Plenitud de la sabiduría es temer al Señor, ella les
embriaga de sus frutos» (Si 1, 16).
Podemos describir
el progreso de la sabiduría en vinculación con el crecimiento de la caridad,
pues esta crea en nosotros una connaturalidad con las realidades divinas,
necesaria para poder juzgarla y ordenarnos a ella. Por eso santo
Tomás asocia el don
de la sabiduría, que tiene, sin embargo, su sede en la inteligencia, a la virtud
de la caridad. Vemos aquí íntimamente unidas la acción formada por la caridad y
la contemplación. Vamos a considerar el progreso de la contemplación siguiendo
las tres etapas que conocemos: los principiantes, los que progresan y los
perfectos o adultos.
El temor de Dios
está situado, en los textos que acabamos de citar, al comienzo y al final del
camino de la sabiduría. El temor, en la Escritura, no designa sólo el miedo ante
la omnipotencia divina o la amenaza del castigo. Se trata de un sentimiento más
rico, que se desarrolla y se transforma con el avance de la caridad. Podríamos
definirlo como el sentimiento de la presencia de Dios. Incluye dos facetas. Por
un lado, contiene un pavor sagrado, porque esta presencia nos hacer tomar
conciencia de nuestra condición de criaturas, de nuestra nada, así como de
nuestro estado de pecadores, como exclamaba Isaías, en el momento de su
vocación, ante la santidad de Dios: «¡Ay de mí! ¡estoy perdido! Pues soy un
hombre de labios impuros» (6, 4). De modo semejante, Simón-Pedro, bajo el
impacto de la pesca milagrosa, cae a los pies de Jesús diciendo: «Aléjate de mí,
Señor, pues soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). Mas, por otra parte, la presencia
de Dios engendra la paz y la alegría, porque nos ofrece su misericordia y nos
invita a la esperanza en virtud de sus promesas. Tal es el comienzo de la vida
espiritual, que deposita en nosotros el germen de la contemplación: un
determinado encuentro con Dios que se manifiesta en lo íntimo del alma,
haciéndonos ver quién es El y lo que somos nosotros, gente muy alejada de El y
muy cercana, porque El viene hacia nosotros y nos llama.
1. El aprendizaje
espiritual
La primera etapa de
la formación espiritual consiste en aprender de un maestro y ejercitarse en la
práctica de una disciplina de vida. Su primer objetivo será combatir contra los
defectos. «Para aprender sabiduría e instrucción, para entender los discursos
profundos, ... Escuchad, hijos, la instrucción del padre, estad atentos para
aprender inteligencia, porque es buena la doctrina que os enseño» (Pr 1, 2; 4,
1-2). La búsqueda de la sabiduría comienza así mediante un acto de fe y de
confianza respecto a un maestro que Dios nos propone, en el marco de una escuela
espiritual, volviéndonos discípulos dóciles e inteligentes. Es una especie de
noviciado. Nuestro mejor manual para este aprendizaje es la Sagrada Escritura,
con los comentarios de los que se han alimentado de ella y han hecho fructificar
la Palabra de Dios en sus vidas, eventualmente bajo la forma de Reglas y de
tradiciones religiosas.
San Agustín,
comentando las bienaventuranzas, donde él ve descrito el itinerario de la vida
cristiana, sitúa en la base y el punto de partida del camino espiritual la
humildad, significada por la pobreza de espíritu de la primera bienaventuranza,
que nos enseña la humildad misma del Verbo encarnado. La segunda
bienaventuranza nos vuelve mansos, es decir, dóciles
a la Escritura, incluso cuando ésta nos acusa y nos muestra nuestro pecado.
Esta primera etapa
incluye también la iniciación en el combate espiritual; primero en la conducta
exterior y, después, a nivel del corazón, donde se desarrolla la lucha
principal. Para ello, tenemos que aprender los rudimentos y las primeras reglas
de una ciencia especial: el conocimiento de nosotros mismos. Para lograrlo, como
no podemos vernos en directo, necesitamos un espejo, que proyecte sobre nosotros
la luz de Dios y nos vaya descubriendo, poco a poco, los rasgos de nuestro
rostro interior, especialmente las fealdades y deformaciones que ocultamos con
cuidado habitualmente. La meditación del Evangelio nos proporciona este espejo
que nos revela al mismo tiempo nuestro pecado y la misericordia de Dios.
Comentando san Agustín el Sermón de la montaña, asociaba a la bienaventuranza de
los que lloran, al ver sus pecados manifestados por la Escritura, el don de
ciencia o de conocimiento de sí otorgado por el Espíritu.
Aquí es donde
interviene la práctica del examen de conciencia, que se ha difundido como un
ejercicio especial, a lo largo de los últimos siglos, bajo la influencia de la
espiritualidad ignaciana. El examen es útil para ejercer la vigilancia del
espíritu y del corazón, y para conducir de modo eficaz el combate espiritual en
puntos concretos, como un defecto a vencer, una virtud a adquirir, o para
orientar la propia vida más en general. No obstante, convendría unir mejor en
nuestros días el examen de conciencia con la Escritura, dándole como base los
textos de la catequesis primitiva, el Sermón de la montaña y la exhortación
apostólica, que fueron compuestos para dispensar una enseñanza práctica, y que
se iluminan mejor cuando los hacemos entrar en la experiencia cotidiana. A esta
luz, el examen de conciencia adquiere también un aire más positivo que la simple
recensión de los pecados y se orienta hacia una contemplación concreta de la
persona de Cristo, ofrecida a nuestra imitación.
2. La contemplación según la virtud
La etapa de los que
van progresando está consagrada principalmente al desarrollo de las virtudes,
mediante la iniciativa y el esfuerzo personales, unidos a una experiencia
creciente de la obra de la gracia. Supone la formación en nosotros del gusto por
la virtud, que entra en la composición de este sabor del bien y que ha dado su
nombre a la sabiduría. Ésta será, primero, práctica. Esta etapa, según la
interpretación agustiniana de las bienaventuranzas como una vía hacia la
sabiduria, estará animada por el hambre y la sed de justicia, tal como nos
propone el Sermón, y ocupada por el ejercicio de la misericordia fraterna,
necesaria para recibir nosotros mismos la ayuda de la misericordia de Dios. El
Espíritu intervendrá en ella a través del don de piedad, que nos inclina a orar
al Padre, y a través del don de consejo, que nos dirige en nuestros juicios
prácticos. Así se va preparando la purificación del corazón, indispensable para
la contemplación.
Es el tiempo en que
se desarrolla en nosotros esta sabiduría práctica que es la virtud de la
prudencia, al servicio de la caridad. Se va elaborando en los juicios concretos,
en el examen de los casos encontrados, en las deliberaciones, consejos y
decisiones, aplicando los criterios que nos propone el Evangelio, donde
predomina una caridad juiciosa, según los ejemplos de casos resueltos por san
Pablo en la primera carta a los Corintios.
Al mismo tiempo, la
mirada sapiencial se va levantando lentamente mediante la contemplación de las
obras de Dios, mediante la consideración de los beneficios de su gracia en
nuestra vida y a nuestro alrededor, en la Iglesia y en la historia, como muestra
san Agustín en sus «Confesiones» respecto a su vida personal, y en «La Ciudad de
Dios», donde discierne, en el fondo de la historia de este mundo, el debate
entre dos amores: el amor a Dios hasta el olvido de uno mismo y el amor a
nosotros mismos hasta despreciar a Dios.
3. La contemplación del misterio de Cristo
Para traspasar el
velo de los acontecimientos, como hace el obispo de Hipona, es preciso haber
recibido el don de inteligencia prometido a los corazones puros, el poder de
«leer desde el interior», de penetrar en lo hondo de los hechos y de las
conciencias, para detectar la presencia de Dios detrás de sus gracias y favores,
como también por debajo de los sufrimientos que nos llegan y de los
acontecimientos que nos pueden desconcertar. Por eso la sexta bienaventuranza,
que trae consigo la curación de Ios
ojos del corazón, nos introduce en una contemplación superior, capaz tanto de
acoger la luz de Dios en su fuerza, como de soportar la tiniebla sin
desfallecer. Eso es lo propio de los «perfectos», de los «hombres espirituales»
que se alimentan de la sabiduría del Espíritu, según san Pablo.
Esta última etapa
asocia la madurez de la caridad a la sabiduría, de la que habla el Apóstol a los
corintios precisamente antes de presentarles el ágape como el don mejor. En este
mismo sentido, asocia Agustín el don de sabiduría a la bienaventuranza de los
pacíficos, que son llamados hijos de Dios porque irradian esa paz que es el
fruto directo de la justicia y de la caridad, y que señala la cima del
itinerario espiritual.
Aquí es donde
triunfa la vida contemplativa según las modalidades de las diferentes
vocaciones. San Pablo lo expresa muy bien cuando declara a los filipenses: «Y
más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo
Jesús, mi Señor,... Así es como tenemos que pensar todos los "perfectos"» (F1p
3, 8.15). Aquí es igualmente donde los temas de la amistad y del amor conyugal,
empleados por los teólogos y los místicos para tratar de la caridad, alcanzan su
plenitud y frecuentemente estallan bajo la presión de ese amor superior.
La aspiración que
sentía san Pablo a «estar con Cristo» es tan fuerte que parece poner en cuestión
su trabajo apostólico. El Apóstol resuelve la «alternativa», no con el abandono
del deseo contemplativo, como podría creerse cuando concluye que «permanecer en
la carne es más urgente para vuestro bien», sino porque sabe que el conocimiento
de Cristo es difusivo y alimenta directamente su labor apostólica. La sabiduría
contemplativa, una vez llegada a su madurez, como hemos visto con la caridad, es
la más apta para comunicarse a través de la predicación, de la enseñanza, de la
ayuda espiritual, siguiendo el ejemplo de los Padres y de los santos, como
Agustín, cuyas homilías ponen al alcance de los fieles los frutos de su más
elevada búsqueda contemplativa, o Tomás de Aquino, que compuso para los
principiantes en la ciencia sagrada su obra teológica más perfecta, según el
adagio que le gustaba citar para definir la vida apostólica: «Contemplata aliis
tradere»: ofrecer a los otros lo que se ha contemplado.
4. Una contemplación a través de la fe
Terminaremos esta
consideración del itinerario de la contemplación cristiana subrayando una
característica única: es una mirada que procede de la fe y toma como objeto lo
invisible que ella le propone. Por eso la contemplación debe volver
incesantemente a la humildad del acto de fe como a su fuente; permanecerá en la
fe hasta el final, pues su luz propia le viene de encima de ella. Es una mirada
dirigida en la noche hacia el misterio de Cristo, que la ilumina ya con un
primer rayo, bastante fuerte para desviar su atención de las vivas luces del
mundo y dirigirla, con corazón vigilante, a través de la esperanza de Aquel que
viene.
La contemplación
cristiana avanza como un alpinista por una arista viva; debe dar incesantemente
el paso de la fe para mantener un firme equilibrio e ir hacia adelante. De un
lado, experimentamos la atracción de la Palabra de Dios, que ilumina los ojos y
toca el corazón, que ella misma guía y sostiene; pero nos hace caminar en la
oscuridad de la fe, al filo del vacío. De otro lado, se nos impone la masa de
las realidades del mundo, una masa que la ciencia intenta iluminar y organizar a
su manera por medio del trabajo de la técnica; pero nos produce la impresión de
que sólo existe la materia y que no existe otro tipo de contemplación que el
frío escrutinio de la razón. De una parte, recibimos una gran promesa: la
esperanza y la alegría de conocer a Aquel que nos amó primero, aunque haga falta
aceptar, siguiendo sus pasos, la renuncia a nosotros mismos significada por la
Cruz. De otra, el presente nos acapara con sus afanes e intenta seducirnos
mediante los placeres y las comodidades que nos ofrece; pero está minado por el
sentimiento de la fragilidad de las cosas y la huida del tiempo. De un lado, el
vacío que prepara la plenitud del corazón, la noche que se abre a la luz; del
otro, el estar lleno de cosas que conduce al vacío, el centellear de una luz que
ciega y entenebrece el alma. Nos dan
ganas de decir: por una parte, el ser de la materia que no es, y por
otra, el no ser del Espíritu, que es y que nos hace ser por la fe. Toda la
cuestión está en nuestro corazón y en nuestros ojos: ¿hacia dónde se inclinará
nuestra voluntad, en qué fijaremos nuestras miradas? ¿Qué elegiremos? ¿Qué
contemplaremos? La vida espiritual depende totalmente de este punto de partida y
de la paciente marcha a la luz de la fe que seguirá de ahí, paso a paso.
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