martes, 8 de enero de 2013

RITOS FUNERARIOS DE LOS GUANCHES.


Los antiguos habitantes del archipiélago canario embalsamaban a algunos de sus muertos. Los llamaban xaxos ('desecado') y varios se han conservado hasta hoy


Momia Guanche (Tenerife)
Xaxo guanche expuesto en el Museo Nacional de Antropología de MadridEFE
Cuando en el siglo XV los europeos conquistaron Canarias, dieron con unas sociedades muy distintas a las del Viejo Continente. Su cultura material era neolítica; su economía, pastoril; y su idioma, el amazighe. Provenían del norte de África, donde todavía hoy habitan sus "primos", mal conocidos con el nombre de bereberes ("bárbaros"). Los guanches isleños creían en la vida después de la muerte y, en islas como Tenerife y Gran Canaria, embalsamaban a los difuntos de mayor rango. Los cuerpos recibían el nombre de xaxos ("enjuto, desecado") y, a pesar del expolio al que fueron sometidos, todavía pueden contemplarse en varios museos del Archipiélago.

El proceso de embalsamamiento
Las fuentes documentales aseguran a menudo que los cadáveres se evisceraban. El texto atribuido a fray Juan de Abreu Galindo, por ejemplo, afirma que les sacaban "tripas y estómago, hígado y bazo y todo lo interior". Sin embargo, los análisis recientes no han podido confirmar que la evisceración fuese una práctica extendida en Canarias, si bien pudo llevarse a cabo en algunas ocasiones, en función del rango del difunto.

Los antiguos isleños lavaban los cadáveres con hierbas y agua, y los sometían después a un tratamiento químico con manteca de ganado y otras sustancias de propiedades astringentes. Luego, dejaban que el cuerpo se secase al sol durante quince días, en los que el cadáver podía ser ahumado por las noches, o recostado sobre la arena caliente durante el día.

Transcurridos los quince días de secado, envolvían el cuerpo enjuto con pieles de cabra, cuyo número variaba en función de la posición social del difunto. Por último, la mortaja se cosía y se marcaba, para poder identificar al muerto en el futuro.

Thomas Nichols, un representante comercial británico que visitó el Archipiélago a mediados del siglo XVI, aseguraba en uno de sus libros haber visto "cuevas de 300 de estos cadáveres reunidos". Y los describía de la siguiente forma: "la carne estaba reseca, y el cuerpo se quedaba tan ligero como un pergamino".

Embalsamadores: ¿sacerdotes o marginados?
Pero, ¿quién se encargaba de embalsamar a los difuntos? Las fuentes documentales responden a esta pregunta con testimonios dispares. Unas atribuyen el trabajo a una casta cuyos integrantes eran marginados y excluidos del resto de actividades sociales, mientras que otras hablan de un respetado grupo de sacerdotes. Dos versiones contradictorias que, en realidad, pueden resultar complementarias.

En Adeje, municipio del sur de Tenerife, los filólogos han dado con un topónimo que puede arrojar luz sobre el asunto: Iboibo, que traducido al castellano significa "lugar abandonado o despreciado". El paraje habría sido habitado por los encargados de embalsamar y enterrar a los difuntos, unos individuos a los que el resto de la comunidad repudiaba por tratar con sangre y carne muerta. Lo cierto es que hoy en día nadie reconoce descender de los antiguos iboibos y el asunto sigue siendo un tema tabú.

La tradición oral, no obstante, aporta numerosos datos sobre ellos. Asegura que, en silencio, envueltos en un largo manto de piel de cabra y con la cara pintada de blanco, se presentaban allá donde eran necesarios. Encendían una hoguera cerca de la residencia del difunto: la representación del sol, el lugar al que el alma debía regresar.

Tras embalsamar el cadáver lo depositaban en la cueva, en cuya entrada permanecía uno de ellos, en completo ayuno, durante todo un mes. ¿El motivo? Observar las señales que indicaban si el alma del difunto había continuado su camino hacia el sol o, por el contrario, iba al infierno, con el peligro de quedarse haciendo maldades o arrimarse a los vivos.

Sepultura en cuevas y ofrendas alimenticias
Los antiguos canarios solían sepultar a sus muertos en cuevas naturales. Los depositaban sobre lajas, tablones, parihuelas o ramas, para que no tocasen el suelo. Después, sellaban el recinto con una pared de piedras, que protegía a los cuerpos de los animales y las inclemencias del tiempo. Cuando en una cueva no cabían más cadáveres, quemaban los huesos o los trasladaban a otra covacha.

Junto al muerto, solían dejar ofrendas alimenticias –una vasija con leche, un pedazo de carne, etc.–, así como algunos enseres personales del difunto: armas, bastones, peines... En algunas ocasiones, los arqueólogos han encontrado animales completos junto a los cadáveres, como perros en Tenerife y cabras u ovejas en La Gomera.

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