Papa desde el 1159-81 (Orlando Bandinelli), nació en una distinguida
familia de Siena y murió el 3 de agosto de 1181. Fue profesor en Bolonia
donde adquirió una gran reputación como canonista aumentada tras la
publicación de su comentario al Decreto de Graciano, popularmente
conocido como la "Summa Magistri Rolandi". Fue llamado a Roma por
Eugenio III en el año de 1150 adonde hizo un rápido progreso. Nombrado
Cardenal Diácono, después Cardenal Sacerdote con el título de san
Marcos, y Canciller Papal. Fue el leal consejero de Adriano IV y se le
consideró como el alma del grupo independiente entre los cardenales que
buscaron escapar del yugo alemán por su alianza con los normandos de
Nápoles.
Por afirmar abiertamente ante [FedericoI] Barbarroja en la Dieta de
Besanzón (1157) que la dignidad imperial era un beneficio papal (en el
sentido general de beneficium y no en el de “feudo”), incurrió en la ira
de los príncipes alemanes y pudo haber caído bajo el hacha de guerra de
su eterno enemigo, Otto de Wittelsbach, de no haber intervenido
Federico. Con el propósito de asegurarse a un pontífice sumiso en la
próxima vacante, el Emperador mandó a Italia a dos hábiles emisarios
para operar con las debilidades y miedos de los cardenales y de los
romanos, al mencionado Otto y al Arzobispo electo de Colonia, Reginaldo
de Dassel, cuya actitud antipapado se debió en gran parte al hecho de
que la Santa Sede se negó confirmar su nombramiento. Los frutos de sus
actos se hicieron patentes tras la muerte del Papa Adriano IV (1 de
septiembre de 1159). De los veintidós cardenales congregados el siete de
septiembre para elegir a su sucesor, todos menos tres, votaron por
Orlando. La disputa que hizo que más tarde los cardenales imperiales
contaran nueve, puede explicarse por la conjetura que en los sorteos más
tempranos, seis de los cardenales fieles votaron por un candidato menos
desagradable y prominente. En oposición al Cardenal Orlando, que tomó
el nombre inmortal de Alejandro III, los tres miembros imperiales
eligieron a uno de su grupo, el Cardenal Octaviano, que asumió el título
de Víctor IV. Una chusma contratada por el Conde Wittelsbach disolvió
el cónclave. Alejandro se retiró hacia el sur normando siendo consagrado
y coronado el 20 de septiembre en el pequeño pueblo Volscos de Nymfa.
La consagración de Octaviano tuvo lugar el 4 octubre en el monasterio de
Farfa. El Emperador se interpuso para causar un alboroto totalmente
provocado por sus propios agentes y convocó a ambos pretendientes ante
una atestada asamblea en Pavía. Pero no fue fiel a sus intenciones
cuando le dio tratamiento a Octaviano como Víctor IV y al verdadero Papa
como el Cardenal Orlando. El Papa Alejandro se negó a someter su justo
derecho ante este corrupto tribunal que, como se preveía, se declaró a
favor del usurpador (11 de febrero de 1160). Alejandro respondió
rápidamente a la nefasta Anagni, excomulgando solemnemente al Emperador y
liberando a sus súbditos de sus juramentos de obediencia. El resultado
fue un cisma más desastroso para el Imperio que para el Papado pues duró
diecisiete años y acabó después de la batalla de Legnano (1176) con la
rendición incondicional del altivo Barbarroja en Venecia en 1177. (Ver
FEDERICO I.) La leyenda infantil que [narra que] el Papa puso su pie en
el cuello del abatido Emperador ha hecho un gran servicio a la tradición
protestante desde los días de Lutero. [Ver la disertación de George
Remus, Nuremberg, 1625; Lyon, 1728; y Gosselin, "El Poder del Papa
durante las Edad Media "(tr. Londres, 1853) II, 133.] El destierro
forzoso de Alejandro (1162-65) a Francia contribuyó grandemente a
mejorar la dignidad del papado, pues nunca fue tan popular como cuando
estuvo bajo esta aflicción. También lo puso en contacto directo con el
monarca más poderoso de occidente, Enrique II de Inglaterra. La manera
cauta en la que [el Papa] defendió los derechos de la Iglesia durante
las disputas entre dos normandos impulsivos, el rey Enrique y santo
Tomás Becket, aunque a muchos por un tiempo haya emocionado el disgusto
de ambos oponentes, y a menudo desde que se le denunció como
"sospechoso", fue la estrategia de un comandante hábil que, dando pasos
firmes y marcha atrás tuvo éxito en guardar su campo, a pesar de tenerlo
todo en su contra. No es hacer ningún menosprecio del Mártir de
Canterbury decir que el Papa le igualó en firmeza y le aventajó en las
artes de la diplomacia. Después del asesinato de Becket el Papa, sin
recurrir a la prohibición o al interdicto, tuvo éxito al obtener del
monarca penitente todos los derechos por los que el mártir había luchado
y dado su sangre. Para culminar y coronar con el triunfo de la
religión, Alejandro convocó y presidió el Tercer Concilio Lateranense
(Undécimo ecuménico), en el 1179. Rodeado de más de 300 obispos, el
tantas veces probado Pontífice emitió muchos decretos beneficiosos,
notable fue la ordenanza invistiendo el derecho exclusivo de los
cardenales para la elección de los Papas, mediante dos tercios de los
votos. A lo largo de todas las vicisitudes de su carrera con altibajos,
Alejandro se mantuvo como un canonista. Una mirada a las Decretales nos
muestra que, como legislador eclesiástico, apenas fue inferior a
Inocencio III. Rendido por los procesos, murió en Civita Castellana.
Cuando nos dicen que "los romanos" persiguieron a sus restos con
maldiciones y piedras, el recuerdo de una escena similar en el entierro
de Pío IX nos debe enseñar qué valor debemos dar a esa manifestación. En
la estima de Roma, Italia, y la Cristiandad, el epitafio de Alejandro
III expresa la verdad, cuando lo llama "la Luz del Clero, el Ornamento
de la Iglesia, el Padre de su Ciudad y del Mundo." Fue amistoso con el
nuevo movimiento académico que llevó a establecer las grandes
universidades medievales. Su propia reputación como maestro y canonista
quedó realzado grandemente a través del descubrimiento por el padre
Denifle en la biblioteca pública de Nuremberg del "Sententiae Rolandi
Bononiensis", editado por el padre Ambrosius Gietl (Friburgo, 1891). La
colección de sus cartas (Jaffé, Regesta RR. Pontif., Números.
10.584-14.424) fueron enriquecidas por Löwenfeld tras la publicación de
muchas desconocidas hasta entonces (Epistolae Pontif. Rom. ineditae,
Leipzig, 1885). Incluso Voltaire lo consideró como el hombre que en
tiempos medievales mejor dignificó a la raza humana, por abolir la
esclavitud, por reducir la violencia del Emperador Barbarroja, por
persuadir a Enrique II de Inglaterra para pedir perdón por el asesinato
de Tomás Becket, por restaurar a los hombres en sus derechos y por dar
el esplendor a muchas ciudades.
JAMES F. LOUGHLIN Transcrito por Gerard Haffner Traducido por Juan Miguel Rodríguez Sánchez, Marbella, España.
JAMES F. LOUGHLIN Transcrito por Gerard Haffner Traducido por Juan Miguel Rodríguez Sánchez, Marbella, España.
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