I.
Concepto y formas
Absolutismo
designa el gobierno de un individuo
cuya legitimidad se funda exclusivamente en su origen según la sangre
(monarquía hereditaria); su ejercicio es fundamentalmente imparticipable y no
consiente ningún poder intermedio que sea relativamente autónomo; su
competencia es regulada únicamente por el mismo que ostenta el poder. Las
formas de dominio absoluto aparecieron por primera vez en las culturas
superiores antiguas y fundaron la autoridad sobre todo en la dimensión divina
del poder; el soberano se tenía por representante de Dios, o por hijo suyo, o
por una manifestación de la divinidad. El cristianismo se encontró con el absolutismo
primeramente durante la época de las persecuciones, al imponerse el culto
romano al César, y después en la concepción sagrada del poder que tuvieron
Constantino el Grande y sus sucesores, los cuales se arrogaron un lugar
religioso especial en la liturgia crístiana y ejercieron derechos de
importancia en la dirección de la Iglesia (era de -> Constantino).
La
situación cambió gracias a la creciente autonomía jerárquica de la Iglesia,
especialmente en occidente, donde, juntamente con la monarquía germánica de
los pueblos transmigrantes, surgió un mundo político en el que la monarquía
hereditaria desempeñaba, sin duda, un gran papel, aunque el rey fue elegido
durante mucho tiempo por sus compañeros de la nobleza, que participaban en la
gloria de la estirpe, y, con los feudos, se desarrolló un sistema de poder
profundamente desmembrado. La realeza sagrada recibió un carácter laico con la
reforma gregoriana dentro de la Iglesia, sin que por ello perdiera su
significado religioso en el mundo político.
Pero el desarrollo de la libertas ecclesiae, el auge de unos episcopados
nacionales conscientes de sí mismos y el esplendor del papado desde Gregorio
vii hasta Inocencio iii, condujeron en occidente a un dualismo del poder
espiritual y del político, dualismo que se oponía a un absolutismo de la misma
forma que se oponían entre sí el rey y la nobleza. De cara a la constitución
de la sociedad medieval, la formación del absolutismo de los príncipes tiene
que ser calificada como el primer vuelco revolucionario, como la revolución
desde arriba, que sirvió de condición histórica para que en el s. xix le
siguiera la revolución burguesa desde abajo.
Los
adversarios contra los cuales tuvo que imponerse el absolutismo fueron la
nobleza feudal - dotada de propios derechos públicos, pero transformada
después en una nobleza oficial, despojada de sus privilegios políticos y
dependiente de la corona-, y la jerarquía autónoma de la Iglesia, cuya
posición polar frente al Estado había de desaparecer a causa de su
transformación en Iglesia nacional, situación que no afectaba necesariamente
al primado del papa en los Estados católicos con tal que el ejercicio del poder
papal no se opusiera a los intereses del Estado.
Los
medios con que se formó el sistema de poder del absolutismo fueron una
rígida burocracia centralista, un ejército permanente a las órdenes
exclusivas del monarca y un impulso económico por parte del Estado al comercio
y a la industria, que a la vez ayudaron con sus tributos a sostener la
burocracia y el ejército.
La
meta del absolutismo fue el desarrollo de un poder ilimitado que
penetrara en todos los sectores de la vida de los súbditos y que movilizara
hasta lo último los recursos económicos, las relaciones de la producción y
los rendimientos laborales. Ese poder debía estar concentrado
incondicionalmente en el soberano y, de cara al exterior, se hallaba asegurado
por un ejército preparado en todo momento para intervenir y por una política de
alianzas que rodeaba a cualquier enemigo potencial con frentes que cambiaban
según lo exigiera la ocasión. Al principio de un continuo crecimiento de todo
el organismo estatal en lo interior, correspondía en la política exterior una
tendencia a la expansión, sobre todo por el camino de la sucesión hereditaria,
tendencia que quedaba limitada por la racionalidad política y, hasta cierto
punto, por el principio universalmente válido de la legitimidad dentro de la
<familia» dinástica. Se concibió como suprema forma de poder la unidad
perfecta de una sociedad idéntica con el Estado -un roi, une loi une fo¡-, organizada
burocráticamente según puntos de vista raciales ,en cuyas aras, ora se
sacrificaron, ora se utilizaron los productos históricos de la sociedad
antigua. Allí donde se conservaron las instituciones nacidas de la sociedad
feudal, esto aconteció, no en virtud de un justo derecho antiguo, sino gracias
a la utilidad que tales instituciones tenían para el Estado universal
racionalmente planificado. Unicamente a éste se le atribuyó la capacidad de
garantizar el mayor bien posible de todos. Esa garantía estaba personificada en
el soberano absoluto, dado por Dios a los hombres como su lieutenant (Luis
xiv) o, en el despotismo ilustrado, como abogado de la razón suprema, que está
encarnada en el Estado. El ser premier domestique (Federico el Grande) de
ese Estado constituye una variante -ciertamente esencial, pues incluye
plenamente el movimiento espiritual de la ilustración - de aquel carisma
exclusivo en virtud del cual el soberano absoluto es el único regente,
legislador y juez, así como el primer jefe del ejército. El absolutismo, con
su progresivo aumento de las posibilidades humanas, introdujo la edad moderna en
todos los Estados, fue la época de la cultura clásica de todos los pueblos
europeos y puso las bases de la educación y formación modernas con la
promoción de la ilustración (--> barroco).
El
fundamento teórico del absolutismo fue suministrado por el concepto de
soberanía tal como se había desarrollado desde finales de la edad media, con
apoyo en las concepciones jurídicas del Estado existentes a finales de la edad
antigua, sobre todo por obra de los juristas franceses (Pierre d'Ailly [+ 1420],
Jean Gerson [ + 1429 ] ), culminando en la doctrina sobre el Estado de
Jean Bodin (+ 1596), quien define la soberanía como summa in cives ac
subditos legibus soluta potestas y permite a la
maiestas del príncipe determinarse por sí misma, independientemente de
todo poder superior, de toda ley y de toda condición histórica, siendo
únicamente responsable ante Dios sin mediación alguna. En algunos rasgos esta
doctrina se aproxima al absolutismo precristiano, si bien en conjunto no puede
disolver la concepción cristiana de la dignidad del individuo y la igualdad de
todos ante Dios, y luego, en el proceso de secularización, encontrará sus
límites en los principios de la racionalidad (véase más adelante). En teoría
el súbdito conservaba también el derecho de ser tratado según la ley
(constitucionalidad del Estado), sin que ciertamente se excluyera con ello la
arbitrariedad en la práctica, lo cual, sin embargo, por contradecir a los
intereses racionales del Estado, no pertenecía a la esencia del absolutismo
real.
II.
Historia del absolutismo europeo
La
historia del absolutismo comienza en la transición del s. xv al xvi, puesto que
algunas manifestaciones anteriores, como el estado absolutista y burócrata de
Federico II Hohenstaufen (t 1250) en el sur de Italia, o como la
concepción estatal de Felipe IV el Hermoso (t 1314) en Francia -
respaldada por juristas inspirados en el derecho romano como G. de Nogaret -,
están completamente marcadas por rasgos premodernos (política imperial de
Federico II, plan de cruzada de Felipe); «la vigorosa corriente de aire
moderno» de que habla Ranke, sólo actuaba allí en forma de golpes aislados,
que no caracterizan la situación total. Puesto que el dualismo entre el poder
espiritual y el poítico representaba, junto con la nobleza, la resistencia más
fuerte a la tendencia absolutista y tenía su apoyo en la validez universal de
las normas religiosas y eclesiásticas, el paso más importante hacia el absolutismo
fue la formación de las Iglesias nacionales, cuyos primeros brotes aparecieron
ya antes de la reforma. Entre otras fuentes propulsoras, estas Iglesias
nacionales recibieron un impulso de los concordatos firmados para defenderse del
conciliarismo, los cuales concedían privilegios a los reyes en la designación
de obispos y en la administración de los asuntos temporales. En Inglaterra la
acción política de la radical Iglesia nacional de Enrique viii precedió a la
reforma religiosa y eclesiástica; la situación así creada fue una base
esencial del absolutismo de la casa Tudor
(1485-1603) y un motivo de las luchas entre el absolutismo de la casa Estuardo
(16031688) y la oposición puritana. Pero las limitaciones de los reyes ingleses
desde el s. XIII se habían enraizado demasiado profundamente y a pesar de la
fuerza de la Iglesia nacional anglicana, el absolutismo no pudo mantenerse en
Inglaterra, aunque él había introducido la edad moderna tanto allí como en
todos los Estados europeos.
En
el imperio alemán la competencia eclesiástica que se atribuyó a los
príncipes de cada país en virtud de la reforma protestante fomentó las
Iglesias regionales; y en las naciones que siguieron siendo católicas se
desarrolló la Iglesia estatal. Con el principio cuius regio, eius religio de
la paz religiosa de Augsburgo (1555), se entregaba prácticamente a la
omnipotencia del soberano la decisión confesional de los súbditos. El absolutismo
se convirtió en el estilo de gobierno en todos los Estados soberanos alemanes,
incluso en los territorios regidos por eclesiásticos; pero las condiciones en
que podían crecer grandes potencias absolutistas se dieron únicamente en el
imperio de los Habsburgos (no sin la competencia del absolutismo bávaro) y en
Prusia.
El
fundador del absolutismo en Austria fue Fernando II (+ 1637), quien quiso
renovar aquel Imperio que fue posible históricamente sólo por su conexión con
la Iglesia romano-católica; pero su intento fracasó en la guerra de los
treinta años. Con todo, el luteranismo quedó plenamente reprimido en los
países de sucesión hereditaria. Con el emperador Leopoldo I, Austria se
afirmaba como gran potencia entre los Estados europeos. Finalmente, María
Teresa (1740-1780) pudo desarrollar la especial forma austríaca de absolutismo
confesionalmente católico, no sin elementos conservadores, pero oponiéndose
decididamente a los intereses familiares y nacionales de los nobles en la
constitución de la autoridad central. Consciente del favor divino, María
Teresa veía en sus ministros solamente los «peones» de su poder, que supo
basar no menos en una severa política financiera que en un sistema escolar
creado por ella. En María Teresa, contemporánea del odiado Federico I el
Grande, de Prusia, sobrevivió aquella forma de absolutismo que propiamente
había fundado y desarrollado hasta la perfección del sistema Felipe II de
España. Ciertamente, a pesar de respetar los derechos de los protestantes,
también la Austríaca veía en ellos a los enemigos destructores del orden
querido por Dios; pero supo distinguir sabiamente entre los países de sucesión
hereditaria y Hungría.
El
Habsburgo español había servido con todo su poder a la unidad de la
santa fe en todos sus dominios y había utilizado para ello la inquisición, con
cuya ayuda -cosa típica del absolutismo confesional- venció al mismo tiempo la
oposición del reino aragonés. Entenderíamos falsamente el absolutismo si
juzgáramos que para él la fe religiosa constituía una superestructura
ideológica del poder político; ahora bien, la soberanía real era tan
inviolable como la fe religiosa, y así se explica la cláusula de salvedad de
Felipe al aceptar las decisiones conciliares de Trento, la cual es un ejemplo
típico de la relación del absolutismo católico con la Iglesia.
EL
absolutismo francés se caracterizó de
modo especial por la relación entre las luchas religiosas y la oposición de
los nobles, no sólo hugonotes sino también católicos; pero, en su desarrollo,
el principio une foi tampoco fue sencillamente una función del principio
un roi. Fueron razones políticas las que impulsaron a Richelieu, con la
conquista de La Rochelle (1628), a romper el estatuto de los hugonotes
establecido en el edicto de Nantes (1598 ), y fueron también razones de este
tipo las que no le permitieron derogar el edicto mismo, en contra de la
tendencia de su hombre de confianza, el capuchino padre José, no menos
significativo que Richelieu para el absolutismo francés. Dotado de una
naturaleza religiosa con inclinaciones místicas, él luchó fanáticamente por
la unidad de la fe, y, sin embargo, defendió incondicionalmente la política de
Richelieu en favor del poderío francés, llegando hasta la alianza con Suecia
(1634) y la declaración de guerra a España (1635), que significó la
debilitación decisiva del partido católico en la guerra de los treinta años.
Cuando finalmente Luis xiv derogó en 1685 el edicto de Nantes, realizó un acto
de absolutismo político. El absolutismo «palaciego» del «Rey Sol», a pesar
de su glorificación pagana y cultual del monarca y de su exuberante estilo de
vida, es inconcebible sin los presupuestos históricos del absolutismo
católico.
De
todas formas la unidad confesional del poder absolutista se fue disolviendo
paulatinamente desde la paz de Westfalia (1648), lo cual fue una circunstancia
propicia para la expansión de la ilustración. Ésta ciertamente
llevaba en sí la carga explosiva que acabaría un día con el absolutismo
monárquico, pero al principio pudo ser acogida favorablemente por el absolutismo,
como sucedió de forma ejemplar en el Estado de Federico el Grande de Prusia
(1740-1786), a quien la tolerancia religiosa, entendida como escepticismo
ilustrado, dejaría libre el camino para una unificación política del Estado
bajo el signo de su propia razón. Este modelo fue imitado por José II
(1765-1790) que, por una parte con tolerancia y por otra con la expansión del
centralismo absolutista, llevó a los Países Bajos y a Hungría la línea de su
madre. El episcopalismo, desarrollado en 1763 por el obispo trevirense J.N. von
Hontheim (Febronius), por la adhesión a la Iglesia estatal del absolutismo
debía dar independencia a los obispos frente al absolutismo curial, pero con
relación al imperio alemán se quedó en teoría y dentro de los territorios
particulares se practicó bajo formas muy varias. José II, en cambio, puso la
Iglesia católica sistemáticamente al servicio del Estado absolutista y de su
programa educativo; y para este fin la creación de parroquias le pareció más
importante que los monasterios, suprimidos en gran número.
Así
como no se puede calificar sin más de anticlerical al josefinismo, tampoco cabe
afirmar de modo general que la ilustración influyera sólo negativamente en la
vida de la Iglesia. La ilustración fomentó un despertar cultural y religioso,
y pastoral en particular, especialmente en los territorios de los señores
eclesiásticos del imperio, los cuales, aun permaneciendo encuadrados en el absolutismo,
en virtud de las limitaciones impuestas por los cabildos y por gastar menos en
empresas militares - en beneficio de la vida civil-, adoptaron una forma popular
de gobierno (siendo la más célebre la dinastía clerical de los Schánborn).
Pero
en último término la ilustración contenía aquellos elementos que llevarían
a la disolución del absolutismo. No sólo destruyó el nimbo
carismático del señor absoluto, sino que además desarrolló una teoría
política que, en nombre del derecho natural, argumentó contra la
concentración del poder y en favor de la división de potestades, y basó en
los postulados de los derechos humanos la revolución contra la revolución del absolutismo
(--> revolución francesa). Desde John Locke (+ 1704) hasta Montesquieu (+
1775), la crítica a la monarquía absoluta exigía primero su limitación, pero
luego condujo a su caída revolucionaria. Y aunque el fisiócrata ordre
naturel de F. Quesnay (1774) en su racionalidad parecía conciliarse con la
racionalidad del despotismo ilustrado, a fin de cuentas desembocó en los
principios del liberalismo. En la Iglesia católica, algunos representantes
aislados de la escolástica barroca desarrollaron una crítica política del absolutismo,
especialmente mediante la polémica sobre el derecho de oposición y mediante la
fundamentación del derecho de gentes, que intentaba restringir la expansión
política exterior. Pero el interés esencial se centraba en la lucha con la
Iglesia nacional (-> galicanismo, regalismo español, -> josefinismo), con
la cual, sin embargo, se pudo en caso necesario llegar a compromisos dentro de
la perspectiva de la contrarreforma (->reforma católica). La resistencia
propiamente religiosa contra el secularismo del absolutismo transcurrió al
margen o fuera de la ortodoxia: dentro de la Iglesia católica en el
-->jansenismo y dentro de las Iglesias protestantes en el -> pietismo. La
lucha victoriosa contra el Estado absolutista y en favor de una separación
entre el Estado y la sociedad como condición de la libertad moderna se realizó
fuera de la Iglesia y contra ella. La Iglesia en la época de la restauración,
hasta muy entrado el s. xix, se aferró a la unión entre trono y altar.
Una
norma crítica para enjuiciar históricamente la postura de la Iglesia se puede
encontrar en la comparación de la censura que, sobre la base de la doctrina
social cristiana, habría debido lanzarse (y pocas veces se lanzó de hecho)
contra el absolutismo, sin perjuicio de su significación histórica, con
aquella crítica ilimitada que se hizo entonces -hasta el cambio que trajo León
xiii - contra la sociedad liberal y democrática (cf. historia de la Iglesia en
la -->edad moderna).
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Oskar
Kóhler
Absolutismo significa poder soberano o de origen divino desligado de cualquier otra instancia de poder temporal, sea el papa o el emperador. En este sistema de gobierno el estado y el monarca se consideraban como una única entidad situada por encima de la ley, y el concepto de derecho divino de los reyes era la justificación que legitimaba la pretensión de soberanía indivisible.
El
absolutismo, término
que procede del latín absolutus («acabado», «perfecto»), fue
el principal modelo de gobierno en Europa durante la época moderna,
caracterizado por la teórica concentración de todo el poder del Estado
en manos del monarca gobernante. La implantación del absolutismo
representó un cambio sustancial en la concepción sobre la
dependencia de las autoridades intermedias entre el súbdito y el
Estado, situación que comportó la creación de una burocracia eficaz,
un ejército permanente y una hacienda centralizada. Su andadura política
se inició en los siglos XIV y XV, alcanzó la plenitud entre los siglos
XVI y XVII, y declinó entre formas extremas e intentos
reformistas a lo largo del siglo XVIII.
Ningún
monarca absoluto trató de atribuirse la exclusividad o monopolio del
poder, sino la soberanía del mismo. Poder absoluto, durante la época
moderna, fue básicamente poder incontrolado, poder no sometido a límites
jurídicos institucionalizados. Éste fue el marco y la verdadera
preocupación de las monarquías europeas que se calificaron
interesadamente como absolutas, que se esforzaron por serlo de un modo
real, práctico y efectivo, y que lo consiguieron de forma parcial y
progresiva. Por tanto, el poder absoluto debe entenderse, por una parte,
como un poder soberano o superior, no exclusivo; es decir, presupuso y
asumió la existencia de otros poderes: señorial, asambleas
estamentales o cortes, reinos municipios, etc., respecto a los cuales se
consideró preeminente y, por otra parte, como un poder desvinculado de
controles o límites institucionales.
Los
antecedentes del absolutismo
El
siglo XIV y buena parte del siglo XV fueron escenario de innumerables
conflictos: depresión económica, fractura cultural y resquebrajamiento
político en un escenario de guerras marcaron el tránsito hacia el
siglo XVI. De la necesidad imperiosa por conseguir la paz en los
diferentes reinos europeos, se derivaron dos repercusiones principales
en el terreno político. Por una parte, los dos poderes tradicionales de
la cristiandad medieval, el papado y el imperio, recuperaron, si no su
anterior prestigio, sí su unidad. Por otra parte, a pesar de la gran
variedad de formas institucionales de poder las monarquías feudales del
medioevo salieron fortalecidas de una situación de crisis en la que habían
conseguido erigirse lentamente en representantes de grupos nacionales,
mucho más que de clientelas o huestes.
En
Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio, Polonia, Aragón y Castilla,
entre otros, el rey, soberano cristiano consagrado por la Iglesia, se
fue convirtiendo en la cabeza de una larga cadena de relaciones de
vasallaje, encuadradas en el complejo marco del régimen señorial, y en
el símbolo popular de la justicia. El monarca acumuló progresivamente
amplios poderes, reforzando así su autoridad, cosa que le permitió
vencer las resistencias y dotar de nuevos instrumentos al Estado.
Todo
el poder para el rey.
Las
principales resistencias vinieron desde diferentes frentes. La primera
era la fortaleza del poder de la nobleza. Garantizar sus intereses, en
el marco del afianzamiento del poder personal del rey, fue un equilibrio
permanentemente buscado a lo largo de la trayectoria política de todas
las monarquías absolutas. Éstas nunca fueron árbitros independientes
de la sociedad que se iba a dirigir, sino representantes insignes y
garantes eficaces de la perpetuación del poder y hegemonía social de
las noblezas, tanto si provenían de los señoríos de antigua estirpe,
como de los fieles titulados de nuevo cuño. Fue para ellas para
quienes se construyó el costoso aparato cortesano y el imponente
mundo palaciego.
La
segunda de las resistencias se concentraba en arrancar protagonismo a
los órganos representativos del reino (cortes, parlamentos, dietas,
etc.), todo ello sin intentar suprimirlos, ni atentar contra sus
derechos; solamente evitando y espaciando su ritmo de convocatoria y
haciendo que, progresivamente, perdieran su papel tradicional para
ratificar cualquier petición de subsidio de guerra o impuesto público.
La
tercera resistencia consistió en extender los tentáculos del poder
real al gobierno de ciudades, villas y corporaciones, siempre tan celosas
de sus privilegios y autonomía. Esto sólo pudo conseguirse a través
del desarrollo de una política de concesión de honores que permitió
al soberano inmiscuirse por muy diversas vías en las elecciones de
cargos destinados a regir las diversas facetas de la administración
municipal.
En
idéntica línea, se diluyó el último gran escollo: controlar al menos
terrenal de los poderes, la Iglesia. La profunda fractura religiosa de
mediados del siglo XVI, ligada a la Reforma protestante y la posterior
Contrarreforma católica, comportó, entre muchas otras repercusiones,
un proceso de reafirmación de las iglesias nacionales, cada vez más
alejadas de la omnipresente centralización del papado romano. En este
marco, se hizo evidente la preocupación de los monarcas por vigilar e
intervenir en la elección de los altos ministerios eclesiásticos que
habían de ejercer un papel relevante en la justificación pública de
la autoridad real y de su actuación política, en la paz y en la
guerra. Todos fueron frentes difíciles de batir y, por ello, la lenta
y no siempre exitosa lucha contra estas resistencias marcó buena parte
de la historia de la consolidación de la autoridad de las monarquías
absolutas europeas, a lo largo de los siglos en que ocuparon el
escenario del poder.
Realidades
muy diversas, pero preocupaciones similares.
Este
complejo envite se emprendió desde diferentes frentes. En Inglaterra,
acabadas las largas guerras medievales, Enrique VII inició una política
de pacificación interna que ahondó en el reforzamiento de la
autoridad real. Su obra fue culminada por Enrique VIII, modelo de príncipe
renacentista, quien acometió una profunda tarea de concentración del
poder al controlar a los nobles, reducir al máximo la convocatoria
del parlamento y crear la primera iglesia nacional, separada de Roma y
encabezada por el propio rey, después del cisma anglicano y la
promulgación del Acta de Supremacía (1534). En Francia, el período
comprendido entre 1494 y 1559, es decir, entre Carlos VIII y Enrique
II, supuso el arranque en la construcción de las nuevas estructuras
del estado monárquico absolutista con una renovada concepción del
poder real.
En
otras zonas, se avanzó hacia un claro proceso de consolidación
nacional. Polonia asistió a una vigorización del poder real,
respaldado por la nobleza, de la mano de la dinastía electiva de
los Jaguellones. La «Unión de las Tres Coronas» de Suecia, Dinamarca y
Noruega se disolvió en 1521 y se inauguró un proceso de
redefinición
y asentamiento de las diferentes dinastías nacionales. En Rusia,
de
la mano de Iván III y hasta el fin del reinado de Iván IV,
recordado
como "el Terrible" (1584),
se promovió la centralización gubernamental en Moscú, el sometimiento
de la aristocracia boyarda y de las grandes masas campesinas y el
fortalecimiento del ejército. En Portugal, en la primera mitad del
siglo XVI, se vivió, bajo los auspicios de Manuel el Afortunado y
Juan III, un período de esplendor en el que se perfiló una primera
gran potencia mundial basada en un Estado moderno y un imperio transoceánico.
En
la Monarquía Hispánica, a finales del siglo XV, se emprendió con
Femando de Aragón e Isabel de Castilla una unión de reinos que puede
considerarse un adecuado ejemplo del concepto de monarquía autoritaria,
planteado como primera fase de avance hacia el absolutismo pleno. Esto
se consiguió a través de la articulación de un modelo de gobierno
llamado polisinodial, es decir, organizado a partir de diferentes sedes
de manera que se equilibrara el poder superior de los monarcas con la
existencia de instituciones representativas generales o cortes, y de múltiples
consejos con tareas específicas, como el Consejo de Castilla, de Aragón,
de Indias, etc. Así, se logró una gestión sorprendentemente ágil de
un reino que había alcanzado dimensiones planetarias ya en los
inicios del reinado de Carlos I de España y V de Alemania.
Los
instrumentos del absolutismo
El
proceso de organización y fortalecimiento de las monarquías se
consiguió venciendo resistencias y planteando una nueva forma de entender
y ordenar el estado. La renovación profunda del concepto de política
se gestó a lo largo del siglo XVI, alcanzó la plenitud en el XVII, y
radicó en dos grandes líneas de actuación: nueva política económica
y necesidad de eficacia en la política interior y exterior.
La
lenta tarea de articular los estados modernos obligó a los monarcas
absolutos a definir una política económica de Estado que superara
la ineficaz atomización feudal. La conquista de los imperios transoceánicos,
iniciada por Portugal y la Monarquía Hispánica y seguida de
inmediato por los Países Bajos, Inglaterra y Francia, obligó a
centralizar esfuerzos y a coordinar acciones para aprovechar tan
ingentes riquezas, utilizando para ello un principio novedoso: la
riqueza de un reino reside en sus reservas de metales preciosos, oro y
plata. Para aumentarlas, era preciso conseguir una balanza de pagos
favorable: es decir, vender mucho y comprar poco. Alcanzar tales metas
conllevó una actuación en un triple frente: primero, industrialismo
o potenciación de la producción del país, incluso a través del
intervencionismo directo del Estado en la actividad manufacturera;
segundo, proteccionismo contra la concurrencia extranjera en las cada
vez más complejas redes del mercado; y tercero, nacionalismo para
garantizar que los intereses particulares, tanto de empresarios y comerciantes,
como de las diversas corporaciones locales, se fundieran, fueran
solidarios, con los de la política estatal. Así, el mercantilismo económico,
teorizado principalmente por Jean Baptiste Colbert, intendente de
hacienda de Luis XIV reclamó una política de autoridad y seguridad y
se convirtió en un poderoso agente de unificación nacional. Con
todo, esta pretendida unidad de acción encontró uno de sus límites
en el lento proceso de articulación de Las cada vez más potentes
burguesías de negocios que, ya desde finales del siglo XVII, hicieron
prevalecer sus intereses y se opusieron al lastre del intervencionismo
estatal.
La
organización del Estado
Junto
con la preocupación de que un país rico contribuía a la «gloria del
rey», era precisa una renovada organización de la política interior
y exterior. Tres fueron los elementos principales. El primero, la
necesidad de contar con técnicos de gestión pública y así, se formó
la burocracia estatal encargada de ejecutar las decisiones del soberano
y sus consejos en todos los ámbitos de la administración del reino.
Este nuevo funcionariado surgió desde muy diversas procedencias, ya que
los cargos públicos fueron una importante vía de ascenso social para
la baja nobleza y algunos burgueses, llegando incluso a la compra y
venta de oficios, también denominada venalidad (fenómeno típicamente
francés) y dio origen a la denominada «nobleza de toga».
Su
tarea desarrolló una actuación acorde con los intereses de los grupos
tradicionalmente privilegiados: aristocracia y nobleza antigua, que
eran los únicos autorizados a intervenir en los consejos privados de
asesoría al monarca, auténticas sedes de poder y de decisión en los
asuntos de estado.
El
segundo de los instrumentos fue la construcción de la hacienda pública,
fundamento imprescindible para cualquier actuación política. El rey
tendió a acaparar el derecho a imponer nuevas contribuciones que se
superpusieron a las tradicionalmente exigidas en el marco de municipios
y señoríos. Una fiscalidad tan repentinamente acrecentada, en un
marco de dificultades económicas y conflictos políticos como fue la
Europa del siglo XVII, comportó un progresivo malestar, tanto en
burgueses y ciudadanos, como en las clases populares, campesinos en su
mayoría, que encabezaron revueltas y motines contra un fisco
arbitrario, gravoso y desmesurado que acabó convirtiéndose en una
nueva forma de renta feudal, en este caso, centralizada.
El
último de los instrumentos fue la instauración de un ejército
profesional, desligado del concepto de hueste feudal, financiado a través
de las recaudaciones de la hacienda pública en formación y ocupado,
principalmente, en la defensa de las fronteras territoriales del reino
y el sometimiento de revueltas populares.
El
momento de esplendor de las monarquías absolutas
Este
complejo aparato institucional alcanzó su apogeo en un período de
esplendor que puede considerarse encamado por un ejemplo emblemático:
Luis XIV, el Rey Sol, quien rigió los destinos de Francia durante el
difícil período comprendido entre 1661 y 1715. Si existió un monarca
que pueda considerarse el arquetipo de esta forma de gobierno, nadie
puede negar que los honores le corresponden a quien se consideró, tal y
como rezan sus divisas, la encarnación viviente de1 Estado (L'êtat
c'est rnoi) y
el
gobernante más poderoso de la tierra (Nec pluribus impar) y quien
adoptó al astro rey como emblema personal.
Luis
XIV de Francia
Con
todo, hay que añadir que el absolutismo de los Borbones en Francia, con
ser el más característico, no fue el único ni el mejor organizado.
Siempre hay que matizar que el absolutismo fue una forma de entender el
ejercicio del poder en la Europa modema y, así, las trayectorias políticas
de los diferentes estados del continente se enmarcaron en regímenes
monárquicos típicamente absolutistas, con unas u otras
especificidades, con individualizados rasgos adaptados a la propia
tradición política y organización social, con entramados
institucionales diversos, pero siempre con un rey fuerte a la
cabeza. Y esto ya sean los Estuardo en Inglaterra, los Braganza en
Portugal los Habsburgo en la monarquía hispánica y en el Imperio, los
Hohenzollem en Prusia, los Vasa en Polonia, los Romanov en Rusia o los
diferentes monarcas de los países bálticos, especialmente los
Palatinado-Zweibrücken en Suecia.
El
despotismo ilustrado
La
culminación del absolutismo se alcanzó en el siglo XVIII, pero, a
diferencia del siglo anterior, se introdujo cierta preocupación por
incorporar reformas que dieran un aire nuevo a la tarea de gobernar.
Los monarcas comprendieron la utilidad y la necesidad de controlar una
naciente opinión pública que se difundía en círculos europeos
muy restringidos de la mano de la cuantiosa correspondencia generada por
escritores y filósofos.
Es
innegable que el espíritu ilustrado dotó a los soberanos de un nuevo
vocabulario, un cierto toque laico y un estilo más veladamente
cortesano y menos lejano a los problemas del pueblo llano; pero también
lo es que la realidad de su actuación política puso de manifiesto que
no hubo diferencias sustanciales entre absolutismo y despotismo
ilustrado, independientemente de las veleidades reformistas. Así, se
mantuvo plenamente un concepto de política, encabezada por el
monarca, destinada a conseguir la grandeza de la nación; se desdeñó
definitivamente el papel de los cuerpos legislativos intermedios; se
fortaleció la política de centralización y se avanzó en la
potenciación de la autoridad de un Estado, en cuya cima se situaba el
soberano.
Con
esta meta, se impuso el ambiente reformista con unos principios
claros. Se promovió la intervención del Estado en la sanidad o la
beneficencia; se intentó suplantar la hegemonía de la Iglesia en el
terreno educativo, especialmente en las universidades; se impulsó una
cierta mejora en las vías de comunicación y en las obras públicas; se
fomentó, desde el Estado, el impulso a las actividades económicas
tanto agrícolas como en la manufactura o en la participación en las
grandes compañías de comercio ultramarino, y, finalmente, se pretendió
reorganizar la administración para robustecer el poder de los reyes.
La
burocracia estatal confeccionó, bajo supervisión del gobierno,
exhaustivos recuentos de población y de la riqueza individual de los
ciudadanos y elaboró los primeros censos sobre la industria, el
comercio y la navegación, todo ello siempre acompañado de informes y
memorias. En segundo lugar, se proyectó, con resultados muy desiguales,
reordenar la división territorial, para superar las dificultades que
el caos de las circunscripciones tradicionales imponía a la nuevas
exigencias de gestión de lo público. En tercer lugar, se redefinieron
los cargos de la administración. Aparecieron funciones ligadas al
renovado planteamiento del territorio, así, los gobernadores, cargos a
veces ocupados por militares si la plaza era conflictiva, fueron la
correa de transmisión directa entre el rey y los súbditos; y
los tradicionales consejos del rey, en manos de la nobleza, se
sustituyeron por los gabinetes de ministros en los que se hizo
imprescindible una formación técnica, casi siempre universitaria,
para participar en el gobierno del Estado.
La
etapa final del absolutismo
Toda
esta ingente labor de renovación partía de preocupaciones muy
concretas. La superación de los conflictos de toda índole acaecidos
durante el siglo XVII tuvo como telón de fondo el inicio irreversible
de lentos, pero profundos, cambios sociales que iban a afectar al concepto
mismo del poder. Diversos sectores de la sociedad inglesa encabezaron
un proceso de revolución política que acabó con el absolutismo de
los Estuardo. Los monarcas europeos empezaron a preocuparse
seriamente. La ideología de la llustración contenía fermentos que
auguraban la intensidad de los cambios por venir. En este marco, el
despotismo ilustrado puede considerarse como un movimiento a la
defensiva de las monarquías europeas en el siglo XVIII y, por eso,
consiguió sus mejores logros en los países menos desarrollados. Son
las penínsulas mediterráneas o de las profundidades continentales de
la Europa Central y Oriental, es decir, la Europa terrateniente, donde
la aristocracia y la nobleza tradicional todavía eran clases
dominantes, y donde los monarcas pudieron ejercer una tímida función
de reforma, en especial por lo que respecta a la legislación de
tipo social, que les acercaba a las maltrechas clases populares. Al
final, la creciente animadversión social hacia el absolutismo desencadenó
los movimientos revolucionarios del siglo XIX. Estamos ya en los inicios
de una nueva época.
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