sábado, 7 de septiembre de 2013

Absolutismo.

I. Concepto y formas
Absolutismo designa el gobierno de un individuo cuya legitimidad se funda exclusivamente en su origen según la sangre (monarquía hereditaria); su ejercicio es fundamentalmente imparticipable y no consiente ningún poder intermedio que sea relativamente autónomo; su competencia es regulada únicamente por el mismo que ostenta el poder. Las formas de dominio absoluto aparecieron por primera vez en las culturas superiores antiguas y fundaron la autoridad sobre todo en la dimensión divina del poder; el soberano se tenía por representante de Dios, o por hijo suyo, o por una manifestación de la divinidad. El cristianismo se encontró con el absolutismo primeramente durante la época de las persecuciones, al imponerse el culto romano al César, y después en la concepción sagrada del poder que tuvieron Constantino el Grande y sus sucesores, los cuales se arrogaron un lugar religioso especial en la liturgia crístiana y ejercieron derechos de importancia en la dirección de la Iglesia (era de -> Constantino).
La situación cambió gracias a la creciente autonomía jerárquica de la Iglesia, especialmente en occidente, donde, juntamente con la monarquía germánica de los pueblos transmigrantes, surgió un mundo político en el que la monarquía hereditaria desempeñaba, sin duda, un gran papel, aunque el rey fue elegido durante mucho tiempo por sus compañeros de la nobleza, que participaban en la gloria de la estirpe, y, con los feudos, se desarrolló un sistema de poder profundamente desmembrado. La realeza sagrada recibió un carácter laico con la reforma gregoriana dentro de la Iglesia, sin que por ello perdiera su significado religioso en el mundo político. Pero el desarrollo de la libertas ecclesiae, el auge de unos episcopados nacionales conscientes de sí mismos y el esplendor del papado desde Gregorio vii hasta Inocencio iii, condujeron en occidente a un dualismo del poder espiritual y del político, dualismo que se oponía a un absolutismo de la misma forma que se oponían entre sí el rey y la nobleza. De cara a la constitución de la sociedad medieval, la formación del absolutismo de los príncipes tiene que ser calificada como el primer vuelco revolucionario, como la revolución desde arriba, que sirvió de condición histórica para que en el s. xix le siguiera la revolución burguesa desde abajo.
Los adversarios contra los cuales tuvo que imponerse el absolutismo fueron la nobleza feudal - dotada de propios derechos públicos, pero transformada después en una nobleza oficial, despojada de sus privilegios políticos y dependiente de la corona-, y la jerarquía autónoma de la Iglesia, cuya posición polar frente al Estado había de desaparecer a causa de su transformación en Iglesia nacional, situación que no afectaba necesariamente al primado del papa en los Estados católicos con tal que el ejercicio del poder papal no se opusiera a los intereses del Estado.
Los medios con que se formó el sistema de poder del absolutismo fueron una rígida burocracia centralista, un ejército permanente a las órdenes exclusivas del monarca y un impulso económico por parte del Estado al comercio y a la industria, que a la vez ayudaron con sus tributos a sostener la burocracia y el ejército.
La meta del absolutismo fue el desarrollo de un poder ilimitado que penetrara en todos los sectores de la vida de los súbditos y que movilizara hasta lo último los recursos económicos, las relaciones de la producción y los rendimientos laborales. Ese poder debía estar concentrado incondicionalmente en el soberano y, de cara al exterior, se hallaba asegurado por un ejército preparado en todo momento para intervenir y por una política de alianzas que rodeaba a cualquier enemigo potencial con frentes que cambiaban según lo exigiera la ocasión. Al principio de un continuo crecimiento de todo el organismo estatal en lo interior, correspondía en la política exterior una tendencia a la expansión, sobre todo por el camino de la sucesión hereditaria, tendencia que quedaba limitada por la racionalidad política y, hasta cierto punto, por el principio universalmente válido de la legitimidad dentro de la <familia» dinástica. Se concibió como suprema forma de poder la unidad perfecta de una sociedad idéntica con el Estado -un roi, une loi une fo¡-, organizada burocráticamente según puntos de vista raciales ,en cuyas aras, ora se sacrificaron, ora se utilizaron los productos históricos de la sociedad antigua. Allí donde se conservaron las instituciones nacidas de la sociedad feudal, esto aconteció, no en virtud de un justo derecho antiguo, sino gracias a la utilidad que tales instituciones tenían para el Estado universal racionalmente planificado. Unicamente a éste se le atribuyó la capacidad de garantizar el mayor bien posible de todos. Esa garantía estaba personificada en el soberano absoluto, dado por Dios a los hombres como su lieutenant (Luis xiv) o, en el despotismo ilustrado, como abogado de la razón suprema, que está encarnada en el Estado. El ser premier domestique (Federico el Grande) de ese Estado constituye una variante -ciertamente esencial, pues incluye plenamente el movimiento espiritual de la ilustración - de aquel carisma exclusivo en virtud del cual el soberano absoluto es el único regente, legislador y juez, así como el primer jefe del ejército. El absolutismo, con su progresivo aumento de las posibilidades humanas, introdujo la edad moderna en todos los Estados, fue la época de la cultura clásica de todos los pueblos europeos y puso las bases de la educación y formación modernas con la promoción de la ilustración (--> barroco).
El fundamento teórico del absolutismo fue suministrado por el concepto de soberanía tal como se había desarrollado desde finales de la edad media, con apoyo en las concepciones jurídicas del Estado existentes a finales de la edad antigua, sobre todo por obra de los juristas franceses (Pierre d'Ailly [+ 1420], Jean Gerson [ + 1429 ] ), culminando en la doctrina sobre el Estado de Jean Bodin (+ 1596), quien define la soberanía como summa in cives ac subditos legibus soluta potestas y permite a la maiestas del príncipe determinarse por sí misma, independientemente de todo poder superior, de toda ley y de toda condición histórica, siendo únicamente responsable ante Dios sin mediación alguna. En algunos rasgos esta doctrina se aproxima al absolutismo precristiano, si bien en conjunto no puede disolver la concepción cristiana de la dignidad del individuo y la igualdad de todos ante Dios, y luego, en el proceso de secularización, encontrará sus límites en los principios de la racionalidad (véase más adelante). En teoría el súbdito conservaba también el derecho de ser tratado según la ley (constitucionalidad del Estado), sin que ciertamente se excluyera con ello la arbitrariedad en la práctica, lo cual, sin embargo, por contradecir a los intereses racionales del Estado, no pertenecía a la esencia del absolutismo real.
II. Historia del absolutismo europeo
La historia del absolutismo comienza en la transición del s. xv al xvi, puesto que algunas manifestaciones anteriores, como el estado absolutista y burócrata de Federico II Hohenstaufen (t 1250) en el sur de Italia, o como la concepción estatal de Felipe IV el Hermoso (t 1314) en Francia - respaldada por juristas inspirados en el derecho romano como G. de Nogaret -, están completamente marcadas por rasgos premodernos (política imperial de Federico II, plan de cruzada de Felipe); «la vigorosa corriente de aire moderno» de que habla Ranke, sólo actuaba allí en forma de golpes aislados, que no caracterizan la situación total. Puesto que el dualismo entre el poder espiritual y el poítico representaba, junto con la nobleza, la resistencia más fuerte a la tendencia absolutista y tenía su apoyo en la validez universal de las normas religiosas y eclesiásticas, el paso más importante hacia el absolutismo fue la formación de las Iglesias nacionales, cuyos primeros brotes aparecieron ya antes de la reforma. Entre otras fuentes propulsoras, estas Iglesias nacionales recibieron un impulso de los concordatos firmados para defenderse del conciliarismo, los cuales concedían privilegios a los reyes en la designación de obispos y en la administración de los asuntos temporales. En Inglaterra la acción política de la radical Iglesia nacional de Enrique viii precedió a la reforma religiosa y eclesiástica; la situación así creada fue una base esencial del absolutismo de la casa Tudor (1485-1603) y un motivo de las luchas entre el absolutismo de la casa Estuardo (16031688) y la oposición puritana. Pero las limitaciones de los reyes ingleses desde el s. XIII se habían enraizado demasiado profundamente y a pesar de la fuerza de la Iglesia nacional anglicana, el absolutismo no pudo mantenerse en Inglaterra, aunque él había introducido la edad moderna tanto allí como en todos los Estados europeos.
En el imperio alemán la competencia eclesiástica que se atribuyó a los príncipes de cada país en virtud de la reforma protestante fomentó las Iglesias regionales; y en las naciones que siguieron siendo católicas se desarrolló la Iglesia estatal. Con el principio cuius regio, eius religio de la paz religiosa de Augsburgo (1555), se entregaba prácticamente a la omnipotencia del soberano la decisión confesional de los súbditos. El absolutismo se convirtió en el estilo de gobierno en todos los Estados soberanos alemanes, incluso en los territorios regidos por eclesiásticos; pero las condiciones en que podían crecer grandes potencias absolutistas se dieron únicamente en el imperio de los Habsburgos (no sin la competencia del absolutismo bávaro) y en Prusia.
El fundador del absolutismo en Austria fue Fernando II (+ 1637), quien quiso renovar aquel Imperio que fue posible históricamente sólo por su conexión con la Iglesia romano-católica; pero su intento fracasó en la guerra de los treinta años. Con todo, el luteranismo quedó plenamente reprimido en los países de sucesión hereditaria. Con el emperador Leopoldo I, Austria se afirmaba como gran potencia entre los Estados europeos. Finalmente, María Teresa (1740-1780) pudo desarrollar la especial forma austríaca de absolutismo confesionalmente católico, no sin elementos conservadores, pero oponiéndose decididamente a los intereses familiares y nacionales de los nobles en la constitución de la autoridad central. Consciente del favor divino, María Teresa veía en sus ministros solamente los «peones» de su poder, que supo basar no menos en una severa política financiera que en un sistema escolar creado por ella. En María Teresa, contemporánea del odiado Federico I el Grande, de Prusia, sobrevivió aquella forma de absolutismo que propiamente había fundado y desarrollado hasta la perfección del sistema Felipe II de España. Ciertamente, a pesar de respetar los derechos de los protestantes, también la Austríaca veía en ellos a los enemigos destructores del orden querido por Dios; pero supo distinguir sabiamente entre los países de sucesión hereditaria y Hungría.
El Habsburgo español había servido con todo su poder a la unidad de la santa fe en todos sus dominios y había utilizado para ello la inquisición, con cuya ayuda -cosa típica del absolutismo confesional- venció al mismo tiempo la oposición del reino aragonés. Entenderíamos falsamente el absolutismo si juzgáramos que para él la fe religiosa constituía una superestructura ideológica del poder político; ahora bien, la soberanía real era tan inviolable como la fe religiosa, y así se explica la cláusula de salvedad de Felipe al aceptar las decisiones conciliares de Trento, la cual es un ejemplo típico de la relación del absolutismo católico con la Iglesia.
EL absolutismo francés se caracterizó de modo especial por la relación entre las luchas religiosas y la oposición de los nobles, no sólo hugonotes sino también católicos; pero, en su desarrollo, el principio une foi tampoco fue sencillamente una función del principio un roi. Fueron razones políticas las que impulsaron a Richelieu, con la conquista de La Rochelle (1628), a romper el estatuto de los hugonotes establecido en el edicto de Nantes (1598 ), y fueron también razones de este tipo las que no le permitieron derogar el edicto mismo, en contra de la tendencia de su hombre de confianza, el capuchino padre José, no menos significativo que Richelieu para el absolutismo francés. Dotado de una naturaleza religiosa con inclinaciones místicas, él luchó fanáticamente por la unidad de la fe, y, sin embargo, defendió incondicionalmente la política de Richelieu en favor del poderío francés, llegando hasta la alianza con Suecia (1634) y la declaración de guerra a España (1635), que significó la debilitación decisiva del partido católico en la guerra de los treinta años. Cuando finalmente Luis xiv derogó en 1685 el edicto de Nantes, realizó un acto de absolutismo político. El absolutismo «palaciego» del «Rey Sol», a pesar de su glorificación pagana y cultual del monarca y de su exuberante estilo de vida, es inconcebible sin los presupuestos históricos del absolutismo católico.
De todas formas la unidad confesional del poder absolutista se fue disolviendo paulatinamente desde la paz de Westfalia (1648), lo cual fue una circunstancia propicia para la expansión de la ilustración. Ésta ciertamente llevaba en sí la carga explosiva que acabaría un día con el absolutismo monárquico, pero al principio pudo ser acogida favorablemente por el absolutismo, como sucedió de forma ejemplar en el Estado de Federico el Grande de Prusia (1740-1786), a quien la tolerancia religiosa, entendida como escepticismo ilustrado, dejaría libre el camino para una unificación política del Estado bajo el signo de su propia razón. Este modelo fue imitado por José II (1765-1790) que, por una parte con tolerancia y por otra con la expansión del centralismo absolutista, llevó a los Países Bajos y a Hungría la línea de su madre. El episcopalismo, desarrollado en 1763 por el obispo trevirense J.N. von Hontheim (Febronius), por la adhesión a la Iglesia estatal del absolutismo debía dar independencia a los obispos frente al absolutismo curial, pero con relación al imperio alemán se quedó en teoría y dentro de los territorios particulares se practicó bajo formas muy varias. José II, en cambio, puso la Iglesia católica sistemáticamente al servicio del Estado absolutista y de su programa educativo; y para este fin la creación de parroquias le pareció más importante que los monasterios, suprimidos en gran número.
Así como no se puede calificar sin más de anticlerical al josefinismo, tampoco cabe afirmar de modo general que la ilustración influyera sólo negativamente en la vida de la Iglesia. La ilustración fomentó un despertar cultural y religioso, y pastoral en particular, especialmente en los territorios de los señores eclesiásticos del imperio, los cuales, aun permaneciendo encuadrados en el absolutismo, en virtud de las limitaciones impuestas por los cabildos y por gastar menos en empresas militares - en beneficio de la vida civil-, adoptaron una forma popular de gobierno (siendo la más célebre la dinastía clerical de los Schánborn).
Pero en último término la ilustración contenía aquellos elementos que llevarían a la disolución del absolutismo. No sólo destruyó el nimbo carismático del señor absoluto, sino que además desarrolló una teoría política que, en nombre del derecho natural, argumentó contra la concentración del poder y en favor de la división de potestades, y basó en los postulados de los derechos humanos la revolución contra la revolución del absolutismo (--> revolución francesa). Desde John Locke (+ 1704) hasta Montesquieu (+ 1775), la crítica a la monarquía absoluta exigía primero su limitación, pero luego condujo a su caída revolucionaria. Y aunque el fisiócrata ordre naturel de F. Quesnay (1774) en su racionalidad parecía conciliarse con la racionalidad del despotismo ilustrado, a fin de cuentas desembocó en los principios del liberalismo. En la Iglesia católica, algunos representantes aislados de la escolástica barroca desarrollaron una crítica política del absolutismo, especialmente mediante la polémica sobre el derecho de oposición y mediante la fundamentación del derecho de gentes, que intentaba restringir la expansión política exterior. Pero el interés esencial se centraba en la lucha con la Iglesia nacional (-> galicanismo, regalismo español, -> josefinismo), con la cual, sin embargo, se pudo en caso necesario llegar a compromisos dentro de la perspectiva de la contrarreforma (->reforma católica). La resistencia propiamente religiosa contra el secularismo del absolutismo transcurrió al margen o fuera de la ortodoxia: dentro de la Iglesia católica en el -->jansenismo y dentro de las Iglesias protestantes en el -> pietismo. La lucha victoriosa contra el Estado absolutista y en favor de una separación entre el Estado y la sociedad como condición de la libertad moderna se realizó fuera de la Iglesia y contra ella. La Iglesia en la época de la restauración, hasta muy entrado el s. xix, se aferró a la unión entre trono y altar.
Una norma crítica para enjuiciar históricamente la postura de la Iglesia se puede encontrar en la comparación de la censura que, sobre la base de la doctrina social cristiana, habría debido lanzarse (y pocas veces se lanzó de hecho) contra el absolutismo, sin perjuicio de su significación histórica, con aquella crítica ilimitada que se hizo entonces -hasta el cambio que trajo León xiii - contra la sociedad liberal y democrática (cf. historia de la Iglesia en la -->edad moderna).
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Oskar Kóhler
 
Absolutismo significa poder soberano o de origen divino desligado de cualquier otra instancia de poder temporal, sea el papa o el emperador. En este sistema de gobierno el estado y el monarca se consideraban como una única entidad situada por encima de la ley, y el concepto de derecho divino de los reyes era la justificación que legitimaba la pretensión de soberanía indivisible.
 
 El  absolutismo, término que procede del latín absolutus («acabado», «perfecto»), fue el principal modelo de gobierno en Europa durante la época moderna, caracterizado por la teórica concentración de todo el poder del Estado en manos del monarca gobernante. La implantación del absolutismo representó un cambio sustancial en la concepción sobre la dependencia de las autoridades intermedias entre el súbdito y el Estado, situación que comportó la creación de una burocracia eficaz, un ejército permanente y una hacienda centralizada. Su andadura política se inició en los siglos XIV y XV, alcanzó la plenitud entre los siglos XVI y XVII, y declinó entre formas extremas e intentos reformistas a lo largo del siglo XVIII.

Ningún monarca absoluto trató de atribuirse la exclusividad o monopolio del poder, sino la soberanía del mismo. Poder absoluto, durante la época moderna, fue básicamente poder incontrolado, poder no sometido a límites jurídicos institucionalizados. Éste fue el marco y la verdadera preocupación de las monarquías europeas que se calificaron interesadamente como absolutas, que se esforzaron por serlo de un modo real, práctico y efectivo, y que lo consiguieron de forma parcial y progresiva. Por tanto, el poder absoluto debe entenderse, por una parte, como un poder soberano o superior, no exclusivo; es decir, presupuso y asumió la existencia de otros poderes: señorial, asambleas estamentales o cortes, reinos municipios, etc., respecto a los cuales se consideró preeminente y, por otra parte, como un poder desvinculado de controles o límites institucionales.

Los antecedentes del absolutismo

El siglo XIV y buena parte del siglo XV fueron escenario de innumerables conflictos: depresión económica, fractura cultural y resquebrajamiento político en un escenario de guerras marcaron el tránsito hacia el siglo XVI. De la necesidad imperiosa por conseguir la paz en los diferentes reinos europeos, se derivaron dos repercusiones principales en el terreno político. Por una parte, los dos poderes tradicionales de la cristiandad medieval, el papado y el imperio, recuperaron, si no su anterior prestigio, sí su unidad. Por otra parte, a pesar de la gran variedad de formas institucionales de poder las monarquías feudales del medioevo salieron fortalecidas de una situación de crisis en la que habían conseguido erigirse lentamente en representantes de grupos nacionales, mucho más que de clientelas o huestes.

En Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio, Polonia, Aragón y Castilla, entre otros, el rey, soberano cristiano consagrado por la Iglesia, se fue convirtiendo en la cabeza de una larga cadena de relaciones de vasallaje, encuadradas en el complejo marco del régimen señorial, y en el símbolo popular de la justicia. El monarca acumuló progresivamente amplios poderes, reforzando así su autoridad, cosa que le permitió vencer las resistencias y dotar de nuevos instrumentos al Estado.
 
Todo el poder para el rey.
 
Las principales resistencias vinieron desde diferentes frentes. La primera era la fortaleza del poder de la nobleza. Garantizar sus intereses, en el marco del afianzamiento del poder personal del rey, fue un equilibrio permanentemente buscado a lo largo de la trayectoria política de todas las monarquías absolutas. Éstas nunca fueron árbitros independientes de la sociedad que se iba a dirigir, sino representantes insignes y garantes eficaces de la perpetuación del poder y hegemonía social de las noblezas, tanto si provenían de los señoríos de antigua estirpe, como de los fieles titulados de nuevo cuño. Fue para ellas para quienes se construyó el costoso aparato cortesano y el imponente mundo palaciego.
 
La segunda de las resistencias se concentraba en arrancar protagonismo a los órganos representativos del reino (cortes, parlamentos, dietas, etc.), todo ello sin intentar suprimirlos, ni atentar contra sus derechos; solamente evitando y espaciando su ritmo de convocatoria y haciendo que, progresivamente, perdieran su papel tradicional para ratificar cualquier petición de subsidio de guerra o impuesto público.

La tercera resistencia consistió en extender los tentáculos del poder real al gobierno de ciudades, villas y corporaciones, siempre tan celosas de sus privilegios y autonomía. Esto sólo pudo conseguirse a través del desarrollo de una política de concesión de honores que permitió al soberano inmiscuirse por muy diversas vías en las elecciones de cargos destinados a regir las diversas facetas de la administración municipal.

En idéntica línea, se diluyó el último gran escollo: controlar al menos terrenal de los poderes, la Iglesia. La profunda fractura religiosa de mediados del siglo XVI, ligada a la Reforma protestante y la posterior Contrarreforma católica, comportó, entre muchas otras repercusiones, un proceso de reafirmación de las iglesias nacionales, cada vez más alejadas de la omnipresente centralización del papado romano. En este marco, se hizo evidente la preocupación de los monarcas por vigilar e intervenir en la elección de los altos ministerios eclesiásticos que habían de ejercer un papel relevante en la justificación pública de la autoridad real y de su actuación política, en la paz y en la guerra. Todos fueron frentes difíciles de batir y, por ello, la lenta y no siempre exitosa lucha contra estas resistencias marcó buena parte de la historia de la consolidación de la autoridad de las monarquías absolutas europeas, a lo largo de los siglos en que ocuparon el escenario del poder.
 
Realidades muy diversas, pero preocupaciones similares.
 
Este complejo envite se emprendió desde diferentes frentes. En Inglaterra, acabadas las largas guerras medievales, Enrique VII inició una política de pacificación interna que ahondó en el reforzamiento de la autoridad real. Su obra fue culminada por Enrique VIII, modelo de príncipe renacentista, quien acometió una profunda tarea de concentración del poder al controlar a los nobles, reducir al máximo la convocatoria del parlamento y crear la primera iglesia nacional, separada de Roma y encabezada por el propio rey, después del cisma anglicano y la promulgación del Acta de Supremacía (1534). En Francia, el período comprendido entre 1494 y 1559, es decir, entre Carlos VIII y Enrique II, supuso el arranque en la construcción de las nuevas estructuras del estado monárquico absolutista con una renovada concepción del poder real.

En otras zonas, se avanzó hacia un claro proceso de consolidación nacional. Polonia asistió a una vigorización del poder real, respaldado por la nobleza, de la mano de la dinastía electiva de los Jaguellones. La «Unión de las Tres Coronas» de Suecia, Dinamarca y Noruega se disolvió en 1521 y se inauguró un proceso de redefinición y asentamiento de las diferentes dinastías nacionales. En Rusia, de la mano de Iván III y hasta el fin del reinado de Iván IV, recordado como "el Terrible"  (1584), se promovió la centralización gubernamental en Moscú, el sometimiento de la aristocracia boyarda y de las grandes masas campesinas y el fortalecimiento del ejército. En Portugal, en la primera mitad del siglo XVI, se vivió, bajo los auspicios de Manuel el Afortunado y Juan III, un período de esplendor en el que se perfiló una primera gran potencia mundial basada en un Estado moderno y un imperio transoceánico.

En la Monarquía Hispánica, a finales del siglo XV, se emprendió con Femando de Aragón e Isabel de Castilla una unión de reinos que puede considerarse un adecuado ejemplo del concepto de monarquía autoritaria, planteado como primera fase de avance hacia el absolutismo pleno. Esto se consiguió a través de la articulación de un modelo de gobierno llamado polisinodial, es decir, organizado a partir de diferentes sedes de manera que se equilibrara el poder superior de los monarcas con la existencia de instituciones representativas generales o cortes, y de múltiples consejos con tareas específicas, como el Consejo de Castilla, de Aragón, de Indias, etc. Así, se logró una gestión sorprendentemente ágil de un reino que había alcanzado dimensiones planetarias ya en los inicios del reinado de Carlos I de España y V de Alemania.

Los instrumentos del absolutismo

 El proceso de organización y fortalecimiento de las monarquías se consiguió venciendo resistencias y planteando una nueva forma de entender y ordenar el estado. La renovación profunda del concepto de política se gestó a lo largo del siglo XVI, alcanzó la plenitud en el XVII, y radicó en dos grandes líneas de actuación: nueva política económica y necesidad de eficacia en la política interior y exterior.

La lenta tarea de articular los estados modernos obligó a los monarcas absolutos a definir una política económica de Estado que superara la ineficaz atomización feudal. La conquista de los imperios transoceánicos, iniciada por Portugal y la Monarquía Hispánica y seguida de inmediato por los Países Bajos, Inglaterra y Francia, obligó a centralizar esfuerzos y a coordinar acciones para aprovechar tan ingentes riquezas, utilizando para ello un principio novedoso: la riqueza de un reino reside en sus reservas de metales preciosos, oro y plata. Para aumentarlas, era preciso conseguir una balanza de pagos favorable: es decir, vender mucho y comprar poco. Alcanzar tales metas conllevó una actuación en un triple frente: primero, industrialismo o potenciación de la producción del país, incluso a través del intervencionismo directo del Estado en la actividad manufacturera; segundo, proteccionismo contra la concurrencia extranjera en las cada vez más complejas redes del mercado; y tercero, nacionalismo para garantizar que los intereses particulares, tanto de empresarios y comerciantes, como de las diversas corporaciones locales, se fundieran, fueran solidarios, con los de la política estatal. Así, el mercantilismo económico, teorizado principalmente por Jean Baptiste Colbert, intendente de hacienda de Luis XIV reclamó una política de autoridad y seguridad y se convirtió en un poderoso agente de unificación nacional. Con todo, esta pretendida unidad de acción encontró uno de sus límites en el lento proceso de articulación de Las cada vez más potentes burguesías de negocios que, ya desde finales del siglo XVII, hicieron prevalecer sus intereses y se opusieron al lastre del intervencionismo estatal.

La organización del Estado
 
Junto con la preocupación de que un país rico contribuía a la «gloria del rey», era precisa una renovada organización de la política interior y exterior. Tres fueron los elementos principales. El primero, la necesidad de contar con técnicos de gestión pública y así, se formó la burocracia estatal encargada de ejecutar las decisiones del soberano y sus consejos en todos los ámbitos de la administración del reino. Este nuevo funcionariado surgió desde muy diversas procedencias, ya que los cargos públicos fueron una importante vía de ascenso social para la baja nobleza y algunos burgueses, llegando incluso a la compra y venta de oficios, también denominada venalidad (fenómeno típicamente francés) y dio origen a la denominada «nobleza de toga».

Su tarea desarrolló una actuación acorde con los intereses de los grupos tradicionalmente privilegiados: aristocracia y nobleza antigua, que eran los únicos autorizados a intervenir en los consejos privados de asesoría al monarca, auténticas sedes de poder y de decisión en los asuntos de estado.

El segundo de los instrumentos fue la construcción de la hacienda pública, fundamento imprescindible para cualquier actuación política. El rey tendió a acaparar el derecho a imponer nuevas contribuciones que se superpusieron a las tradicionalmente exigidas en el marco de municipios y señoríos. Una fiscalidad tan repentinamente acrecentada, en un marco de dificultades económicas y conflictos políticos como fue la Europa del siglo XVII, comportó un progresivo malestar, tanto en burgueses y ciudadanos, como en las clases populares, campesinos en su mayoría, que encabezaron revueltas y motines contra un fisco arbitrario, gravoso y desmesurado que acabó convirtiéndose en una nueva forma de renta feudal, en este caso, centralizada.

El último de los instrumentos fue la instauración de un ejército profesional, desligado del concepto de hueste feudal, financiado a través de las recaudaciones de la hacienda pública en formación y ocupado, principalmente, en la defensa de las fronteras territoriales del reino y el sometimiento de revueltas populares.

El momento de esplendor de las monarquías absolutas
 
Este complejo aparato institucional alcanzó su apogeo en un período de esplendor que puede considerarse encamado por un ejemplo emblemático: Luis XIV, el Rey Sol, quien rigió los destinos de Francia durante el difícil período comprendido entre 1661 y 1715. Si existió un monarca que pueda considerarse el arquetipo de esta forma de gobierno, nadie puede negar que los honores le corresponden a quien se consideró, tal y como rezan sus divisas, la encarnación viviente de1 Estado (L'êtat c'est rnoi) y
el gobernante más poderoso de la tierra (Nec pluribus impar) y quien adoptó al astro rey como emblema personal.  

Luis XIV de Francia

Con todo, hay que añadir que el absolutismo de los Borbones en Francia, con ser el más característico, no fue el único ni el mejor organizado. Siempre hay que matizar que el absolutismo fue una forma de entender el ejercicio del poder en la Europa modema y, así, las trayectorias políticas de los diferentes estados del continente se enmarcaron en regímenes monárquicos típicamente absolutistas, con unas u otras especificidades, con individualizados rasgos adaptados a la propia tradición política y organización social, con entramados institucionales diversos, pero siempre con un rey fuerte a la cabeza. Y esto ya sean los Estuardo en Inglaterra, los Braganza en Portugal los Habsburgo en la monarquía hispánica y en el Imperio, los Hohenzollem en Prusia, los Vasa en Polonia, los Romanov en Rusia o los diferentes monarcas de los países bálticos, especialmente los Palatinado-Zweibrücken en Suecia.

El despotismo ilustrado
 
La culminación del absolutismo se alcanzó en el siglo XVIII, pero, a diferencia del siglo anterior, se introdujo cierta preocupación por incorporar reformas que dieran un aire nuevo a la tarea de gobernar. Los monarcas comprendieron la utilidad y la necesidad de controlar una naciente opinión pública que se difundía en círculos europeos muy restringidos de la mano de la cuantiosa correspondencia generada por escritores y filósofos.

Es innegable que el espíritu ilustrado dotó a los soberanos de un nuevo vocabulario, un cierto toque laico y un estilo más veladamente cortesano y menos lejano a los problemas del pueblo llano; pero también lo es que la realidad de su actuación política puso de manifiesto que no hubo diferencias sustanciales entre absolutismo y despotismo ilustrado, independientemente de las veleidades reformistas. Así, se mantuvo plenamente un concepto de política, encabezada por el monarca, destinada a conseguir la grandeza de la nación; se desdeñó definitivamente el papel de los cuerpos legislativos intermedios; se fortaleció la política de centralización y se avanzó en la potenciación de la autoridad de un Estado, en cuya cima se situaba el soberano.

Con esta meta, se impuso el ambiente reformista con unos principios claros. Se promovió la intervención del Estado en la sanidad o la beneficencia; se intentó suplantar la hegemonía de la Iglesia en el terreno educativo, especialmente en las universidades; se impulsó una cierta mejora en las vías de comunicación y en las obras públicas; se fomentó, desde el Estado, el impulso a las actividades económicas tanto agrícolas como en la manufactura o en la participación en las grandes compañías de comercio ultramarino, y, finalmente, se pretendió reorganizar la administración para robustecer el poder de los reyes.

La burocracia estatal confeccionó, bajo supervisión del gobierno, exhaustivos recuentos de población y de la riqueza individual de los ciudadanos y elaboró los primeros censos sobre la industria, el comercio y la navegación, todo ello siempre acompañado de informes y memorias. En segundo lugar, se proyectó, con resultados muy desiguales, reordenar la división territorial, para superar las dificultades que el caos de las circunscripciones tradicionales imponía a la nuevas exigencias de gestión de lo público. En tercer lugar, se redefinieron los cargos de la administración. Aparecieron funciones ligadas al renovado planteamiento del territorio, así, los gobernadores, cargos a veces ocupados por militares si la plaza era conflictiva, fueron la correa de transmisión directa entre el rey y los súbditos; y los tradicionales consejos del rey, en manos de la nobleza, se sustituyeron por los gabinetes de ministros en los que se hizo imprescindible una formación técnica, casi siempre universitaria, para participar en el gobierno del Estado.

La etapa final del absolutismo

Toda esta ingente labor de renovación partía de preocupaciones muy concretas. La superación de los conflictos de toda índole acaecidos durante el siglo XVII tuvo como telón de fondo el inicio irreversible de lentos, pero profundos, cambios sociales que iban a afectar al concepto mismo del poder. Diversos sectores de la sociedad inglesa encabezaron un proceso de revolución política que acabó con el absolutismo de los Estuardo. Los monarcas europeos empezaron a preocuparse seriamente. La ideología de la llustración contenía fermentos que auguraban la intensidad de los cambios por venir. En este marco, el despotismo ilustrado puede considerarse como un movimiento a la defensiva de las monarquías europeas en el siglo XVIII y, por eso, consiguió sus mejores logros en los países menos desarrollados. Son las penínsulas mediterráneas o de las profundidades continentales de la Europa Central y Oriental, es decir, la Europa terrateniente, donde la aristocracia y la nobleza tradicional todavía eran clases dominantes, y donde los monarcas pudieron ejercer una tímida función de reforma, en especial por lo que respecta a la legislación de tipo social, que les acercaba a las maltrechas clases populares. Al final, la creciente animadversión social hacia el absolutismo desencadenó los movimientos revolucionarios del siglo XIX. Estamos ya en los inicios de una nueva época.

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