Según
la tradición tomista, el acto de fe está determinado por el objeto en que se
cree: Actus fidei specificatur ab objecto. En esta explicación intervienen
diversos elementos que pueden condensarse en dos factores: el objeto en que se
cree y la persona que realiza el acto de creer. Por lo que atañe al primer
aspecto, se trata de algo esencial, ya que califica a las cualidades y a la
intensidad de la persona que quiere creer.
Desde el Antiguo Testamento, el acto
de fe se ve esencialmente como un abandono en las manos de Dios. El Dios que actúa
en la historia del pueblo y que muestra los signos de su presencia es el Dios a
quien nos entregamos porque sólo en él vemos la salvación. Es lo que ocurre
con Abrahán, que al sentirse llamado por Dios lo deja todo y le sigue (Gn
12,1-4); con Moisés, que es enviado a liberar al pueblo (Éx 3,1 -20); con
todos los profetas que reciben la misión de anunciar su palabra al pueblo, pero
también con cada una de las personas que acogen a Dios en los diversos momentos
de su vida (Dt 6.20-24). El acto de fe para el israelita no es un momento
ocasional o esporádico; al contrario, toca a la existencia cotidiana y
determina su sentido y su orientación.
Para
el Nuevo Testamento, la fe se da en la persona de Jesús de Nazaret, en quien se
cree como el enviado del Padre, confiando en su palabra porque es la palabra
misma de Dios; en efecto, lo que él dice o hace, lo ha oído y visto en el
Padre (Jn 5.36; 8,26). El acontecimiento pascual de la muerte y resurrección
del Señor será el objeto peculiar de la fe ( 1 Cor 15, 1-11), ya que en
este misterio Dios se revela plenamente a sí mismo. De todas formas, nadie
puede realizar este acto de fe si Dios no lo llama antes a sí mismo y lo atrae
con su amor (1 Jn 4,10; Jn 12,32). El contenido de la fe no puede quedar
escondido, sino que ha de ser anunciado a todos y en todo tiempo, para que a
cada uno se le dé la posibilidad de la salvación (Mt 28,19. Col 1,46). La
teología paulina subraya que llegamos a la fe porque escuchamos y acogemos la
palabra que se nos anuncia: fides ex auditu (Rom 10,17).
A
partir de la teología medieval se ha recuperado una formulación afortunada de
la tradición agustiniana, que permite sintetizar la complejidad del acto de fe
en torno a tres dimensiones: credere Deo, credere Deum, credere in Deum. Con
credere Deo se intenta expresar la confianza plena, ya que es Dios mismo el que
se revela y garantiza la verdad que revela. Con credere Deum se cualifica el
objeto de la fe, a saber, a Dios mismo en su vida interpersonal y el misterio de
su revelación. Con credere in Deum se quiere explicitar la relación
interpersonal y de amor que se da entre Dios y el creyente; es una relación dinámica
y tensa hacia su cumplimiento definitivo en la comunión.
Por
lo que se refiere a la persona que cree, hay que señalar algunos datos
interesantes en el aspecto teológico. El primero, que el acto de fe es posible
sólo a partir de la gracia que permite entrar en comunicación con Dios y
recibir al mismo tiempo los acontecimientos de la revelación como
acontecimientos salvíficos. Pero la persona tiene que conocer estos
acontecimientos como condición previa para un acto de fe que pueda ser
personal. En este momento interviene la relación entre la fe y el conocer, que
se ha explicitado desde siempre a partir de la Escritura. «Conocer que Yahveh
es Dios» (1s 43,10) puede tomarse como el leitmotiv de todo el Antiguo
Testamento, para indicar que el creer es una forma de conocimiento;
especialmente la teología de Juan y la de Pablo recuperan esta dimensión,
insistiendo en el hecho de que creer es un conocer y un saber tan verdadero y
real que, si así no fuera, se vendría abajo la misma fe (cf Jn 6,69. 10,38;
14,20; Rom 6,8; 2 Cor 5,1). Se dan en la persona diversas formas de conocimiento
mediante las cuales cada uno se explicita a sí mismo en su encuentro con la
realidad. Cuando nos encontramos con el misterio de una persona -ya que nadie
podrá descubrir nunca su propia realidad ni la realidad del otro fuera de esta
perspectiva-, entonces la forma de conocimiento más coherente, capaz de
comprender la globalidad de este contenido, viene dada por la fe. Proviene del
misterio mismo como forma que es capaz de expresarlo y comprenderlo.
La
fe en la persona de Jesús supone por parte de los creyentes la realización de
un acto que sea en sí mismo plenamente libre, aunque inserto en el interior de
la acción de la gracia. La libertad de este acto es posible si responde a una
doble exigencia: que corresponda a la verdad y que abra al sentido último de la
existencia. Respecto a la verdad, el creyente la ve realizada en la persona de
Jesús de Nazaret, que dijo que era la verdad (Jn 1,14.17; 14,6); él mismo se
convierte en su garantía y no necesita que nadie dé testimonio en su favor,
excepto el Padre, ya que la fe requiere la aceptación plena de su persona. Pero
en él, la verdad entra en la historia; por primera y única vez, Dios se revela
asumiendo la historia como lugar donde expresarse a sí mismo. Éste le permite
a cada uno poder encontrarlo en cualquier lugar e ir conociéndolo
progresivamente según las diversas formas de conquista del saber, ya que el
conocimiento que se tiene de él está orientado dinámicamente hacia la
plenitud, que sólo se dará en el futuro (Jn 16.13).
Esta
dimensión es la que permite al creyente percibir su acto como un acto
plenamente libre. En efecto, sabe que la libertad no es una serie fragmentaria
de actos. sino más bien un acto que se hace cada vez más libre en la medida en
que se abre a un espacio de libertad cada vez mayor que la propia.
Al
fiarse de la verdad de Dios, que él conoce -esto le permite un primer acto de
libertad-, descubre además que su vida sólo puede realizarse corriendo el
riesgo de abandonarse al futuro, que no conoce plenamente y que jamás podrá
conocer de modo definitivo; la fe es precisamente la que le garantiza esta
condición: su libertad de entregarse al misterio como espacio de libertad cada
vez mayor, pero al mismo tiempo una libertad que le permite construir su futuro
siempre y sólo en un acto de abandono, en el que se compromete personalmente
sin posibilidad alguna de delegar en otro.
Finalmente,
el acto de fe posee una ulterior cualificación esencial: la eclesialidad. El
creyente, en el momento en que realiza el acto que libremente le permite acoger
dentro de sí el misterio de Dios, no es ya un sujeto individual, sino un sujeto
eclesial, ya que en virtud de la fe se ha convertido en parte de un pueblo. La
fe cristiana no se le ha dado al individuo, sino a toda la Iglesia, que ha
recibido de Cristo la misión de transmitirla y anunciarla a todo el mundo hasta
el final de los tiempos, pues, el acto de fe, en virtud de esta connotación que
cualifica a la fe cristiana como «fe eclesial», tiene que tener también en sí
esta nota, so pena de que quede incompleto el mismo acto.
R.
Fisichella
Bibl.:
J. Alfaro, Cristología y antropología, Cristiandad, Madrid 1973; H. U. von
Balthasar, La percepción de la forma, en Gloria: una estética teológica, 1,
Ed. Encuentro, Madrid 1985; W Kasper, Introducción a la fe, Sígueme, Salamanca
1976; J Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1976; R. Sánchez
Chamoso, Los fundamentos de nuestra fe, Sígueme, Salamanca 1981; R. Fisichella,
Introducción a la teología fundamental, Verbo Divino, Estella 1993.
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