La
discusión relativa a si los animales poseen o no un alma y, en este
caso, de qué tipo, ha sido desde antiguo una de las clásicas formas de
plantearse la diferencia entre el hombre y los animales, cuestión que
resurgió con fuerza a partir del siglo XVII debido especialmente a las
afirmaciones de Descartes de que los animales son autómatas.
En la historia del pensamiento esta cuestión se inicia con las tesis de Aristóteles, quien, partiendo de su hilemorfismo, afirma que el alma es simplemente la forma del cuerpo, su actualización o entelequia. En cuanto que es forma, determina el tipo de vida que puede -potencialmente - tener un determinado cuerpo.
En la historia del pensamiento esta cuestión se inicia con las tesis de Aristóteles, quien, partiendo de su hilemorfismo, afirma que el alma es simplemente la forma del cuerpo, su actualización o entelequia. En cuanto que es forma, determina el tipo de vida que puede -potencialmente - tener un determinado cuerpo.
Ateniéndose a esto considera tres tipos de almas: la de los vegetales,
que se nutren y reproducen (alma vegetativa); la de los animales, que
poseen sensación y movilidad (alma sensitiva); y la específicamente
humana, que incorpora las funciones anteriores y, además, es racional
(alma racional). De esta manera, según Aristóteles,
los animales poseen un alma. Ahora bien, mientras que la nutrición, la
reproducción y la sensación dependen directamente del cuerpo, el
pensamiento o nous es la única actividad que -según él-, puede ser
autónoma. Por ello, en el caso del alma humana distingue entre un
entendimiento paciente y un entendimiento activo o entendimiento agente.
El carácter meramente receptivo (pasivo o paciente) del primero de
ellos, muestra todavía su relación con el cuerpo, de manera que dicho
entendimiento es mortal y desaparece con la muerte del cuerpo (en un
caso de cambio sustancial de corrupción). De esta manera, Aristóteles
solo admite la posibilidad de la inmortalidad del entendimiento agente,
que, en algunos pasajes de sus obras, considera como una forma de
entendimiento supraindividual.
La interpretación de estos pasajes condujo al alejandrinismo y al
averroísmo, que entró en conflicto con el pensamiento escolástico
medieval y con las tesis cristianas. En el cristianismo, se considera
que, propiamente hablando, solamente existe el alma humana, de
naturaleza espiritual e inmortal, de manera que, aunque san Agustín
había creído percibir cierta apariencia de conocimiento en los animales,
en general se considera que carecen de entendimiento. No obstante,
durante el Renacimiento algunos pensadores, como Montaigne y Charron
sostuvieron que los animales poseían un cierto grado de razón.
El mecanicismo cartesiano y su radical separación entre sustancia pensante y sustancia extensa, (es decir, radical separación entre mente y cuerpo), junto con la afirmación de que los animales son autómatas, reavivaron nuevamente esta cuestión. Según Descartes, el lenguaje y la conciencia señalan la diferencia entre el hombre y el animal, que solamente es materia en movimiento. De esta manera sostiene que una máquina compleja puede ser un animal, pero nunca un ser humano, e incluso llega a afirmar que los animales no poseen sensibilidad. Estas tesis provocaron una
gran controversia durante el s. XVII.
El mecanicismo cartesiano y su radical separación entre sustancia pensante y sustancia extensa, (es decir, radical separación entre mente y cuerpo), junto con la afirmación de que los animales son autómatas, reavivaron nuevamente esta cuestión. Según Descartes, el lenguaje y la conciencia señalan la diferencia entre el hombre y el animal, que solamente es materia en movimiento. De esta manera sostiene que una máquina compleja puede ser un animal, pero nunca un ser humano, e incluso llega a afirmar que los animales no poseen sensibilidad. Estas tesis provocaron una
gran controversia durante el s. XVII.
Leibniz se opuso a esta tesis de Descartes, y afirmó que los animales
son mónadas dotadas de percepción y memoria, aunque no de apercepción,
esto es, de conciencia. Por su parte, también Locke al distinguir entre
ideas de la sensación e ideas de la reflexión, deja la puerta abierta a
la posterior admisión de que los animales pueden tener ideas
provenientes de la sensación. De ahí se inferiría la posibilidad de que
poseyeran, además de sensibilidad, ideas particulares, no abstractas.
Desde otra perspectiva, los materialistas del siglo XVIII consideran
que no sólo los animales son máquinas, sino que esta tesis puede
extenderse al mismo hombre. En sus versiones más acabadas estas tesis
fueron defendidas por el sensismo de Condillac y por la teoría del
hombre-máquina de La Mettrie, que rechazan el dualismo psico-físico y
reducen todo fenómeno vital y orgánico a relaciones mecánicas. De esta
manera, si tanto el hombre como los animales son máquinas, cabe la
posibilidad de pensar en un pensamiento animal, pero no en la existencia
de un alma, en el sentido clásico de este término, ni animal ni humana.
Otros materialistas como Helvetius o D´Holbach sostuvieron tesis
semejantes.
En el siglo XIX esta cuestión cambiará profundamente con la aparición de las obras de Darwin, que supusieron la desaparición de la tajante división entre el hombre y los animales, cuya diferenciación es fruto del proceso evolutivo y, por tanto, no es de naturaleza, sino de grado. Por otra parte, este planteamiento -la distinción entre al animal y el hombre en función de la posesión o no de un alma- también ha quedado plenamente superado en los enfoques antropológicos. En la antropología filosófica contemporánea se ha tratado la diferencia entre el hombre y el animal desde otras perspectivas. Aunque todavía Scheler hace una distinción entre el hombre y el animal apelando al espíritu, rechaza el anterior dualismo entre cuerpo y alma (lo que no es óbice para que, según Gehlen, siga manteniendo una forma encubierta
de este dualismo). Pero se tiende más bien hacia una caracterización del hombre, bien como ser carencial (Gehlen), bien como animal simbólico(Cassirer), o como animal que trabaja (Marx).
Desde otra perspectiva, y sin necesidad de postular necesariamente la existencia de un alma de ninguna clase, ciertas corrientes vitalistas que irrumpieron en la filosofía de la biología (especialmente desde fines del s. XIX hasta los años treinta del s. XX) concibieron una separación radical, no tanto entre los animales y el hombre, como entre los organismos vivos y el mundo inorgánico. Desde esta perspectiva, la vida aparecía como absolutamente irreductible a meros fenómenos físico-químicos. Tal era, por ejemplo, la posición defendida por Hans Driesch o por Bergson. Desde estas posiciones no se trataba ya de buscar alguna diferencia entre los animales y el hombre, sino de negar cualquier continuidad entre el mundo inorgánico y los fenómenos vitales. Según estos autores, ni los animales ni el hombre son máquinas, sino organismos vivos (aunque ello no presuponga necesariamente una forma de alma).
En el siglo XIX esta cuestión cambiará profundamente con la aparición de las obras de Darwin, que supusieron la desaparición de la tajante división entre el hombre y los animales, cuya diferenciación es fruto del proceso evolutivo y, por tanto, no es de naturaleza, sino de grado. Por otra parte, este planteamiento -la distinción entre al animal y el hombre en función de la posesión o no de un alma- también ha quedado plenamente superado en los enfoques antropológicos. En la antropología filosófica contemporánea se ha tratado la diferencia entre el hombre y el animal desde otras perspectivas. Aunque todavía Scheler hace una distinción entre el hombre y el animal apelando al espíritu, rechaza el anterior dualismo entre cuerpo y alma (lo que no es óbice para que, según Gehlen, siga manteniendo una forma encubierta
de este dualismo). Pero se tiende más bien hacia una caracterización del hombre, bien como ser carencial (Gehlen), bien como animal simbólico(Cassirer), o como animal que trabaja (Marx).
Desde otra perspectiva, y sin necesidad de postular necesariamente la existencia de un alma de ninguna clase, ciertas corrientes vitalistas que irrumpieron en la filosofía de la biología (especialmente desde fines del s. XIX hasta los años treinta del s. XX) concibieron una separación radical, no tanto entre los animales y el hombre, como entre los organismos vivos y el mundo inorgánico. Desde esta perspectiva, la vida aparecía como absolutamente irreductible a meros fenómenos físico-químicos. Tal era, por ejemplo, la posición defendida por Hans Driesch o por Bergson. Desde estas posiciones no se trataba ya de buscar alguna diferencia entre los animales y el hombre, sino de negar cualquier continuidad entre el mundo inorgánico y los fenómenos vitales. Según estos autores, ni los animales ni el hombre son máquinas, sino organismos vivos (aunque ello no presuponga necesariamente una forma de alma).
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