lunes, 9 de septiembre de 2013

Amor. Filosofía.




En su forma paradigmática, en filosofía, el eros de Platón, que hace del amor como deseo amoroso o pasión -tal como se entendía en el griego clásico, frente a otros sentimientos parecidos, como los designados con los términos philia, amistad, agapè, amor en general, y philantropía, o amor al hombre en general-, expresión de la tendencia fundamental y constante del hombre hacia el bien (ver texto ). Como este anhelo de fusión con el bien no es posible más que por vía del conocimiento, el eros es, a la vez, vehículo de paideia o educación del hombre.

Platón dedica al tema del amor dos de sus diálogos: Banquete y Fedro. En el Banquete lo identifica inicialmente con el sentimiento de atracción física en que se basa el modelo de educación griega, en el amor del maestro por el discípulo, lo compara a la misma filosofía y lo personifica en la figura de Sócrates: el amor nace del deseo humano de lo bello y lo bueno (kalós kai agathós), del ansia de felicidad e inmortalidad, y en el trato con los hombres; sólo los hombres aman (no los dioses) porque Eros es hijo de Poros (recurso) y Penia (pobreza). Es, pues, carencia y deseo. Pero, porque se realiza por hombres y entre los hombres, es creador; sólo por la creación/generación, en la belleza, se alcanza la inmortalidad. Es el camino de la dialéctica en el que el conocimiento es amor, porque uno y otro nacen de la carencia y el deseo (ver texto ). 
En el Fedro, Platón describe el amor como locura o delirio del hombre por el conocimiento, como recuerdo o reminiscencia de un saber ya adquirido por el alma, que el hombre recupera yendo, a través de la multiplicidad de lo percibido por los sentidos, hacia la unidad de la idea o del concepto (ver texto ).
Aristóteles se refiere al amor entre los hombres más como philia, amistad (de la que habla en los libros VIII y IX de Ética a Nicómaco), que como eros, aunque atribuye a todo el universo la antigua idea del amor como fuerza cósmica de los presocráticos, de Empédocles, sobre todo, según la cual la naturaleza entera ama al Primer Motor, como se ama lo que es fin y lo que es perfecto.


La filosofía griega, la platónica sobre todo, da al amor una orientación ontológica y epistemológica a la vez, según la cual se tiende al bien subsistente que es, a la vez, conocimiento. Cuando, con los estoicos y los neoplatónicos, lo anteriormente trascendente se vuelve inmanente a la naturaleza, se difunde la idea de un amor universal a todo hombre, en cuanto en todo hombre hay algo de la divinidad.


El cristianismo continúa la perspectiva ontológica del amor, porque, según la fe cristiana, «Dios es amor» (1 Jn 4, 8), pero añade al cosmopolitismo de los estoicos el amor como mandamiento por sucesos acaecidos dentro de la historia, o del tiempo. Para la Ciudad de Dios, de san Agustín, el sentido de la vida humana individual y el de toda la humanidad no es otro que la lucha o antagonismo entre dos amores: el amor a Dios y el amor a sí mismo. 
De esta doble dirección del amor surge la distinción medieval, entre los escolásticos, de amor de benevolencia, desinteresado, y amor de concupiscencia, egoísta, que combina la concepción ontológica del amor con un comienzo de planteamiento psicológico, predominando todavía en esta época la comprensión del amor explicado desde la causa última. 
La época moderna, dada ya a la investigación de las causa inmediatas de lo que sucede tanto en la experiencia externa como en la interna, entiende que el amor es un fenómeno de la conciencia que se explica desde sus causas psicológicas. Así, para Descartes, el amor es «una emoción del alma» (ver texto ) y, para Hobbes, un movimiento voluntario de la misma naturaleza que el deseo (ver texto ).
Spinoza acentúa el componente racional del amor con su teoría del amor Dei intellectualis, que también puede entenderse como el amor intelectual a la naturaleza, esto es, el deseo apasionado de conocer la naturaleza: la culminación de la vida ética es la racionalidad. Unos y otros, no obstante, a diferencia de lo que sucede durante el Renacimiento que ve en el amor, por fuerza de las ideas neoplatónicas, una fuerza cósmica, acentúan el planteamiento psicológico: «el amor es una emoción, una acción unitiva de la voluntad», se lee en Las pasiones del alma (1649), de Descartes. La literatura posterior del s. XVIII y XIX construye monumentos perennes a la pasión amorosa.


Dos aportaciones actuales de notable influencia en diversos campos en la cuestión del amor son el psicoanálisis de Freud y el existencialismo de Sartre.
Según Freud, junto a un instinto (pulsión) de vida, el eros, hay un instinto (pulsión) de muerte, que luego se llamó de thanatos. Aunque estos nombres sean, una vez más, simbólicos, metáforas de la vida que es mezcla de amor y muerte, con mayor precisión puede decirse que el amor es, a un tiempo, deseo y sufrimiento -como ilustran, por lo demás, tantas obras de la literatura universal -, y que las pulsiones amorosas aspiran a una eternidad y término absoluto que constantemente les es negado. 
Para Sartre, el amor es una empresa contradictoria condenada de antemano al fracaso. El hombre, que en el sistema de Sartre es el «ser para sí» (conciencia) es también «ser para otro». El otro aparece en el ámbito de la conciencia como alguien que contempla desde fuera nuestra propia subjetividad. La fuerza de su mirada desconcierta y tendemos a hacer del otro un objeto de conciencia, hundiéndolo en la subjetividad, para evitar sentirnos sometidos a su mirada. Como la libertad del otro es irreductible, debemos asumir, como proyecto la idea de hacernos amar por el otro: si deseamos poseer a los demás, no basta poseer el cuerpo, hay que adueñarse de la subjetividad, es decir, del otro sujeto en cuanto ama. «Amar es, en esencia, el proyecto de hacerse amar». La empresa es imposible y siempre condenada al fracaso, porque
hacerse con la subjetividad del otro es hacerse con su libertad, y ofrecerse a la libertad del otro es constituirse en objeto, alienar la propia libertad. Es una empresa de dioses, imposible para el hombre, y por eso «el hombre es una pasión inútil».

Platón: el amor consiste en desear poseer el bien siempre


Pues el amor, Sócrates -dijo-, no es amor de lo bello, como tú crees.

-¿Pues qué es entonces?
-Amor de la generación y procreación en lo bello.
-Sea así -dije yo.

-Por supuesto que es así -dijo. Ahora bien, ¿por qué precisamente de la generación? Porque la generación es algo eterno e inmortal en la medida en que pueda existir en algo mortal. Y es necesario, según lo acordado, desear la inmortalidad junto con el bien, si realmente el amor tiene por objeto la perpetua posesión del bien.

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El banquete, 207a (Diálogos, III, Fedón, Banquete, Fedro, Gredos, Madrid 1986, p. 255).

Platón: conocimiento y amor


Es preciso -dijo- que quien pretenda ir por el camino recto hacia ese objetivo empiece desde joven a encaminarse hacia los cuerpos bellos, y en primer lugar, si su guía lo conduce correctamente, que se enamore de un solo cuerpo y en él engendre razonamientos bellos; luego, que comprenda que la belleza que hay en un cuerpo cualquiera es hermana de la que hay en otro cuerpo, y que, si se debe perseguir la belleza de la forma, es una gran insensatez no considerar que es una sola y la misma la belleza que hay en todos los cuerpos. Tras haber comprendido esto, debe erigirse en amante de todos los cuerpos bellos y aquietar ese violento deseo de uno solo, despreciándolo y considerándolo poca cosa. Después de eso, considerar más preciosa la belleza que hay en las almas que la que hay en el cuerpo, de suerte que, si alguien es virtuoso de alma, aunque tenga poca lozanía, le baste para amarlo, cuidarse de él, procrear y buscar razonamientos de tal clase que vayan a hacer mejores a los jóvenes, para verse obligado de nuevo a contemplar la belleza que hay en las normas de conducta y en las leyes y a observar que todo ello está emparentado consigo mismo, con el fin de considerar que la belleza relativa al cuerpo es algo poco importante. Después de las normas de conducta, debe conducirlo a las ciencias, para que vea asimismo la belleza de éstas y, dirigiendo su mirada a esa belleza ya abundante, no sea ya en el futuro vil y de espíritu mezquino sirviendo, como un esclavo, a la belleza que radica en un solo ser, contentándose con la de un muchacho, un hombre, o una sola norma de conducta, sino que, vuelto hacia el extenso mar de la belleza y contemplándolo, procree muchos, bellos y magníficos discursos y pensamientos en inagotable amor por la sabiduría, hasta que, fortalecido entonces y engrandecido, aviste una ciencia única, que es de la siguiente manera y se ocupa de una belleza como la siguiente. [...]



En efecto, éste es precisamente el camino correcto para dirigirse a las cuestiones relativas al amor o ser conducido por otro: con la mirada puesta en aquella belleza, empezar por las cosas bellas de este mundo y, sirviéndose de ellas a modo de escalones, ir ascendiendo continuamente de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos, y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y a partir de los conocimientos acabar en aquel que es conocimiento no de otra cosa, sino de aquella belleza absoluta, para que conozca por fin lo que es la belleza en sí. En este instante de la vida, querido Sócrates -dijo la extranjera de Mantinea-, más que en ningún otro, vale la pena el vivir del hombre: cuando contempla la belleza en sí.

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El banquete, 210a-211d (Alianza, Madrid 1993, p. 96-98).

Platón: el recuerdo


Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado».


Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión de que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llamará enamorado.

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Fedro, 249b-e (Diálogos, III, Fedón, Banquete, Fedro, Gredos, Madrid 1986, p. 351-352).

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