lunes, 9 de septiembre de 2013

Amor. Teología Fundamental.

La tarea específica de la teología fundamental es entender e interpretar la credibilidad de la autorrevelación de Dios, verificada definitivamente a través de Jesucristo. Esta autocomunicación divina en la historia humana alcanzó su clímax con el misterio pascual y el envío del Espíritu Santo.
Incuestionablemente, los teólogos fundamentales deben dirigir su atención también a otros asuntos. Sin embargo, dos puntos primordiales, que dan a su disciplina su carácter básico son la revelación y la resurrección, entendidas ambas, no sólo dogmática, sino también apologéticamente. De modo particular la naturaleza y credibilidad de la autorrevelación de Dios y la resurrección de Cristo de entre los muertos son iluminadas por el tema del amor.
1. REVELACIÓN. Dios se ha manifestado en y a través del universo creado. El acto de la creación puede con razón ser considerado como el signo primordial que manifiesta la benevolencia divina. El amor es una complacencia que quiere y trabaja por el bien de los otros. El Dios revelado en el acto de la creación es un Dios que da su beneplácito a los seres humanos y a su mundo, y con poder divino eficaz dice: "Yo quiero que existáis".
Aun reconociendo la revelación de Dios comunicada a través de las obras y señales de la naturaleza (p.ej., Gén 9,12-17; Job 38-39; Sal 19,1-6; Sab 13,1-9), el AT da prioridad, sin embargo, a la automanifestación de Dios en la historia humana. Dios intervino de manera especial al elegir un pueblo, sacarlo de la cautividad y guiar así su historia, revelándoles cada vez más claramente su amor divino. Un antiguo credo que confiesa las poderosas hazañas del Señor reveladas en la experiencia del éxodo y en la conquista de Canaán (Dt 26,510) no habla explícitamente del amor divino, pero presenta con toda claridad un Dios cuya constante preocupación ha bendecido continuamente al pueblo.
La propia vida de Oseas dramatiza el amor salvador y compasivo de Dios a Israel. El profeta es testigo de un amor muy personal del Señor, marido que no abandonará a su pueblo prostituido (Os 1,2-3,5). El segundo Isaías describe a Dios "gimiendo como mujer en parto" (Is 42 14) o como una mujer que ha dado a luz y llevado consigo a Israel (Is 46,3-4; 49,15). Los profetas, entre otros, se sienten obligados a describir a Dios como madre, padre o esposa (p.ej., Dt 32,6). No pueden hacer de otro modo, desde el momento en que han experimentado a Dios como el que ama, salva y se ha volcado en ellos con ternura.
El Vaticano II se inspira tanto en el AT como en el NT al describir la revelación de Dios, que, "por la abundancia de su amor", nos habla como a amigos y nos invita a su divina amistad (DV 2). Esta autocomunicación de Dios (DV 6) no es actividad que busca su satisfacción, sino nuestra salvación mediante una estructura sacramental de palabras y obras (DV 2). Las palabras iluminan y expresan el valor revelador y salvador de las obras, que de otro modo podrían quedarse en meros acontecimientos anónimos y sin sentido.
El punto culminante de la autocomunicación divina llegó con Jesucristo y los acontecimientos de su vida, muerte y resurrección. En la Redemptor hominis, carta encíclica de 1979, que, como su segunda encíclica de 1980 (Dives in misericordia), tiene mucho que enseñar sobre la revelación, Juan Pablo II habla de "la revelación de amor" de Dios, que es también "descrita como misericordia". Y añade: "En la historia humana esta revelación ha tomado una forma y un nombre: Jesucristo" (Redemptor hominis 9). La esencia de la autocomunicación divina en Cristo se ha formulado diciendo: "Dios es amor" (1Jn 4,8.16).
No es que la revelación del amor de Dios estuviera ausente en el AT. Ya hemos visto antes cómo los profetas, entre otros, dan testimonio del intenso amor personal de Dios a Israel. Semejante evidencia contradice el antiguo dicho: Dios ha revelado su justicia en el AT y su amor en el NT.
Lo que Cristo trae, sin embargo, es, en primer lugar, la presencia visible, tangible y audible del "Emanuel, el Dios con nosotros" (Mt 1,23). En segundo lugar, Dios es revelado ahora como tripersonal. El Padre es conocido como la fuente última de la vida y el amor divinos. El Hijo es la presencia perceptible de ese amor. El Espíritu Santo es experimentado como el don de amor (Rom 5,5), que nos impulsa a la realización escatológica.
Los evangelios sinópticos hablan poco de "amor" cuando presentan el ministerio de Jesús. Lucas, por ejemplo, no introduce el lenguaje del amor ni siquiera en la más intensa expresión del amor misericordioso de Dios al perdido y pecador: la parábola del hijo pródigo. Lo que los sinópticos describen es una autorrevelación de amor en palabras y obras, en gran parte implícita, pero extraordinariamente real. Jesús obedeció a su Padre, sirvió a los demás, sufrió por ellos, los curó, se entregó con generosidad sin límites y, finalmente, murió en una cruz entre dos malhechores a los que ofreció su compasión y misericordia divinas. Jesús fue el amor personificado. Su crucifixión, sin embargo, dejó la pregunta abierta: ¿Es este amor obediente, en última instancia, autodestructivo y está condenado al fracaso del vacío (Flp 2,8)?
2. RESURRECCIÓN. La resurrección del Jesús crucificado reveló "el amor del Padre que es más poderoso que la muerte" (Dives in misericordia 8). El diálogo de amor entre Jesús y su Padre, interrumpido (al menos en lo que respecta a la humanidad de Jesús) por el silencio de la muerte, es reanudado ahora de una manera plena y definitiva. Para usar la frecuente imagen del NT, Jesús es exaltado al cielo y está sentado a la derecha del Padre (p.ej., He 2,33; Rom 8,34; Col 3,1).
El misterio pascual se puede examinar e interpretar en claves diversas: por ejemplo, como el punto culminante de la redención humana, como el fundamento de la fe cristiana y como la base de todas nuestras esperanzas. Ninguna aproximación puede esperar jamás penetrar el misterio. Sin embargo, la revelación eficaz y definitiva del amor de Dios es quizá la clave más apropiada para interpretar la resurrección del Jesús crucificado.
No es casual que en el evangelio de Juan, desde el capítulo 11, a medida que el misterio pascual se acerca, el lenguaje del amor desempeñe un papel cada vez más destacado. La última cena y los discursos de despedida de Jesús comienzan (Jn 13,1) y terminan (Jn 17,26) con ese lenguaje. En realidad, la oración final de Jesús, que interpreta la finalidad y el propósito de su muerte inminente y de su resurrección, concluye con una petición al Padre en favor de. los discípulos, "que el amor que tú me tienes esté en ellos, y yo también esté en ellos" (Jn 17,26).
Al resucitar de entre los muertos, Jesús funda finalmente su comunidad de amor, la Iglesia, que será descrita con imágenes nupciales (Ef 5,21-33; Ap 21,2-9). Durante su vida terrena, Jesús ha sido el signo visible y el símbolo viviente de su Padre -tema expresado clásicamente en las palabras de Jesús a Felipe, "el que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14,9)-. Con su muerte y resurrección, Jesús mismo ya nunca será visto de modo directo e inmediato. Su comunidad pasa a ser de lleno el signo visible y vivo de su deseo de salvar y de traer a la casa del Padre a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. A pesar de sus inexcusables fracasos, los cristianos, fortalecidos por el Espíritu Santo, siguen siendo el signo especial, para el mundo entero, de la presencia y poder del Señor resucitado.
Para concluir, la amorosa automanifestación de Dios llegó a su punto culminante con la resurrección de Jesús crucificado. La resurrección, se puede decir también, reveló la Iglesia, la nueva comunidad de amor de Dios, que vive esperando la aparición final de nuestro salvador (Tlt 2,13) cuando su gloria divina sea plenamente revelada (1 Pe 4,13).
BIBL.: BALTHASAR H.U. von, Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 19903; FISICHELLA R., H. U. van Balthasar. Amore e credibilitá cristiana, Roma 1981.
G. O'Collins

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