I.
Significación de la palabra e historia del concepto
Arte,
en el sentido más general de la palabra, significa entender de algo y,
juntamente, la forma fundamental de un comportamiento del hombre adoptado
libremente y dominado con maestría. El término latino ars, al traducir
la palabra griega tekné, evoca ante todo la dimensión de la poiesis,,
de la producción de una obra, dimensión que, junto a la pura teoria (el
-> conocimiento científico por amor a la --> verdad del mismo) y la
praxis (la actuación moral por amor al -> bien), abre el tercer campo
fundamental del comportamiento del hombre con el -> mundo, y, dentro de la
mentalidad griega, reduce a unidad primigenia ambos campos de actividad: el
trabajo artesano y el artístico propiamente dicho. Esta reducción se funda en
que aquí, lo producido libre y «artísticamente» por el hombre, pertenece
originalmente a lo que se ha hecho necesaria y «naturalmente», en cuanto el
mismo hombre es entendido como salido de una naturaleza experimentada como
divina, la cual le concede inmediatamente el espacio limitado de su operación
libre. A base de esa referencia inmediata el parto de la naturaleza hay que
entender, tanto la interpretación del a. en Platón, que para él es una
imitación de la forma imperfecta de la naturaleza, a través de la cual irradia
su «idea» perfecta, cómo la interpretación del a. en Aristóteles, para
quien éste es el perfeccionamiento de lo que en la naturaleza permanece
imperfecto (y, por tanto, es una imitación de la misma fuerza original que
configura la naturaleza).
La
unidad entre la producción artesana o técnica
y la artística propiamente dicha, se manifiesta
todavía en el concepto de ars en
la antigüedad tardía y en la edad media, e
igualmente en la manera como la sociedad entendía
al artifex y éste se entendía a sí mismo.
Pero, evidentemente, al mismo tiempo se
amplió el significado del término, extendiéndose también a la habilidad en
la acción práctica (p. ej., en la
política) y en el conocer teórico (en la ciencia pura). Si así todos los
múltiples modos de la conducta humana son
concebidos como desarrollo de una primigenia ars humana, del a. de afianzar la
existencia en el mundo, luego, en la experiencia de
la fe cristiana se radicaliza por principio el contraste entre el hombre y el
mundo, entre el «arte» (en el sentido más lato) y la naturaleza; y esto
porque aquí el hombre ya no recibe su libertad del contorno de la naturaleza en
el que él mismo está enclavado, sino que la recibe inmediatamente del Dios
creador, del Dios supramundano y absoluto. Como creación suya «ex nihilo», el
mismo mundo ostenta una estructura artística y técnica, y de su ars divina participa
el ars humana.
A
decir verdad, el carácter absoluto que así adquiere la libertad humana - no
sólo como libertad «del» mundo, sino también como libertad «en medio» del
mundo-, permanece latente mientras, a causa de la transcendencia
teológica, la relación del hombre con el
mundo que él se encuentra y tiene abierto
ante sí queda limitada al uti, y el
frui se reserva para la plenitud óntica del
más allá (H. Blumenberg). Mas en la medida
que modernamente la fundamental vinculación
a la transcendencia teológica pierde su evidencia y solidez, desaparece esta distinción
de uso y goce en la relación del hombre
con el mundo, y el segundo aspecto es
entendido como el fundamental y como el que
primariamente ha de repercutir en la configuración
del mundo. El carácter absoluto de la libertad humana en su radical distinción
del mundo y respecto del mundo se hace
ahora efectivo y decisivo. En este proceso se fundan: 1) la posibilidad y
necesidad de asir y descubrir ahora el
mundo, ya no como patente y dado, sino como
tarea siempre futura de ordenación y configuración (->
cultura); 2) la autonomía de dicho proceso general en sus concretos modos
fundamentales de «cultura»; 3) la violencia propia de esa «actividad
creadora» que abre el mundo y da forma a
la sociedad, la cual no se rige por otras
consideraciones que las que sus propias
posibilidades; bien sea en el campo de la
técnica, o en el de la política, o en el de la ciencia,
o en el del a. en su sentido auténtico («el
a. está en la naturaleza, el que puede arrancarlo
de ella, lo tiene», Alberto Durero), etc. Pero se trata de una violencia que
va de todo en todo unida con la posibilidad de dirigirse al mundo en esta
inminencia con una especie de apasionada devoción cósmica, y que tampoco
excluye, sino que incluye el descanso en la
contemplación fruitiva de la obra lograda.
Sólo
sobre este fondo del cambio histórico en el modo de entender a Dios, al
mundo y a sí mismo, hay que comprender ciertas evoluciones modernas y sus
interpretaciones. Por ejemplo: la «disociación» entre los diversos campos
culturales, si bien, a despecho de la afirmada autonomía cultural, se advierte
de hecho una «influencia» o bien unilateral o bien recíproca entre ellos; la
percepción de la diferencia entre las actividades intramundanas de tipo
particular dentro del horizonte de una determinada unidad de ordenación del
mundo, por una parte, y la misma actividad configuradora y ordenadora del mundo,
por otra parte, concretamente, entre la producción manual y técnica, de un
lado, y el a. en sentido auténtico, de otro. Y con relación al a. hemos de
advertir que cada una de sus obras hace a la vez brillar y estar presente el
sentido total o el «mundo» del hombre de un tiempo, siendo de notar igualmente
que el a. se vale de manera creciente de los medios auxiliares de la -a
técnica, no sólo para la «producción» y la difusión de lo producido, sino
también para abrir posibilidades enteramente nuevas de la creación artística
(a. de la fotografía, cine, televisión, música electrónica). Además de lo
dicho recordemos particularmente la «liberación teórica» del a. de su
anterior vinculación total a la -> «religión», si bien no puede negarse
que precisamente ahora el a. (al ser interpretado, p. ej., como «complemento y
elevación de la existencia», como «redención de las cosas para su verdad y
su esencia definitiva») ha podido revelar ciertos rasgos esenciales que
primitivamente latían ya en el ámbito de la experiencia religiosa; y
finalmente, la exaltación del artista a la condición de un prototipo de la
existencia humana, e incluso de un «genio» (como la forma más perfecta del
verdadero ser humano), a la condición de un espíritu soberano, vidente y
artista a par, para quien, en su acto creador y configurador de la
contemplación, el mismo mundo se convierte en obra de arte, en un verdadero theatron
(E. Brunner).
En
cuanto la pura contemplación que halla su satisfacción en su mismo acto
sensible y espiritual a la vez, es entendida como un rasgo fundamental y
destacado del a., éste pasa a ser tema de la -> estética.
«Contemplación» ( aisthesis ) significa aquí el modo originario y
óptimo del encuentro, facilitado por los sentidos, con las cosas en el tiempo y
el espacio. Según predomine la estructura espacial o temporal cabe distinguir:
artes del espacio, referidas primariamente al sentido de la vista (arquitectura,
artes plásticas y pintura); artes del tiempo, referidas primariamente al
sentido del oído (poesía como «arte de la palabra», música como a. del
sonido), y artes que se representan en un movimiento espacial y temporal (danza,
espectáculos).
II.
Teoría estética: límites y correcciones
En
cuanto la estética, bajo el título de lo «bello», elabora los elementos
estructurales de la pura contemplación, la cual se realiza y demora en el medio
de la sensibilidad, así como de su objeto, que es la aparición sensible, y los
elabora puramente como tales (como pertenecientes a la contemplación), pierde
totalmente de vista la diferencia entre la obra de a. como «artísticamente»
bella, por una parte, y lo «naturalmente» hermoso, por otra. Que en el
«objeto estético» no se trata del objeto en su resistencia real y cotidiana,
en la cual, repeliéndonos de él, se queda inmerso en la red de finalidades
teóricas o prácticas (p. ej., como un ejemplar en principio sustituible para
el descubrimiento de leyes teóricamente comprensibles, o como un medio en
principio sustituible en la serie de realizaciones de fines prácticos); que
aquí se trata más bien de algo concretamente dado, de algo que es real en la
percepción y que se agota con ser aparición, de algo ajeno a los fines o a los
intereses, privado de su condición de cosa real, transparente; que en esta
aparición el objeto estético es solamente él mismo -irrepetiblemente único,
cerrado en sí mismo y con significado propio-; y que en este ser él mismo se
alza excelsamente sobre la realidad cotidiana y se alza a la distancia del
«hermoso esplendor» (mas no como una ilusión psicológicamente interpretada);
todas esas notas son rasgos esenciales que marcan igualmente lo
«artísticamente» bello y lo «naturalmente» bello. Y en ambos casos
experimenta, consiguientemente, el «contemplador estético» que, liberado
momentáneamente de la distracción de las múltiples tareas del cotidiano
existir, en el acto del contemplar «desinteresado», que halla su satisfacción
en sí mismo (en lugar del oír y ver ordinario, dirigido a fines de fuera),
vuelve a sí mismo y halla así descanso.
La
cuestión sobre lo que es el a., orientada inmediatamente por el concepto de lo
bello, no alcanzará la amplitud de su tema mientras no parta de que una obra de
a. es una obra, es decir, un producto del hombre. Pero en tal caso es decisivo
qué se entiende por hombre y la manera cómo se entiende al hombre: ¿Se lo
entiende, a estilo de una antropología biológica y psicológica (que no raras
veces constituye aun hoy día el fundamento de las teorías culturales y
sociales), como un ser dotado, entre otras cosas, de capacidades, instintos y
necesidades estéticoartísticas, que habrían permanecido formalmente
invariables a lo largo de la historia de la humanidad y de las que habría que
deducir indistintamente la pintura prehistórica de las rocas, los tejidos de
ornamentación totémica de los indios norteamericanos, los cantos rituales de
los negros africanos, las danzas de los templos japoneses, el arte plástico de
Grecia, las catedrales góticas, la lírica romántica; tan indistintamente como
la forma de considerar supuesta por la estética correspondiente a tal
mentalidad puede en principio «gozar» estéticamente en igual manera de todos
estos productos del hombre sin darse cuenta del condicionamiento histórico del
mismo punto de vista estético, ni preguntar por su adecuación y posible
legitimación respecto de dichos productos? ¿O se entiende más bien al hombre
como el ser que, en medio de una ascensión constante (nunca terminada y, por
tanto, siempre realizable de otro modo) se eleva por encima de sí mismo como
individuo y como sociedad limitada y por encima de toda realidad particular de
esta vida personal y social, con el fin de ser libre para aquello más grande,
que descuella y se levanta por encima de él mismo, de la sociedad y de todo lo
particular: para el sentido, históricamente siempre vario, del todo, que
sostiene y determina todo lo particular? Partiendo de aquí no se manifiesta el
a. primariamente como realización humana estructurada por factores individuales
y colectivos, la cual, como manifestación personal de importancia intrasocial,
«tiene» una historia, sino como un modo fundamental de hacerse la historia
misma. El a. es el modo como en una obra particular del hombre se revela
sensiblemente la totalidad del ente, la verdad o el mundo en cuanto fundamento y
orden estructurante -históricamente siempre otro y siempre nuevo - de todo lo
que es, y a la inversa, es el modo como el
hombre de un momento histórico se coloca por dicha obra ante la verdad de su
mundo y reflexiona así sobre su propia esencia y sobre la esencia de su
comunidad.
III.
El carácter histórico y social del arte
Puesto
que en el a. entra en juego la verdad del todo y él transciende
consiguientemente el orden de la experiencia cotidiana y de sus verdades
parciales, no es en sí mismo completamente planificable ni forzable, sino que,
a pesar de todo el necesario esfuerzo personal y social, es a la postre
felizmente casual, nace sin fatiga, lleva el sello de lo libre y libera.
Precisamente los tiempos de «crisis culturales», en los que está en
decadencia la fuerza obligatoria del orden hasta entonces vigente y no se ha
consolidado todavía un nuevo mundo (bien sea para el individuo, o bien para la
sociedad), demuestran cómo el a. no le es posible al hombre en todo tiempo, con
independencia por principio de la historia, y, consiguientemente, cómo no
constituye solamente el producto de un esfuerzo individual y colectivo, sino
que, como la historia misma, es el evento de la unidad indísoluble entre el
favor histórico y la voluntad humana, entre don y apropiación, entre suerte y
mérito (-> historia e historicidad). Así, pues, en este acontecer unitario
del a. están integrados momentos cuya abstracción metódica para posibilitar
la investigación de ciencias particulares es legítima mientras se mantenga la
conciencia de la limitación ahí implicada y no se pretenda una comprensión
total del a. como historia y de la historia del a. P. ej., el medio del a. es
sin duda la intuición, la síntesis sensible de una multiplicidad en una unidad
articulada y la representación sensible de esta unidad. Pero ni el modo (el
«estilo») de esta síntesis ni en general el carácter cualitativo de la
representación permanece invariablemente igual a lo largo de la historia (como
lo supone la estética y en gran parte también las teorías sobre el a.), ni,
supuesto ya el reconocimiento de un cambio histórico de la contemplación, cabe
entenderlo como un proceso independiente y autónomo (p. ej., la historia del
estilo, como historia de la «visión» en H. Wülfflin). La contemplación
está ligada a la obra, a las posibilidades técnicas de tipo material y formal
de su producción; pero el material, los instrumentos
y su evolución (G. Semper) no constituyen ya por sí solos la esencia del a. ni
determinan exclusivamente su historia. La obra es un testimonio del hombre, del
individuo en la sociedad, de su mutua relación, un testimonio también de la
posición social del artista, de la importancia que se atribuye al arte en la
vida de una sociedad, de la apertura de la comunidad a la obra artística y de
su influjo en la misma obra de a. Pero el a. y su obra no se resuelven en ser y
ejercer una función social entre otras, que puede estudiarse sobre todo en las
relaciones artista (productor) - obra de arte, (experiencia artística) -
público (consumidor) y en las variaciones históricas de las mismas
(sociología e historia social del a.). Como testimonio del hombre, hecho obra,
es más bien el a. signo intuitivo de la inclinación histórica al mundo y de
la libre apropiación y configuración del mundo y del mismo hombre como
individuo y como comunidad (-> formación), es signo consiguientemente de la
respuesta del hombre a una llamada que puede y debe sin duda concretarse
también en las expectaciones y tareas que una sociedad impone a sus miembros,
pero que no se identifica simplemente con estas expectaciones y tareas, porque
no brota de la sociedad y no está, por ende, a su disposición, sino que va
dirigida y afecta tanto al individuo como a la misma comunidad.
Sólo
en virtud y en la medida de la comunidad entre hombres particulares que comulgan
en su respuesta al mundo, consistente en la apropiación del mismo y en la
decisión de su destino; sólo en virtud y dentro de un horizonte homogéneo en
la visión de la propia época, del sentido y orden del mundo y de la existencia
común, puede y debe ser el a. «expresión», «comunicación» y «vivencia».
Cabe ciertamente que el a. de una época, tanto en su configuración plástica y
formal como en el contenido expresado, anticipe en tal medida la historia, que
no sea entendido en el momento de su aparición, y sólo se le comprenda cuando
y en la medida en que su verdad futura se haya convertido en evidencia general
del «hoy». Pero si el a. renuncia por principio a este «querer ser
entendido» o pretende conscientemente limitarse a un círculo reducido de
«consagrados» y «elegidos»; si se funda consiguientemente en la experiencia
inmediata de una «verdad» contradictoria en sí misma, absolutamente individual
o absolutamente esotérica, y no en las exigencias de una llamada común, salida
de una verdad que por esencia es universalmente obligatoria, entonces, en la
medida de la reducción al campo privado y esotérico, el a. pierde su propia
esencia, y la pasión del impulso artístico adopta más y más las facciones
del monólogo patológico y del aislamiento, terminando no sólo en el fracaso
ante la sociedad, sino también en el fracaso de la misma obra de a. Y, por otro
lado, cuando la esencia del a. ya no es entendida partiendo de la experiencia
inmediata de una exigencia superior que envuelve al individuo y a la comunidad,
la cual toma como signo la obra de a. y consiste en la llamada de la verdad
histórica a la configuración del mundo y al encuentro del hombre consigo
mismo; cuando, por el contrario, esa exigencia se identifica plenamente con las
esperanzas y tareas sociales, la verdad es interpretada como mero consentimiento
fáctico y se cree que cabe enfocar el a. exclusivamente como un fenómeno de la
comunicación interhumana; en tal caso, a esta total socialización metódica
corresponde en la práctica la violación del a., que se convierte en medio de
propaganda de la teoría y a la vez en instrumento de realización de los fines
prácticos en la sociedad totalitarista. En ella el a. no será ya testimonio de
la transcendencia, del -a sentido histórico que lo abarca todo y de la
experiencia de un imperativo absoluto, testimonio frente al cual queda siempre
la libertad de la propia decisión; más bien, en ella el a. debe convertirse en
instrumento de una tendencia particular, de una verdad parcial absolutizada y de
un fin político, en un instrumento a través del cual queda avasallada la
libertad del individuo que es obligado a una determinada uniformidad y
considerado como mera función de dicha tendencia.
Otro
modo de decadencia del a. aparece cuando faltan el ímpetu y el esfuerzo para
encontrar una forma propia de configurar la obra artística de acuerdo con la
experiencia y la verdad peculiares de un tiempo, y cuando, en lugar de este
esfuerzo, se recurre simplemente a la imitación consciente de estilos
históricos. Un a. y su obra de este jaez son falsos e inauténticos aun cuando
el dominio formal de los elementos estilísticos de una pasada época artística
haya llegado hasta el virtuosismo. Una claudicación en ese esfuerzo por hallar
la propia forma artística, también es
siempre un signo de la falta de fuerza y unanimidad en la sociedad de una época
para configurar responsablemente su mundo común y su vida común.
IV.
Tradición y actualidad
La
única actitud adecuada a la grandeza de un a. pasado no puede ser nunca la
irreflexiva imitación estilística; más bien ha de brotar solamente de la
fidelidad al propio origen, de la obediencia a la verdad fundamental del tiempo
captada por la experiencia histórica, del valor para cumplir el encargo propio
e irrepetible. El carácter ejemplar del gran a. de una época histórica nunca
estriba únicamente en la perfección formal de sus obras, como si éstas
tuvieran una eterna validez canónica para todos los tiempos; se debe más bien
a la afortunada coincidencia entre la forma externa y la ley interna bajo la
cual estuvo esa época y sólo esa época. En semejante coincidencia
«afortunada» o «clásica» queda atestiguado que el hombre de este tiempo
aceptó su mandato histórico y en él buscó y encontró su propia esencia.
Así, en todo gran a. del pasado nos sale al encuentro la figura de un ser
humano distinto en cada época histórica. Y sólo por ese encuentro es posible
hoy día la propia formación personal y la formación social, en un momento de
suma diferenciación cultural, que está codeterminado por una movida tradición
y se halla en contacto con numerosas culturas extrañas. Por eso, la actitud
adecuada ante el a. de tiempos pasados tampoco puede agotarse con la piedad que
cuida de la restauración y conservación de las obras en los museos, ni con en
el peregrinar aguijado por el deseo de saber a través de colecciones, salas de
concierto, teatros y monumentos, sino que necesita más bien de un
descubrimiento interpretativo, el cual no permite que la obra de a. de un tiempo
pasado se convierta en objeto de una mentalidad estética que nivela toda
particularidad y diferencia histórica, sino que la repone en su mundo, aun
cuando al reponerla y precisamente por ello pierda su aparente familiaridad y
autonomía y se haga extraña.
La
extrañeza subirá y debe subir de punto al retroceder hasta épocas anteriores
de la propia tradición cultural, pero sobre todo al pasar a culturas extrañas
y más antiguas. El retroceso y el tránsito muestran no sólo una
diversidad en las formas estilísticas e interpretaciones del mundo, sino a la
vez una profunda modificación cualitativa de la representación sensible de la
misma contemplación. Por ejemplo, el arte de las llamadas culturas primitivas
como representación mágico-mítica, como presencia real de lo extraordinario,
de lo santo, de lo demoníaco, de lo divino (el danzante, el enmascarado como
Dios; la «magia» de la caza en las representaciones paleolíticas de animales,
etc.), se identifica en tal medida con la religión y sus actos de culto, que
resulta problemático si aquí todavía (o ya) puede hablarse de a. y de obra de
a. en un sentido auténtico. También en las culturas superiores sigue dominando
esta unidad, en forma correspondiente a la religión en cuestión (la estatua
egipcia como representación donde toma cuerpo la divinidad, o el rey, o el
hombre; la danza japonesa en el templo como representación que hace presente e
instaura el acontecer rítmico del cosmos, de la acción de la misma divinidad;
la contemplación de la imagen como ceremonia religiosa en China; el drama
griego según su origen en los sacrificios dionisíacos, etc.).
El
a. como representación sagrada penetra también en la historia de la
antigüedad y en la edad media cristianas (los iconos bizantinos, la imagen
venerada y milagrosa de la edad media, el sentido religioso de la forma del
templo como casa de Dios, etc.), si bien aquí, dada la experiencia en la fe
cristiana de la absoluta transcendencia del Santísimo y, a la vez, de su
singular -> encarnación histórica, está puesto el fundamento de una
radical disolución de la identidad entre a. y religión, una disolución que en
adelante ya sólo podrá dejar al a. el poder de representar a manera de
símbolo espiritual (por de pronto a servicio enteramente de la existencia
religiosa) y que con el renacimiento conducirá al avance decisivo, a la
«independencia» del a., es decir, a la revelación de su propia esencia y, con
ello, también a la revelación de los límites de su esencia. Desde entonces el
a. sigue legítimamente representando «temas» religiosos, ocupándose con
«tareas» religiosas.
Pero
la vinculación al culto y a la religión no es ya un elemento necesario y
constitutivo del a., y bajo esta perspectiva el a. estrictamente entendido, no
sólo es «profano» por su esencia, no sólo está en el atrio o directamente
fuera de lo sagrado, si bien precisamente así, teniendo conciencia de este
hallarse fuera y enfrente, se refiere a lo sagrado, sino que es también
«secular», pues su tema esencial es el -> mundo, como el mundo entregado al
hombre.
Con
esta desvinculación del a. respecto a lo religioso y cultural, se diferencian y
dilatan a la vez las artes mismas, que antes se unían aún en gran parte en una
unidad determinada por el fin, la cual abría y también limitaba sus
posibilidades (así p. ej., las artes plásticas, la pintura y la escultura, que
iban ligadas a la arquitectura en la construcción medieval de las iglesias).
Por otra parte, la emancipación religiosa hizo posible una relación
completamente nueva con el elemento religioso. Lo cual se pone de manifiesto
cuando el a., incluso en la adopción - ahora libre - de temas religiosos,
mantiene aquella distancia ganada por la conversión de su mirada al mundo y al
hombre, y precisamente así abre a la experiencia religiosa nuevos y originales
fundamentos, sobre todo, la limitación esencial del esplendor y de la riqueza,
la desnudez y pobreza de lo mundano y humano, que de esa manera se presenta como
necesitado de redención. O también cuando el a. asume la tarea de anunciar y
cumplir por sí mismo la promesa religiosa, mediante la transfiguración
estética de la relación al mundo, mediante el arrebatamiento sacerdotal del
artista, mediante la formación de miembros para la «comunidad».
Más
hondos y oprimentes que estos problemas son aquellos que se le presentan
actualmente al a. por la indeteníble y progresiva dirección y organización
económica, social y política de todos los ámbitos de la vida (-->
industrialismo). Ese «mundo administrado» llevó consigo: la clasificación de
los artistas entre los representantes de las «profesiones libres», motivada
por el moderno mundo del trabajo, o su creciente tránsito a la condición de
«empleados», para vincularse a instituciones del moderno «trabajo cultural»;
el cambio del carácter de la obra de a., que pasa a ser un producto negociable
en el mercado artístico; el todavía no ponderable influjo del moderno público
de masas en la creación artística y en el a. en general.
Alois
Halder
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