sábado, 14 de septiembre de 2013

Ascesis.

SUMARIO
I. El problema de la ascesis en su evolución histórica:
    1. Definición verbal y realidad del problema;
    2. La ascesis cristiana
II. Ascesis y mística
III. Recuperación de los valores ascéticos en la vida espiritual de hoy:
    1. Valor y disciplina del cuerpo
    2. Vida ascética en el compromiso histórico;
    3. Ascesis y oración
IV. Ascesis cristiana hoy:
    1. Ascesis como experiencia en devenir;
    2. Ascesis como experiencia comunitaria:
    3. Ascesis como promoción personal
V. Conclusión.


I. El problema de la ascesis en su evolución histórica
1. DEFINICIÓN VERBAL Y REALIDAD DEL PROBLEMA - El problema que plantea la ascesis exige un esfuerzo particular para discernir, bajo los significados diferentes del lenguaje usado, la realidad de que se habla. En efecto, el término, derivado del griego, ha adquirido un sentido, por así decir, técnico; se entiende comúnmente por ascesis el conjunto de esfuerzos mediante los cuales se quiere progresar en la vida moral y religiosa. Pero en su sentido originario la palabra indicaba cualquier ejercicio -físico, intelectual y moral- realizado con un cierto método en orden a un progreso; así, el soldado se ejercitaba en el uso de las armas y el filósofo en la meditación. Podemos, pues, destacar dos notas características del significado del término: esfuerzo y método. Sin embargo, estas dos notas pueden encontrarse separadas.
En efecto, si nos fijamos en la Sda. Escritura, no encontramos en ella la idea de un método que condujese a un progreso a base de ejercicios apropiados. En cambio, si que encontramos a menudo la idea de un esfuerzo necesariamente presente en toda vida moral y religiosa. Con esta idea se relaciona de modo especial el sentido de la penitencia, necesaria para la reparación de los pecados y la obtención de gracias particulares. La persona de Juan Bautista representa precisamente una corriente de vida espiritual fundada en la austeridad de la vida. En el NT, con san Pablo, el acento se desplaza a la lucha espiritual que el cristiano debe librar, bien en la propia vida personal, bien en la apostólica; la vida cristiana es lucha y combate: "¿No sabéis que los que corren en el estadio todos corren, pero sólo uno consigue el premio? Corred de modo que lo conquistéis. Pero los atletas se abstienen de todo, y lo hacen para conseguir una corona corruptible, mas la nuestra es incorruptible... Disciplino mi cuerpo y lo esclavizo" (1 Cor 9,24-25.27). En consecuencia, Pablo exhorta a su discípulo a conducirse como buen soldado: "Soporta conmigo las fatigas como buen soldado de Cristo" (2 Tfm 2,3). Al exhortar así a Timoteo, no hace más que aplicarle las palabras del mismo Jesús: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mi 18, 24 y par.). El esfuerzo cristiano se convierte, pues, en abnegación, renuncia, aceptación del sufrimiento. Para un discípulo de Cristo, la palabra "ascesis" evoca todos estos aspectos.
En la acepción moderna del término se insiste más en la segunda característica de la actividad que implica la ascesis: su aspecto metódico, subrayado ya en la antigüedad y destacando ulteriormente por las disciplinas espirituales de oriente [ >Cuerpo II, 2; >Yoga/Zen]. Este método se puede practicar individualmente, con frecuencia bajo la mirada de un acompañante; pero también se puede practicar socialmente, de modo particular en la vida monástica.
Ateniéndonos a la generalidad de los casos, la ascesis tiene en cuenta dos planos diversos; por un lado, impone servidumbres corporales; por otro, supone ejercicios de meditación, sometidos también éstos a métodos más o menos obligatorios. ¿Por qué dos planos de acción? El motivo es sencillo: no pueden concebirse ejercicios corporales que sean fin en si mismos; el asceta moral o religioso no es un deportista que quiere mantenerse en forma, sino un hombre espiritual que busca un progreso personal, una unificación interior y un >Absoluto.
Por tanto, el sentido de toda ascesis está determinado por el fin que uno se propone alcanzar. Situado siempre en el orden espiritual -entendido en el sentido amplio de vida más allá de la pura supervivencia biológica-, ese fin implica un esfuerzo en relación con las bases corporales de la personalidad, que ésta debe integrar y superar. El fin espiritual puede asumir formas diversas: el predominio de la conducta racional y virtuosa, la búsqueda de la unión con un Absoluto, la conquista de la libertad, el acceso a una superconciencia de tipo místico... sin que, por otra parte, un aspecto excluya al otro.
Pero cuando emprendemos un esfuerzo metódico, sólo podemos hacerlo dejándonos guiar por una determinada concepción del hombre. Nadie escapa a esta necesidad. En la fase elemental de la formación del niño, toda pedagogía supone la sumisión a una cierta disciplina, la cual supone a su vez una concepción psicológica más o menos elaborada. Del mismo modo afirmamos y sobrentendemos siempre una psicología también en las etapas más complejas de las disciplinas de la vida espiritual. No podemos, pues, juzgar las prácticas ascéticas de una época o de una cultura sin tener en cuenta la psicología que implican. Cada uno las acepta, las rechaza o las condena de acuerdo con sus propias concepciones psicológicas. Dada la diversidad y la complejidad de la psicología humana, todo juicio sobre las disciplinas formadoras debe matizarse de modestia.
Lo mismo debemos decir de las disciplinas de la meditación. Están calcadas en las concepciones psicoespirituales propias de una cultura o de una ideología. Podemos servirnos de ellas en la ascesis no sólo porque implican con frecuencia posturas corporales, sino también porque se esfuerzan en influir en la imaginación, la cual depende evidentemente de los sentidos y del fundamento corporal del pensamiento.
2. LA ASCESIS CRISTIANA - Los problemas que plantea la ascesis cristiana han de tener en cuenta los diversos elementos que acabamos de poner de relieve; elementos que adquieren una coloración muy especial debido a su inserción en el contexto de la fe.
* Desde el punto de vista psicológico, la espiritualidad cristiana no se distingue básicamente de las otras. Las disciplinas ascéticas adoptadas dependen de la concepción que se tiene del hombre, la cual habitualmente se relaciona con las culturas y con el estado de las ciencias psicológicas. Bajo este aspecto, la ascesis cristiana ha sido siempre diversificada, pero, hoy particularmente, no se ve cómo podría la ascesis dejar de tener en cuenta los descubrimientos de la psicología profunda referentes a las motivaciones inconscientes de nuestros comportamientos.
* No obstante, en la medida en que la antropología supone también una doctrina moral, es claro que la espiritualidad cristiana atribuye particular importancia a la noción de pecado y a la consideración del hecho de la condición pecaminosa de la humanidad [>Pecador]. Sin duda, la valoración concreta del desorden introducido en la humanidad y en los individuos por el pecado original ofrecerá muchos matices, pero no caben doctrinas ascéticas cristianas que prescindan de estas consideraciones. Por eso el Vat. 11, después de mostrar que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, añade: "Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas" (GS 13). Bajo este aspecto, la vida cristiana implica siempre una ascesis, o sea, una lucha contra el pecado y contra sus manifestaciones en el hombre y en el mundo. Todo sistema educativo debe tenerlo en cuenta al elaborar sus métodos de formación.
* El problema de la ascesis cristiana se vuelve más complicado por el hecho de que el hombre, para liberarse del mundo del pecado y para crecer en la vida sobrenatural, tiene necesidad constantemente de la gracia de Dios, ya se trate de las gracias sacramentales o de las múltiples gracias actuales que Dios puede concederle.
De esta situación fundamentalmente receptiva se derivan consecuencias importantes. Ante todo. el progreso espiritual no depende directamente del esfuerzo ascético, ni es directamente proporcional al mismo; Dios es el que infunde el aumento de la fe, de la esperanza y de la caridad, que constituyen la sustancia de la vida espiritual.
El primado de la intervención divina en el principio y en el desarrollo de la vida sobrenatural excluye toda tentación de pelagianismo. Esta doctrina, que le reconocía al hombre el poder de progresar en la vida cristiana, no es sólo un error de siglos pretéritos; subsiste en numerosos contemporáneos, que exaltan la libertad del hombre y no conciben otra salvación fuera de la que el hombre puede conquistar con sus propias fuerzas, lo mismo que subsiste inconscientemente en numerosos cristianos, sobre todo-"'jóvenes, que no quieren reconocer sus debilidades y abandonan una vida espiritual que juzgan estática.
Debemos aplicar el principio de la acción preveniente de Dios incluso en el campo importantísimo de la,,Iroración. A ésta todos la consideran como el ejercicio privilegiado de la vida cristiana; la oración mental consiste, en efecto, en una toma de conciencia cada vez más profunda del contenido del misterio de fe, por lo cual implica normalmente una transformación de la conciencia cristiana en los juicios, en los efectos e incluso en las imaginaciones, que se atienen a los datos de la revelación. Numerosos autores han propuesto métodos de oración para garantizar una aplicación cada vez más completa de la mente y del corazón ala verdad revelada, y les han atribuido una eficacia particular para el progreso de la vida espiritual.
A esta opinión, que corre el riesgo de reducir el sentido del primado de la acción de Dios en la vida espiritual, se han opuesto los que podríamos llamar los "místicos". Para ellos, el gran agente de la vida espiritual -por no decir el único- es el Espíritu Santo. Ahora bien, éste obra con suprema libertad y exige más bien una actitud de aceptación y pasividad. Por tanto, no hay necesidad de métodos de oración, sino de disponibilidad radical a la acción del Espíritu.
II. Ascesis y mística
El problema que plantea el doble carácter de la vida espiritual cristiana, la cual es al mismo tiempo activa y receptiva, ha ido adquiriendo poco a poco una forma teórica. Los quietistas y semiquietistas, partiendo sobre todo de la vida de oración, han luchado contra la tendencia -que ellos juzgaban excesiva- de imponer métodos y prácticas onerosas al que intentaba darse a la vida espiritual.
En las formas de quietismo -aparecidas a partir del s. xtn con los hermanos del libre espíritu, y luego en los "alumbrados" españoles del s. XVI, así como en los grandes autores del s. xvn (Molinos, Petrucci), a los cuales se añadiría sucesivamente la tendencia representada por Fénelon y por Mme, Guyonencontramos como rasgo común la depreciación del esfuerzo espiritual y la tendencia a reducir constantemente la actividad del hombre en favor de la acción del Espíritu Santo. Este principio se aplicaría a la vida de oración y ala vida moral: ya se trate de los ejercicios de meditación o del esfuerzo para rechazar las tentaciones, para corregir los defectos o adquirir las virtudes, cuanto menos se empeñe el hombre en un esfuerzo personal más dócil será a las mociones del Espíritu Santo. Citemos dos proposiciones de Molinos: "Querer obrar activamente es ofender a Dios, que quiere ser El el único agente; y por tanto es necesario abandonarse a sí mismo todo y enteramente en Dios, y luego permanecer como un cuerpo exánime... No obrando nada, el alma se aniquila y vuelve a su principio y a su origen, que es la esencia de Dios, en la que permanece transformada y divinizada '.
Algunos autores, como Henri Bremond, aunque sin llegar a exaltar semejante actitud quietista, han reprochado a ciertas tradiciones espirituales el insistir demasiado en los esfuerzos del sujeto y en los métodos para garantizar el progreso en la vida espiritual. Bajo el nombre de "ascetismo" han descrito una tendencia muy real de la formación espiritual de los siglos pasados. Dicha tendencia, demasiado voluntarista y fundada en una psicología que tenia poco en cuenta la afectividad, ha empujado a excesos de tensión nerviosa y moral.
Hoy, después de que la psicología profunda ha puesto de relieve la importancia de la vida afectiva y dada la desconfianza frente a las coacciones impuestas por la educación, se tiende a valorar la pura espontaneidad espiritual y a insistir en la acción del Espíritu Santo, que se manifiesta en la oración de grupo o en los carismas.
No podemos entrar en todas las discusiones históricas y en las prácticas originadas por la existencia de corrientes diversas que valoran y desprecian la actividad metódica del hombre espiritual. Limitémonos a algunas indicaciones sobre la problemática de la ascesis:
* Según las diversas épocas de la vida cristiana, unas veces ha sido la ascesis y otras la vida mística la que ha sentido la necesidad de afirmar su legitimidad. Cuando ciertos autores insistían demasiado unilateralmente en la necesidad del esfuerzo del hombre y terminaban atribuyéndole la capacidad de conseguir la perfección, otros recordaban la condición fundamentalmente receptiva de la vida cristiana. En cambio, cuando se tendía a eliminar toda actividad humana, la Iglesia recordaba la necesidad de que el hombre coopere a su propia salvación y a la adquisición de la santidad. Actualmente parece que es más bien la vida ascética la que siente necesidad de probar su propia legitimidad; es justamente lo que nosotros intentamos hacer en el curso de estas páginas.
* Si, con la mayoría de los autores, llamamos vida ascética a la que se esfuerza en determinar la parte activa del hombre en su vida espiritual, y vida mística a la que experimenta la intervención directa de Dios en la vida espiritual, podemos admitir entonces sin grandes dificultades que la ascesis caracteriza más bien a los principios de la vida espiritual y que la mística contempla preferentemente a las almas que están ya muy avanzadas.
La razón es sencilla: en los comienzos de la vida espiritual hay que proceder a una purificación y a una rectificación de modos demasiado naturales de sentir y de juzgar. Se trata, pues, de llegar a una determinada conversión, cuyas grandes lineas están fijadas en el Evangelio: buscar primero el reino de Dios y su justicia y esforzarse con este fin en vivir el programa definido por las bienaventuranzas. También en lo que se refiere a la formación en la oración, es claro que hay que proponer modos de proceder más o menos metódicos, cuya finalidad es conducir al principiante a una cierta concentración espiritual y encaminarle al descubrimiento de la Sagrada Escritura [Palabra de Dios].
¿Por qué pensar que obrando así suscitamos fatalmente un sentido de coacción? La experiencia muestra que los principiantes tienen demasiada conciencia de los obstáculos involuntarios que se oponen a su deseo de una vida espiritual profunda, y por esto aceptan, e incluso buscan, ciertas disciplinas y también una verdadera renuncia. Para ellos, el peligro está más bien en atribuir a sus propios esfuerzos una eficacia en cierto modo mecánica.
Por el contrario, el alma, al progresar, alcanza su verdadera personalidad espiritual y se orienta hacia un desarrollo positivo, cuyas modalidades resulta difícil prever. El alma más avanzada goza de una mayor espontaneidad en virtud de la misma docilidad al Espirito Santo que ya ha adquirido, y esto lo mismo en el campo de la vida de oración que en el de las relaciones interpersonales o en el del conocimiento de Cristo.
Los dos momentos que hemos precisado no pueden separarse de modo absoluto; el que comienza experimenta ya las inspiraciones del Espirito Santo y debe estar pronto a seguirlas; el que va ya más adelante no podrá dejar de realizar esfuerzos de purificación. Ascética y mística se distinguen, pues, no como dos modos espirituales que se excluyen recíprocamente, sino como dos momentos sucesivos que, sin embargo, se compenetran también en una cierta medida.
* No es extraño, pues, que el lenguaje refleje esta ambigüedad. Algunos autores incluyen bajo el nombre de teología mística la totalidad del desarrollo espiritual: otros, en cambio, hablan de teología ascética para expresar la misma cosa. En alemán e italiano, "Aszetik" y "ascetica" se emplean aún corrientemente en sentido global. La lengua francesa distingue con más precisión los dos aspectos de la vida espiritual, y utiliza la expresión "teología espiritual" para incluir los dos aspectos del desarrollo de la vida sobrenatural. Del francés ha pasado luego poco a poco el término "spiritualité" a las otras lenguas.
* Aun teniendo clara conciencia de que el problema de las relaciones entre ascética y mística toca la cuestión tan delicada y compleja de la relación entre naturaleza y sobrenaturaleza, entre la acción de Dios y la actividad del hombre, por lo cual no es posible dar una respuesta fácil, podemos preguntarnos, sin embargo, si no es posible precisar desde un punto de vista práctico cómo se articulan los esfuerzos ascéticos y la receptividad de la vida espiritual cristiana.
Parece que la respuesta mejor es la que encontramos en la espiritualidad más clásica, o sea, la de san Ignacio de Loyola, de santa Teresa de Avila y san Juan de la Cruz. En ellos, en efecto, encontramos a menudo la idea de que la actividad del hombre consiste en "disponerse" a la acción de Dios, el cual da el comienzo y el crecimiento a la vida espiritual.
El testimonio de san Ignacio resulta tanto más convincente cuanto que el fundador de la Compañía de Jesús pasa por ser uno de los que más han insistido en la necesidad de la cooperación del hombre a la gracia de Dios; compuso sus Ejercicios siguiendo una dialéctica rigurosa y multiplica los consejos metódicos para uso del director [Ejercicios espirituales]; pero no concibe en modo alguno sus Ejercicios espirituales a la manera de una técnica infalible; para él "se llaman ejercicios espirituales todo modo de preparar y disponer el ánima" (Ejer. esp., n. 1). Es cierto que hay un método, pero su finalidad es disponer el alma, y no transformarla directamente. Así, el hecho mismo de entrar en retiro constituye sólo una disposición ala acción de Dios: "Cuanto más nuestra ánima se halla sola y apartada, se hace más apta para acercarse y llegar a su Criador y Señor, y cuanto más as( se allega, más se dispone a recibir gracias y dones de su divina y suma bondad" (Ejer. esp., n. 20). Por lo demás, tal disposición dura a lo largo de toda la vida espiritual: "Cuanto más uno se ligare con Dios nuestro Señor, y más liberal se mostrare con su divina Majestad, tanto le hallará más liberal consigo, y él estará más dispuesto para recibir día tras día mayores gracias y dones espirituales" (Constituciones III, 1, 22).
Así pues, podemos decir que todos los esfuerzos del hombre miran a disponerlo para que se beneficie de la acción santificante de Dios. Desarrollan una función eminentemente positiva. Todo esfuerzo de conversión y de rectificación constituye una disposición a participar de la rectitud y de la santidad de Dios. Similarmente, toda cooperación a la gracia actual de Dios dispone al cristiano para recibir gracias mayores. Desde el momento en que Dios ha querido que el hombre coopere a su propia salvación, éste no puede despreciar los medios que la doctrina evangélica y la experiencia de la Iglesia han reconocido siempre como aptos para disponernos mejor a recibir los dones de Dios.
No obstante, se trata sólo de una disposición. La idea de "disposición", lejos de suponer que el hombre es capaz de asegurarse por sí solo su propio progreso espiritual, sitúa la verdadera eficacia espiritual del lado de la acción divina. Y esto es tanto más importante cuanto que hay que distinguir cuidadosamente los planos en que se ejercita la disposición. Cuando se trata, por ejemplo, del plano muy exterior de la penitencia corporal o de una disciplina de la imaginación, estas buenas disposiciones pueden verse contrariadas por malas disposiciones en el plano interior de la humildad, de la pobreza espiritual o de la confianza.
Dios, para evitar que nos engañemos y estimemos nuestros esfuerzos exteriores más que nuestras disposiciones interiores, permite que experimentemos lo que san Ignacio llama la desolación, o sea, la conciencia sobre todo de nuestra debilidad y de nuestra impotencia en el orden espiritual: La desolación nos da... "verdadera noticia y conocimiento para que internamente sintamos que no depende de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni alguna otra consolación espiritual, sino que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor. Y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento con alguna soberbia o gloria vana, o atribuyendo a nosotros la devoción y las otras partes de la espiritual consolación" (Ejerc. esp., n. 322).
Así pues, el fundamento de toda ascesis -y, al mismo tiempo, su limite- hay que buscarlo en el principio general de que Dios ha querido la cooperación del hombre en la obra de su propia salvación. Veamos ahora algunas aplicaciones más importantes de este principio en la vida espiritual corriente.
III. Recuperación de los valores ascéticos en la vida espiritual de hoy
Cualquiera que sea la medida de las prácticas ascéticas que uno considere indispensables, es inevitable una cierta ascesis, por lo menos bajo la forma de una disciplina de vida. Examinemos algunos casos más importantes.
1. VALOR Y DISCIPLINA DEL CUERPO - Una de las prácticas ascéticas más antiguas y más difundidas atarle a la relación cuerpo-espíritu; podemos decir que el sentido más común del término "ascesis" contempla precisamente la disciplina corporal que el >hombre espiritual quiere imponerse. Las formas de tal ascesis corporal son múltiples y miran ante todo a mortificar los sentidos y a iniciar una vida austera, que reduce las exigencias provenientes de las necesidades corporales: nutrición, vestido, sueño, dependencia de las condiciones climáticas, resistencia al sufrimiento físico.
Sobre este punto, la psicología moderna ha manifestado graves reservas. Para ella, la mortificación corporal, lejos de ser signo de una exigencia espiritual, es más bien síntoma de un desequilibrio psíquico más o menos profundo. Y numerosos estudios de espiritualidad moderna tienden a revalorizar la función de los sentidos en nuestra relación con Dios'.
Hay que reconocer que indudablemente es posible confundir la búsqueda de la mortificación corporal con la tentación de angelismo. Este se basa en el rechazo del >cuerpo, y especialmente de la >sexualidad; no acepta las leyes comunes de la vida corporal, ni la miseria de lo vulgar y lo común; el angelismo repudia la condición corporal, repudio que puede fácilmente confundirse con la renuncia ascética. También es posible otra desviación. imponerse mortificaciones corporales para dar satisfacción a un sentido de culpa. Según la terminología habitual, la mortificación sería expresión de un masoquismo más o menos pronunciado. Estas desviaciones vividas por el individuo pueden asumirlas también los grupos. Así, los cátaros y los albigenses rechazaban el matrimonio, y las congregaciones de tos flagelantes no siempre acreditaban una buena salud espiritual °.
Tengamos en cuenta -y esto constituye ya un elemento de solución- que las desviaciones morbosas de la mortificación se caracterizan ante todo por una falta de mesura. El rechazo del cuerpo y de la sexualidad lleva a asumir actitudes exageradas, durase incontroladas. Pues bien, los maestros espirituales, que advirtieron el peligro y la ambigüedad de los excesos de la penitencia, insistieron en la mesura que debe observar la mortificación corporal. San Ignacio, por ejemplo, se muestra sumamente reservado en relación con las mortificaciones relativas al sueño (Ejerc. espir., n. 84) y pone en guardia también contra las exageraciones en la penitencia corporal: "Lo que parece más cómodo y más seguro en la penitencia es que el dolor sea sensible en la carne y no penetre en los huesos, de modo que dé dolor y no enfermedad; por lo cual parece más conveniente lastimarse con cuerdas delgadas, que dan dolor de fuera, que no de otra manera que cause dentro enfermedad que sea notable" (Ejerc. espir., n. 86). Por su parte, san Francisco de Sales exige siempre el control del padre espiritual: "En cualquier caso, no debéis emprender nunca austeridades corporales sin el consejo de vuestro guía"'. Gracias a este control exterior, los impulsos malsanos encuentran mucha mayor dificultad para imponerse y lograr su satisfacción. El,,0'padre espiritual estará siempre muy atento a dar la preferencia a las virtudes interiores de la,-,"humildad y de la paciencia en detrimento del deseo de realizar grandes penitencias exteriores.
Estas, en efecto, tienen su justificación profunda sólo en la relación que guardan con la penitencia interior. "La penitencia escribe san Ignacio- se divide en interna y externa. La interna es dolerse de sus pecados con firme propósito de no cometer aquéllos ni algunos otros; la externa o fruto de la primera es castigo de los pecados cometidos" (Ejerc. espir., n. 82). No es posible invertir el orden de las dos formas de penitencia, ya que la vida cristiana se caracteriza ante todo por las disposiciones del corazón y no por las prácticas exteriores. Estas manifiestan a las primeras y miran únicamente a vigorizarlas y hacerlas reales.
Podemos aducir también otras consideraciones más generales para justificar la ascesis corporal. El P. de Montcheuil, por ejemplo, observa que en nosotros la caridad necesita ser liberada. Ahora bien, "el ejercicio de la caridad supone el dominio del cuerpo y requiere que uno pueda exigirse cosas dolorosas. La pereza, la inercia, el amor a la comodidad, el miedo al esfuerzo impedirán siempre que uno asuma la actitud requerida por el amor a Dios y al prójimo. Del mismo modo existe una ascesis de la imaginación, del corazón y de la inteligencia"°. Sin lugar a dudas, es muy difícil establecer en qué medida el amor de la comodidad o un cuidado exagerado de la salud obstaculizan una vida espiritual incluso deseada, pero no es posible negar esta influencia negativa. Una segunda razón es ésta: el ejercicio de la mortificación corporal, por más que se reduzca su contenido material, es una arirmación que nos hacemos a nosotros mismos de la gran estima en que tenemos los valores espirituales en comparación con los corporales. En toda mortificación se manifiesta siempre una toma de posición a favor de los valores espirituales, y siempre tenemos necesidad de resistir al atractivo y a los tirones del cuerpo.
Estas dos consideraciones, muy comunes en la ascesis corporal, pueden completarse con otra consideración menos habitual, cuyo papel, sin embargo, es importante: en nuestra vida ordinaria tratamos al cuerpo -y al vestir, que prolonga su significado- en función de la relación que deseamos establecer con el mundo que nos rodea; en otras palabras: nuestro cuerpo aparece como un símbolo del nexo que deseamos mantener con el mundo. El hombre espiritual trata a su cuerpo con desconfianza y rigor o con suavidad e indulgencia, según que mantenga con el ambiente una relación de prudencia y desconfianza o bien de confianza y aceptación. En este punto es decisiva nuestra actitud con respecto al uso de los bienes del mundo: riquezas, honores, placeres. El que aspira a ser un hombre que estima los bienes espirituales y que lo relaciona todo con Dios, trata a su cuerpo y los bienes materiales con un cierto desapego, e incluso con un cierto rigor, si desea manifestar una ruptura más decisiva. San Pablo se lo recuerda a Timoteo: "Teniendo con qué alimentarnos y vestirnos, sintámonos con ello contentos. Pues los que quieren enriquecerse caen en tentación, en lazos y en muchas codicias insensatas y funestas" (1 Tm 8.8-9).
En cuanto a la cuestión, antes mencionada, de la parte que hay que reconocerle a la sensibilidad en relación con Dios, no es posible resolverla de manera demasiado simplista, valorizando unilateralmente la vida de los sentidos; eso sería manifiestamente contrario a toda la tradición cristiana.
En efecto, hemos de tener en cuenta ante todo que la reconciliación de los sentidos con el espíritu en la búsqueda de Dios es un estado terminal de la vida espiritual. Los santos llegaron a él sólo después de una vida muy mortificada y toda ella encaminada a la búsqueda de Dios. Este deseo eclipsaba cualquier otra aspiración. Para decirlo con palabras de san Juan de la Cruz, consintieron en entrar en la noche de los sentidos y la buscaron incluso activamente. ¿Es preciso recordar las consignas terminantes del doctor del Carmelo? "Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada"°.
Cuando el hombre espiritual esté bien purificado en sus sentidos y en su espíritu, gustará una gran paz y sus mismos sentidos le servirán de instrumento para una posesión más total de Dios. En cierto modo ellos anticiparán la vida gloriosa, donde todo el ser está espiritualmente transformado. Pero antes habrán de pasar a través de la muerte.
¿Cuál es el principio decisivo de la vida espiritual que explica esta necesidad de la mortificación para llegar a la transformación? Dado que el cuerpo y el espíritu intervienen en toda actividad humana, es preciso ante todo respetar el sentido de esta relación: toda actividad sensible debe estar subordinada al deseo del espíritu. El hombre que entra en las vías espirituales debe estar dispuesto a realizar cualquier clase de renuncia en el uso de su sensibilidad, si advierte claramente que experimenta un perjuicio por lo que se refiere a la libertad y ala intensidad de su búsqueda de Dios. En cambio, referente a la medida y a la modalidad de tal renuncia, ello depende de la persona misma, de su constitución física, de su formación y de su historia. Admitida la necesidad común de una cierta purificación, hay que reconocer, por lo demás, la gran diversidad de la experiencia espiritual.
Puede añadirse otro deseo, que empuja a la penitencia y a la mortificación y que acompaña a esta fase de la purificación: el deseo de participar en la pasión redentora de Cristo. También aquí puede manifestarse el peligro de una complacencia, hasta cierto punto morbosa, en el sufrimiento; pero no hemos de olvidar que el deseo de unión con Cristo paciente se encuentra ya en los mártires, y que va unido en los más sobresalientes a una espiritualidad de paz y de alegría, la cual indica que se trata de una llamada auténtica a participar de la redención del mundo en unión con Cristo [>Cruz; >Misterio pascual].
2. VIDA ASCÉTICA EN EL COMPROMISO HISTÓRICO - La relación cuerpo-espíritu nos ha parecido que es lo que plantea a la ascesis cristiana los problemas más inmediatos. Hemos visto, sin embargo, que dicha relación, por un lado, apunta por completo a una ascesis interior y, por otro, simboliza la relación más general del hombre con el mundo. De ahí la pregunta que nos hacemos ahora: ¿Cuál debe ser la relación del cristiano con el mundo circundante? Se trata de una pregunta que adquiere un matiz particular para el que quiere dedicarse al -"apostolado y para el,-"laico que debe mantener necesariamente relaciones más estrechas con la sociedad en la que actúa.
Los aspectos teóricos de este problema se cuentan entre los que más han ocupado la reflexión teológica de estos últimos decenios, especialmente después del Vat. 11. En realidad, para conocer la postura que el cristiano debe adoptar en su relación con el mundo, hay que determinar el valor de ese mundo y, por tanto, de la historia humana, cuyo ambiente él constituye. Este problema no es exclusivamente moderno, pero tan sólo ha adquirido toda su dimensión cuando el hombre ha tomado conciencia de su capacidad de actuación sobre la historia. A partir del momento en que el hombre se ha hecho capaz, gracias a su técnica, de multiplicar las riquezas que le son útiles, y ha concebido, con la llegada de las revoluciones políticas, la ambición de modelar la sociedad a su gusto, se ha planteado con mayor urgencia la determinación del valor de la historia que ve nía creando.
El exceso de simplificación ha propiciado la aparición de dos visiones del mundo opuestas. La primera insiste en la caducidad del compromiso humano y en el hecho de que la realización última de la historia de los hombres prevé "cielos nuevos y tierra nueva", de donde se sigue un cierto desprendimiento del interés por el mundo y, por tanto, desde el punto de vista que aquí nos interesa, una propensión al desprendimiento de todos los bienes terrenos, lo cual constituye la materia de la ascesis. La segunda visión del mundo se apoya en el hecho de que la encarnación de Cristo ha conferido a la creación un mayor valor, ya que a partir de ella todo está consagrado en Cristo, el cual recapitula además toda la historia de los hombres. En esta perspectiva el mundo posee un valor intrínseco, y el uso que de él hacemos reviste una dimensión propiamente espiritual, ya que es una continuación del misterio de la encarnación, del cual debemos participar cada vez más plenamente.
Que nos hallamos ante una oposición simplificadora lo evidencia sin más el hecho de que ambas perspectivas forman necesariamente palle de la visión cristiana del mundo. Este mundo está a la vez santificado por Cristo y destinado a una transformación total. Pues ésta es la doctrina puesta de manifiesto por el Vat. II. En la GS y en AA afirma el valor y una cierta autonomía de la actividad humana, así como la esperanza de una consumación escatológica; el capítulo tercero de GS trata todo él de la actividad humana y recuerda la advertencia del Señor: "Porque. ¿de qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si pierde o se dada a sí mismo?" (Le 9,25, citado en el n. 39).
Es, pues, evidente que el problema práctico-concreto de la parte que se ha de asignar a la aceptación del mundo y al compromiso en él no puede resolverse de manera unívoca sobre la base de las enseñanzas del concilio. Siempre habrá diferencias en la valoración práctica de las relaciones entre reino de Dios y progreso humano. Algunos, movidos por la impaciencia de Dios, tenderán ante todo a buscar el reino de Dios y su justicia; otros serán más sensibles al hecho de que el progreso social está ya ordenado al reino de Dios (GS 39).
Seria indudablemente mejor tener presente que la relación persona-mundo y la ascesis que ella implica dependen de la situación de las personas.
Bajo el aspecto individual, ante todo hay que tener en cuenta las necesidades particulares de cada uno; necesidades que dependen de la historia de la persona, de sus preferencias espirituales, de sus dificultades y de su situación social. La,-"historia de la espiritualidad muestra de sobra que la atracción porta penitencia y por la ascesis ha sufrido grandes variaciones según las personas. Además, es fácil ver que las distintas órdenes religiosas existentes en la Iglesia reservan una parte más o menos grande ala penitencia corporal o a la disciplina de los estudios: un trapense, consagrado al silencio, no es un jesuita. En lineas generales, está claro que una orden apostólica no puede llevar la misma vida ascética que practica una orden contemplativa.
Análogamente, es necesario subrayar que la vida ascética no puede ser la misma en el caso de los >laicos y de las personas consagradas [Vida consagrada]. Mientras que los primeros deben vivir su relación con el mundo en el compromiso familiar [ -•-Familia], profesional y socio-político [>Política], las segundas deben distanciarse del mundo en virtud de su misma consagración religiosa [Celibato y virginidad] o sacerdotal [Ministerio pastoral]. Cualesquiera que sean las dificultades de aplicación de tal principio, éste se nos impone en una sana interpretación del Vat. II. Baste observar al respecto que el Concilio dedicó un decreto especial al apostolado de los laicos, mientras que trató en otro lugar de la vida apostólica dentro de la vida religiosa.
Después de haber puesto así de relieve las diferencias ascéticas que se manifiestan en la relación con el mundo, intentemos ahora definir con mayor precisión las exigencias ascéticas que se derivan de la relación que el cristiano mantiene con el mundo, y en particular de su relación apostólica.
Para comprender bien las exigencias generales, hay que recordar en especial que toda vida humana implica renuncias. Todo hombre desea realizarse. Nada hay más legítimo. Pero ¿no se impone acaso a todos una cierta jerarquía de valores? ¿No es preciso, por ejemplo, preferir la relación de caridad a la acumulación de conocimientos, la cultura a la búsqueda del placer sensual? ¿No renuncia quizá la madre de familia por amor a los hijos a muchas formas de autorrealización y de cultura, cuya legitimidad es indiscutible?
Tomemos el caso de las relaciones interpersonales [Amistad VIII-XI]. Aun poseyendo en sí mismas un gran valor, no podemos considerarlas como algo absoluto. Ya se trate de casados o de personas consagradas, éstos no pueden cultivarlas sin discreción y prudencia. Dada la gran libertad que hoy envuelve las relaciones interpersonales, cada cual debe protegerse con la debida disciplina, si no quiere terminar en situaciones concretas demasiado difíciles o hasta pecaminosas. El campo en que ha de aplicarse este principio es variado e inmenso. En la práctica, cuando habitualmente no se controlan los sentimientos y los movimientos afectivos, resulta improbable que se llegue a dar con la actitud justa en las circunstancias más decisivas de las relaciones interpersonales. Las "pasiones", como solían llamarlas los autores antiguos, se revigorizan muy rápidamente y conducen a decisiones que no se pueden justificar dentro de una perspectiva espiritual.
En particular debemos mencionar aquí la ascesis requerida por la vida apostólica. Es preciso ver que el sentido auténtico de la vida apostólica lleva a establecer reglas de renuncia.
¿Cómo comprenderlas sin una idea justa del >apostolado y, sobre todo, sin captar bien su carácter sobrenatural? El crecintiento de la Iglesia no depende automáticamente de la actividad apostólica de sus miembros, sino de Dios, que le da fecundidad: "Yo -afirma Pablo- planté, Apolo regó, pero quien hizo crecer fue Dios. Nada son ni el que planta, ni el que riega, sino Dios, que hace crecer" (1 Cor 3,8-7). El apóstol es un colaborador de Dios.
En una linea más general aún, no hemos de perder de vista que todas nuestras ocupaciones tienen dos vertientes: una, poda que poseen un valor intrínseco, mayor o menor, y que contribuye a nuestro progreso natural y espiritual; otra, por la que aparecen como correspondencias a la voluntad de Dios, como su concretización. El apóstol, pues, no puede confundir su propia actividad natural con su acción apostólica. A menudo se comprueba que la actividad apostólica puede servir de mampara que encubre la afirmación de la personalidad y convicciones del apóstol. Pero si éste quiere llevar a cabo la obra de Dios, ha de mantenerse disponible a la renuncia y a la abnegación de su voluntad. San Lucas hace mención de ello cuando nos presenta al Señor dedicado a enseñar a los apóstoles las exigencias de su vocación: aceptar la pobreza, estar oenvencidos de la preeminencia del anuncio del evangelio y renunciar a la vida de familia (Lc 9,57-82); más adelante vuelve sobre esta abnegación radical y precisa su aspecto esencial: "El que no carga con su cruz y viene tras de mí, no puede ser mi discípulo" (Le 14,27) [rApostolado VII].
El apóstol debe considerarse fundamentalmente instrumento de Cristo, el cual quiere difundir a través de él su propia luz y amor: "Porque no nos predicamos a nosotros mismos -escribe san Pablo-, sino a Jesucristo, el Señor" (2 Cor 4,5). Hay que proseguir, pues, con perseverancia la lucha contra todo lo que hace del apóstol un instrumento menos dócil y menos eficaz. Cuanto más lleno esté el apóstol del amor de Cristo y deseoso de darle a conocer, más aceptará también las renuncias necesarias y el esfuerzo de formación que le hace más idóneo para desarrollar su ministerío apostólico.
3. ASCESIS Y ORACIÓN - El tercer sector en que se plantea con mayor relevancia el problema de la ascesis, es el de la vida interior, y en particular el de la vida de oración. Estas dos formas de vida espiritual deberían ser de suyo más bien independientes la una de la otra, puesto que la ascesis atañe al esfuerzo exterior, necesario para la purificación y crecimiento de la caridad, mientras que la oración concierne al ejercicio mismo de la unión con Dios. Sin embargo, existe en concreto un lazo entre estos dos órdenes de realidad; pues la vida de oración exige una lucha constante contra la tendencia a desparramarse hacia afuera, así como una cierta disciplina interior, un esfuerzo metódico, al menos en los comienzos.
Si bien la vida apostólica, como hemos dicho, pertenece al orden sobrenatural y nos hace tocar con la mano nuestra impotencia para promover por nosotros solos el reino de Dios, la experiencia común nos dice que habitualmente nos satisface influir con nuestra actuación en el mundo y en los demás; esta satisfacción, perfectamente natural, se infiltra también en la actividad apostólica. En cambio, la vida de oración supone una receptividad fundamental frente a la acción de Dios. Consiguientemente, hay que cambiar de actitud: debemos poner freno al deseo de afirmarnos a nosotros mismos para colocarnos en situación de recepción y de espera. No hay duda de que un cambio así requiere un esfuerzo tanto más considerable cuanto más la persona en cuestión se sienta inclinada a la acción. A la naturaleza le cuesta abandonar una actividad que parecía fructuosa, para dedicarse ala oración, cuya fecundidad sólo en momentos raros resulta tangible.
Aclaremos un poco mejor este punto. La dificultad no consiste tanto en el hecho de que atrae más la acción que la vida interior, sino más bien en la diferencia de actitud moral que implican una y otra. La acción, incluida la apostólica, es afirmación de uno mismo; la oración, en cambio, rebajamiento personal delante de Dios, frente al cual experimentamos una dependencia radical. Se requiere mucho valor para preferir la vida oscura de la fe al esplendor del éxito exterior.
Y, sin embargo, no podemos negar que la acción auténtica supone una profunda vida de oración. El apostolado se apoya ante todo en la presencia personal del apóstol, el cual debe ser por sí mismo un revelador de la santidad y de los pensamientos de Dios. El apóstol debe ser el "perfume de Cristo" (2 Cor 2,15); pero sólo conseguirá serlo si se ejercita continuamente en anudar y profundizar una estrecha unión con Cristo por medio de la oración y de la vida sacramental.
La necesidad del esfuerzo ascético por lo que concierne a la vida de oración no se refiere sólo a la actitud interior de receptividad y de renuncia a la acción que implica la oración, sino que tiene también su justificación en lo difícil que resulta garantizar una vida de disciplina lo suficientemente sólida, cosa indispensable para llegar a ser de verdad persona de oración.
El que quiere llegar a una profunda vida de oración tiene que actuar enérgicamente para asegurarse las condiciones exteriores de tiempo, de paz y también de estudio, ya que este último es necesario para renovar la materia de la contemplación. Se dirá que se puede rezar en todas partes, y para demostrarlo se citarán casos excepcionales, en los cuales ni el ruido ni la multitud han impedido una cierta unión con Dios. Sin embargo, razonar de esa manera significa olvidar que no se puede definir la vida espiritual partiendo de casos excepcionales. Al contrario, las más de las veces conviene procurarse o salvaguardar tiempos de silencio, dedicados enteramente a la búsqueda de Dios. El hecho de que, como consecuencia de haberse habituado ya el alma a encontrar a Dios, pueda hacerlo con gran frecuencia, no debe conducirnos a considerar como inútil la ascesis previa.
Como lo demuestra también la experiencia, la vida de oración presupone un alma purificada, libre de las pasiones, que ocupan continuamente la mente y le impiden unirse a Dios. Los antiguos -por ejemplo, Clemente de Alejandria y Orígenes- insistían mucho en la necesidad previa de la ascesis en toda vida contemplativa. Para ellos se trataba también de una subordinación total de la actividad ascética a la búsqueda de la-ycontemplación, que es el fin de la vida espiritual. Una posición así es ciertamente exagerada, pues Dios lo santifica todo, es decir, tanto la práctica de la caridad con el prójimo como el esfuerzo unitivo que se realiza en la oración. Sin embargo, no podemos negar que la vida contemplativa requiere un esfuerzo continuo por liberarnos del dominio que el mundo ejerce sobre nosotros y por ser cada vez más sensibles a los valores de la vida interior.
Por lo demás, la vida contemplativa no es sólo consolación. En realidad, trae consigo, durante períodos más o menos largos, estados de aridez y desolación, que san Juan de la Cruz ha descrito con el nombre de "noches". Lo que hay que hacer, pues, es perseverar con coraje y fidelidad habida cuenta de que la vida de oración supone una abnegación profunda y la firme voluntad de buscar y buscar a Dios.
El alma busca múltiples medios de evasión para eludir esta disciplina tan necesaria a la vida de oración. Romano Guardini ha descrito bien la situación paradójica del hombre, el cual, por un lado, desea conseguirla unión con Dios y, por otro, rehusa la disciplina necesaria para conseguirla: "En general, al hombre no le gusta rezar. Es fácil que sienta al rezar una sensación de aburrimiento, un embarazo, una repugnancia, incluso una hostilidad. Cualquier otra cosa le parece más atractiva y más importante. Dice que no tiene tiempo, que tiene otras obligaciones urgentes; pero apenas se ha desentendido de rezar se entrega a hacer las cosas más inútiles. El hombre debe dejar de engañar a Dios y a sí mismo. Es mucho mejor decir abiertamente: `no quiero rezar' a usar semejantes argucias. Es mucho mejor no atrincherarse tras justificaciones como la de estar demasiado cansado, y decir clara y abiertamente: `no tengo ganas'. La impresión que se obtiene no es demasiado buena y revela toda la mezquindad del hombre; pero es verdad, y partiendo de la verdad se avanza mucho más fácilmente que partiendo del disimulo"'.
Volvemos a encontrar así, a propósito de la vida de oración, lo que vimos ya al establecerla necesidad del esfuerzo ascético: la presencia del pecado en el hombre [supra, 1, 2], que hace de él un ser contradictorio, sometido a presiones de sentido opuesto. Por una parte, se siente atraído por la vida evangélica y orientado hacia valores elevados pero difíciles de realizar; por otro, propende a los valores fáciles, e incluso al pecado. Dado que no podemos ni imaginar que tal situación vaya a desaparecer de modo rápido -la realidad nos muestra que esta tensión está lejos de disminuir-, hemos de recalcar firmemente que el hombre sigue necesitando de la disciplina para eliminar los obstáculos que entorpecen su vida espiritual y para progresar con mayor celeridad en la vida de caridad.
El problema práctico sigue siendo el de obrar con eficacia. A este fin pueden ser de utilidad todos los descubrimientos de la psicología moderna. Ellos han de permitirnos evitar las búsquedas sutiles o morbosas de nosotros mismos; pero nunca nos dispensarán de purificar y dilatar continuamente el corazón mediante un esfuerzo iluminado y perseverante [Madurez espiritual Ill, 1].
Ch. A. Bernard

IV. Ascesis cristiana hoy
En la reflexión espiritual aflora a veces una nostalgia rebosante de admiración por aquel pasado en que los cristianos sabían practicar una ascesis de austera mortificación. ¿Cómo es posible que se haya perdido hoy semejante austeridad penitencial? Para algunos, el cambio se debe al hecho de haberse difundido en la cristiandad la permisividad habitual, el cansancio del >heroismo evangélico, el gusto por el bienestar terreno y la pérdida del sentido del pecado. Para otros, la transformación indica una comprensión más adulta de los valores terrenos, un mayor ahondamiento en las implicaciones humanísticas relativas al reino futuro de Dios y una valoración más realista de la caridad para con los demás en los tiempos actuales. ¿Qué decir? Esta ausencia de una ascesis severamente mortificativa ¿es indicio de promoción humana, o de vida cristiana aburguesada? ¿Hay que volver a la práctica penitencial antigua, o se debe secundar los movimientos humanísticos modernos?
Lo preferible es afrontar este problema de otro modo, desde un ángulo distinto. No hay que concebir necesariamente los nuevos modos de vida ascética cristiana en contraposición con los antiguos; se pueden entender como su continuación en una inculturación eciesial diferente. Se trata de una prolongación de la ascética anterior dentro de un devenir histórico en el que lo sucesivo no repite materialmente lo precedente, sino que lo renueva; si lo repitiera de algún modo, alteraría la óptica anteriormente usada; y si lo confirmara sin más, serla para volver a vivirlo en experiencias antes imprevistas.
1. ASCESIS COMO EXPERIENCIA EN DEVENIR - La vida espiritual cristiana es esencialmente obra del Espíritu, que hace a los hombres nuevos [Hombre espiritual]; con ella nos convierte en participes de la muerte-resurrección de Cristo para resucitar con el Señor [Misterio pascual]; con ella nos favorece con la gracia redentora, que nos introduce en la existencia caritativa orientada a la vida bienaventurada; con ella nos hace presentes en la Iglesia por la fuerza transformadora del sacramento pascual.
Esta acción transformadora llevada a cabo por el Espíritu de Cristo exige la cooperación del creyente, predisponiendo el yo a acoger la obra del Espíritu, a secundarla de forma existencial, a testimoniarla en una dimensión eclesial. Si es el Espíritu el que hace espiritual al cristiano, a éste le toca armonizar su propio comportamiento con el carisma recibido y crear una atmósfera pública en consonancia. En armonía con el don recibido, el cristiano debe mostrar que está "despojado del hombre viejo con todas sus malas acciones, y revestido del nuevo, que sucesivamente se renueva conforme ala imagen del que lo ha creado" (Col 3,10; cf 2 Cor 5,17).
En concreto, ¿qué significa hacer al yo disponible para la acción del Espíritu? ¿Qué aspectos personales se deben mortificar? ¿Cuándo puede considerarse el comportamiento propio en armonía con el devenir pascual caritativo? En sentido propio, no se trata de conformarse a determinadas leyes morales, si se las concibe como expresión de un orden ya difundido en el ser humano o prescritas para conservar una bondad inscrita en la naturaleza humana. Se supone que el yo entero debe ser renovado por el Espíritu de Cristo; que debe ser introducido en una nueva experiencia espiritual por obra del misterio pascual del Señor. Ahora bien, el yo muestra su armonía con la acción innovadora del Espíritu no tanto uniformándose con un orden virtuoso ya existente, sino mediante una ascesis que facilite el nuevo ser espiritual. Acción ascética que busca convertir al yo en lo profundo Conversión], porque lo encuentra caído en una situación pecaminosa alienante [Pecador], porque debe comprometerle a pasar del estado según la carne al estado según el espíritu, porque sabe que está llamado a una vida caritativa.
En concreto, ¿cuáles pueden ser las prácticas ascéticas capaces de disponer al yo a su transformación según el Espíritu? No resulta posible precisar de una vez por todas las modalidades del esfuerzo ascético. Históricamente, la comunidad cristiana ha ido cambiando su ejercicio ascético; ha practicado la mortificación desde ángulos diferentes; se ha entregado, incluso con espíritu penitencial intenso, a prácticas dispares. ¿Por qué la comunidad eclesial ha estimado que debía cambiar las prácticas ascéticas?
Al contacto con la cultura antropológica del tiempo, la comunidad cristiana va tomando conciencia en momentos sucesivos de la importancia preferente de determinados valores humanos. Por ejemplo, unas veces estima prioritario que el individuo sepa someter sus instintos para actuar según la razón; o que pueda ejercer una decisión libre en la vida pública; o que sepa expresarse con sentido comunitario altruista. En relación con cualquier valor humano que destaque la cultura dominante, la comunidad cristiana sugiere e inculca una ascesis autoeducativa que convierta tal valor en algo disponible para la acción pascual transformadora del Espíritu. Según va tomando conciencia de potencialidades válidas latentes en la personalidad humana, la comunidad cristiana invita a purificarlas, de forma que puedan ser asumidas en el devenir pascual y convertirse en expresión privilegiada de la >caridad eclesial.
El cambio de la praxis ascética no debe considerarse como una decadencia de las formas heroicas penitenciales primitivas, sino como las consecuencias de que la comunidad cristiana va adquiriendo conciencia de formas antropológicas nuevas; de que va cambiando en el discernimiento de valores y comportamientos humanos estimados antes preferentes; de que va imaginando nuevas maneras de educar en una vida adulta en Cristo. La experiencia ascética es una experiencia pascual continua, que se renueva en modalidades antes no practicadas.
2. ASCESIS COMO EXPERIENCIA COMUNITARIA - La comunidad cristiana primitiva partió de una comprobación: el yo humano se presenta como desgarrado entre las tendencias corporales y las espirituales, entre apetitos sensuales y deseos virtuosos, entre pasiones egoístas y entregas altruistas, entre ansia de placeres corporales y nobles sacrificios. La comunidad cristiana sintió el deber de esforzarse en restablecer el equilibrio interior del yo a través de la mortificación corporal, que ha ofrecido espléndidas páginas de intuición psicológica y de heroicos sacrificios personales.
En los tiempos actuales, la comunidad eclesial parece menos atenta a la práctica ascética de la mortificación corporal; y ello, a pesar de que siga estimando necesaria la mortificación corporal y considere las pasiones interiores como instintivamente recalcitrantes a la guía racional. Todavía se considera absolutamente válida la afirmación de Pablo: "Disciplino mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, predicando a los demás, quede yo descalificado" (1 Cor 9,27). No obstante, la comunidad eclesial actual es consciente de que no basta equilibrar el yo sujetando sus pasiones a la razón; para poder recibir el don caritativo del Espíritu es necesario hacer que el yo, una vez ordenado interiormente, se abra también como don a los demás. La acción del Espíritu supone en la persona estar ya madura para el coloquio, haberse abierto por completo a las necesidades ajenas, haberse entregado sin reservas al amor oblativo, haber adquirido el sentido comunitario.
En efecto, la acción del Espíritu tiende a convertir al yo en miembro comprometido del Cristo integral, a hacer que se sienta uno de los hijos del Padre único, a lograr que se deje transformar para ser una sola cosa con el Señor, y que se entregue del todo al amor caritativo de Dios. "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom 5,5). Siendo el Espíritu comunión entre Padre e Hijo, incita también al creyente a introducirse en la caridad divina para difundirla en las relaciones interpersonales.
El Espíritu inicia al yo en una experiencia caritativa no sólo para promoverlo a una vida sobrenatural, sino también para permitirle que se asocie a Cristo en la redención de los hermanos. Las personas se abren humanamente a la gracia divina siempre que se encuentran con una acogida amable y fraterna. Si se sienten desatendidas, "nada" valoradas dentro de la asamblea, o rodeadas de indiferencia, permanecen cerradas a toda acción eclesial, incapacitadas para toda experiencia de conversión cristiana. El cristiano se acredita como apóstol en Cristo sólo si sabe arrancar con afecto a los demás del anonimato; únicamente si muestra de manera concreta que ama con una entrega oblativa, sabe volver disponible al hermano para la luz caritativa del Espíritu [ >Amistad VIIIJ.
Para llegar a ser cristiano auténtico, para sintonizar con la acción caritativa del Espíritu, para cualificarse como cooperador de la obra redentora de Cristo, es necesario ejercitarse en una ascesis que eduque a todo el yo en el don de sí al prójimo. La ascesis en el sentido comunitario se estructura en diversos niveles: en contactos cortos de relaciones interpersonales de yo-tú y en relaciones largas a nivel colectivo. Estos dos niveles son inseparables y se integran; si las relaciones interpersonales encuentran su lugar concreto en un contexto social, las sociales son incentivadas por las interpersonales.
El hombre no nace ya persona de coloquios; llega a serlo fatigosamente. Al principio parece encerrado en la búsqueda de su propio interés; aspira a servirse de los otros; tiende a dominarlos para su propia ventaja. El tú se convierte en objeto de uso; las relaciones están despersonalizadas; se intenta someter, no dialogar. Incluso cuando el ser humano desea ir a Dios, a nivel de su fuerza instintiva le cuesta entender por qué debe llegar con los otros y a través de los otros. El yo se hace disponible para dejarse enriquecer por el Espíritu sólo tras haberse ejercitado en el sacrificio de si mismo por amor al hermano. Hay que pasar de la tendencia instintiva a juzgar al otro como limite doloroso de uno mismo, a la búsqueda de su promoción como el mejor modo de realizarse. La apertura, el salir de uno mismo, el perderse en el don, el extraviarse en un amor altruista constituyen todo el sentido psicológico y espiritual de una posibilidad de maduración cristiana. "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a si mismo... Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará" (Me 8,34-35; Mt 18,24-28; Le 9,2327).
La nueva orientación ascética encuentra confirmación en el culto mismo que hoy se practica en la asamblea eclesial. La liturgia de ayer sugería con insistencia prácticas expiatorias; introducía en una experiencia cultural que facilitaba la posibilidad de realizar con pureza de espíritu el encuentro interior con Dios. En el pasado se tenia en gran estima y se practicaba el ayuno, la vigilia nocturna, la continencia sexual y las abluciones. La misma oración se inculcaba como sacrificio corporal. Todo esto constituía la ascesis litúrgica inspirada en la mortificación.
En la comunidad eclesial actual, estas prácticas ascéticas han perdido su fuerza vinculante, al menos en las formas ayer practicadas. Lo que hoy se prefiere es dar el testimonio de una asamblea penitente, reactualizar el sacrificio de Cristo celebrado en comunión como constitutivo de la iglesia local, afirmarla conciencia de ser comunidad caritativa empeñada en obras concretas, sintonizar en la meditación común de la palabra de Dios, ofrecerse como pueblo unido en virtud del Espíritu.
La ascesis ha de seguir proponiendo las mortificaciones corporales y las renuncias a los instintos sensuales, pero presentándolas como momentos que enriquecen el yo de cara a los demás, que lo disponen para el amor oblativo y para experimentar la gracia pascual redentora del Espíritu de Cristo en la comunidad eclesial.
3. ASCESIS COMO PROMOCIÓN PERSONAL - En la sociedad actual parece haber sufrido un trastorno la propuesta básica de la ascesis tradicional. Ya no se inculcan la mortificación, la conquista de la >humildad, el ejercicio de la renuncia, el amor al sacrificio. En cambio, se reivindican los derechos de la personalidad, la promoción individual y social propia, el enriquecimiento de las fuerzas imaginativo-racionales personales, la propia prestancia biopsíquica y la posibilidad de una satisfacción afectiva ilimitada.
Semejante tendencia promocional no se percibe ni se vive como realidad pasional desordenada. Se considera más bien como una laudable expresión de la actitud cultural de hoy. Ha sido el saber neobehaviorista el que ha sugerido los modos apropiados para la promoción de todo el yo: indicando la manera de traducir en actos las necesidades-impulsos, de acoger y satisfacer los estímulos interiores sensuales, de hacerles posible a las tensiones inconscientes el autoestimulo simbólico a nivel verbal. Se va afirmando como postulado científico la necesidad de liberar al yo de toda ansiedad, ya sea de índole psíquica o moral, así como el deber de actualizar todas las potencialidades interiores. La personalidad adquiere su valor en la medida en que amplía su "campo fenoménico" o el ámbito de su vivencia subjetiva.
¿Debe la ascesis refrenar y oponerse a semejante cultura antropológica? ¿0 bien puede servirse de ella, aunque sea rectificándola dentro de una visión cristiana? En esta segunda hipótesis, también la ascética debería renovarse; debería acoger no solamente un objeto o campo nuevo de aplicación, sino sobre todo un método nuevo, capaz de realizar la espiritualidad en la promoción humana del yo; debería saber ampliar los impulsos instintivos como camino hacia una más vasta maduración personal espiritual.
De hecho, la comunidad cristiana de hoy practica la ascesis mortificativa para promocionar la riqueza también humanística de la personalidad. Implícitamente se considera que la transformación integral del yo queda aplazada para la era escatológica, cuando, en el momento de la muerte, Cristo dé la vida nueva resucitada. Al presente, el misterio pascual debe vivirse como desarrollo humano, como fuerza integradora de los impulsos-necesidades en la euritmia de la persona humana, como manera de hacer que afloren las capacidades latentes en la vivencia de un amor oblativo. Se trata de una ascesis que no va contra el,-'rcuerpo, sino a favor de su recto desarrollo; que no pretende taponar la pasión y los instintos, sino ayudar a su recta potenciación espiritual; que no quiere la búsqueda voluntaria del sufrimiento [rEnfermo/sufrimiento], sino su aceptación espiritualmente provechosa cuando no pueda ser eliminado.
Un ejemplo concreto lo tenemos en la cuestión de la integración afectiva de los candidatos al sacerdocio. Si en el pasado se educaba a los seminaristas en la ascesis de la renuncia a todo afecto humano, hoy lo que se aconseja es que se les invite a hacerse afectivamente adultos, a mortificarse abriéndose a un amor oblativo a los demás y entre los demás, a tener el buen gusto de ofrecer al Señor ya sea las momentáneas aspiraciones del corazón, ya la propia maduración afectiva [ > Celibato y virginidad]. En esta nueva práctica ascética no se niega el papel insustituible de la mortificación, no se olvida que la >cruz es un camino irrenunciable para todos, ni que la naturaleza humana está desviada; se propone el uso de la mortificación tan sólo en orden a una maduración humana y cristiana y se invita a ofrecer al Señor el sacrificio de una afectividad lo más adulta posible.
V. Conclusión
La ascesis es una experiencia espiritual que no se puede abandonar o dejar de reconocer; expresa nuestra participación en el misterio pascual de Cristo; es el modo humano de que disponemos para caminar hacia la vida caritativa; es la prueba de nuestro compromiso de secundar el don salvífico que nos ofrece el Espíritu.
Las modalidades ascéticas, así como su contenido de prácticas concretas, pueden cambiar, adoptar nuevas estructuraciones y formas sapienciales diversas. Estas modificaciones están determinadas por múltiples influjos. Hay que saber intuir en ellas la presencia operante del Espíritu, el cual va guiando a la Iglesia, dentro de una historia salvífica, hacia una santificación providencialmente más completa, a través de experiencias nuevas que ayudan a ver y a vivir un vasto y rico proyecto divino.
Hemos intentado aquí llamar la atención sobre un elemento particular, que influye también profundamente en el modo concreto de vivir la ascética en la comunidad eclesial: la antropología cultural que domina en cada tiempo. Cuando la comunidad eclesial toma conciencia de un determinado valor humano (por ej., la armonía interior entre las facultades del yo, la capacidad de coloquio y de amor oblativo, la promoción de las potencialidades diseminadas en la propia personalidad, y otras por el estilo), este valor humano hay que adoptarlo y madurarlo de forma que esté disponible para entrar en una experiencia caritativa, para ser expresado según el espíritu de Cristo. De aquí la necesidad de que la ascesis se aplique preferentemente en torno a los valores que manifiesta la antropología cultural del tiempo, sabiendo vivirlos y atestiguar su íntima disponibilidad ala acción pascual caritativa del Espíritu del Señor. Lo que hay que proclamar, pues, no son los errores del pasado, sino el imperativo de que cada época debe ejercitar el espíritu pascual en el seno de los valores culturales humanos presentes en su tiempo.
T. Goffi
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