SUMARIO
I.
El problema de la ascesis en su evolución histórica:
1. Definición verbal y realidad del problema;
2. La ascesis cristiana
1. Definición verbal y realidad del problema;
2. La ascesis cristiana
II.
Ascesis y mística
III.
Recuperación de los valores ascéticos en la vida espiritual de hoy:
1. Valor y disciplina del cuerpo
2. Vida ascética en el compromiso histórico;
3. Ascesis y oración
1. Valor y disciplina del cuerpo
2. Vida ascética en el compromiso histórico;
3. Ascesis y oración
IV.
Ascesis cristiana hoy:
1. Ascesis como experiencia en devenir;
2. Ascesis como experiencia comunitaria:
3. Ascesis como promoción personal
1. Ascesis como experiencia en devenir;
2. Ascesis como experiencia comunitaria:
3. Ascesis como promoción personal
V.
Conclusión.
I.
El problema de la ascesis en su evolución histórica
1.
DEFINICIÓN VERBAL Y REALIDAD DEL PROBLEMA - El problema que plantea la ascesis
exige un esfuerzo particular para discernir, bajo los significados diferentes
del lenguaje usado, la realidad de que se habla. En efecto, el término,
derivado del griego, ha adquirido un sentido, por así decir, técnico; se
entiende comúnmente por ascesis el conjunto de esfuerzos mediante los
cuales se quiere progresar en la vida moral y religiosa. Pero en su sentido
originario la palabra indicaba cualquier ejercicio -físico, intelectual y
moral- realizado con un cierto método en orden a un progreso; así, el soldado
se ejercitaba en el uso de las armas y el filósofo en la meditación. Podemos,
pues, destacar dos notas características del significado del término: esfuerzo
y método. Sin embargo, estas dos notas pueden encontrarse separadas.
En
efecto, si nos fijamos en la Sda. Escritura, no encontramos en ella la idea de
un método que condujese a un progreso a base de ejercicios apropiados. En
cambio, si que encontramos a menudo la idea de un esfuerzo necesariamente
presente en toda vida moral y religiosa. Con esta idea se relaciona de modo
especial el sentido de la penitencia, necesaria para la reparación de los
pecados y la obtención de gracias particulares. La persona de Juan Bautista
representa precisamente una corriente de vida espiritual fundada en la austeridad
de la vida. En el NT, con san Pablo, el acento se desplaza a la lucha espiritual
que el cristiano debe librar, bien en la propia vida personal, bien en la apostólica;
la vida cristiana es lucha y combate: "¿No sabéis que los que
corren en el estadio todos corren, pero sólo uno consigue el premio? Corred de
modo que lo conquistéis. Pero los atletas se abstienen de todo, y lo hacen para
conseguir una corona corruptible, mas la nuestra es incorruptible... Disciplino
mi cuerpo y lo esclavizo" (1 Cor 9,24-25.27). En consecuencia, Pablo
exhorta a su discípulo a conducirse como buen soldado: "Soporta conmigo
las fatigas como buen soldado de Cristo" (2 Tfm 2,3). Al exhortar así a
Timoteo, no hace más que aplicarle las palabras del mismo Jesús: "Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame"
(Mi 18, 24 y par.). El esfuerzo cristiano se convierte, pues, en abnegación,
renuncia, aceptación del sufrimiento. Para un discípulo de Cristo, la palabra
"ascesis" evoca todos estos aspectos.
En
la acepción moderna del término se insiste más en la segunda característica
de la actividad que implica la ascesis: su aspecto metódico, subrayado ya en la
antigüedad y destacando ulteriormente por las disciplinas espirituales de
oriente [ >Cuerpo II, 2; >Yoga/Zen]. Este método se puede practicar
individualmente, con frecuencia bajo la mirada de un acompañante; pero también
se puede practicar socialmente, de modo particular en la vida monástica.
Ateniéndonos
a la generalidad de los casos, la ascesis tiene en cuenta dos planos diversos;
por un lado, impone servidumbres corporales; por otro, supone ejercicios de
meditación, sometidos también éstos a métodos más o menos obligatorios. ¿Por
qué dos planos de acción? El motivo es sencillo: no pueden concebirse
ejercicios corporales que sean fin en si mismos; el asceta moral o religioso no
es un deportista que quiere mantenerse en forma, sino un hombre espiritual que
busca un progreso personal, una unificación interior y un >Absoluto.
Por
tanto, el sentido de toda ascesis está determinado por el fin que uno se
propone alcanzar. Situado siempre en el orden espiritual -entendido en el
sentido amplio de vida más allá de la pura supervivencia biológica-, ese fin
implica un esfuerzo en relación con las bases corporales de la personalidad,
que ésta debe integrar y superar. El fin espiritual puede asumir formas
diversas: el predominio de la conducta racional y virtuosa, la búsqueda de la
unión con un Absoluto, la conquista de la libertad, el acceso a una
superconciencia de tipo místico... sin que, por otra parte, un aspecto excluya
al otro.
Pero
cuando emprendemos un esfuerzo metódico, sólo podemos hacerlo dejándonos
guiar por una determinada concepción del hombre. Nadie escapa a esta necesidad.
En la fase elemental de la formación del niño, toda pedagogía supone la
sumisión a una cierta disciplina, la cual supone a su vez una concepción
psicológica más o menos elaborada. Del mismo modo afirmamos y sobrentendemos
siempre una psicología también en las etapas más complejas de las disciplinas
de la vida espiritual. No podemos, pues, juzgar las prácticas ascéticas de una
época o de una cultura sin tener en cuenta la psicología que implican. Cada
uno las acepta, las rechaza o las condena de acuerdo con sus propias
concepciones psicológicas. Dada la diversidad y la complejidad de la psicología
humana, todo juicio sobre las disciplinas formadoras debe matizarse de modestia.
Lo
mismo debemos decir de las disciplinas de la meditación. Están calcadas
en las concepciones psicoespirituales propias de una cultura o de una ideología.
Podemos servirnos de ellas en la ascesis no sólo porque implican con frecuencia
posturas corporales, sino también porque se esfuerzan en influir en la
imaginación, la cual depende evidentemente de los sentidos y del fundamento
corporal del pensamiento.
2.
LA ASCESIS CRISTIANA - Los problemas que plantea la ascesis cristiana han de
tener en cuenta los diversos elementos que acabamos de poner de relieve;
elementos que adquieren una coloración muy especial debido a su inserción en
el contexto de la fe.
*
Desde el punto de vista psicológico, la espiritualidad cristiana no se
distingue básicamente de las otras. Las disciplinas ascéticas adoptadas
dependen de la concepción que se tiene del hombre, la cual habitualmente se
relaciona con las culturas y con el estado de las ciencias psicológicas. Bajo
este aspecto, la ascesis cristiana ha sido siempre diversificada, pero, hoy
particularmente, no se ve cómo podría la ascesis dejar de tener en cuenta los
descubrimientos de la psicología profunda referentes a las motivaciones
inconscientes de nuestros comportamientos.
*
No obstante, en la medida en que la antropología supone también una doctrina
moral, es claro que la espiritualidad cristiana atribuye particular importancia
a la noción de pecado y a la consideración del hecho de la condición
pecaminosa de la humanidad [>Pecador]. Sin duda, la valoración concreta del
desorden introducido en la humanidad y en los individuos por el pecado original
ofrecerá muchos matices, pero no caben doctrinas ascéticas cristianas que
prescindan de estas consideraciones. Por eso el Vat. 11, después de mostrar que
el hombre ha sido creado a imagen de Dios, añade: "Toda la vida humana, la
individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática,
entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas" (GS 13). Bajo este
aspecto, la vida cristiana implica siempre una ascesis, o sea, una lucha contra
el pecado y contra sus manifestaciones en el hombre y en el mundo. Todo sistema
educativo debe tenerlo en cuenta al elaborar sus métodos de formación.
*
El problema de la ascesis cristiana se vuelve más complicado por el hecho de
que el hombre, para liberarse del mundo del pecado y para crecer en la vida
sobrenatural, tiene necesidad constantemente de la gracia de Dios, ya se trate
de las gracias sacramentales o de las múltiples gracias actuales que Dios puede
concederle.
De
esta situación fundamentalmente receptiva se derivan consecuencias importantes.
Ante todo. el progreso espiritual no depende directamente del esfuerzo
ascético, ni es directamente proporcional al mismo; Dios es el que
infunde el aumento de la fe, de la esperanza y de la caridad, que constituyen la
sustancia de la vida espiritual.
El
primado de la intervención divina en el principio y en el desarrollo de la vida
sobrenatural excluye toda tentación de pelagianismo. Esta doctrina, que le
reconocía al hombre el poder de progresar en la vida cristiana, no es sólo un
error de siglos pretéritos; subsiste en numerosos contemporáneos, que exaltan
la libertad del hombre y no conciben otra salvación fuera de la que el hombre
puede conquistar con sus propias fuerzas, lo mismo que subsiste
inconscientemente en numerosos cristianos, sobre todo-"'jóvenes, que no
quieren reconocer sus debilidades y abandonan una vida espiritual que juzgan
estática.
Debemos
aplicar el principio de la acción preveniente de Dios incluso en el campo
importantísimo de la,,Iroración. A ésta todos la consideran como el ejercicio
privilegiado de la vida cristiana; la oración mental consiste, en efecto, en
una toma de conciencia cada vez más profunda del contenido del misterio de fe,
por lo cual implica normalmente una transformación de la conciencia cristiana
en los juicios, en los efectos e incluso en las imaginaciones, que se atienen a
los datos de la revelación. Numerosos autores han propuesto métodos de
oración para garantizar una aplicación cada vez más completa de la mente y
del corazón ala verdad revelada, y les han atribuido una eficacia particular
para el progreso de la vida espiritual.
A
esta opinión, que corre el riesgo de reducir el sentido del primado de la
acción de Dios en la vida espiritual, se han opuesto los que podríamos llamar
los "místicos". Para ellos, el gran agente de la vida espiritual -por
no decir el único- es el Espíritu Santo. Ahora bien, éste obra con suprema
libertad y exige más bien una actitud de aceptación y pasividad. Por tanto, no
hay necesidad de métodos de oración, sino de disponibilidad radical a la
acción del Espíritu.
II.
Ascesis y mística
El
problema que plantea el doble carácter de la vida espiritual cristiana, la cual
es al mismo tiempo activa y receptiva, ha ido adquiriendo poco a poco una forma
teórica. Los quietistas y semiquietistas, partiendo sobre todo de la vida de
oración, han luchado contra la tendencia -que ellos juzgaban excesiva- de
imponer métodos y prácticas onerosas al que intentaba darse a la vida
espiritual.
En
las formas de quietismo -aparecidas a partir del s. xtn con los hermanos del
libre espíritu, y luego en los "alumbrados" españoles del s. XVI,
así como en los grandes autores del s. xvn (Molinos, Petrucci), a los cuales se
añadiría sucesivamente la tendencia representada por Fénelon y por Mme,
Guyonencontramos como rasgo común la depreciación del esfuerzo espiritual y la
tendencia a reducir constantemente la actividad del hombre en favor de la
acción del Espíritu Santo. Este principio se aplicaría a la vida de oración
y ala vida moral: ya se trate de los ejercicios de meditación o del esfuerzo
para rechazar las tentaciones, para corregir los defectos o adquirir las
virtudes, cuanto menos se empeñe el hombre en un esfuerzo personal más dócil
será a las mociones del Espíritu Santo. Citemos dos proposiciones de Molinos:
"Querer obrar activamente es ofender a Dios, que quiere ser El el único
agente; y por tanto es necesario abandonarse a sí mismo todo y enteramente en
Dios, y luego permanecer como un cuerpo exánime... No obrando nada, el alma se
aniquila y vuelve a su principio y a su origen, que es la esencia de Dios, en la
que permanece transformada y divinizada '.
Algunos
autores, como Henri Bremond, aunque sin llegar a exaltar semejante actitud
quietista, han reprochado a ciertas tradiciones espirituales el insistir
demasiado en los esfuerzos del sujeto y en los métodos para garantizar el
progreso en la vida espiritual. Bajo el nombre de "ascetismo" han
descrito una tendencia muy real de la formación espiritual de los siglos
pasados. Dicha tendencia, demasiado voluntarista y fundada en una psicología
que tenia poco en cuenta la afectividad, ha empujado a excesos de tensión
nerviosa y moral.
Hoy,
después de que la psicología profunda ha puesto de relieve la importancia de
la vida afectiva y dada la desconfianza frente a las coacciones impuestas por la
educación, se tiende a valorar la pura espontaneidad espiritual y a insistir en
la acción del Espíritu Santo, que se manifiesta en la oración de grupo o en
los carismas.
No
podemos entrar en todas las discusiones históricas y en las prácticas
originadas por la existencia de corrientes diversas que valoran y desprecian la
actividad metódica del hombre espiritual. Limitémonos a algunas indicaciones
sobre la problemática de la ascesis:
*
Según las diversas épocas de la vida cristiana, unas veces ha sido la ascesis
y otras la vida mística la que ha sentido la necesidad de afirmar su
legitimidad. Cuando ciertos autores insistían demasiado unilateralmente en la
necesidad del esfuerzo del hombre y terminaban atribuyéndole la capacidad de
conseguir la perfección, otros recordaban la condición fundamentalmente
receptiva de la vida cristiana. En cambio, cuando se tendía a eliminar toda
actividad humana, la Iglesia recordaba la necesidad de que el hombre coopere a
su propia salvación y a la adquisición de la santidad. Actualmente parece que
es más bien la vida ascética la que siente necesidad de probar su propia
legitimidad; es justamente lo que nosotros intentamos hacer en el curso de estas
páginas.
*
Si, con la mayoría de los autores, llamamos vida ascética a la que se esfuerza
en determinar la parte activa del hombre en su vida espiritual, y vida mística
a la que experimenta la intervención directa de Dios en la vida espiritual,
podemos admitir entonces sin grandes dificultades que la ascesis caracteriza
más bien a los principios de la vida espiritual y que la mística contempla
preferentemente a las almas que están ya muy avanzadas.
La
razón es sencilla: en los comienzos de la vida espiritual hay que proceder a
una purificación y a una rectificación de modos demasiado naturales de sentir
y de juzgar. Se trata, pues, de llegar a una determinada conversión, cuyas
grandes lineas están fijadas en el Evangelio: buscar primero el reino de Dios y
su justicia y esforzarse con este fin en vivir el programa definido por las
bienaventuranzas. También en lo que se refiere a la formación en la oración,
es claro que hay que proponer modos de proceder más o menos metódicos, cuya
finalidad es conducir al principiante a una
cierta concentración espiritual y encaminarle al descubrimiento de la Sagrada
Escritura [Palabra de Dios].
¿Por
qué pensar que obrando así suscitamos fatalmente un sentido de coacción? La
experiencia muestra que los principiantes tienen demasiada conciencia de los
obstáculos involuntarios que se oponen a su deseo de una vida espiritual
profunda, y por esto aceptan, e incluso buscan, ciertas disciplinas y también
una verdadera renuncia. Para ellos, el peligro está más bien en atribuir a sus
propios esfuerzos una eficacia en cierto modo mecánica.
Por
el contrario, el alma, al progresar, alcanza su verdadera personalidad
espiritual y se orienta hacia un desarrollo positivo, cuyas modalidades resulta
difícil prever. El alma más avanzada goza de una mayor espontaneidad en virtud
de la misma docilidad al Espirito Santo que ya ha adquirido, y esto lo mismo en
el campo de la vida de oración que en el de las relaciones interpersonales o en
el del conocimiento de Cristo.
Los
dos momentos que hemos precisado no pueden separarse de modo absoluto; el que
comienza experimenta ya las inspiraciones del Espirito Santo y debe estar pronto
a seguirlas; el que va ya más adelante no podrá dejar de realizar esfuerzos de
purificación. Ascética y mística se distinguen, pues, no como dos modos
espirituales que se excluyen recíprocamente, sino como dos momentos sucesivos
que, sin embargo, se compenetran también en una cierta medida.
*
No es extraño, pues, que el lenguaje refleje esta ambigüedad. Algunos autores
incluyen bajo el nombre de teología mística la totalidad del desarrollo
espiritual: otros, en cambio, hablan de teología ascética para expresar la
misma cosa. En alemán e italiano, "Aszetik" y "ascetica" se
emplean aún corrientemente en sentido global. La lengua francesa distingue con
más precisión los dos aspectos de la vida espiritual, y utiliza la expresión
"teología espiritual" para incluir los dos aspectos del desarrollo de
la vida sobrenatural. Del francés ha pasado luego poco a poco el término
"spiritualité" a las otras lenguas.
*
Aun teniendo clara conciencia de que el problema de las relaciones entre
ascética y mística toca la cuestión tan delicada y compleja de la relación
entre naturaleza y sobrenaturaleza, entre la acción de Dios y la actividad del
hombre, por lo cual no es posible dar una respuesta fácil, podemos
preguntarnos, sin embargo, si no es posible precisar desde un punto de vista
práctico cómo se articulan los esfuerzos ascéticos y la receptividad de la
vida espiritual cristiana.
Parece
que la respuesta mejor es la que encontramos en la espiritualidad más clásica,
o sea, la de san Ignacio de Loyola, de santa Teresa de Avila y san Juan de la
Cruz. En ellos, en efecto, encontramos a menudo la idea de que la actividad del
hombre consiste en "disponerse" a la acción de Dios, el cual
da el comienzo y el crecimiento a la vida espiritual.
El
testimonio de san Ignacio resulta tanto más convincente cuanto que el fundador
de la Compañía de Jesús pasa por ser uno de los que más han insistido en la
necesidad de la cooperación del hombre a la gracia de Dios; compuso sus Ejercicios
siguiendo una dialéctica rigurosa y multiplica los consejos metódicos para
uso del director [Ejercicios espirituales]; pero no concibe en modo alguno sus Ejercicios
espirituales a la manera de una técnica infalible; para él "se llaman
ejercicios espirituales todo modo de preparar y disponer el ánima" (Ejer.
esp., n. 1). Es cierto que hay un método, pero su finalidad es disponer el
alma, y no transformarla directamente. Así, el hecho mismo de entrar en retiro
constituye sólo una disposición ala acción de Dios: "Cuanto más nuestra
ánima se halla sola y apartada, se hace más apta para acercarse y llegar a su
Criador y Señor, y cuanto más as( se allega, más se dispone a recibir gracias
y dones de su divina y suma bondad" (Ejer. esp., n. 20). Por lo
demás, tal disposición dura a lo largo de toda la vida espiritual:
"Cuanto más uno se ligare con Dios nuestro Señor, y más liberal se
mostrare con su divina Majestad, tanto le hallará más liberal consigo, y él
estará más dispuesto para recibir día tras día mayores gracias y dones
espirituales" (Constituciones III, 1, 22).
Así
pues, podemos decir que todos los esfuerzos del hombre miran a disponerlo para
que se beneficie de la acción santificante de Dios. Desarrollan una función
eminentemente positiva. Todo esfuerzo de conversión y de rectificación
constituye una disposición a participar de la rectitud y de la santidad de
Dios. Similarmente, toda cooperación a la gracia actual de Dios dispone al
cristiano para recibir gracias mayores. Desde el momento en que Dios ha querido
que el hombre coopere a su propia salvación, éste no puede despreciar los
medios que la doctrina evangélica y la experiencia de la Iglesia han reconocido
siempre como aptos para disponernos mejor a recibir los dones de Dios.
No
obstante, se trata sólo de una disposición. La idea de
"disposición", lejos de suponer que el hombre es capaz de asegurarse
por sí solo su propio progreso espiritual, sitúa la verdadera eficacia
espiritual del lado de la acción divina. Y esto es tanto más importante cuanto
que hay que distinguir cuidadosamente los planos en que se ejercita la
disposición. Cuando se trata, por ejemplo, del plano muy exterior de la
penitencia corporal o de una disciplina de la imaginación, estas buenas
disposiciones pueden verse contrariadas por malas disposiciones en el plano
interior de la humildad, de la pobreza espiritual o de la confianza.
Dios,
para evitar que nos engañemos y estimemos nuestros esfuerzos exteriores más
que nuestras disposiciones interiores, permite que experimentemos lo que san
Ignacio llama la desolación, o sea, la conciencia sobre todo de nuestra
debilidad y de nuestra impotencia en el orden espiritual: La desolación nos
da... "verdadera noticia y conocimiento para que internamente sintamos que
no depende de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas
ni alguna otra consolación espiritual, sino que todo es don y gracia de Dios
nuestro Señor. Y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro
entendimiento con alguna soberbia o gloria vana, o atribuyendo a nosotros la
devoción y las otras partes de la espiritual consolación" (Ejerc.
esp., n. 322).
Así
pues, el fundamento de toda ascesis -y, al mismo tiempo, su limite- hay que
buscarlo en el principio general de que Dios ha querido la cooperación del
hombre en la obra de su propia salvación. Veamos ahora algunas aplicaciones
más importantes de este principio en la vida espiritual corriente.
III.
Recuperación de los valores ascéticos en
la vida espiritual de hoy
Cualquiera
que sea la medida de las prácticas ascéticas que uno considere indispensables,
es inevitable una cierta ascesis, por lo
menos bajo la forma de una disciplina de vida. Examinemos algunos casos más
importantes.
1.
VALOR Y DISCIPLINA DEL CUERPO - Una de las
prácticas ascéticas más antiguas y más difundidas atarle a la relación
cuerpo-espíritu; podemos decir que el sentido más común del término
"ascesis" contempla precisamente la disciplina corporal que el >hombre
espiritual quiere imponerse. Las formas de tal ascesis corporal son múltiples y
miran ante todo a mortificar los sentidos y a iniciar una vida austera, que
reduce las exigencias provenientes de las necesidades corporales: nutrición,
vestido, sueño, dependencia de las condiciones climáticas, resistencia al
sufrimiento físico.
Sobre
este punto, la psicología moderna ha manifestado graves reservas. Para ella, la
mortificación corporal, lejos de ser signo de una exigencia espiritual, es más
bien síntoma de un desequilibrio psíquico más o menos profundo. Y numerosos
estudios de espiritualidad moderna tienden a revalorizar la función de los
sentidos en nuestra relación con Dios'.
Hay
que reconocer que indudablemente es posible confundir la búsqueda de la
mortificación corporal con la tentación de angelismo. Este se basa en el
rechazo del >cuerpo, y especialmente de la >sexualidad; no acepta las
leyes comunes de la vida corporal, ni la miseria de lo vulgar y lo común; el
angelismo repudia la condición corporal, repudio que puede fácilmente
confundirse con la renuncia ascética. También es posible otra desviación.
imponerse mortificaciones corporales para dar satisfacción a un sentido de
culpa. Según la terminología habitual, la mortificación sería expresión de
un masoquismo más o menos pronunciado. Estas desviaciones vividas por el
individuo pueden asumirlas también los grupos. Así, los cátaros y los
albigenses rechazaban el matrimonio, y las congregaciones de tos flagelantes no
siempre acreditaban una buena salud espiritual °.
Tengamos
en cuenta -y esto constituye ya un elemento de solución- que las desviaciones
morbosas de la mortificación se caracterizan ante todo por una falta de mesura.
El rechazo del cuerpo y de la sexualidad lleva a asumir actitudes exageradas,
durase incontroladas. Pues bien, los maestros espirituales, que advirtieron el
peligro y la ambigüedad de los excesos de la penitencia, insistieron en la
mesura que debe observar la mortificación corporal. San Ignacio, por ejemplo,
se muestra sumamente reservado en relación con las mortificaciones relativas al
sueño (Ejerc. espir., n. 84) y pone en guardia también contra las
exageraciones en la penitencia corporal: "Lo que parece más cómodo y más
seguro en la penitencia es que el dolor sea sensible en la carne y no penetre en
los huesos, de modo que dé dolor y no enfermedad; por lo cual parece más
conveniente lastimarse con cuerdas delgadas, que dan dolor de fuera, que no de
otra manera que cause dentro enfermedad que sea notable" (Ejerc. espir., n.
86). Por su parte, san Francisco de Sales exige siempre el control del padre
espiritual: "En cualquier caso, no debéis emprender nunca austeridades
corporales sin el consejo de vuestro guía"'. Gracias a este control
exterior, los impulsos malsanos encuentran mucha mayor dificultad para imponerse
y lograr su satisfacción. El,,0'padre espiritual estará siempre muy atento a
dar la preferencia a las virtudes interiores de la,-,"humildad y de la
paciencia en detrimento del deseo de realizar grandes penitencias exteriores.
Estas,
en efecto, tienen su justificación profunda sólo en la relación que guardan
con la penitencia interior. "La penitencia escribe san Ignacio- se divide
en interna y externa. La interna es dolerse de sus pecados con firme propósito
de no cometer aquéllos ni algunos otros; la externa o fruto de la primera es
castigo de los pecados cometidos" (Ejerc. espir., n. 82). No es posible
invertir el orden de las dos formas de penitencia, ya que la vida cristiana se
caracteriza ante todo por las disposiciones del corazón y no por las prácticas
exteriores. Estas manifiestan a las primeras y miran únicamente a vigorizarlas
y hacerlas reales.
Podemos
aducir también otras consideraciones más generales para justificar la ascesis
corporal. El P. de Montcheuil, por ejemplo, observa que en nosotros la caridad
necesita ser liberada. Ahora bien, "el ejercicio de la caridad supone el
dominio del cuerpo y requiere que uno pueda exigirse cosas dolorosas. La pereza,
la inercia, el amor a la comodidad, el miedo al esfuerzo impedirán siempre que
uno asuma la actitud requerida por el amor a Dios y al prójimo. Del mismo modo
existe una ascesis de la imaginación, del
corazón y de la inteligencia"°. Sin lugar a dudas, es muy difícil
establecer en qué medida el amor de la comodidad o un cuidado exagerado de la
salud obstaculizan una vida espiritual incluso deseada, pero no es posible negar
esta influencia negativa. Una segunda razón es ésta: el ejercicio de la
mortificación corporal, por más que se reduzca su contenido material, es una
arirmación que nos hacemos a nosotros mismos de la gran estima en que tenemos
los valores espirituales en comparación con los corporales. En toda
mortificación se manifiesta siempre una toma de posición a favor de los
valores espirituales, y siempre tenemos necesidad de resistir al atractivo y a
los tirones del cuerpo.
Estas
dos consideraciones, muy comunes en la ascesis corporal, pueden completarse con
otra consideración menos habitual, cuyo papel, sin embargo, es importante: en
nuestra vida ordinaria tratamos al cuerpo -y al vestir, que prolonga su
significado- en función de la relación que deseamos establecer con el mundo
que nos rodea; en otras palabras: nuestro cuerpo aparece como un símbolo del
nexo que deseamos mantener con el mundo. El hombre espiritual trata a su cuerpo
con desconfianza y rigor o con suavidad e indulgencia, según que mantenga con
el ambiente una relación de prudencia y desconfianza o bien de confianza y
aceptación. En este punto es decisiva nuestra actitud con respecto al uso de
los bienes del mundo: riquezas, honores, placeres. El que aspira a ser un hombre
que estima los bienes espirituales y que lo relaciona todo con Dios, trata a su
cuerpo y los bienes materiales con un cierto desapego, e incluso con un cierto
rigor, si desea manifestar una ruptura más decisiva. San Pablo se lo recuerda a
Timoteo: "Teniendo con qué alimentarnos y vestirnos, sintámonos con ello
contentos. Pues los que quieren enriquecerse caen en tentación, en lazos y en
muchas codicias insensatas y funestas" (1 Tm 8.8-9).
En
cuanto a la cuestión, antes mencionada, de la parte que hay que reconocerle a
la sensibilidad en relación con Dios, no es posible resolverla de manera
demasiado simplista, valorizando unilateralmente la vida de los sentidos; eso
sería manifiestamente contrario a toda la tradición cristiana.
En
efecto, hemos de tener en cuenta ante todo que la reconciliación de los sentidos
con el espíritu en la búsqueda de Dios es un estado terminal de la vida
espiritual. Los santos llegaron a él sólo después de una vida muy mortificada
y toda ella encaminada a la búsqueda de Dios. Este deseo eclipsaba cualquier
otra aspiración. Para decirlo con palabras de san Juan de la Cruz, consintieron
en entrar en la noche de los sentidos y la buscaron incluso activamente. ¿Es
preciso recordar las consignas terminantes del doctor del Carmelo? "Para
venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada"°.
Cuando
el hombre espiritual esté bien purificado en sus sentidos y en su espíritu,
gustará una gran paz y sus mismos sentidos le servirán de instrumento para una
posesión más total de Dios. En cierto modo ellos anticiparán la vida
gloriosa, donde todo el ser está espiritualmente transformado. Pero antes
habrán de pasar a través de la muerte.
¿Cuál
es el principio decisivo de la vida espiritual que explica esta necesidad de la
mortificación para llegar a la transformación? Dado que el cuerpo y el
espíritu intervienen en toda actividad humana, es preciso ante todo respetar el
sentido de esta relación: toda actividad sensible debe estar subordinada
al deseo del espíritu. El hombre que entra en las vías espirituales debe estar
dispuesto a realizar cualquier clase de renuncia en el uso de su sensibilidad,
si advierte claramente que experimenta un perjuicio por lo que se refiere a la
libertad y ala intensidad de su búsqueda de Dios. En cambio, referente a la
medida y a la modalidad de tal renuncia, ello depende de la persona misma, de su
constitución física, de su formación y de su historia. Admitida la necesidad
común de una cierta purificación, hay que reconocer, por lo demás, la gran
diversidad de la experiencia espiritual.
Puede
añadirse otro deseo, que empuja a la penitencia y a la mortificación y que
acompaña a esta fase de la purificación: el deseo de participar en la pasión
redentora de Cristo. También aquí puede manifestarse el peligro de una
complacencia, hasta cierto punto morbosa, en el sufrimiento; pero no hemos de
olvidar que el deseo de unión con Cristo paciente se encuentra ya en los
mártires, y que va unido en los más sobresalientes a una espiritualidad de paz
y de alegría, la cual indica que se trata de una llamada auténtica a
participar de la redención del mundo en
unión con Cristo [>Cruz; >Misterio pascual].
2.
VIDA ASCÉTICA EN EL COMPROMISO HISTÓRICO - La relación cuerpo-espíritu nos
ha parecido que es lo que plantea a la ascesis cristiana los problemas más
inmediatos. Hemos visto, sin embargo, que dicha relación, por un lado, apunta
por completo a una ascesis interior y, por otro, simboliza la relación más
general del hombre con el mundo. De ahí la pregunta que nos hacemos ahora:
¿Cuál debe ser la relación del cristiano con el mundo circundante? Se trata
de una pregunta que adquiere un matiz particular para el que quiere dedicarse al
-"apostolado y para el,-"laico que debe mantener necesariamente
relaciones más estrechas con la sociedad en la que actúa.
Los
aspectos teóricos de este problema se
cuentan entre los que más han ocupado la reflexión teológica de estos
últimos decenios, especialmente después del Vat. 11. En realidad, para conocer
la postura que el cristiano debe adoptar en su relación con el mundo, hay que
determinar el valor de ese mundo y, por tanto, de la historia humana, cuyo
ambiente él constituye. Este problema no es exclusivamente moderno, pero tan
sólo ha adquirido toda su dimensión cuando el hombre ha tomado conciencia de
su capacidad de actuación sobre la historia. A partir
del momento en que el hombre se ha hecho
capaz, gracias a su técnica, de multiplicar
las riquezas que le son útiles, y ha concebido, con la llegada de las revoluciones
políticas, la ambición de modelar la
sociedad a su gusto, se ha planteado con
mayor urgencia la determinación del valor de la historia que ve nía
creando.
El
exceso de simplificación ha propiciado la aparición de dos visiones del mundo
opuestas. La primera insiste en la caducidad del compromiso humano y en el hecho
de que la realización última de la historia de los hombres prevé "cielos
nuevos y tierra nueva", de donde se sigue un cierto desprendimiento del
interés por el mundo y, por tanto, desde el punto de vista que aquí nos
interesa, una propensión al desprendimiento de todos los bienes terrenos, lo
cual constituye la materia de la ascesis. La segunda visión del mundo se apoya
en el hecho de que la encarnación de Cristo ha conferido a la creación un
mayor valor, ya que a partir de ella todo está consagrado en Cristo, el cual
recapitula además toda la historia de los hombres. En esta perspectiva el mundo
posee un valor intrínseco, y el uso que de él hacemos reviste una dimensión
propiamente espiritual, ya que es una continuación del misterio de la
encarnación, del cual debemos participar cada vez más plenamente.
Que
nos hallamos ante una oposición simplificadora lo evidencia sin más el hecho
de que ambas perspectivas forman necesariamente palle de la visión cristiana
del mundo. Este mundo está a la vez santificado por Cristo y destinado a una
transformación total. Pues ésta es la doctrina puesta de manifiesto por el Vat.
II. En la GS y en AA afirma el valor y una cierta autonomía de la actividad
humana, así como la esperanza de una consumación escatológica; el capítulo
tercero de GS trata todo él de la actividad humana y recuerda la advertencia
del Señor: "Porque. ¿de qué le aprovecha al hombre ganar el mundo
entero, si pierde o se dada a sí mismo?" (Le 9,25, citado en el n. 39).
Es,
pues, evidente que el problema práctico-concreto de la parte que se ha
de asignar a la aceptación del mundo y al compromiso en él no puede resolverse
de manera unívoca sobre la base de las enseñanzas del concilio. Siempre habrá
diferencias en la valoración práctica de las relaciones entre reino de Dios y
progreso humano. Algunos, movidos por la impaciencia de Dios, tenderán ante
todo a buscar el reino de Dios y su justicia; otros serán más sensibles al
hecho de que el progreso social está ya ordenado al reino de Dios (GS 39).
Seria
indudablemente mejor tener presente que la relación persona-mundo y la ascesis
que ella implica dependen de la situación de las personas.
Bajo
el aspecto individual, ante todo hay que tener en cuenta las necesidades
particulares de cada uno; necesidades que dependen de la historia de la persona,
de sus preferencias espirituales, de sus dificultades y de su situación social.
La,-"historia de la espiritualidad muestra de sobra que la atracción porta
penitencia y por la ascesis ha sufrido grandes variaciones según las personas.
Además, es fácil ver que las distintas órdenes religiosas existentes en la
Iglesia reservan una parte más o menos grande ala penitencia corporal o a la
disciplina de los estudios: un trapense, consagrado al silencio, no es un
jesuita. En lineas generales, está claro que una orden apostólica no puede
llevar la misma vida ascética que practica una orden contemplativa.
Análogamente,
es necesario subrayar que la vida ascética no puede ser la misma en el caso de
los >laicos y de las personas consagradas [Vida consagrada]. Mientras que los
primeros deben vivir su relación con el mundo en el compromiso familiar [ -•-Familia],
profesional y socio-político [>Política], las segundas deben distanciarse
del mundo en virtud de su misma consagración religiosa [Celibato y virginidad]
o sacerdotal [Ministerio pastoral]. Cualesquiera que sean las dificultades de
aplicación de tal principio, éste se nos impone en una sana interpretación
del Vat. II. Baste observar al respecto que el Concilio dedicó un decreto
especial al apostolado de los laicos, mientras que trató en otro lugar de la
vida apostólica dentro de la vida religiosa.
Después
de haber puesto así de relieve las diferencias ascéticas que se manifiestan en
la relación con el mundo, intentemos ahora definir con mayor precisión las
exigencias ascéticas que se derivan de la relación que el cristiano mantiene
con el mundo, y en particular de su relación apostólica.
Para
comprender bien las exigencias generales, hay que recordar en especial que toda
vida humana implica renuncias. Todo hombre desea realizarse. Nada hay más
legítimo. Pero ¿no se impone acaso a todos una cierta jerarquía de valores?
¿No es preciso, por ejemplo, preferir la relación de caridad a la acumulación
de conocimientos, la cultura a la búsqueda del placer sensual? ¿No renuncia
quizá la madre de familia por amor a los hijos a muchas formas de
autorrealización y de cultura, cuya legitimidad es indiscutible?
Tomemos
el caso de las relaciones interpersonales [Amistad VIII-XI]. Aun poseyendo en
sí mismas un gran valor, no podemos considerarlas como algo absoluto. Ya se
trate de casados o de personas consagradas, éstos no pueden cultivarlas sin
discreción y prudencia. Dada la gran libertad que hoy envuelve las relaciones
interpersonales, cada cual debe protegerse con la debida disciplina, si no
quiere terminar en situaciones concretas demasiado difíciles o hasta
pecaminosas. El campo en que ha de aplicarse este principio es variado e
inmenso. En la práctica, cuando habitualmente no se controlan los sentimientos
y los movimientos afectivos, resulta improbable que se llegue a dar con la
actitud justa en las circunstancias más decisivas de las relaciones
interpersonales. Las "pasiones", como solían llamarlas los autores
antiguos, se revigorizan muy rápidamente y conducen a decisiones que no se
pueden justificar dentro de una perspectiva espiritual.
En
particular debemos mencionar aquí la ascesis requerida por la vida apostólica.
Es preciso ver que el sentido auténtico de la vida apostólica lleva a
establecer reglas de renuncia.
¿Cómo
comprenderlas sin una idea justa del >apostolado y, sobre todo, sin captar
bien su carácter sobrenatural? El crecintiento de la Iglesia no depende
automáticamente de la actividad apostólica de sus miembros, sino de Dios, que
le da fecundidad: "Yo -afirma Pablo- planté, Apolo regó, pero quien hizo
crecer fue Dios. Nada son ni el que planta, ni el que riega, sino Dios, que hace
crecer" (1 Cor 3,8-7). El apóstol es un colaborador de Dios.
En
una linea más general aún, no hemos de perder de vista que todas nuestras
ocupaciones tienen dos vertientes: una, poda que poseen un valor intrínseco,
mayor o menor, y que contribuye a nuestro progreso natural y espiritual; otra,
por la que aparecen como correspondencias a la voluntad de Dios, como su
concretización. El apóstol, pues, no puede confundir su propia actividad
natural con su acción apostólica. A menudo se comprueba que la actividad
apostólica puede servir de mampara que encubre la afirmación de la
personalidad y convicciones del apóstol. Pero si éste quiere llevar a cabo la
obra de Dios, ha de mantenerse disponible a la renuncia y a la abnegación de su
voluntad. San Lucas hace mención de ello cuando nos presenta al Señor dedicado
a enseñar a los apóstoles las exigencias de su vocación: aceptar la pobreza,
estar oenvencidos de la preeminencia del anuncio del evangelio y renunciar a la
vida de familia (Lc 9,57-82); más adelante vuelve sobre esta abnegación
radical y precisa su aspecto esencial: "El que no carga con su cruz y viene
tras de mí, no puede ser mi discípulo" (Le 14,27) [rApostolado VII].
El
apóstol debe considerarse fundamentalmente instrumento de Cristo, el cual
quiere difundir a través de él su propia luz y amor: "Porque no nos
predicamos a nosotros mismos -escribe san Pablo-, sino a Jesucristo, el
Señor" (2 Cor 4,5). Hay que proseguir, pues, con perseverancia la lucha
contra todo lo que hace del apóstol un
instrumento menos dócil y menos eficaz. Cuanto más lleno esté el apóstol del
amor de Cristo y deseoso de darle a conocer, más aceptará también las
renuncias necesarias y el esfuerzo de formación que le hace más idóneo para
desarrollar su ministerío apostólico.
3.
ASCESIS Y ORACIÓN - El tercer sector en
que se plantea con mayor relevancia el problema de la ascesis, es el de la vida
interior, y en particular el de la vida de oración. Estas dos formas de vida
espiritual deberían ser de suyo más bien independientes la una de la otra,
puesto que la ascesis atañe al esfuerzo exterior, necesario para la
purificación y crecimiento de la caridad, mientras que la oración concierne al
ejercicio mismo de la unión con Dios. Sin embargo, existe en concreto un lazo
entre estos dos órdenes de realidad; pues la vida de oración exige una lucha
constante contra la tendencia a desparramarse hacia afuera, así como una cierta
disciplina interior, un esfuerzo metódico, al menos en los comienzos.
Si
bien la vida apostólica, como hemos dicho, pertenece al orden sobrenatural y
nos hace tocar con la mano nuestra impotencia para promover por nosotros solos
el reino de Dios, la experiencia común nos dice que habitualmente nos satisface
influir con nuestra actuación en el mundo y en los demás; esta satisfacción,
perfectamente natural, se infiltra también en la actividad apostólica. En
cambio, la vida de oración supone una receptividad fundamental frente a la
acción de Dios. Consiguientemente, hay que cambiar de actitud: debemos poner
freno al deseo de afirmarnos a nosotros mismos para colocarnos en situación de
recepción y de espera. No hay duda de que un cambio así requiere un esfuerzo
tanto más considerable cuanto más la persona en cuestión se sienta inclinada
a la acción. A la naturaleza le cuesta abandonar una actividad que parecía
fructuosa, para dedicarse ala oración, cuya fecundidad sólo en momentos raros
resulta tangible.
Aclaremos
un poco mejor este punto. La dificultad no consiste tanto en el hecho de que
atrae más la acción que la vida interior, sino más bien en la diferencia de
actitud moral que implican una y otra. La acción, incluida la apostólica, es
afirmación de uno mismo; la oración, en cambio, rebajamiento personal delante
de Dios, frente al cual experimentamos una dependencia radical. Se requiere
mucho valor para preferir la vida oscura de la fe al esplendor del éxito
exterior.
Y,
sin embargo, no podemos negar que la acción auténtica supone una profunda vida
de oración. El apostolado se apoya ante todo en la presencia personal del
apóstol, el cual debe ser por sí mismo un revelador de la santidad y de los
pensamientos de Dios. El apóstol debe ser el "perfume de Cristo" (2
Cor 2,15); pero sólo conseguirá serlo si se ejercita continuamente en anudar y
profundizar una estrecha unión con Cristo por medio de la oración y de la vida
sacramental.
La
necesidad del esfuerzo ascético por lo que concierne a la vida de oración no
se refiere sólo a la actitud interior de receptividad y de renuncia a la
acción que implica la oración, sino que tiene también su justificación en lo
difícil que resulta garantizar una vida de disciplina lo suficientemente
sólida, cosa indispensable para llegar a ser de verdad persona de oración.
El
que quiere llegar a una profunda vida de oración tiene que actuar
enérgicamente para asegurarse las condiciones exteriores de tiempo, de paz y
también de estudio, ya que este último es necesario para renovar la materia de
la contemplación. Se dirá que se puede rezar en todas partes, y para
demostrarlo se citarán casos excepcionales, en los cuales ni el ruido ni la
multitud han impedido una cierta unión con Dios. Sin embargo, razonar de esa
manera significa olvidar que no se puede definir la vida espiritual partiendo de
casos excepcionales. Al contrario, las más de las veces conviene procurarse o
salvaguardar tiempos de silencio, dedicados enteramente a la búsqueda de Dios.
El hecho de que, como consecuencia de haberse habituado ya el alma a encontrar a
Dios, pueda hacerlo con gran frecuencia, no debe conducirnos a considerar como
inútil la ascesis previa.
Como
lo demuestra también la experiencia, la vida de oración presupone un alma
purificada, libre de las pasiones, que ocupan continuamente la mente y le
impiden unirse a Dios. Los antiguos -por ejemplo, Clemente de Alejandria y
Orígenes- insistían mucho en la necesidad previa de la ascesis en toda vida
contemplativa. Para ellos se trataba también de una subordinación total de la
actividad ascética a la búsqueda de la-ycontemplación, que es el fin de la
vida espiritual. Una posición así es ciertamente exagerada, pues Dios lo
santifica todo, es decir, tanto la práctica de la caridad con el prójimo como
el esfuerzo unitivo que se realiza en la oración. Sin embargo, no podemos negar
que la vida contemplativa requiere un esfuerzo continuo por liberarnos del
dominio que el mundo ejerce sobre nosotros y por ser cada vez más sensibles a
los valores de la vida interior.
Por
lo demás, la vida contemplativa no es sólo consolación. En realidad, trae
consigo, durante períodos más o menos largos, estados de aridez y desolación,
que san Juan de la Cruz ha descrito con el nombre de "noches". Lo que
hay que hacer, pues, es perseverar con coraje y fidelidad habida cuenta de que
la vida de oración supone una abnegación profunda y la firme voluntad de
buscar y buscar a Dios.
El
alma busca múltiples medios de evasión para eludir esta disciplina tan
necesaria a la vida de oración. Romano Guardini ha descrito bien la situación
paradójica del hombre, el cual, por un lado, desea conseguirla unión con Dios
y, por otro, rehusa la disciplina necesaria para conseguirla: "En general,
al hombre no le gusta rezar. Es fácil que sienta al rezar una sensación de
aburrimiento, un embarazo, una repugnancia, incluso una hostilidad. Cualquier
otra cosa le parece más atractiva y más importante. Dice que no tiene tiempo,
que tiene otras obligaciones urgentes; pero apenas se ha desentendido de rezar
se entrega a hacer las cosas más inútiles. El hombre debe dejar de engañar a
Dios y a sí mismo. Es mucho mejor decir abiertamente: `no quiero rezar' a usar
semejantes argucias. Es mucho mejor no atrincherarse tras justificaciones como
la de estar demasiado cansado, y decir clara y abiertamente: `no tengo ganas'.
La impresión que se obtiene no es demasiado buena y revela toda la mezquindad
del hombre; pero es verdad, y partiendo de la verdad se avanza mucho más
fácilmente que partiendo del disimulo"'.
Volvemos
a encontrar así, a propósito de la vida de oración, lo que vimos ya al
establecerla necesidad del esfuerzo ascético: la presencia del pecado en el
hombre [supra, 1, 2], que hace de él un ser contradictorio, sometido a
presiones de sentido opuesto. Por una parte, se siente atraído por la vida
evangélica y orientado hacia valores elevados pero difíciles de realizar; por
otro, propende a los valores fáciles, e
incluso al pecado. Dado que no podemos ni imaginar que tal situación vaya a
desaparecer de modo rápido -la realidad nos muestra que esta tensión está
lejos de disminuir-, hemos de recalcar firmemente que el hombre sigue
necesitando de la disciplina para eliminar los obstáculos que entorpecen su
vida espiritual y para progresar con mayor celeridad en la vida de caridad.
El
problema práctico sigue siendo el de obrar con eficacia. A este fin pueden ser
de utilidad todos los descubrimientos de la psicología moderna. Ellos han de
permitirnos evitar las búsquedas sutiles o morbosas de nosotros mismos; pero
nunca nos dispensarán de purificar y dilatar continuamente el corazón mediante
un esfuerzo iluminado y perseverante [Madurez espiritual Ill, 1].
Ch.
A. Bernard
IV.
Ascesis cristiana hoy
En
la reflexión espiritual aflora a veces una nostalgia rebosante de admiración
por aquel pasado en que los cristianos sabían practicar una ascesis de austera
mortificación. ¿Cómo es posible que se haya perdido hoy semejante austeridad
penitencial? Para algunos, el cambio se debe al hecho de haberse difundido en la
cristiandad la permisividad habitual, el cansancio del >heroismo evangélico,
el gusto por el bienestar terreno y la pérdida del sentido del pecado. Para
otros, la transformación indica una comprensión más adulta de los valores
terrenos, un mayor ahondamiento en las implicaciones humanísticas relativas al
reino futuro de Dios y una valoración más realista de la caridad para con los
demás en los tiempos actuales. ¿Qué decir? Esta ausencia de una ascesis
severamente mortificativa ¿es indicio de promoción humana, o de vida cristiana
aburguesada? ¿Hay que volver a la práctica penitencial antigua, o se debe
secundar los movimientos humanísticos modernos?
Lo
preferible es afrontar este problema de otro modo, desde un ángulo distinto. No
hay que concebir necesariamente los nuevos modos de vida ascética cristiana en
contraposición con los antiguos; se pueden entender como su continuación en
una inculturación eciesial diferente. Se trata de una prolongación de la
ascética anterior dentro de un devenir histórico en el que lo sucesivo no
repite materialmente lo precedente, sino que lo renueva; si lo repitiera de
algún modo, alteraría la óptica anteriormente usada; y si lo confirmara sin
más, serla para volver a vivirlo en experiencias antes imprevistas.
1.
ASCESIS COMO EXPERIENCIA EN DEVENIR - La vida espiritual cristiana es
esencialmente obra del Espíritu, que hace a los hombres nuevos [Hombre
espiritual]; con ella nos convierte en participes de la muerte-resurrección de
Cristo para resucitar con el Señor [Misterio pascual]; con ella nos favorece
con la gracia redentora, que nos introduce en la existencia caritativa orientada
a la vida bienaventurada; con ella nos hace presentes en la Iglesia por la
fuerza transformadora del sacramento pascual.
Esta
acción transformadora llevada a cabo por el Espíritu de Cristo exige la cooperación
del creyente, predisponiendo el yo a acoger la obra del Espíritu, a secundarla
de forma existencial, a testimoniarla en una dimensión eclesial. Si es el
Espíritu el que hace espiritual al cristiano, a éste le toca armonizar su
propio comportamiento con el carisma recibido y crear una atmósfera pública en
consonancia. En armonía con el don recibido, el cristiano debe mostrar que
está "despojado del hombre viejo con todas sus malas acciones, y revestido
del nuevo, que sucesivamente se renueva conforme ala imagen del que lo ha creado"
(Col 3,10; cf 2 Cor 5,17).
En
concreto, ¿qué significa hacer al yo disponible para la acción del Espíritu?
¿Qué aspectos personales se deben mortificar? ¿Cuándo puede considerarse el
comportamiento propio en armonía con el devenir pascual caritativo? En sentido
propio, no se trata de conformarse a determinadas leyes morales, si se las
concibe como expresión de un orden ya difundido en el ser humano o prescritas
para conservar una bondad inscrita en la naturaleza humana. Se supone que el yo
entero debe ser renovado por el Espíritu de Cristo; que debe ser introducido en
una nueva experiencia espiritual por obra del misterio pascual del Señor. Ahora
bien, el yo muestra su armonía con la acción innovadora del Espíritu no tanto
uniformándose con un orden virtuoso ya existente, sino mediante una ascesis que
facilite el nuevo ser espiritual. Acción ascética que busca convertir al yo en
lo profundo Conversión], porque lo encuentra caído
en una situación pecaminosa alienante [Pecador], porque debe comprometerle a
pasar del estado según la carne al estado según el espíritu, porque sabe que
está llamado a una vida caritativa.
En
concreto, ¿cuáles pueden ser las prácticas ascéticas capaces de disponer al
yo a su transformación según el Espíritu? No resulta posible precisar de una
vez por todas las modalidades del esfuerzo ascético. Históricamente, la
comunidad cristiana ha ido cambiando su ejercicio ascético; ha practicado la
mortificación desde ángulos diferentes; se ha entregado, incluso con espíritu
penitencial intenso, a prácticas dispares. ¿Por qué la comunidad eclesial ha
estimado que debía cambiar las prácticas ascéticas?
Al
contacto con la cultura antropológica del tiempo, la comunidad cristiana va
tomando conciencia en momentos sucesivos de la importancia preferente de
determinados valores humanos. Por ejemplo, unas veces estima prioritario que el
individuo sepa someter sus instintos para actuar según la razón; o que pueda
ejercer una decisión libre en la vida pública; o que sepa expresarse con
sentido comunitario altruista. En relación con cualquier valor humano que
destaque la cultura dominante, la comunidad cristiana sugiere e inculca una
ascesis autoeducativa que convierta tal valor en algo disponible para la acción
pascual transformadora del Espíritu. Según va tomando conciencia de
potencialidades válidas latentes en la personalidad humana, la comunidad
cristiana invita a purificarlas, de forma que puedan ser asumidas en el devenir
pascual y convertirse en expresión privilegiada de la >caridad eclesial.
El
cambio de la praxis ascética no debe considerarse como una decadencia de las
formas heroicas penitenciales primitivas, sino como las consecuencias de que la
comunidad cristiana va adquiriendo conciencia de formas antropológicas nuevas;
de que va cambiando en el discernimiento de valores y comportamientos humanos
estimados antes preferentes; de que va imaginando nuevas maneras de educar en
una vida adulta en Cristo. La experiencia ascética es una experiencia pascual
continua, que se renueva en modalidades antes no practicadas.
2.
ASCESIS COMO EXPERIENCIA COMUNITARIA - La comunidad cristiana primitiva partió
de una comprobación: el yo humano se presenta como desgarrado entre las
tendencias corporales y las espirituales, entre apetitos sensuales y deseos
virtuosos, entre pasiones egoístas y entregas altruistas, entre ansia de
placeres corporales y nobles sacrificios. La comunidad cristiana sintió el
deber de esforzarse en restablecer el equilibrio interior del yo a través de la
mortificación corporal, que ha ofrecido espléndidas páginas de intuición
psicológica y de heroicos sacrificios personales.
En
los tiempos actuales, la comunidad eclesial parece menos atenta a la práctica
ascética de la mortificación corporal; y ello, a pesar de que siga estimando
necesaria la mortificación corporal y considere las pasiones interiores como
instintivamente recalcitrantes a la guía racional. Todavía se considera
absolutamente válida la afirmación de Pablo: "Disciplino mi cuerpo y lo
esclavizo, no sea que, predicando a los demás, quede yo descalificado" (1
Cor 9,27). No obstante, la comunidad eclesial actual es consciente de que no
basta equilibrar el yo sujetando sus pasiones a la razón; para poder recibir el
don caritativo del Espíritu es necesario hacer que el yo, una vez ordenado
interiormente, se abra también como don a los demás. La acción del Espíritu
supone en la persona estar ya madura para el coloquio, haberse abierto por
completo a las necesidades ajenas, haberse entregado sin reservas al amor
oblativo, haber adquirido el sentido comunitario.
En
efecto, la acción del Espíritu tiende a convertir al yo en miembro
comprometido del Cristo integral, a hacer que se sienta uno de los hijos del
Padre único, a lograr que se deje transformar para ser una sola cosa con el
Señor, y que se entregue del todo al amor caritativo de Dios. "El amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que
nos ha sido dado" (Rom 5,5). Siendo el Espíritu comunión entre Padre e
Hijo, incita también al creyente a introducirse en la caridad divina para
difundirla en las relaciones interpersonales.
El
Espíritu inicia al yo en una experiencia caritativa no sólo para promoverlo a
una vida sobrenatural, sino también para permitirle que se asocie a Cristo en
la redención de los hermanos. Las personas se abren humanamente a la gracia
divina siempre que se encuentran con una acogida amable y fraterna. Si se
sienten desatendidas, "nada" valoradas dentro de la asamblea, o
rodeadas de indiferencia, permanecen cerradas a toda acción eclesial,
incapacitadas para toda experiencia de conversión cristiana. El cristiano se
acredita como apóstol en Cristo sólo si sabe arrancar con afecto a los demás
del anonimato; únicamente si muestra de manera concreta que ama con una entrega
oblativa, sabe volver disponible al hermano para la luz caritativa del Espíritu
[ >Amistad VIIIJ.
Para
llegar a ser cristiano auténtico, para sintonizar con la acción caritativa del
Espíritu, para cualificarse como cooperador de la obra redentora de Cristo, es
necesario ejercitarse en una ascesis que eduque a todo el yo en el don de sí al
prójimo. La ascesis en el sentido comunitario se estructura en diversos
niveles: en contactos cortos de relaciones interpersonales de yo-tú y en
relaciones largas a nivel colectivo. Estos dos niveles son inseparables y se
integran; si las relaciones interpersonales encuentran su lugar concreto en un
contexto social, las sociales son incentivadas por las interpersonales.
El
hombre no nace ya persona de coloquios; llega a serlo fatigosamente. Al
principio parece encerrado en la búsqueda de su propio interés; aspira a
servirse de los otros; tiende a dominarlos para su propia ventaja. El tú se
convierte en objeto de uso; las relaciones están despersonalizadas; se intenta
someter, no dialogar. Incluso cuando el ser humano desea ir a Dios, a nivel de
su fuerza instintiva le cuesta entender por qué debe llegar con los otros y a
través de los otros. El yo se hace disponible para dejarse enriquecer por el
Espíritu sólo tras haberse ejercitado en el sacrificio de si mismo por amor al
hermano. Hay que pasar de la tendencia instintiva a juzgar al otro como limite
doloroso de uno mismo, a la búsqueda de su promoción como el mejor modo de
realizarse. La apertura, el salir de uno mismo, el perderse en el don, el
extraviarse en un amor altruista constituyen todo el sentido psicológico y
espiritual de una posibilidad de maduración cristiana. "El que quiera
venir en pos de mí, niéguese a si mismo... Porque el que quiera salvar su
vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la
salvará" (Me 8,34-35; Mt 18,24-28; Le 9,2327).
La
nueva orientación ascética encuentra confirmación en el culto mismo que hoy
se practica en la asamblea eclesial. La
liturgia de ayer sugería con insistencia prácticas expiatorias; introducía en
una experiencia cultural que facilitaba la posibilidad de realizar con pureza de
espíritu el encuentro interior con Dios. En el pasado se tenia en gran estima y
se practicaba el ayuno, la vigilia nocturna, la continencia sexual y las
abluciones. La misma oración se inculcaba como sacrificio corporal. Todo esto
constituía la ascesis litúrgica inspirada en la mortificación.
En
la comunidad eclesial actual, estas prácticas ascéticas han perdido su fuerza
vinculante, al menos en las formas ayer practicadas. Lo que hoy se prefiere es
dar el testimonio de una asamblea penitente, reactualizar el sacrificio de
Cristo celebrado en comunión como constitutivo de la iglesia local, afirmarla
conciencia de ser comunidad caritativa empeñada en obras concretas, sintonizar
en la meditación común de la palabra de Dios, ofrecerse como pueblo unido en
virtud del Espíritu.
La
ascesis ha de seguir proponiendo las mortificaciones corporales y las renuncias
a los instintos sensuales, pero presentándolas como momentos que enriquecen el
yo de cara a los demás, que lo disponen para el amor oblativo y para
experimentar la gracia pascual redentora del Espíritu de Cristo en la comunidad
eclesial.
3.
ASCESIS COMO PROMOCIÓN PERSONAL - En la sociedad actual parece haber sufrido un
trastorno la propuesta básica de la ascesis tradicional. Ya no se inculcan la
mortificación, la conquista de la >humildad, el ejercicio de la renuncia, el
amor al sacrificio. En cambio, se reivindican los derechos de la personalidad,
la promoción individual y social propia, el enriquecimiento de las fuerzas
imaginativo-racionales personales, la propia prestancia biopsíquica y la
posibilidad de una satisfacción afectiva ilimitada.
Semejante
tendencia promocional no se percibe ni se vive como realidad pasional
desordenada. Se considera más bien como una laudable expresión de la actitud
cultural de hoy. Ha sido el saber neobehaviorista el que ha sugerido los modos
apropiados para la promoción de todo el yo: indicando la manera de traducir en
actos las necesidades-impulsos, de acoger y satisfacer los estímulos interiores
sensuales, de hacerles posible a las tensiones inconscientes el autoestimulo
simbólico a nivel verbal. Se va afirmando como postulado científico la
necesidad de liberar al yo de toda ansiedad, ya sea de índole psíquica o
moral, así como el deber de actualizar todas las potencialidades interiores. La
personalidad adquiere su valor en la medida en que amplía su "campo
fenoménico" o el ámbito de su vivencia subjetiva.
¿Debe
la ascesis refrenar y oponerse a semejante cultura antropológica? ¿0 bien
puede servirse de ella, aunque sea rectificándola dentro de una visión
cristiana? En esta segunda hipótesis, también la ascética debería renovarse;
debería acoger no solamente un objeto o campo nuevo de aplicación, sino sobre
todo un método nuevo, capaz de realizar la espiritualidad en la promoción
humana del yo; debería saber ampliar los impulsos instintivos como camino hacia
una más vasta maduración personal espiritual.
De
hecho, la comunidad cristiana de hoy practica la ascesis mortificativa para
promocionar la riqueza también humanística de la personalidad. Implícitamente
se considera que la transformación integral del yo queda aplazada para la era
escatológica, cuando, en el momento de la muerte, Cristo dé la vida nueva
resucitada. Al presente, el misterio pascual debe vivirse como desarrollo
humano, como fuerza integradora de los impulsos-necesidades en la euritmia de la
persona humana, como manera de hacer que afloren las capacidades latentes en la
vivencia de un amor oblativo. Se trata de una ascesis que no va contra el,-'rcuerpo,
sino a favor de su recto desarrollo; que no pretende taponar la pasión y los
instintos, sino ayudar a su recta potenciación espiritual; que no quiere la
búsqueda voluntaria del sufrimiento [rEnfermo/sufrimiento], sino su aceptación
espiritualmente provechosa cuando no pueda ser eliminado.
Un
ejemplo concreto lo tenemos en la cuestión de la integración afectiva de los
candidatos al sacerdocio. Si en el pasado se educaba a los seminaristas en la
ascesis de la renuncia a todo afecto humano, hoy lo que se aconseja es que se
les invite a hacerse afectivamente adultos, a mortificarse abriéndose a un amor
oblativo a los demás y entre los demás, a tener el buen gusto de ofrecer al
Señor ya sea las momentáneas aspiraciones del corazón, ya la propia
maduración afectiva [ > Celibato y virginidad]. En esta nueva práctica
ascética no se niega el papel insustituible de la mortificación, no se olvida
que la >cruz es un camino irrenunciable
para todos, ni que la naturaleza humana está desviada; se propone el uso de la
mortificación tan sólo en orden a una maduración humana y cristiana y se
invita a ofrecer al Señor el sacrificio de una afectividad lo más adulta
posible.
V.
Conclusión
La
ascesis es una experiencia espiritual que no se puede abandonar o dejar de
reconocer; expresa nuestra participación en el misterio pascual de Cristo; es
el modo humano de que disponemos para caminar hacia la vida caritativa; es la
prueba de nuestro compromiso de secundar el don salvífico que nos ofrece el
Espíritu.
Las
modalidades ascéticas, así como su contenido de prácticas concretas, pueden
cambiar, adoptar nuevas estructuraciones y formas sapienciales diversas. Estas
modificaciones están determinadas por múltiples influjos. Hay que saber intuir
en ellas la presencia operante del Espíritu, el cual va guiando a la Iglesia,
dentro de una historia salvífica, hacia una santificación providencialmente
más completa, a través de experiencias nuevas que ayudan a ver y a vivir un
vasto y rico proyecto divino.
Hemos
intentado aquí llamar la atención sobre un elemento particular, que influye
también profundamente en el modo concreto de vivir la ascética en la comunidad
eclesial: la antropología cultural que domina en cada tiempo. Cuando la
comunidad eclesial toma conciencia de un determinado valor humano (por ej., la
armonía interior entre las facultades del yo, la capacidad de coloquio y de
amor oblativo, la promoción de las potencialidades diseminadas en la propia
personalidad, y otras por el estilo), este valor humano hay que adoptarlo y
madurarlo de forma que esté disponible para entrar en una experiencia
caritativa, para ser expresado según el espíritu de Cristo. De aquí la
necesidad de que la ascesis se aplique preferentemente en torno a los valores
que manifiesta la antropología cultural del tiempo, sabiendo vivirlos y
atestiguar su íntima disponibilidad ala acción pascual caritativa del
Espíritu del Señor. Lo que hay que proclamar, pues, no son los errores del
pasado, sino el imperativo de que cada época debe ejercitar el espíritu
pascual en el seno de los valores
culturales humanos presentes en su tiempo.
T.
Goffi
BIBL.-AA.
VV., Revisión de la ascesis tradicional, en "Rev. de
Espiritualidad", n. 123 (1972).-AA. VV., La sapknza delta Croce oggi,
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Madrid 1980.-AA. VV., Espiritualidad, en "Concilium", n. 19
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