1.
Terminología
«Profeta»
y «profetizar» van unidos en las lenguas modernas, de manera unilateral, con
la idea de predicción. El sustantivo griego profetés designa con
el ámbito religioso simplemente al «oráculo» o portavoz de la divinidad. Los
LXX tradujeron generalmente con esta noción la palabra hebrea nabi', que,
según un verbo semítico atestiguado en el acádico y en el árabe, significa
etimológicamente tanto «llamado» como «el que llama», y en este doble
sentido se usa también evidentemente en el AT, aunque generalmente se resalta
el «llamamiento» por parte de Yahveh (sobre la significación activa cf. Éx
7, 1: Aarón el nabí [ = intérprete] de Moisés). Del sustantivo se derivan en
hebreo las formas verbales hit`nabé (generalmente = gesticular como
profeta, estar en éxtasis) y hinnabé (en general = hablar extáticamente),
frecuentemente usadas como sinónimas. A veces se designa también a un profeta
con el nombre honorífico de «varón de Dios» (cf. 1 Sam 2, 27ss; 1 Re 12, 22,
etc.). Según 1 Sam 9, 9, antaño los hombres proféticos se llamaban también
«videntes» (róeh). Igualmente está atestiguado el título sinónimo
de «visionario» para significar el ndbi' (cf. 2 Sam 24, 11; Am 7, 12).
2.
El profetismo en el antiguo Oriente
El
profetismo experimentó en la religión revelada de Israel una configuración
singular. Sin embargo, se dan algunos fenómenos análogos en la mayoría de las
religiones (extáticos y adivinos), que abundan en el contorno de Israel. Así
encontramos entre los egipcios la clase de sacerdotes que emiten oráculos y
que, posteriormente, fueron llamados «profetas» por los griegos. Hacia el año
2000, hay noticias de las acusaciones sociales del «campesino elocuente», que
tienen semejanza con algunos textos proféticos del AT. Pero, en conjunto, el
profetismo no desempeñó gran papel en la religión de los egipcios. Más
importantes son los hallazgos de textos de la ciudad de Mari (hacia 1700) en el
Éufrates medio. Aquí nos encontramos con hombres que son llamados apilum (=
respondedores) o muyyum (emparentado con el mayyu [= extático]
de otros textos acádicos) y dirigen al rey en estilo de mensajeros una palabra
(exigencia y promesa) de parte de su Dios (cf. W. v. Soden, bibl.). En la
historia de Balaán (Núm 22ss), la propia tradición veterotestamentaria
atestigua la existencia de tales visionarios en el dominio del Éufrates. De
Asiria se han conservado predicciones de profetas y profetisas al rey
Assarhaddon (681-669) y otros textos semejantes (cf. ANETz, p. 449-452 y JCS 18
[1965], p. 7-23 ).
Que
en el contorno inmediato de Israel, en el espacio fenicio-cananeo, se dio el fenómeno
de un --> profetismo extático institucional, se deduce del AT mismo, el
cual, en 1 Re 18, 19, nos habla de 450 profetas del Dios Baal y de 400 profetas
de la diosa Asera (cf. 2 Re 10, 19). Ya hacia el año 1100, el egipcio Wen-Amón
relata acerca de un extático de Biblos que hubo de dirigir un mensaje divino al
rey de la ciudad (ANETz 26). En una inscripción aramea de Hamat, junto al
Orontes, el rey Zakir (hacia el 780) dice que el Dios Beelsamain le hizo llegar
una promesa de asistencia por medio de videntes y adivinos (ANETZ 501).
Los
documentos sobre el profetismo en el contorno de Israel son hasta ahora escasos,
pero permiten reconocer claramente que, dentro de la historia de la religión,
el profetismo de Israel no está en un espacio sin relaciones, sino que, en múltiples
aspectos, empalma con ciertos antecedentes. El fenómeno que aparece de formas
varias en la historia de la religión, de «injertar» un retoño noble en un árbol
silvestre, se cumple también aquí.
3.
Historia del profetismo en la antigua
alianza
a)
Los comienzos. La observación de 1 Sam 9, 9 de que «antaño se llamaba
"vidente" al que ahora se llama "profeta"» permite
reconocer que el concepto de nabí experimentó en el curso del tiempo una
ampliación semántica. Posteriormente el concepto se aplicó incluso a los
patriarcas (cf. Gén 20, 7; Sal 105, 15). Es notable que, hacia el año 740,
Oseas, el cual estaba en relación con sectores levíticos del norte de Israel
en que se cultivaba la herencia mosaica, dio a Moisés el título de nabí
(«Por mano de un profeta sacó Yahveh a Israel de Egipto»: 12, 14). En efecto,
fue Moisés el llamado por Yahveh (cf. Éx 3s) para dirigir al pueblo el mensaje
esencial de Dios (cf. Éx 2, 14ss, et passim), para llevarlo a la libertad como
mediador de la alianza y, finalmente, para vincularlo perpetuamente a Yahveh
mediante la carta de la alianza. En el s. vtii, el título de nabí era sin duda
la palabra más apropiada para caracterizar esta posición de Moisés. Esa
terminología usa también el Deuteronomio (18, 15ss; 34, 10).
Si
se considera con Oseas y los escritos proféticos la recepción y el anuncio de
una palabra de Dios destinada a Israel como nota esencial de la existencia
profética, hay que poner efectivamente a Moisés, mediador de la alianza,
cronológicamente y por su importancia a la cabeza de la serie de profetas de
Israel. Sin embargo, todavía entre los contemporáneos de Oseas (cf. 9, 7) y
sobre todo en los siglos anteriores, se une con el título de nabí la idea del
visionario más o menos extático. La tradición yahvista niega a Moisés esta
cualidad (cf. Núm 12, 6s), porque él gozaba de la gracia de hablar en plena
conciencia con Yahveh «como habla un amigo a su amigo» (Éx 33, 11). Lo cual
significa que el primitivo profetismo todavía no tenía este rango. A pesar de
Núm 11, 25ss (narración más reciente) y del título de «profetisa» dado a
Miriam, hermana de Moisés (cf. Éx 15, 20s). No es seguro si antes de la
conquista de la tierra se dieron tales fenómenos extáticos. También el
calificativo de «profetisa» dado a Débora (Jue 4, 4), que envía a Barac a la
batalla con un oráculo divino de promesa y entona luego el canto de victoria (Jue
5 ), parece ser una adición posterior. Es cierto que también Jue 6, 8 conoce
un profeta de Yahveh con un oráculo dirigido a Gedeón, formulado a la manera
de las posteriores palabras proféticas.
Pero
un movimiento profético claramente reconocible no se dibuja en Israel hasta el
tiempo de Samuel. Él mismo aparece en la historia
de su juventud y vocación como nabí (1 Sam 3, 20), mientras en otra tradición
es designado como «vidente» y «varón de Dios» (1 Sam 9). Goza de facultades
clarividentes a las que acuden los que buscan consejo (cf. 1 Sam 9, lss: Saúl a
la búsqueda de las asnas). Por lo demás, generalmente de noche (cf. 3, lss;
15, 16), tiene misteriosas experiencias de audición, que él comunica más en
oráculos de vidente, autónomamente formulados, que en oráculos proféticos de
mensajero. Fenómenos propiamente extáticos no se cuentan de él, pero, según
1 Sam 19, 18ss, estaba a la cabeza de un grupo de «profetas) (nabiim), que
al parecer caían con frecuencia en un arrobamiento colectivo. Al mismo tiempo
se habla de un grupo de profetas junto a Gueba, con los que se encontró Saúl,
cuando ellos bajaban en estado extático de sacrificar en la altura entre
música de arpas, trompetas, flautas y cítaras (10, 3-12). Según esto, parece
que ya en la época de los jueces se formaron comunidades de «profetas» en la
proximidad de los santuarios de Yahveh, los cuales, como celadores entusiastas
de la fe en Yahveh, y estando incluso tocados por el «hábito» de Yahveh
mismo, alababan las grandes obras de Dios con música, canto y danza, hasta
llegar al éxtasis.
b)
El profetismo en la primera época de la monarquía (s. x). Ya bajo Saúl
aparece un profeta Gad que en un oráculo de vidente aconseja a David (1 Sam 22,
5); posteriormente vuelve a aparecer con el título de «vidente de David» (2
Sam 24, 12); tenía, pues, el puesto de un empleado de la corte. Sin embargo, en
un oráculo profético de mensajero, anuncia un castigo divino contra David (24,
12ss). Papel más importante que Gad desempeña Natán como profeta cortesano de
David. En el curso del tiempo, viene incluso a ser político de la corte (cf. 1
Re 1, 1)..En Natán adquiere ya firmes contornos el posterior profetismo
«clásico». Por su cuenta confirma al rey, en una especie de oráculo de
vidente, en sus planes de construir el templo (1 Sam 7, 2). «Pero aquella misma
noche vino sobre él una palabra de Yahveh» (7, 4) y desautorizó su consejo.
Sin embargo, este oráculo profético de mensajero contenía la «promesa de
gracia» de una monarquía eterna para la casa de David (7, 1217; conocido como
«profecía de Natán» ). Pero cuando David infringe el derecho divino
de la carta de la alianza (cf. mandamiento noveno, quinto y sexto del
decálogo-), Natán se convierte en profeta de desdicha y anuncia a su rey, en
un oráculo de mensajero («así dice Yahveh» 1 Sam 12, 11), el castigo divino.
En Gad y Natán, precisamente porque son profetas cortesanos, se ve con
particular claridad que el nabí como figura particular es tomado a su servicio
como mensajero por el Dios de la.alianza, sobre todo en materias del derecho
divino proclamado por Moisés.
En
esta última función, los profetas tienen una notable semejanza con los
mensajeros judiciales del gran rey cuando uno de los vasallos infringe los
tratados del estado (cf. I. Harvey, bibl.). Profeta de juicio en este sentido es
también Aquías, que, hacia el fin del reinado de Salomón, anuncia en un
oráculo de mensajero la división de su reino (1 Re 11, 29-39), que él funda
en la apostasía de Yahveh y en el culto a dioses extraños (cf. mandamiento
primero del -->decálogo). Aquías confirma su mensaje con una «acción
simbólica»: rasga su manto en doce trozos (símbolo de las doce tribus) y
entrega diez de ellos a Jeroboán, el futuro rey de las diez tribus del norte.
Al anuncio de desdicha para la casa de David correspondió el anuncio de dicha
para Jeroboán (11, 37ss), si bien le fue hecho bajo la condición de fidelidad
a la carta de la alianza. Como quiera que Jeroboán no cumplió posteriormente
esta condición, el viejo Aquías, ciego, vino a ser anunciador profético del
castigo contra la dinastía (1 Re 14, 7ss). Aquías mismo no pertenecía a los
profetas cortesanos, sino que moraba en Siló, el antiguo santuario del arca y
estaba posiblemente en relación con uno de los «gremios de profetas» antes
mentados. Según 1 Re 13, también un «varón de Dios» de Judá anunció
desdicha a Jeroboán, y se encontró a su vuelta con un viejo profeta de Betel,
que simpatizó con él. En esta leyenda profética, el profeta de Judá viene a
ser a la vez «intercesor» ante su señor divino. En él se ve a la vez cuán
sin componendas tiene que cumplir siempre su servicio el mensajero de Dios. En 1
Re 16 se habla todavía de un profeta Yehú ben-Jananí, que anunció al rey
Basá de Israel (hacia el año 900) y a su dinastía el juicio divino por
infidelidad a la alianza. El cronista mienta todavía una serie de otros
profetas, que trabajaron bajo los sucesores de Salomón en Judá al servicio del
derecho de la alianza (cf. 2 Par 11, 2s; 12, 5ss; 15, lss).
c)
Los profetas del siglo IX. Desde la
separación del reino, el centro de gravedad del profetismo se sitúa
patentemente más y más en el reino del norte. El peligro del influjo de
Canaán (o de Baal) en el pueblo de Dios fue especialmente grande cuando Acab
(desde el año 875, aproximadamente, hasta el 854) se casó con Jezabel, hija
del rey de Tiro, y ésta vino a la tierra con «450 profetas de Baal y 400 de
Aserá» (1 Re 18, 19). Acab mismo permaneció nominalmente yahvista y tenía en
torno suyo a 400 profetas de Yahveh, a los cuales se les había confiado
evidentemente la tarea principal de anunciar prosperidad al rey en una especie
de ceremonial litúrgico antes de las guerras y batallas y cooperar con él en
una especie de conjuro mágico por palabras y signos (p. ej., su portavoz
Sedecías se pone cuernos de hierro, 1 Re 22, 11). En esta ocasión aparece un
profeta de Yahveh por nombre Miqueas, hijo de Yimlá, del que dice Acab: «No lo
puedo aguantar, porque nunca me predice bien, sino sólo mal» (22, 8). A
instancias del rey anunció primero en un oráculo de vidente y luego en
oráculo de mensajero, que suponen ambos una visión, una revelación de Yahveh,
según la cual los otros profetas están poseídos de un «espíritu de
mentira». Su palabra es de desdicha y persevera en ella aun cuando es metido en
la cárcel. Los acontecimientos le dieron la razón (1 Re 22, 29ss).
El
enemigo capital de Acab y Jezabel fue el profeta Elías. Las noticias sobre
éste están integradas en una gran leyenda profética, pero su figura
histórica - y configuradora de la historia- así como su papel se reconocen
claramente. A su primera aparición anuncia, ante la propagación del baalismo
en la corte y en las capas superiores de Israel, la gran sequía como castigo de
Yahveh (1 Re 17, ls). Antes de su fin, logra reunir al rey y al pueblo para un
juicio de Dios en el Carmelo, el antiguo centro del culto de Baal. El furor
extático de los profetas de Baal no dio resultado alguno, mientras la oración
de Elías fue oída y, con ello, quedó testificado visiblemente ante todo el
pueblo que Yahveh, y no Baal, «es Dios» (1 Re 18, 36s). Los profetas de Baal
sufrieron, por orden suya, la pena de muerte que estaba fijada en el antiguo
derecho de alianza israelita. La historia de Nabot (1 Re 21) prueba también
cómo Elías, el fogoso batallador del mandamiento fundamental de la carta
mosaica de la alianza velaba también por el cumplimiento íntegro de sus
disposiciones relativas a los cohombres, que Acab y Jezabel habían violado
deliberadamente (cf. mandamientos 10, 8, 5 y 7 del decálogo). Esta fuerte
referencia de la actividad profética al derecho divino de la alianza está
todavía subrayada en Elías por su peregrinación al monte de Dios Horeb,
peregrinación que, según 1 Re 19, él emprendió como profeta de Yahveh
gravemente perseguido y además desesperado. Aquí, en el lugar de la gran
revelación de Yahveh a Moisés, mediante una teofanía memorable se le comunica
al celador profundamente desilusionado en su existencia profética una nueva
misión que servirá para un juicio de purificación que Yahveh va a realizar en
su pueblo.
Elías,
el gran solitario, halló, según 1 Re 19, 19ss, un servidor y discípulo en
Eliseo, que, por seguirle, lo abandonó todo y así llegó a ser su sucesor. El
ciclo legendario de Eliseo, de tendencia milagrera, permite reconocer en el
taumaturgo una figura de profeta estrechamente unida con aquellos gremios o
comunidades de profetas del tiempo de Samuel, a los que nos hemos referido
antes. Entretanto, parece ser que pasaron por cierta evolución estructural. Los
fenómenos extáticos siguen produciéndose todavía, pues, p. ej., según 2 Re
3, 15, mediante música de arpa se provoca en Eliseo un éxtasis profético (en
que recibe la palabra de Dios), pero pasan a segundo término, mientras se
estrechan los vínculos sociales de estos hombres que se llaman a sí mismos
«hijos de los profetas» (= discípulos de los profetas), vínculos que toman
ahora la forma de asociaciones fijas. Como su situación económica parece más
bien pobre, hay que sospechar que se unieron a ellas sobre todo los desheredados
de la evolución económica y social, los cuales se acogieron a Yahveh como al
garante divino del antiguo derecho de la alianza. En todo caso se muestran
guardianes de la antigua fe en Yahveh y celadores del derecho divino en Israel y
conservan por ello la más alta veneración por el difunto Elías (cf. 2 Re 2,
1-7). Pero Eliseo se convierte en su guía espiritual, en su cabeza espiritual,
aunque tiene su residencia en Samaría y además viaja mucho, llegando hasta
Damasco, la capital de los arameos.
A
diferencia de Elías, Eliseo, de quien se nos han transmitido pocas palabras de
Dios, es un profeta que interviene fuertemente en la vida política. Al ungir a
Yehú, fiel a Yahveh, pero cruel, causa la ruina de la dinastía de Omrí (Ajab
es hijo de Omrí); e interviene en la sucesión al trono de la ciudad aramea de
Damasco, tan pronto amiga como enemiga de Israel. Pero, a pesar de todo, su fin
principal sigue siendo un Israel fiel a Yahveh y victorioso, en que el Dios de
la alianza se muestra verdaderamente glorioso y divino (cf. 2 Re 5, 8-15). Por
eso, visto en conjunto, Eliseo fue preferentemente un «profeta de la
salvación».
Yehú,
que había sido elevado a rey por obra de Eliseo, extirpó a los profetas de
Baal (2 Re 10, 18) y «alejó así a Baal de Israel» (10, 28). Probablemente,
abandonó también la institución del profetismo cortesano y se apoyó
esencialmente en los «discípulos de los profetas», salidos de las
asociaciones proféticas, cuya existencia en Jericó, Betel y Gálgala nos
consta por las narraciones de Eliseo. Ahora quedaba eliminado el peligro de que
Israel apostatara de Yahveh y se pasara a Baal. El movimiento profético del s.
ix no hizo nada contra el culto de los becerros en los santuarios del reino, que
era desde luego entendido como culto a Yahveh. El otro peligro, el de que el
culto a Yahveh se involucrara en un sincretismo con la fe en Baal y sus ritos,
no parece haber sido tan patente todavía como un siglo más tarde.
d)
La época de los «profetas escritores». Las noticias sobre la profecía
más antigua nos han llegado por obra de tercero. Entre los discípulos se
transmitieron «dichos y hechos» de los profetas y, probablemente, acá y allá
también se consignaron pronto por escrito. El historiador deuteronomista
seguramente podía apoyarse ya para 1 y 2 Re en una tradición escrita de
narraciones sobre Elías y Eliseo. Según el Cronista, había también escritas
«palabras del profeta Natán», « la profecía de Aquías de Siló», « la
visión del vidente Oddó» (cf. 2 Par 12, 15; 13, 22) y otras anotaciones
parecidas. En el libro de los 12 profetas se ha transmitido una narración que
tiene probablemente por «héroe» al profeta Jonás ben-Amittai, mentado en 2
Re 14, 25, de la primera mitad del s. vIII. Pero se trata seguramente de una
narración edificante y doctrinal posterior al exilio (Midrá"s), cuyo
núcleo histórico ya no es posible discernir. La situación cambia en los
libros de los llamados profetas escritores, que se nos han transmitido en el
canon hebreo bajo la denominación de «profetas posteriores» (o «de atrás»,
por su puesto en el canon: Isaías, jeremías, Ezequiel y el libro de los doce
profetas). Estos libros, con pocas excepciones, sólo contienen partes breves de
materia narrativa y todavía menos material biográfico, pero consignan los
oráculos y discursos de los profetas cuyo nombre llevan. Llama la atención que
estos textos de predicación no estén escritos en orden cronológico ni en
orden estrictamente sistemático.
También
los «profetas escritores» son en primerísimo término hombres de Dios que
tienen la misión de anunciar un mensaje oral a sus contemporáneos. Su medio
capital de expresión era el «oráculo de mensajero» relativamente corto,
aunque luego el profeta mismo fijara por escrito o mandara fijar sus discursos
importantes. Así, p. ej., el relato en primera persona del cap. 3 de Oseas
puede entenderse como una especie de «memorial», e Isaías atestigua apuntes
de su mano en 8, 16 y 30, 8. Por mandato de Yahveh, Jeremías mandó escribir
todas sus palabras hasta el año cuarto de Yoyaquim por medio de su secretario
Baruc (36, lss) y, cuando este volumen fue quemado por orden del rey, hizo
componer otro, que luego fue ampliado (36, 32). Pero, por lo demás, fueron los
círculos de discípulos los que escribieron la materia principal, sin duda
muchas veces bajo la dirección del «maestro». Luego se coleccionaron esos
apuntes. Hasta llegar a la forma definitiva que actualmente presentan los
escritos proféticos, se requirieron generaciones y hasta siglos, como permite
reconocer, p. ej., el libro de Isaías o el de Jeremías, que en la tridición
hebrea y en la griega muestran notables diferencias en el orden del texto y en
la redacción misma. Con clara conciencia de que en general las palabras
proféticas podían y debían actualizarse también como alocución a las
generaciones posteriores, los redactores se tomaron la libertad de glosar (cf.
p. ej., una serie de interpolaciones sobre Judá en el libro de Oseas, profeta
del norte de Israel). Finalmente, piezas proféticas que corrían anónimas,
fueron también incorporadas a libros particulares, de suerte que muchos libros
contienen también textos inauténticos, generalmente posteriores, cuyos autores
son desconocidos. « Inauténtico» en este sentido no debe desde luego
confundirse con «no obligatorio», pues según la doctrina de. la Iglesia toda
la sagrada Escritura es palabra de Dios.
La
profecía escrita comienza hacia el año 760 a.C. con Amós y ya para el s. vtii
ostenta los grandes nombres de Oseas, Isaías y Miqueas. En el s. vii trabajan
los profetas Sofonías, Nahúm, Habacuc y sobre todo Jeremías. La época del
exilio (s. vi) está representada por Ezequiel y el Deutero-Isaías (Is 40-55),
la postexílica (desde 538 a.C.) por Ageo, Zacarías (1-8), Trito-Isaías
(55-66), Abdías, Malaquías, Joel y Deutero-Zacarías (9-14).
e)
El problema de los «profetas cultuales» y de los «falsos profetas». En
algunos profetas se encuentran manifestaciones tan críticas sobre el culto de
los sacrificios (cf. Am 5, 21-27; Os 6, 6; Is 1, 10-17; Jer 7, 21ss y otros),
que los profetas clásicos de Israel fueron tenidos antaño como enemigos
absolutos del culto. Algunos exegetas más recientes, a la inversa, han
entendido tan estrechamente la relación entre culto y profecía, que no sólo
se habla de un estamento y hasta de un oficio de profeta cultual, sino que, p.
ej., Isaías, jeremías y Ezequiel pasan por profetas salidos del profetismo
cultual. Según sentencia actual bastante general las manifestaciones
anticultuales precisamente de los profetas más importantes no tienden
simplemente a una abolición del culto de los sacrificios, sino que pretenden
solamente darle un carácter relativo en favor de una decisiva realización de
la carta ética de la alianza. Sin embargo, esas manifestaciones denotan una
clara distancia por parte del profetismo clásico con relación al culto.
En
cambio, no son concluyentes los argumentos en favor de un oficio profético
cultual fuera del profetismo escrito; incluso los libros de Joel, Habacuc y
Nahúm no son seguramente textos litúrgicos, sino que probablemente sólo
utilizan esquemas litúrgicos. Cuando el Cronista, p. ej., llama nabüm a
los directores de los cantores del templo (1 Par 25, lss), con ello apenas
quiere decir más que para él son «inspirados». Los oráculos que aparecen en
los salmos pueden en su totalidad y en particular explicarse como formularios
que se apoyan en promesas de los escritos proféticos, y que son recitados por
el sacerdote o por el director del rezo en «función» de un nábi' (cf.
A. DEISSLER, Psalmenkommentar i-iii
[Dz 1963-65]). Tampoco la unión de las comunidades proféticas más antiguas
con los santuarios dice nada sobre funciones de culto propiamente dichas. El hecho
de que se nombren a renglón seguido sacerdotes y profetas (cf. p. ej., Jer
26) sólo atestigua que ambos grupos tienen funciones religiosas y educativas en
el pueblo de Dios. Naturalmente, aun los profetas que se enfrentan críticamente
con el culto acuden con frecuencia al templo para cumplir su misión en la
comunidad reunida para el culto. Comoquiera que en éste entraba también la
intercesión, en caso de una especial necesidad también podían actuar ante
Dios como portavoces de la asamblea litúrgica. También la fuerte orientación
de la predicación profética hacia la carta mosaica de la alianza, cuya
proclamación era incumbencia de los sacerdotes (cf. Jer 18, 18), implicaba
ciertos puntos comunes entre el oficio sacerdotal y el carisma profético.
Teológicamente
es muy difícil el problema de los «falsos profetas». De ellos se habla ya en
1 Re 22, 23: «Yahveh ha puesto espíritu de mentira en la boca de todos estos
profetas, porque Yahveh ha decretado desgracia sobre ti», anuncia Miqueas, hijo
de Yimlá, al rey Acab. También según Jer 4, 10; Ez 14, 9; Dt 13, 4 se da
semejante descarrío por permisión de Yahveh para probar o castigar a
Israel. Por otra parte, se anuncia en Jer 14, 14; 23, 16; Ez 13, 6ss, etc. a
tales profetas el castigo por sus visiones embusteras, lo que supone una parte
de propia responsabilidad en sus sueños y visiones. En los enemigos de
Jeremías y de Ezequiel se trata generalmente de profetas de dicha que sacaban
falsas consecuencias de la alianza entre Yahveh e Israel y desconocían
el carácter fundamentalmente personal y ético de la misma. Según Jeremías,
no se excluye una promesa de salvación a una parte infiel a la alianza, pero
sólo es auténtica cuando la salvación o el bien prometido se cumple realmente
(28, 9). Evidentemente, una predicción de desdicha no necesita de esa
confirmación posterior, pues corresponde a las. amenazas de maldición de la
carta de la alianza para el caso de que se quebrante y, consiguientemente, a la
naturaleza de la alianza del Dios santo, cuya voluntad de bendecir supera desde
luego con mucho a la voluntad de castigar (cf. ]Rx 20, 5s), pero no renuncia en
absoluto al castigo.
4.
Las formas de predicación de los
profetas
Los
profetas de Israel, como se desprende de la historia del profetismo, se
entendieron a sí mismos en primer lugar como mensajeros de Yahveh para sus
contemporáneos. La misión de mensajeros la recibían en una visión o
audición, que culminaba en una palabra de Yahveh (debar Yahveh). Por
eso, según Jer 18, 18, la proclamación de esta palabra de Dios es una
característica del profeta.
Ya
en los primeros tiempos del antiguo oriente recibió sus formas firmes el estilo
de mensaje en el orden interhumano e internacional. Ese estilo ponía también
el sello en los mensajes de Dios (véase antes las cartas de Mari).
El
oráculo de mensajero vino a ser en particular característico de los profetas
del AT. Domina ya las narraciones proféticas más antiguas y sus mensajes a
reyes particulares, y también es luego la estructura principal del discurso
dirigido a Israel en los escritos proféticos.
Los
elementos principales de la estructura del oráculo de mensajero (que no es
nunca un esquema rígido) son los siguientes: a) el mandato al mensajero
(casi exclusivamente tratándose de palabras dirigidas a los individuos) (cf. 1
Re 21, 17); b) la invitación a oír (generalmente las palabras van
dirigidas a un grupo); c) la fórmula de mensajero («Así ha hablado Yahveh» u
«oráculo de Yahveh»); d) la acusación (represensión); e) el
anuncio (amenaza o promesa). Es característico del anuncio profético de
castigo contra Israel el fundarlo en una acusación explícita o por lo menos
implícita. Meros anuncios de desgracia sólo los conocen los profetas en
consultas de individuos. Con ello atestiguan ya en la forma de decir que Yahveh
no es un Dios de capricho, sino un Dios que obra moral y personalmente y
sanciona judicialmente el orden de su alianza, que llama a los hombres a su más
alta posibilidad humana.
Generalmente
la acusación está redactada como palabra profética, el anuncio de castigo lo
está como palabra de Dios (con fórmula de mensajero), sin que pueda, sin
embargo, establecerse una regla fija.
La
recepción misma de la palabra profética, como fenómeno su¡ generis, no puede describirse con más precisión ni
analizarse más profundamente. En todo caso, los mensajeros de Dios pasaban por
experiencias inmediatas de audición, a las que no podían escapar (cf. Am 3,
3-8; Jer 1, 6; 20, 7ss). En ellas podían distinguir sus propios pensamientos y
modos de ver de una palabra de Dios percibida (cf. 2 Sam 7, 3s; Jer 28, 11ss).
Sin embargo, no todos los oráculos de los profetas caracterizados como palabras
de Dios se remontan de la misma manera a experiencias visionarias o auditivas.
Se impone la impresión de que, acá y allá, para formular el discurso en
estilo de mensajero, bastaba la certidumbre del profeta fundada en una
inspiración anterior de que él seguía la línea fundamental de su mandato de
mensajero.
Es
de todo punto evidente que los mensajeros proféticos de Dios son más que meros
transmisores de un mensaje de Yahveh. Aun en los oráculos de Dios penetra su
individualidad inconfundible. Esto vale sobre todo de la configuración del
conjunto de su existencia profética. Los profetas siempre fueron llamados para
una misión de larga duración y muchos tomados vitaliciamente por el Dios de la
revelación para servir al pueblo escogido y a la alianza entre Yahveh e Israel,
de modo que ellos se sentían vigilantes (Is 21, lls; Ez 3, 17) y hasta pastores
(cf. Zac 11, 4) del pueblo. Este oficio de mediación lo cumplían lo mismo como
predicadores conscientes de su misión, que en función de intercesores. Por eso
no hemos de maravillarnos de que en su obra escrita se encuentren todos los
otros géneros posibles de discurso. Los profetas generalmente arrancan los
propios discursos de su «puesto en la vida» originario, es decir, de su
terreno profano o sagrado, y los emplean de manera nueva para sus fines. Así
utilizan, p. ej., lo mismo el procedimiento judicial del gran rey contra
vasallos que han roto sus contratos, que los discursos ante la asamblea
jurídica de Israel para exponer el «proceso divino» con el pueblo, los cuales
pueden terminar tanto en sentencia de castigo como en mera admonición (cf. p.
ej., Is 1, 2ss. 18ss; Miq 1, 2ss). De la misma manera utilizan también las
«exhortaciones» de los maestros de la sabiduría y las explanan a veces en
sermones regulares (cf. p. ej., Ez 20). Del orden ritual, hallan aplicación los
géneros del himno, de la «lamentación», la tórá sacerdotal y la litúrgica,
amén del ritual de la «lamentación y penitencia» y otras varias fórmulas
del culto y de la liturgia. Del orden de la vida diaria, aparecen sobre todo el
canto de amor, el canto fúnebre y el de burlas, así como la forma de
discusión dialogada. El empleo de todos estos géneros de dicción y de estilo
en los profetas está generalmente caracterizado por un fuerte caudal de
imágenes y una impresionante plasticidad de la lengua, que se levanta a menudo,
en verso, a alta forma poética y retórica. Esta plasticidad se condensa por
decirlo así en «acciones simbólicas» de varios profetas que obran como
símbolos vivos.
Aunque
hayan podido tener sus raíces remotas en las acciones mágicas de los primeros
tiempos, en el profetismo de Israel se convierten en formas de predicación,
eficaces por su extraordinaria plasticidad, de la revelación divina y, por
tanto, en «signos» de Dios en este mundo, cuyo carácter simbólico reclama a
veces la existencia entera del profeta (cf. el matrimonio de Oseas y el celibato
de jeremías).
5.
Significación del profetismo para la revelación de la antigua alianza
El
fenómeno del profetismo no es de suyo, como se pensara antaño, algo
específico del AT. Pero, mientras en las otras religiones del antiguo oriente
representa un fenómeno marginal, en el yahvismo de Israel ocupó hasta tal
punto el centro y vino a ser de tan decisiva importancia, que la religión de
Israel puede ser llamada «profética» en el más verdadero sentido de la
palabra. Cierto que en la escuela de Wellhausen se exageró demasiado el papel
de los profetas al llamarlos simplemente los «creadores del monoteísmo ético
de Israel». Sin embargo, la inserción hoy muy difundida del profetismo en la
tradición -una inserción que lleva con frecuencia a una subordinación bajo la
primacía de lo cultual- corre el mismo riesgo de parcialidad en el modo de ver.
Hay que ver y estimar ambas caras del profetismo de la antigua alianza:
primeramente, su tradicionalismo y señaladamente su vinculación al fundamento
mosaico del yahvismo, y en segundo lugar, su contribución propia a la fe y a la
conciencia creyente de Israel, fruto de su experiencia inmediata de Dios. Por
esto último no son como los meros reformadores, que sólo quieren contribuir a
que lo originario cobre nuevo esplendor y nueva actualidad.
A
decir verdad, una cosa ha puesto en claro para siempre la nueva investigación:
los profetas se sitúan siempre con su predicación y sus acciones en el centro
de la acción del Dios que escoge al pueblo y establece la alianza. La carta
mosaica de la alianza es en tal grado su punto de partida, que puede ser
utilizada en cierto modo como sistema de coordenadas para entender el orden de
la obra literaria de los profetas, que en gran parte carece de un plan
sistemático.
La
revelación de la voluntad de Yahveh, tal como está consignada en el decálogo,
es de todo punto la pauta de los profetas en sus acusaciones y exhortaciones. El
primer mandamiento como mandato fundamental desempeña aquí un papel de todo en
todo decisivo. No sólo la grosera apostasía por Baal, sino también las ideas
y formas sincretistas que habían de conducir a una baalización del yahvismo,
caen bajo el veredicto profético. El que para Israel el Dios de la alianza y de
la historia sagrada siguiera siendo también en Canaán y, por ende, en la
cultura sedentaria, el Señor que dirige todo acontecer en la naturaleza y en la
historia y apareciera cada vez más claramente como tal, mientras se disolvía
plenamente el panteón de los gentiles, es el mérito indiscutible de los
profetas. Bajo su influencia, el culto sacrificial fue saliendo cada vez más
del centro de la religión y hubo de ceder el puesto a la decisión personal
ética en pro de Yahveh como el Dios transcendente de la elección y de la
alianza que se comunica a sí mismo al hombre. Con ello, empero, el servicio al
hombre, tal como lo pide el derecho divino interhumano de la «segunda tabla
mosaica», fue integrado para siempre en el servicio a Dios como elemento
esencial del mismo.
Con
las amenazas de maldición y las promesas de bendición, que formalmente entran
desde el principio en la carta de la alianza, se enlazan los anuncios de castigo
y las promesas de los profetas. Pero esos anuncios y promesas esclarecen las
situaciones poniendo de manifiesto que, en la relación entre Dios y el pueblo y
entre Dios y el hombre, no se trata a pesar de todo de una religión de do ut
des, sino que Yahveh sigue siendo el Señor
soberano de su voluntad de alianza y de su gobierno, el Dios benévolo que
gratuitamente coloca al pueblo y al hombre en la esfera de su gracia y quiere
que se entienda el cumplimiento de su ley de alianza como un seguir a Dios de
salvación en salvación, pero que a la vez sanciona la infracción de la
alianza como irrupción en la perdición, de la cual el hombre sólo saldrá
para retornar hacia la redención por el perdón de la misericordia divina.
La
presentación que de sí mismo hace el Dios salvador, tal como se halla al
comienzo de la carta de la alianza -constituyendo a la vez su base- («Yo soy
Yahveh, tu Dios, que te he sacado de Egipto, casa de esclavitud»: Éx 20, 2; Dt
5, 6), es desarrollada ulteriormente en los profetas. Sobre el fundo oscuro del mysterium
tremendum del Dios transcendente, del que dan una y otra vez testimonio en
sus imágenes de juicio, a menudo en forma casi extraña, se destaca tanto más
claramente el mysterium fascinosum, del que pueden predicar en sus
promesas para atraer a él al hombre. Por eso en su mensaje brilla también el
Dios de la alianza como padre, pastor, esposo y rey universal de salvación
escatológica. La grandeza y la gloria de Dios, que incluso en el amor conserva
su condición de ser totalmente diferente, son ilustradas en su acción
salvadora del pasado y también en su omnipotente acción creadora en el cosmos.
En la predicación profética queda sobre todo manifestado con claridad que
Yahveh no sólo es el origen de todo acontecer y el rector omnipotente del
presente, sino también el < futuro» mismo y, por ende, el fin de todo mundo
y de toda historia. Si en Israel se rompe así el ciclo estático de la imagen
del mundo de las culturas sedentarias en favor de una concepción dinámica de
un desenvolvimiento del curso del mundo auténticamente histórico hacia
adelante y hacia arriba, desenvolvimiento que Yahveh mismo dirige hacia él,
Israel debe esta universal orientación escatológica de la inteligencia de su
existencia, no primeramente a la revelación del Sinaí, y menos todavía al
culto, sino a sus profetas. Bajo su influencia inspirada aparece en el horizonte
de la historia la «nueva alianza», también el «cielo nuevo y la tierra
nueva» y, no en último lugar, el rey mesiánico de la salvación, en el cual
adquiere figura visible todo el amor de Dios al mundo y al hombre.
6.
Los profetas de la Escritura en particular y
sus libros
a)
Isaías. El libro transmitido bajo su nombre, sólo en una parte
relativamente pequeña, contenida en los cap. 1-39, procede del gran
profeta de Jerusalén (que actuó entre los años 740 y 700 a.C.
aproximadamente). Según la sentencia más común se deben a Isaías las
siguientes partes: cap. 1 (compuesto alrededor del año 701); 2, 6-4, 1 (del
primer tiempo); 5 + 9, 7-11 y 10, 1-4 (de distintas épocas); 6-9, 6 -
«memorial» o «libro del Emmanuel» (sobre los años 740-732); 11, 1-6
(9?) (el Mesías de la raíz de Jesé, tiempo indeterminado); 14, 24-32 (probablemente
de su época posterior); 17, 1-11 (antes del 732); 17, 12-18, 6 (tiempo
posterior); 19, 115 (?); 20, 1-6 (hacia el 711); 22, 1-25 (tiempo
posterior); 28, 1 hasta el cap. 32, 20 (a excepción de breves
interpolaciones como 20, 18-26; tiempo posterior). Los mayores fragmentos
anónimos son cap. 24-27 (gran apocalipsis de Isaías, tal vez del s. iti),
capítulo 33 (liturgia profética postexílica), cap. 3435 (apocalipsis
menor de Isaías, tal vez del s. iv), cap. 36-39 (apéndice histórico
tomado de 2 Re 18, 13-20, 19).
Por
su cantidad, pues, la obra auténtica de Isaías no es especialmente grande. En
cambio, su calidad en contenido y forma merece la más alta estima. Isaías,
marcado para siempre por la visión de su vocación, anuncia preemínentemente a
Yahveh como el Dios santísimo, ante cuya majestad ha de doblarse todo orgullo
humano en Israel y entre las naciones. Sólo la fe en Yahveh da firmeza o
consistencia (el «subsistir» de 7, 9). La negativa a él y al prójimo
acarrea castigo. De la catástrofe del castigo sólo se salva un resto, en el
que el Dios de la elección cumplirá mesiánicamente su promesa hecha en Sión
a la casa de David.
La
segunda parte del libro (cap. 40-55) procede de un discípulo de Isaías,
de nombre desconocido, que trabajó en el exilio 150 años más tarde.
Cumplido ya el juicio de Dios sobre Israel (587), este Deutero-Isaías
empalma sobre todo con las promesas de gracia del «Santo de Israel», hechas
por Isaías a Sión, y proclama en forma francamente hímnica un nuevo éxodo y
una nueva ocupación de la tierra como inicio de una era de salud que, partiendo
del único Dios creador y rey de la historia, se inaugurará para todos los
pueblos y hasta para el cosmos entero. Es incierto si los cánticos del «siervo
de Yahveh», (42, 1-4; 49, 1-6; 50, 419;
52, 13-53, 12) cuya interpretación es
hasta hoy día discutida, fueron o no compuestos por mano del profeta mismo; en
todo caso han sido interpolados.
La
tercera parte del libro de Isaías (cap. 5666), llamada Trito-Isaías,
surgió a la vuelta del destierro en un grupo profético influido por el Deutero-Isaías,
y describe escatológicamente las predicciones sobre Sión, y en algunos pasajes
las describe incluso apocalípticamente. El relieve que en el TritoIsaías se da
al día de Yahveh y a la carta de la alianza y sus deberes, confiere a la vez
una nueva dimensión a la anterior profecía de desdicha.
b)
Jeremías. La obra escrita de este profeta, que actuó en Jerusalén por
los años 627-586, es particularmente copiosa y permite a la vez entrar
profundamente en la esfera personal de una vida profética. El libro de
Jeremías ha experimentado indudablemente una larga historia de colección y
clasificación (fuertes diferencias entre el TM y el griego). Sin embargo, son
relativamente pocas las piezas que no se remonten a la postre a jeremías o a su
secretario Baruc. Entre ellas hay que contar, p. ej.: 9, 11-15; 10, 1-16; 17,
19-27; 23, 33-40; 32, 17-23; además, los oráculos sobre los pueblos
extranjeros de los capítulos 46-51, por lo menos en su forma actual, y
el capítulo final histórico (52). Todavía se discute hasta qué punto
están reelaborados los fragmentos de color deuteronómico (p. ej., 7,
1-8, 3; 18, 112; 21, 1-10).
Jeremías,
que al ser llamado era todavía joven, atacó bajo el rey reformista Josías (627-609)
la «baalización» de la religión de Yahveh, que había arraigado bajo
Manasés, y la propagación del culto astral. Sin duda enjuiciaba positivamente
la reforma según el espíritu del Deuteronomio, e incluso es posible que tomara
parte activa en ella. La temprana muerte de Josías (609), una dura
prueba para todos los fieles a Yahveh, significó para jeremías el comienzo de
su calvario. Ante el rey Yoyaquim (608-597) y su régimen tuvo que
presentarse como heraldo de desdichas. Según su predicción en la catástrofe
venidera caerá el templo mismo. Esta postura atrajo dura enemistad y
persecución sobre el profeta, que se
atrevió a calificar a Babel de instrumento de castigo de Yahveh contra su
pueblo. Bajo el débil rey Sidkiyyá (597-587) fue declarado traidor a la patria
por el partido imperante proegipcio, y escapó por un pelo a la muerte. Después
de la conquista de Jerusalén por los neobabilonios, fue hecho gobernador su
amigo Guedalyá, que sin embargo, cayó pronto, víctima del acero asesino. La
oposición en su huida a Egipto se llevó por la fuerza a jeremías, y allí se
pierde toda huella.
En
sus «Confesiones» (11, 18-12, 6; 15, 1011; 17, 12-18; 18, 18ss; 20, 7-18),
jeremías nos permite dar una ojeada a su interior atormentado. Su alma, de fina
sensibilidad, queda casi destrozada por el contraste entre el amor a su pueblo y
su misión como profeta de desdichas. En esta situación, las palabras de
salvación con las que pudo iluminar el futuro, las cuales están contenidas en
los cap. 30-33 y anuncian una «nueva alianza», fueron también para él mismo
luz y consuelo.
c)
Ezequiel. El libro de Ezequiel pasa hoy
día por el problema literario más difícil de los escritos proféticos. Se ha
intentado incluso interpretarlo como pseudoepígrafo de la época de Esdras y
Nehemías (van den Born) o del s. iii (Torrey). Sin embargo, la sentencia communior
de los comentadores tiende hoy día de nuevo a atribuir la sustancia del
libro al profeta del exilio llamado Ezequiel. Según esa sentencia, dos escritos
independientes de Ezequiel (palabras a Israel y palabras a las naciones) forman
el núcleo del libro, que luego fue elaborado y ampliado, en parte, por el mismo
profeta y, en parte, por sus discípulos. Cuéntase particularmente con una
reelaboración o redacción final de tipo sacerdotal, que se deja notar sobre
todo en los cap. 38-48.
La
difundida hipótesis de que Ezequiel trabajaba también en Jerusalén, está
desechándose modernamente. Era sacerdote originario de Jerusalén, sabemos con
certeza que una vez deportado de su patria (597) trabajó como profeta entre los
desterrados, primeramente como profeta de desgracias y, después de la
catástrofe del año 586, que él había predicho, más bien como profeta de
salvación o de gracia. Parece que su persona se caracterizaba por fuertes
tensiones interiores, gran irritabilidad y rara alternancia de fantasía
exaltada y sobria sequedad, que raya en
pedantería. Esta particularidad (que no es anormalidad) se refleja también en
su estilo y conducta. Ezequiel es, p. ej., el profeta con más acciones
simbólicas. Aunque en algunos aspectos dependía de sus antecesores y era
tributario tanto de la teología deuteronómica como de la sacerdotal, fue
hombre de gran originalidad que echó también mano como ningún otro profeta de
tradiciones cananeo-fenicias (cf. cap. 16, 23, 28s) y mesopotámicas (cf. 1-3,
9, 28s, etc.) y bajo este aspecto operó una especie de renacimiento de todo el
mundo oriental en Israel. Por eso los que lo señalan como «padre del
judaísmo» van demasiado lejos, teniendo en cuenta además que él es a la vez
gran testigo de la revelación y gran teólogo. Como tal, llevó el mensaje de
la santidad de Yahveh a su más alta cúspide. Su visión del carro de Dios,
como muchos rasgos francamente superrealistas, atestigua que, en principio, la
presencia divina es separable de la tierra prometida y del templo. A pesar de su
amor al culto, la unión con Dios presenta en Ezequiel rasgos fuertemente
personales e individuales (cf. 18, lss; 33, lss). En la carta de la alianza
está para él revelada la voluntad esencial de Dios y, por eso, la idolatría
es una «abominación», y todo pecado contra el prójimo es un «delito de
sangre». Pero, detrás del Dios santo y juez, precisamente en Ezequiel aparece
el Dios «que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta de su mal
camino y viva» (18, 23).
d)
Daniel. Este libro sólo pertenece al cuerpo profético según la
tradición grecolatina. En realidad, hay que situarlo en el género de los ->
apocalipsis. El profeta Daniel de la era de la cautividad es sólo el «héroe»
de este escrito. En su forma actual el libro procede del tiempo entre el año
170 y el 160 a.C.
e)
El libro de los doce profetas. Los escritos proféticos contenidos en
esta colección (que Eclo 49, 12 supone ya como tal), son también llamados por
su escaso volumen «profetas menores». Su ordenación, que difiere en la
tradición hebrea y en la griega, sin duda obedece al punto de vista
cronológico. Sin embargo, la tradición sobre este punto ya no era plenamente
segura.
1º.
Oseas. El libro que lleva este nombre
(mal conservado en su texto) ha de tenerse por
auténtico (a excepción de 2, lss, 10, 14 y algunas pocas glosas judaicas), es
decir, se remonta a Oseas mismo (p. ej., cap. 3) y a sus más inmediatos
discípulos. El profeta procedía del reino del norte y cumplió su ministerio
aproximadamente entre el año 745 y el 720 a.C. Fundamental para su predicación
es la acción simbólica de su matrimonio con Gomer, una iniciada en el culto de
la fecundidad. La mujer simboliza a Israel, que se ha pasado a Baal. A pesar de
haberse separado adúlteramente de él, Oseas tiene que recibirla (cf.
comentarios de Wolff, Weiser, Deissler) y atestiguar, por este acto
extraordinario, la voluntad de perdonar por parte de Yahveh como Dios de la
alianza. Los castigos de Israel son medios para purificarlo y educarlo. La
alianza entre Yahveh e Israel está estructurada según Oseas como una alianza
de amor y de matrimonio, que el amor creador de Yahveh realizará un día
plenamente (cf. 2, 16-25). Todas las huellas de baalización de la religión de
Yahveh tienen que desaparecer, y el antiguo derecho de Dios (= materia del
«conocimiento de Dios») debe restablecerse («misericordia quiero y no
sacrificios, conocimiento de Dios y no holocaustos»: 6, 6). En la historia de
la revelación, Oseas fue el heraldo del «amor de Yahveh» y ejerció gran
influjo en la posteridad (sobre todo Jer y Dt).
2º.
Joel. Es un librillo postexílico (s. iv), de cuyo autor no se tienen
noticias. Se cuenta incluso con dos autores (i, 1-2, ii, 3-4). 4, 4-8 parece ser
una interpolación. El texto tiene por base una liturgia de penitencia con
ocasión de una plaga de langostas. Sin embargo, el esquema litúrgico fue sin
duda pensado por el autor sobre todo como forma literaria de su predicación,
orientada fuertemente al «día de Yahveh», que trae salvación para el pueblo
de Dios (abundancia de fecundidad: 2, 21ss; 4, 18ss, efusión del Espíritu de
Dios: 3, ls, reino victorioso de Sión: 4, 16ss) y desdicha para las naciones,
es decir, el juicio de Dios en el valle de Josafat que tendrá también efectos
cósmicos (4, 9ss). Por su contenido Joel se aproxima a la apocalíptica
del judaísmo tardío.
3º.
Amós. Este libro, cuyo texto se ha conservado bien, es considerado auténtico
por casi todos los exegetas, a excepción del oráculo sobre Judá: 2, 4s, de la
conclusión: 9, 11-15 y de las doxologías: 4, 13; 5, 8s; 9, 5s. Amós, que era
pastor y cultivador de sicómoros en el sur
de Judá, recibió de Dios un mandato profético para el reino del norte,
sumamente floreciente bajo Jeroboán ii (hacia los años 785-745). Junto al
santuario del reino en Betel tiene un grave choque, por razón de la
predicación del castigo contra la casa reinante, con el sumo sacerdote Amasías,
que destierra a Amós del país. Es notable que este primer «profeta escritor»
sólo impugna ligeramente el culto sincretista, y acomete en cambio con
vehemencia la infracción de la alianza en el terreno de la «segunda tabla
mosaica». Según él, la exigencia principal de Yahveh a Israel y también a
las naciones (cf. sobre todo 2, ls) es el mis`fát, es decir, la
ordenación de la vida entre los hombres mediante la justicia. Israel no debe
fiarse de su elección, que puede incluso acarrearle un castigo más grave por
una infracción de la alianza (3, 2), ni refugiarse en el culto de los
sacrificios (5, 21ss). Por la ruptura de la alianza, el día esperado de la
salvación de Yahveh traerá «tinieblas y no luz» (5, 18), de forma que sólo
para un resto exiguo hay esperanza de salvación (5, 15; 9, 8s). Si 9, llss
fuera auténtico, esta esperanza recibiría ya en Amós un colorido mesiánico.
4ª.
Abdías. Este escrito profético, el
menor de todos (21 versículos), ostenta dos estratos: 1-14 + 15b (maldición
contra Edom por su actitud hostil frente a Judá y Jerusalén durante y después
de la catástrofe del año 587); y 15a + 16-21 (la ruina de Edom inicia el día
de Yahveh como día de juicio sobre todas las naciones y trae así la hegemonía
de Sión sobre Palestina). Probablemente, sólo la primera parte procede del
profeta de salvación llamado Abdías (sobre los años 550-500), mientras la
segunda parte ha de situarse en el s. v (ambiente de Joel). La brevedad del
texto no permite un juicio sobre la actividad total de este profeta que está
encuadrado en la vertiente profética de los «oráculos sobre las naciones» y
tiene sus más inmediatos paralelos en Jer 49, 7-22 (inauténtico) y Ez 25,
12ss, 35, lss.
5º.
Jonás. El librito artísticamente compuesto es una narración
profética, la cual, hacia el año 400 a.C., recibió su forma actual por mano
de un desconocido de alto talento poético y teológico. El mensaje contenido en
este «midrás» resalta en forma impresionante la ocasional predicación de los
profetas sobre la universal voluntad salvadora de Yahveh. Bajo este aspecto,
«Jonás» es uno de los testimonios más
luminosos de la revelación de Dios en la antigua alianza.
6º.
Miqueas. La participación de este
profeta, que trabajó en Jerusalén desde el año 725 hasta el 700
aproximadamente, en el libro de Miqueas es muy discutida. De él proceden
seguramente los cap. 1-3; pero pueden atribuírsele también 4, 14-5, 5; 6,
1-16; 7, 1-7. La conclusión 7, 8-20 es una «liturgia profética» del tiempo
postexílico.
Lo
que había sido Amós para el reino del norte lo fue Miqueas, de origen
igualmente campesino (de la región de Gat), para Judá, a saber: el predicador
inexorable del derecho de Dios, es decir, sobre todo, de la justicia entre los
hombres en un tiempo de «abandono del campesino» y de explotación
desvergonzada del pueblo por las capas superiores. Su oráculo de castigo sobre
la destrucción del templo (3, 12) se imprimió hondamente en la memoria de la
posteridad (cf. Jer 26, 18). La célebre sentencia: «que obres con justicia,
que ames la misericordia, y que andes solicito en el servicio de tu Dios» (6,
8), resumen en forma lapidaria las principales instrucciones proféticas de
Amós, Oseas e Isaías.
7º.
Nahúm. Entre los tres capítulos de este escrito se discute la
autenticidad de 1, 1-8. Del profeta mismo nada se sabe con precisión. Como su
predicación se dirigía ordinariamente contra Nínive, «la ciudad
sanguinaria» (3, 1), tuvo que trabajar lo más tarde en el último decenio
antes de su destrucción (612 a.C.). Las reminiscencias litúrgicas del texto
hacen pensar en un profeta de gracia, que se sentía estrechamente ligado con el
culto. Estuvo sin duda animado de fuerte patriotismo, pero, para enjuiciarlo,
hay que recordar también hasta qué punto Asiria se burló por su cruel
dominación de todo derecho de pueblos y hombres y cómo, por eso, fue
completamente aborrecida en todo el oriente. El «Ay sobre Assur» (= Is 10, 5)
está fundado en estas impías «rapiñas sin fin» (2, 14; cf. 3, 1). Por su
fuerza retórica de expresión, Nahúm descuella sobre la mayoría de los otros
profetas.
8º.
Habacuc. El librito conservado bajo este nombre ostenta como Nahúm
algunos rasgos litúrgicos, pero difícilmente podemos admitir que fuera
compuesto para la «liturgia». A lo sumo, más tarde se hizo uso litúrgico del
escrito (tal vez con transposiciones que condujeron al orden actual del texto).
El
salmo del cap. 3 pudiera ser auténtico (Delcor, com.). Se discute la
interpretación del «impío» y del «pecador». Muchas cosas abogan en favor
de la idea de que el enemigo descrito por Habacuc (cap. 1) y maldecido en
quíntuple «ay» (2, 6-19) son los neobabilonios bajo Nabucodonosor, de modo
que la acción de Habacuc como profeta de salvación caería por los años
601-598 (Delcor). Su principal intención es ofrecer para el problema de
teodicea de la historia de las naciones la solución de la doctrina tradicional
de la retribución: «El justo vivirá por su fidelidad» (= «fe» en Gál 3,
11 y Rom 1, 17).
9º.
Sofonías. Por lo menos la sustancia de los tres capítulos de este
escrito (a excepción del final 3, 14-20, añadido posteriormente) debe
atribuirse al profeta que trabajó poco antes de la reforma del rey Yosías, es
decir, hacia el año 630 a.C. En todo caso, las hipótesis contrarias no han
logrado imponerse. Dándose la mano con sus antecesores, sobre todo con Isaías,
Sofonías anunció el juicio o castigo sobre la ciudad de Jerusalén corrompida
por el culto astral, por las prácticas cananeas y por la violación del derecho
de Dios (injusticia de toda especie; cf. 3, 1; 1, 2s; 3, 1-8), pero también el
castigo divino contra los pueblos enemigos (2, 4-15). Sin embargo, el «día de
Yahveh» inaugurará para el «resto» un «pueblo pobre y humilde» (3, 12),
una nueva época de gracia divina. La predicación de este profeta, abierto a un
culto purificado, sin duda contribuyó mucho a la reforma deuteronomista bajo el
rey Yosías.
10º.
Ageo. En sus dos capítulos este
librito ofrece cinco textos proféticos cronológicamente ordenados y fechados
exactamente (pronunciados entre el 29.8 y el 19. 12 del año 520 a.C.) y
algunos textos narrativos («relatos en tercera persona»: 1, 12ss; 2, 10-14).
La redacción final del texto, auténtico en su conjunto, operó probablemente
algunas transposiciones menores (p. ej., 1, 15a pertenece a 2, 14ss). La
intención principal de este profeta, más bien epígono, que se halla entre los
padres del judaísmo postexílico y de su aislamiento, es la construcción del
templo; de la cual, sin embargo, quedan excluidos los samaritanos y las clases
superiores que se quedaron en el país (2, 10-14). El templo, carente del
antiguo esplendor, pero edificado con entero empeño para gloria de Yahveh, es
la garantía de la bendición futura y
hasta de una era de salvación con gloria mesiánica que surgirá de una
conmoción de las naciones. Ya ahora Zorobabel, descendiente de David, es «como
un anillo de sellar» en el dedo de Yahveh (2, 23).
11º.
Zacarías. El libro profético transmitido bajo este nombre, según la tesis
unánime de la actual investigación, sólo en los cap. 1-8 se remonta al
contemporáneo más joven de Ageo. Los cap. 9-14 reciben el nombre de Deutero-Zacarías
y hasta se habla de un Trito-Zacarías (12, 14).
a')
Los cap. 1-8 contienen fundamentalmente ocho «visiones nocturnas» (1, 7-6, 8),
cuyo objeto es la construcción del templo y la comunidad de Yahveh sin pecado y
victoriosa. A ellas sigue, en 6, 9-16, la coronación de Zorobabel o el sumo
sacerdote Yosúa. El capítulo 7 trata sobre el verdadero culto de Dios, y el
cap. 8 se refiere a la era futura de bendición. Él actual texto de 1-8 es
auténtico en su conjunto, pero está reelaborado en algunos pormenores.
Zacarías, por una parte, está muy cerca de Ageo y, por otra parte, en lo
relativo a su insistencia en todo el decálogo, se halla más cercano a la
profecía anterior. A la vez en su predicación cobran mayor importancia la
forma literaria y los rasgos apocalípticos.
b')
Los cap. 9-14 en su forma actual sin duda deben atribuirse a un autor único (Delcor,
Lamarche), que, sin embargo, usó muy posiblemente algunos materiales
preformados. El fondo histórico que simplemente parece reflejarse en el texto
es el de la época posterior a Alejandro Magno. El arco de los temas está muy
tendido. Así, el capítulo 9 trata del juicio de Yahveh sobre las naciones y
del rey de paz en Sión; el capítulo 10 se refiere a liberación de Israel; el
11 habla de la alegoría del buen pastor; el 12 y 13 versan sobre la salvación
y purificación de Jerusalén; y el tema del cap. 14 es el «día de Yahveh»
con su salvación y perdición.
12º.
Malaquías. Todavía los LXX tradujeron esta palabra en sentido apelativo (=
«por mi mensajero»). Así, pues, seguramente no era un nombre propio, como
después se creyó, sino que de 3, 1 pasó a la inscripción. Aunque anónimo,
el autor adquiere firmes contornos proféticos por su predicación. Fuera de la
conclusión (3, 22ss) y de algunas interpolaciones (1, 14; 2, 7; 2, llb-13a), el
texto debe considerarse como auténico. La forma
de discurso que el autor prefiere es la discusión (tesis, objeción,
razonamiento de la tesis y conclusión). Su librito contiene 6 discursos: 1: 1,
2-5 (la predilección por Jacob y la reprobación de Esaú [ = Edom] ), 11: 1,
6-2, 9 (crítica al sacerdocio y exigencia de un sacrificio perfecto), 111: 2,
10-16 (la santidad del matrimonio), iv: 2, 17-3, 5 (la venida de Yahveh para
juzgar), v: 3, 6-12 (la violación del precepto de los diezmos y sus efectos),
vi: 3, 13-21 (la retribución individual en el «día de Yahveh» ). Por su
contenido «Malaquías» debe situarse en el tiempo anterior a las reformas de
Nehemías y Esdras (hacia el año 460). Su acción se mueve en la línea del
Deuteronomio, pero no en la del escrito sacerdotal. Como el Dt, no sólo se
interesa por el templo y el culto, sino en igual medida por el «temor de
Dios», que debe acreditarse mediante una aceptación viva de los deberes
morales de la carta de la alianza. Según Malaquías, Yahveh renuncia a todo
culto de los sacrificios en que se echen de menos la reverencia y el amor.
Según 1, 11, se llegará en todo el mundo al culto puro y perfecto que Dios
pide.
Véanse
además --> profetismo y, sobre los libros no canónicos del AT, -->
apócrifos II, --> apocalipsis I.
Alfons
Deissler
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