sábado, 14 de septiembre de 2013

Liturgia y Arte.


SUMARIO: I. Problemática actual - II. La gama de las distintas artes - III. Exigencias artísticas, funcionalidad y simbolismo - IV. Panorámica histórica - V. Orientaciones (creatividad y adaptación) - VI. Normativa vigente.

I. Problemática actual
La renovación promovida por el Vat. II, al afectar en una gran medida a la liturgia, ha tenido que enfrentarse, consiguientemente, con el problema artístico, no como realidad autónoma, sino como parte de la estructura sobre la que descansa el signo litúrgico mismo.
El problema era tanto más grave cuanto que el arte, en sus manifestaciones más destacadas, se hallaba en crisis. La muerte del arte, preconizada por Hegel, parecía pronta a ser celebrada por los mismos artistas. Hasta nuestros tiempos una obra de arte se consideraba tal en la medida en que lograba ser bella (es decir, en que conseguía una síntesis que integrara lo verdadero con lo bueno y que, al ser contemplada, agradara). En cambio, en los años en que tuvo lugar el Vat. II, dominaba ya la idea de que una obra de arte no debía referirse más que a sí misma; e inmediatamente después de aquellos años comenzó a reinar la idea de que el artista debía renunciar incluso a la creación más o menos consciente, ateniéndose solamente al mero encuadramiento de un objeto, por informe o deforme que fuera. Era la expresión de una total desconfianza en la posibilidad de comunicar lo verdadero mediante signos creados o elegidos por el hombre; una reacción a la proliferación de palabras e imágenes que, en la propaganda o en la publicidad, habían invadido todos los sectores de la vida. Sólo una radical iconoclastia y un total rechazo de las imágenes parecían capaces de recuperar para el hombre los espacios donde poder reconquistar la paz. En el silencio.
Tampoco era casual que al tema sobre la muerte del arte se sumase un nuevo tema sobre la muerte de Dios. Porque si Dios sólo es cognoscible a través de sus imágenes y solamente adquiere un rostro humano en la persona de Cristo, su perfecta imagen, que debe reflejarse no sólo en el rostro de los hijos de la iglesia, sino también en sus obras transfiguradoras del mundo material, la iconoclastia universal conlleva inevitablemente la incomunicabilidad con Dios.
Pero tanto entre los teólogos de la muerte de Dios como entre los artistas promotores de la muerte del arte, sus mejores representantes no tardaron en redescubrir y encontrarse unidos en el descubrimiento de dos realidades afines: la construcción imaginaria de ciudades ideales, llamadas utopías, y las celebraciones de las fiestas populares, caracterizadas unas y otras por ser juegos serios, fuentes de esperanza y de un poder desconcertante en donde el arte podía redescubrirse a sí mismo en su relación con el rito.
Tal relación —y, por tanto, el sentido de expresiones como arte sacro, arte litúrgico, arte religioso, arte cristiano y hasta, simplemente, arte— se ha entendido de múltiples y diversos modos. Hay quien sostiene que toda distinción es inútil. Otros solamente llaman sacro al arte consagrado a Dios, sea mediante un acto interno o por una intencionalidad inherente a la obra, sea incluso tan sólo para expresar la sublimidad de la actividad artística, definible también como divina; llaman litúrgico al arte entendido y utilizado en el ámbito del culto;religioso al que explícita o tal vez implícitamente exige una fe; cristiano a aquel cuyo objeto gira en torno a la fe cristiana. Una obra de arte, sin embargo, adquiere una u otra de las antedichas características no ciertamente por el hecho de presentar determinados o determinables rasgos o marcos que la distinguen como tal. Con todo, no es ninguna incoherencia denominar sacro a todo lo que tiene una relación con lo trascendente, y litúrgico a cuanto interviene en la liturgia en perfecta sintonía con su espíritu, cooperando de una manera apropiada a la plena realización de la realidad litúrgica, en su dimensión natural, es decir, sosteniendo el concurso del hombre (ya que Dios actúa siempre a la perfección).
Tendremos, pues, arte litúrgico cuando los caracteres específicos de la liturgia se manifiesten con dignidad y elevación, filtrándose y expresándose en el lenguaje corriente; así es como la iglesia puede justamente afirmar no haber tenido jamás "como propio estilo artístico alguno" (SC 123). En efecto, todo artista puede hacer en cualquier tiempo arte litúrgico, al poner sus cualidades artísticas al servicio de la liturgia, informado por el espíritu de la misma. Tal arte puede, pues, llamarse también sacro y religioso por el hecho de estar consagrado a Dios y' a la relación del hombre con él.

II. La gama de las distintas artes
El arte penetra la liturgia en todas sus manifestaciones, explicitando el rico contenido semántico de la misma. Sus expresiones como el mimo, el gesto, la coreografía— liberan el rito de la banalidad de la acción común, confiriéndole hieraticidad y un justo tono impersonal, de modo que pueda decirse acción de todos y puedan todos comunitariamente reflejarse en él.
Lo atestigua así la misma historia, que, a través de las artes gráficas y plásticas, nos transmite la gran elocuencia de ciertos gestos cultuales, repetidos a lo largo de los siglos con devota reverencia, hasta llegar a sacralizarlos. El más antiguo es el gesto del orante: éste aparece recto y en pie, con los brazos ligeramente extendidos y doblados hasta elevar las manos con las palmas abiertas a la altura de los hombros. El gesto de la mano extendida hacia la ofrenda en el momento en que los sacerdotes concelebrantes de la eucaristía pronuncian las palabras de la institución viene igualmente atestiguado por el arte; constituye un gesto similar al denominado bendiciente del Cristo Pantocrátor y al del ángel que anuncia la resurrección de Jesús en el arte románico y prerrománico. No son ellos propiamente signos o gestos litúrgicos acompañados y clarificados por la palabra; son más bien reforzadóres de la palabra misma. Para proclamarla en la asamblea como conviene a una digna celebración litúrgica, es necesario recurrir al arte de la dicción y de la oratoria que, junto con el -> canto, no sólo evidencia la composición literaria y poética que expresa la palabra de Dios, sino que interpreta también y manifiesta la intensa riqueza de sentimientos que ella suscita. Estas artes cooperan con su fuerza sugestiva a envolver en la acción tanto a los fieles como al que preside o al que proclama la palabra, de modo que ésta, penetrando en sus corazones, "más tajante que una espada de doble filo", los transforme hasta el punto de convertirlos en expresión perfecta de alabanza a Dios.
A una con la -> música y los colores, las líneas arquitectónicas [-> Arquitectura] y plásticas crean en torno a la celebración litúrgica un ambiente que, con justa y armónica sugestión, ayuda a los fieles a entrar en la atmósfera festiva del rito, así como a comprender los significados más fundamentales de los diversos elementos integrantes de su celebración. Desde los tiempos más remotos, el hombre ha comprendido la necesidad de distinguir, consagrar y dedicar un determinado espacio a Dios para expresar sus gestos cultuales [-> Lugares de celebración]. El sello característico de este lugar lo dan las líneas y las formas que convencional o tradicionalmente evocan determinados valores simbólicos (recuérdese el uso del cuadrado y del círculo con los respectivos cubo y esfera; articulados entre sí en la composición de elementos arquitectónico-litúrgicos, llegan a evocar el misterio de la encarnación. Es el caso, por ejemplo, del sagrario colocado sobre el altar).
El arte pictórico, y más tarde el escultórico, se suman con su lenguaje propio al arquitectónico, con la intención de dar mayor elocuencia a la función del lugar y envolver así más profundamente a quien penetre en su recinto. De los muchísimos ejemplos que la historia nos ha transmitido bien se puede concluir que la función fundamentalmente decorativa de estas dos artes había tenido también, en el ambiente litúrgico, finalidades más inmediatas y diversas, no contrastantes, determinadas por la sensibilidad religiosa de las generaciones, así como por las cambiantes exigencias del tiempo.
Un primer tipo de decoración es el simbólico, que, sirviéndose designos convencionales, intenta señalar una particular realidad espiritual presente en aquel lugar; por ejemplo, los distintos símbolos mortuorios de las catacumbas colocados sobre los sepulcros de los cristianos (cruz, áncora, paloma, orante, etc.). La propagación de estos símbolos da lugar a escenas esenciales en las que la representación de unos pocos personajes evoca el significado de un hecho que se considera todavía eficaz con su mensaje salvífico profético (por ejemplo, Noé en el arca, Moisés en la cestilla, Daniel en el foso de los leones), o cuya presencia es garantía de salvación, evocando con milagros y alegorías los distintos sacramentos recibidos por el difunto (por ejemplo, la multiplicación de los panes, la resurrección de Lázaro, la curación del paralítico, el bautismo representado por la pequeña escena de la oveja que coloca amorosamente su pata sobre la cabeza del cordero). Más tarde se acoplarán tales escenas siguiendo una lógica distinta, es decir, como momentos sucesivos de la historia de la salvación, para ordenar así su narración.
En el primer período románico se vuelve a dar importancia al arte como auxiliar de la catequesis. Esta, en efecto, se desarrolla siguiendo más el esquema simbólico que el narrativo. La elección de temas y de lugares donde exponerlos se realiza bajo motivaciones bien determinadas, de manera que el fiel no solamente llega a instruirse mediante la narración del hecho, sino que es precisamente esa misma narración la que lo ayuda a comprender la función simbólica de aquella parte concreta del lugar sagrado. Por ejemplo, en la basílica de san Pedro al Monte sopra Civate (Como), en el exterior de la portada está representada la fundación de la iglesia: Cristo entrega a los príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, las llaves y el libro de su palabra; ya en el interior, en la luneta de la puerta se representa a Abrahán como evocación de la virtud esencial para entrar en la iglesia: la fe; en las bovedillas de la nave de entrada se suceden temas bautismales de renovación de vida y de purificación: la nueva Jerusalén (Ap 21 y 22), a la vez imagen de la iglesia y paraíso de los redimidos; cuatro personajes: los ríos del paraíso terrenal, relacionados con los símbolos de los evangelistas, vierten por otros tantos odres la abundancia de agua que brota del trono del Cordero (cf Ez 36,25). Decoran los cuatro frontones del cimborrio que cobija el altar la representación de la muerte de Cristo, su resurrección y la expectación, descrita por la repetición de la escena de la fundación de la iglesia, que aparece ya en el exterior sobre la puerta de entrada, y la última venida. Estas preciosidades iconográficas volvemos a encontrarlas una vez más en las admirables decoraciones de los pórticos góticos.
Poco a poco se va centrando la importancia casi exclusivamente sobre el acontecimiento en sí. Las amplias paredes de las iglesias del s. xiv vienen a ser como grandiosas páginas ilustradas que narran los hechos más destacados de la historia de la salvación. Se recupera así, por distinto procedimiento, el uso de las basílicas paleocristianas, en las que el arte, particularmente el mosaico, había decorado los muros del templo celestial y evocaba las imágenes de la historia de la salvacion que la celebración de los divinos misterios volvía a hacer presente para que los viviera el pueblo de Dios.
El arte renacentista se convierte en síntesis de las anteriores inspiraciones y, continuando la decoración de carácter narrativo, acentúa los valores alegóricos y se complace en los formales, sin advertir cómo desde Dios se va centrando la atención en el hombre y cómo llega a convertirse la 'belleza del templo de Dios en la suntuosidad de la grandiosa sala del hombre.
El arte sacro del barroco celebra el triunfo de la verdad sobre la herejía con bastante solemnidad, a través de líneas arquitectónicas y de modelados de la materia casi imposibles (véase el Baldaquino de Bernini), y narra los fastos de la fe con vibrantes y densos coloridos.
Y, como consecuencia, el arte sagrado ya no tiene un fin bien determinado: los muros se cubren de escenas que narran la vida de los santos o escenas evangélicas, frecuentemente al estilo teatral y grandilocuente. Las líneas arquitectónicas se ven alteradas por un decorativismo escenográfico; se viene a satisfacer mediante la ficción la tendencia del pasado a embellecer con el arte y con materiales nobles las paredes de las iglesias. Sin advertirlo, una vez más el hombre se engaña a sí mismo creyendo engañar a Dios.
La función cultual del arte se ha experimentado en particular y más auténticamente en la iglesia oriental. Para ella, en efecto, las imágenes de Dios y de los santos son una especie de presencia capaz de recibir y de transmitir el culto de los fieles y se convierten en intermediarias de la benevolencia divina. Por eso es objeto de veneración el icono, que representa ordinariamente una sola figura o la esencialidad de un hecho. El lenguaje artístico con que se expresa dicha función cultual es un lenguaje particular y, más que. una manifestación humana, aspira a ser un reflejo de la divina e increada belleza. Para comprender tal lenguaje es muy importante conocer el código moral de los artistas iconográficos orientales, que aparece bastante similar a una rigurosa regla monástica. El arte sacro se contempla, pues, como fruto de la contemplación o como un camino hacia ella.
Nuestro tiempo, por motivos de orden artístico y doctrinal, y a consecuencia de influencias nórdicas, ha privilegiado la esencialidad de la línea arquitectónica, frecuentemente sin dar espacio ni a la pintura ni a la escultura, ofreciendo sólo una posibilidad de juegos cromáticos en las vidrieras. Esta esencialidad arquitectónica lleva a descubrir la autenticidad de los utensilios litúrgicos y a rechazar la falsificación de sus materiales, cortando así su excesivo simbolismo.

El material necesario para el culto [-> Objetos litúrgicos/ Vestiduras] ha recibido a través del arte una sacralidad que lo excluye de todo uso profano y que lo embellece, convirtiéndolo así en signo de trascendencia y creando en torno al mismo un noble sentido reverencial que responde a la excelencia de su uso y a su excepcionalidad; lo cual no se habrá de confundir con la magia, enteramente ajena a la acción litúrgica y al arte. El arte de estos objetos se ha definido de ordinario, pero injustamente, como arte menor. La exquisitez de un bordado, como la finura de un cincelado o de un marfil, poseen frecuentemente una fuerza artística, cromática o plástica no inferior a la de las denominadas obras mayores.
Mas para que la iglesia como ámbito y en sus celebraciones pueda revelarse en toda su deseada beldad, es menester que la gama íntegra de estas artes sea conveniente y armónica, de suerte que, además del valor artístico de cada unode los elementos, brille la unidad del conjunto. Y entonces la iglesia, además de maestra de la fe, se presenta también como educadora del buen gusto, es decir, de lo bello, tan estrechamente ligado a lo verdadero y a lo bueno.

III. Exigencias artísticas, funcionalidad y simbolismo
Liturgia y arte son dos valores que, en la celebración cultual, constituyen una sola realidad. Ya Pablo VI subrayó esta íntima relación en su discurso a los artistas, el 7 de mayo de 1964; en él se expresaba así: "Nuestro ministerio tiene necesidad de vuestra colaboración. Porque, como sabéis, nuestro ministerio es predicar y hacer accesible y comprensible, y hasta conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inaferrable, de Dios. Y en esta actividad que trasvasa el mundo invisible en fórmulas accesibles e inteligibles sois vosotros maestros..., y vuestro arte es justamente arrancar al cielo del espíritu sus tesoros y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad" (AAS 56 (1964) 438).
Tal vez se ha creado un conflicto entre el arte y la liturgia: el arte pretendió presentarse como realidad principal, subordinando a sí mismo el desarrollo de la liturgia y su correspondiente material, con lo que la música, la coreografía, las artes decorativas, más que dar fuerza a la expresividad litúrgica, vinieron a ofuscar u oscurecer su autenticidad.
Cada elemento de la celebración litúrgica tiene su funcionalidad propia, rica y articulada, y el arte viene a hacerse para dichos elementos como soporte de su aplicación. Conviene, pues, distinguir, en el objeto litúrgico, y por consiguienteen su mismo uso, dos aspectos de una misma función: práctico el uno y simbólico el otro. El primero se ordena a la acción material que con él habrá de realizarse, mientras que el segundo nace de la significación de la acción misma.
Esta simbología no puede, por tanto, aplicarse al objeto por una sobreabundante (en cuanto conceptuosa) decoración; porque, frecuentemente, tal decoración, más que reforzar, vela y hasta hace equívoca tal simbología. Más bien por la autenticidad y lo precioso del material empleado, por la armonía de la línea con la función práctica, por la logicidad y conveniencia en la elección de las proporciones, con relación al ambiente es como adquirirá el objeto su oportuna elocuencia y llegará a desempeñar notables valores artísticos globales. Si, por ejemplo, contemplamos el altar, es de suma importancia que se manifieste claramente en él su carácter sacrificial y convival, el cual no depende solamente de su forma, sino también de su colocación en el lugar de la asamblea litúrgica. De igual manera, un pequeño cáliz sobre un gran altar difícilmente transmitirá a una gran asamblea su mensaje simbólico de "cáliz de la nueva y eterna alianza". Multiplicar el número de cálices anularía la preciosa simbología de la unicidad. Dígase lo propio acerca del lugar de la proclamación de la palabra: reducido a un miserable atril, anula su elocuencia y pierde la fuerza de polo de concentración de la atención de los fieles. Aquí una oportuna y hasta evidente colocación del micrófono refuerza la simbolicidad del ambón. En cambio, ese mismo objeto, demasiado visible en el altar, distrae la visión de lo esencial: las ofrendas. La sede, finalmente, es para la asamblea cristiana signo de la presencia de aquel que es su única cabeza, signo de unidad y garantía de autenticidad de la enseñanza (recuérdese el significado del sitial de honor de las iglesias antiguas); aquí se identifican funcionalidad y simbolismo, ya .que la sede no puede cumplir su función simbólica si no se la coloca dentro de la asamblea, donde el sacerdote pueda realmente presidir.
Después de un período en el que la postura del hombre llegó a determinar el objeto litúrgico sacralizado, finalmente hoy vuelve a ser la acción litúrgica, esa realidad en la que el hombre es el principal actor con Dios, la llamada a dar a los objetos autenticidad y sacralidad de función y, por consiguiente, a justificar su nobleza y la beldad de su hechura.

IV. Panorámica histórica
Desde siempre el arte ha acompañado e igualmente expresado el más profundo sentimiento religioso del hombre, tornándose elemento determinante en el proceso de ritualización del culto dentro de los distintos pueblos. Arte y rito están, de esta manera, ligados entre sí; lo atestigua el mismo arte prehistórico que ha llegado hasta nosotros en grafitos y obras estéticas de toda índole y en todos los continentes.
El signo gráfico, modelado o arquitectónico, ha servido al hombre para expresar lo inexpresable, ya por ser todavía solamente fruto del deseo, ya por pertenecer al pasado y estar por tanto sólo presente en el recuerdo, ya por ser realidad trascendente.
El grabado rupestre del animal perseguido por los perros o herido por la flecha mortal, que se adelantan a la acción misma del hombre, es acto religioso, propiciatorio; la máscara o maquillaje que transforman el rostro y el cuerpo del hombre encarnan el espíritu y lo hacen presente; el cipo consagrado con óleo y clavado en tierra testimonia el sentimiento religioso del fiel; finalmente, también el lugar o cualquier otra realidad natural que asume las características de originalidad, grandiosidad, belleza o impenetrabilidad es signo manifestativo de la presencia divina.
En el pasado, el acto propiciatorio o de agradecimiento se expresaba por medio de dones artísticamente elaborados; el culto a los muertos nos ha transmitido testimonios de gran valor, desde las gigantescas pirámides hasta las diminutas y bellísimas urnas cinerarias, desde los misteriosos sarcófagos de las momias hasta los simples utensilios finamente trabajados.
Para el culto pagano, la grandiosidad del templo y la preciosidad de los objetos son también elementos que manifiestan la sacralidad. En el culto hebraico, el valor artístico y material del objeto litúrgico no constituye su sacralidad, pero sí es una exigencia de la misma; y así seguirá siéndolo en el culto cristiano, confirmándolo en tal sentido el mismo Cristo con la defensa del gesto de la pecadora que derramó sobre sus pies un preciosísimo ungüento (cf Jn 12,3).
El arte acompaña al cristianismo a lo largo de toda su historia, como sucede también en las demás religiones. La historia misma del arte evidencia la parte preponderante que ocupa el arte con función religiosa. Incluso en el arte occidental los principales estilos, como el paleocristiano, el románico, el gótico, el renacentista y el barroco, están definidos principalmente por obras de carácter religioso, reflejando cada uno de ellos un momento particular de la historia de la fe yevidenciando la espiritualidad que caracteriza al arte mismo. Algo similar ha acaecido en los últimos siglos, en los que el carácter esencialmente ecléctico de la espiritualidad ha favorecido una desordenada recuperación de los elementos estilísticos del pasado, amenazados en principio por el mismo fundamental defecto del eclecticismo, que contrasta con la libre expresión de la originalidad propia del hombre en cada tiempo.
También hoy el redescubrimiento de la autenticidad litúrgica ejerce una liberación de la autenticidad del hombre, que puede así manifestarse con originalidad y verdad. El momento actual es todavía de búsqueda, de tendencia hacia un movimiento que resulta, al mismo tiempo, contradictorio en su confrontación con el pasado y nostálgico frente a él, abierto a un extenso futuro, pero obstaculizado por mentalidades legalistas o privatistas: en efecto, por una parte, ateniéndose a la costumbre, se rechaza la incipiente libertad que conceden las normas actuales; por otra parte, aun dentro de la variedad de estilos, no se abre a la comunidad a cuyo servicio está, hasta el punto de que, con frecuencia, el arte en el culto no es expresión del espíritu de la iglesia, sino que continúa siendo esencialmente la conclusión de personales elaboraciones del artista, incluso (a veces) carente de fe o simplemente en busca de su propia afirmación individual.

V. Orientaciones (creatividad y adaptación)
En el n. 123 (c. 7) de la constitución sobre la sagrada liturgia afirma el Vat. II: "La iglesia nunca consideró como propio estilo artístico alguno", y es conveniente que "también el arte de nuestro tiempo y el de todos los pueblos y regiones se ejerza libremente en la iglesia..., para que pueda ella juntar su voz a aquel admirable concierto que los grandes hombres entonaron a la fe católica en los siglos pasados". Son tales sugerencias un modelo de lectura de la auténtica orientación mantenida por la iglesia a lo largo de su historia, por encima de toda otra postura contraria por parte de cada miembro del clero o de comunidades eclesiales enteras que sistemáticamente han privilegiado determinados estilos del pasado. El texto de la SC otorga, además, a todo artista la posibilidad de servir a la liturgia con originalidad dentro de una absoluta fidelidad a las exigencias de la misma liturgia; y afirma, finalmente, la validez del respeto a la tradición como testimonio de la fe de los padres y de lo precioso de su obra.
La liturgia puede, por consiguiente, interrogarse con libertad a sí misma y llegar a descubrir desde sí propia cuáles son las exigencias más auténticas, cómo puede también frente a las nuevas obras responder con autonomía y, a la vez, con respeto a los condicionamientos con que han podido vincularla otros períodos del pasado. Centralidad en Cristo, primacía de la persona sobre el objeto, valor activo de la comunidad, importancia de la posibilidad dialogal en la celebración litúrgica: he ahí algunos aspectos que, una vez más evidenciados en la liturgia, ofrecen la posibilidad de unas originales y adecuadas soluciones.
La publicación de los nuevos -> libros litúrgicos impone cambios radicales en la usual propuesta y colocación de los elementos necesarios para la celebración. Ya desde ahora es posible entrever en las nuevas realizaciones sus mejoresresultados en el futuro si, después de una mayor profundización y asimilación del sentido litúrgico, se aplican efectivamente las sugerencias que tales libros encierran.
Muy distinto es el problema de la reestructuración de las obras ya existentes. En ellas la reacción a particulares errores doctrinales, la exagerada acentuación o el aislamiento de algunas verdades de fe, la incontrolada devoción privada o simplemente algunas exigencias prácticas (como para el púlpito) han condicionado la realización de lo que, aun apreciable en el plano artístico, no responde ya hoy a la auténtica y específica función originaria. La intervención en tales obras o en parte de las mismas significa a veces romper la armonía artística del conjunto, que es precisamente su característica. En la primera fase posconciliar, un viento renovador, frecuentemente sólo superficial, llevó a modificar y adecuar con demasiada prisa la estructura de iglesias y ornamentos, sin preocuparse de los demás valores que poseían. Este período, con intervenciones que a veces rompieron la armonía de conjuntos artísticos, dando lugar a soluciones inaceptables tanto desde la estética como desde la liturgia, sentaron en general las premisas para unas soluciones satisfactorias que pudieran salvaguardar algunos de los monumentos artísticos más importantes.
A ello contribuyó también la introducción general del horrible altar postizo, síntoma de mal gusto, deseducador con su falsa preciosidad, verdadero reto a la constitución litúrgica, que en el n. 124 hace una llamada a la solicitud de los obispos con el fin de que "sean excluidas de los templos... aquellas obras artísticas que... repugnan a la piedad cristiana y ofenden el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte". No obstante, también este mal ha puesto en evidencia lo inadecuado de la vieja construcción, que sólo había conservado del altar una parte de la mesa, convertida hoy en una simple consola inserta en el gran monumento que cabalmente representaba el altar, el cual, por su parte, venía a servir de sostén con sus muchas gradas para floreros o candelabros, para el tabernáculo o para la custodia, destinada a la exposición del santísimo Sacramento.
Ahora bien, puesto que el cristiano educado en la fe después del concilio no ve ya en tal monumento el altar, se aducen menos aquellos motivos que en un principio reclamaban su destrucción porque se consideraba justamente inaceptable la copresencia de dos verdaderos y propios altares en el templo litúrgico. Este elemento, despojado del mantel, y en el supuesto de que sea de valor artístico, como integrante de la armonía conjunta del templo, puede mantenerse y oportunamente convertirse en credencia (precioso recuerdo de aquellas credencias de madera durante algún tiempo situadas a los lados del presbiterio y que ahora han desaparecido casi enteramente).
El ambón, con la ayuda de amplificadores sonoros o acústicos, puede realizarse como lugar de la palabra y situarse de suerte que constituya un polo de convergencia de la atención de los fieles. Por lo demás, el desnudo atril que con frecuencia lo ha sustituido es una forma artísticamente también inadecuada a la majestad de su importantísima función.
E, igualmente, la sede, símbolo de la presencia y presidencia de Cristo, debe colocarse allí donde el sacerdote que preside la celebración pueda verdaderamente sentirse como tal, si bien no deberá situarse delante del altar o del tabernáculo. La pila bautismal es otro lugar que exigía estar más a la luz, de la que es símbolo especial. El bautismo, en el nuevo ritual, exige que la pila se encuentre en clara relación con el ambón y el altar. Pero es evidente que tal relación no puede resolverse con la mera superposición o yuxtaposición material de los símbolos. Corresponde al artista cristiano buscar soluciones oportunas y elocuentes; al proyectar la pila, sabrá realizar, con la libertad que le conceden las rúbricas, toda la simbología propia del sacramento.
Tal ejemplificación es proporcionalmente aplicable a toda otra intervención en materia de reestructuraciones o de nuevas realizaciones; corresponde al sacerdote el deber, por su autoridad litúrgica y su responsabilidad, de colaborar con el artista, pero no el privilegio de sustituirle en su mismo plano técnico v estético.

VI. Normativa vigente
La normativa general que regula la relación entre arte y liturgia se encuentra fundamentalmente en la colección de decretos conciliares, y más directamente en el c. 7 (nn. 122-129) de la constitución SC. La aplicación de estos principios se rige por la instrucción Ínter Oecumenici, del 26 de septiembre de 1964 (AAS 56 [1964] 877-900), que, en particular, con el c. 5, ofrece orientaciones más concretas para la construcción de las iglesias y de los altares, a fin de que se fomente más la activa participación de los fieles. Sobre el tema de la eucaristía, y por tanto del lugar y de los materiales necesarios para su celebración,tratan más específicamente la instrucción Eucharisticum mysterium, de la Congregación de ritos (AAS 59 [1967] 539-573), y la Ordenación general del Misal Romano, del 3 de abril de 1969, sobre todo en los cc. 5 y 6. Los aludidos principios generales de la SC se recogen también en los capítulos introductorios a los nuevos libros litúrgicos y se aplican con las rúbricas que acompañan el texto de cada una de las celebraciones.
La normativa referente a la conservación y defensa del patrimonio artístico-sagrado ha sido ampliamente recogida en dos documentos: uno es la carta circular, con fecha de 11 de abril de 1971, de la Congregación del clero (AAS 63 [1971] 315-317); otro es el promulgado por la conferencia episcopal española el 29 de noviembre de 1980 (cf Documentos de la Conferencia episcopal española 1965-1983, BAC 459, Madrid 1984, 608-609).
En virtud de su derecho, reconocido por el Vat. II, cada conferencia episcopal posee la facultad de fijar directrices particulares en orden a la aplicación de los principios generales a las exigencias locales. La promulgación de estas normas particulares se realiza oficialmente en las revistas diocesanas. Tales directrices son particularmente útiles al artista que desee actuar a favor del servicio litúrgico en una concreta comunidad local.
El intérprete responsable de la normativa litúrgico-artística, en cada diócesis, lo es la Comisión diocesana de arte sacro, a la que debe someterse toda nueva realizaclon en orden a su aprobación; a nivel nacional lo es la pontificia Comisión para el arte sacro, con sede en Roma.
[-> Organismos litúrgicos]
V. Gatti

BIBLIOGRAFÍA: Barbaglio G., Imagen, en DTI 3, Sígueme, Salamanca 1982, 131-145; Barbosa M., El arte sacro, en G. Barauna, La sagrada liturgia renovada por el concilio, Studium, Madrid 1965, 741-762; Bellavista J., Cuestiones básicas para un directorio de arte sacro, en "Phase" 143 (1984) 403-416; Guardini
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